Posts matching “Joaquín de Grado”.

SUBIDÓN, SUBIDÓN. De la serie «RECORTES», Nº 93. Por Pablo Romero Gabella

 

policíalocal2(Foto: LGV París 2010)

 

«Entre sollozos y tartamudeos nos gritábamos unos a otros frases incompletas, y un observador imparcial habría podido tal vez creer que de nosotros se había apoderado un exceso de felicidad.  Voy todo de subidón porque en las cargas de Recoletos fuimos capaces de rodear a un policía y yo le tiré una piedra en la cabeza cuando estaba en el suelo. Vi cómo aquella figura se estremecía cuando aparecí y cómo me miraba con los ojos muy abiertos, mientras, pérfidamente, me iba acercando hacia ella. Mañana lo veréis en las noticias, quedó inconsciente, se lo tuvieron que llevar arrastrao».

[Declaraciones de M.M.S., 20 años, único detenido tras la Manifestación del 22-M, en Luis F. Durán, El Mundo, 26 de marzo de 2014 / Ernest Jünger, Tempestades de acero, Barcelona, 2011, pág. 247, traducción de Andrés Sánchez Pascual, 1ª ed. en alemán 1920]

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¡VIVA GAMONAL! Por María del Águila Barrios

1000 KILOS DE HACHÍS «ES-FUMADOS». Por Parco Lacónico

COLOQUIOS (177): «MALA CALIDAD [DE INTERIOR]». Gabi Mendoza Ugalde

MERCADERES Y FARISEOS. Por Rafael Rodríguez González

COLOQUIOS (170). Gabi Mendoza Ugalde

LO MEJOR Y LO PEOR. Por Joaquín de Grado

ESPARTA. Por José Manuel Colubi Falcó

COLOQUIOS (37). Gabi Mendoza Ugalde

COLOQUIOS (189): «A PROPÓSITO DE LA INIQUIDAD EN LA ESPAÑA DE HOY, CON URUGUAYA ESPERANZA». Gabi Mendoza Ugalde

http://www.youtube.com/watch?v=Pa9lz7SV_7Q&feature=share

—Ahora que la Justicia española quedará laminada con las nuevas derogaciones, calificadas de reformas, y sus correspondientes aguijones normativos, que el Gobierno, con el apoyo irrefutable de todos los grupos nacionales y nacionalistas (excentrados en la cosa catalana), está consiguiendo verter sobre todos, creo que es conclusión indiscutible (para desgracia nuestra) que parece que, por fin, lo conseguirán.

—¿Qué?

—Que tendremos más jefaturas que juzgados y, además, como somos una potencia en cárceles y sabemos construirlas muy modernas y de alta seguridad, habrá sitio para todos los que no acaten las reformas.

—Los amos llevan lustros ansiando poder campar a sus anchas sin tanto trámite de garantismo judicial y sin la siempre incómoda competencia del pueblo.

—¡Ay…!

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COMO UNA «TEORÍA DEL ESTADO» EN «CARMINA» (SELECCIÓN):

COLOQUIOS (186): «TRILOGÍA DE ESPAÑOLES DEL SIGLO XXI, CON ESTRAMBOTES». Gabi Mendoza Ugalde
SÓLO PARA PRIVATIZAR Y ROBAR. Por Parco Lacónico
CIRCO PERO SIN PAN. Por Rafael Rodríguez González
TRACTO SOCIAL. De la serie «RECORTES», Nº 43. Por Pablo Romero Gabella
JENÓCRATES. Por José Manuel Colubi Falcó
COLOQUIOS (172). Gabi Mendoza Ugalde
UN DISCURSO DE PERICLES. Por José Manuel Colubi Falcó
MERCADERES Y FARISEOS. Por Rafael Rodríguez González
EL FUEGO CRUZADO. De la serie «RECORTES», Nº 26. Por Pablo Romero Gabella
COLOQUIOS (152). Gabi Mendoza Ugalde
HISTORIAS: DEL BUNDESBANK O BANCO CENTRAL ALEMÁN. Antonio Luis Albás y de Langa a Gabi Mendoza Ugalde, (2012)
NO ES TOLERABLE QUE EL IMPERIO DE LA INDECENCIA DOMINE EN LA POLÍTICA. Conversación con Juan Cruz, (15.XI.2011)
LA JUSTICIA DE LAS FIERAS. Por Joaquín de Grado

YA SON TREINTA AÑOS. Por Rafael Rodríguez González

 

antoniomairena
Antonio Cruz García, «Antonio Mairena»

 

La idea no es mía. Además, he tenido que discutir tanto y a veces tan agriamente con su autor, que ganas me han dado de mandarlo todo a paseo. Pero, por fin, una tarde de la primavera, quizás muy similar a aquella en que Merceditas cambió de color, mi amigo Ramón Núñez Vaces lo hizo de parecer. Mi persistente esfuerzo no había sido en vano. De manera que quedé encargado de plasmar por escrito la idea que mi segoviano y terco amigo había tenido. En realidad, de hacer lo que pudiera.

            Pero he de aclarar algún extremo más. No es que yo no tema al ridículo, pero mi sentido de la amistad, o del compañerismo, me lo hace despreciar en ocasiones. Y ésta es una de ellas: vale que yo lo haga, pero no consentiré, si de mí depende, que mi amigo el segoviano incurra en él. De modo que puede decirse que escribo el presente texto por solidaridad no exenta de sacrificio.

      Entremos en materia. Ramón quería escribir sobre Antonio Mairena, ahora que en septiembre se cumplirán treinta años de su fallecimiento. ¡En buen lío se iba a meter! ¡Escribir sobre Antonio Mairena! Nada menos. No es que yo pueda hacerlo bien, pero, como ya he dicho, lo que no podía consentir es que alguna o mucha gente se riera de este segoviano metido a exégeta de tan alta figura. Que lo hagan de mí, vale que sea. (Hay que reconocer que lo que escribió sobre Juan Talega no lo hizo mal del todo).

             Pero, ¿qué decir de Antonio Mairena que no se haya dicho ya y que además no falte a la verdad, esa que casi siempre es relativa? ¿Que ha sido el cantaor más completo y enciclopédico de la historia del cante? ¿Que gracias a su empeño y facultades el gran público —no sé si cabe utilizar esa expresión en el mundo del flamenco— pudo conocer formas cantaoras casi perdidas o limitadas a exiguas minorías? ¿Que su aportación a la creación y desarrollo de los festivales fue importantísima? ¿Que gracias a él y a otros pocos el cante gitano pasó a ser mejor considerado en la sociedad? Pues sí, todo eso es cierto, e incluso seguramente más cosas que mi incapacidad me impide reflejar. Bueno, y que cantaba mejor que bien.

            Pero, todo hay que decirlo, ha habido gente que no ha considerado favorablemente esas aportaciones, al menos del todo. Se trata de aficionados que todavía soñaban o sueñan con el cante en las casas de Triana, en las cuevas y en las gañanías, es decir, con la máxima pureza, con lo prístino. Pero el curso de la historia es, para bien y para mal, imparable e irreversible. Y ni el hacer de Antonio Mairena ni el de otros que no eran de su cuerda fue lo que determinó la realidad que acabó imponiéndose a finales de los años sesenta. La mutación en las formas de vida (vivienda, alimentación, oficios, comodidades, el coche en la puerta, la más absoluta comercialización, la televisión, artificiosidad a tope y tantas cosas que impuso la «revolución» tecnológica) es lo que cambió la realidad de las formas y del fondo del flamenco, lo mismo que de todo lo demás. Es verdad que para mal e irremediablemente, pero… Así que menos mal que por lo menos, en aquel tránsito trágico y definitivo, hubo un Antonio Mairena y algunos y algunas más,  últimos representantes de una época que fenecía. Gracias a los prodigios de la técnica podemos gozar de esos prodigios del arte.

            Hay algo que es necesario destacar: que Antonio Mairena fue el mayor aficionado al cante que se haya conocido. Rectifico: los habrá habido iguales, pero no más. Esta última quizás sea una de sus facultades —yo creo que la más esencial— menos conocidas o valoradas. Porque Antonio Cruz García no se levantaba, sino el último, de una reunión flamenca, ni dejaba de escuchar a alguien, ni concedía importancia al tiempo salvo para emplearlo en el flamenco. Se ha dicho que esa dedicación la ejercía para sacar provecho, para aprehender cada matiz, cada tonalidad y faceta. Pues claro, nada más natural, pero demostración irrefutable de su profunda e inagotable afición. Yo creo que era el capitán Nemo del flamenco, sumergido por siempre en el mar del cante y del baile para cumplir su propósito de que en el mundo terrestre ese Arte tuviese el lugar que merecía. Tarea en la que cualquiera hubiera fracasado, no sólo él. Y me remito a lo del curso de la historia. 

 

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 Joaquín el de la Paula

por Juan Valdés

 

            A mí me parece que hacer elogios es innecesario. Hacerlo de tal o cual cantaor correspondía cuando no existían medios de grabación y era la tradición oral la que ignoraba a unos y hacía inmarcesibles a otros. Por ejemplo, ¡cuántas cosas se han dicho de Frasco el Colorao, de Juaniquí, de Cagancho, de Joaquín la Cherna, de Tomás el Nitri, del Fillo, de la Andonda y más! ¿Y de Joaquín el de la Paula? Ese mismo que, por cierto, sigue sin tener una calle en Alcalá, su pueblo (aunque la tuvo en los años setenta). Sí la tiene, y grande, Antonio Mairena, desde poco después de su partida, en merecida gratitud. Tampoco tiene calle con su nombre Manolito el de María. ¡Increíble pero cierto! Pero, ¿qué más da?, el cante y sus hombres y mujeres no están en azulejos y placas, aunque no es de negar que lo merezcan, sino en el corazón de quienes tienen la facultad porque es una facultad, muchas veces dolorosa, que no está concedida a cualquiera de apreciar el arte que de ellos ha brotado.

 

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Manolito el de María

 

            Si los elogios son innecesarios, las comparaciones resultan absurdas. ¿Cómo y a cuento de qué hacerlo entre Antonio Mairena y cualquier otro cantaor que haya logrado celebridad, antes, durante y después de él? ¿Compararemos la aceituna con la pera? ¿El coco con la manzana? ¿El aguacate con la nuez? Claro que no, cada fruto tiene su sabor único, su textura diferenciada. Y cada uno nos aporta una sensación de placer distinta.

            Pero, claro, hay a quien no le gustan las nueces; a otros, las manzanas; existen los que no resisten ni que les mienten las aceitunas. «Hay gente pa tó», decía Rafael el Gallo (yo apostillaría a mi tocayo y hermano en la alopecia: «menos pa lo que tiene que haber»). Yo me cuento entre los que no les gusta todo (tengo un amigo que dice que a mí no me gusta nada, o casi). Sin embargo, o no obstante, jamás dejo de reconocer que tal o cual cantaor canta o cantaba muy bien, aunque a mí «no me ponga».

        Hay de todo, sí. Sé de gente que tiene la más completa colección de discos de flamenco: en ella se contienen todos los cantaores de los más variados estilos e idiosincrasias. Los más alejados de unos como estos de los otros. Es gente a la que le gusta eso: todo de todos. Me alegro por ellos, aunque me resulta difícil creerlo. De hecho, hay actualmente algún cantaor-cantante que tiene tantas facultades que es capaz de cantar por, o imitar a, la mayoría de los más conocidos de la historia. Sí, pero como el muchacho transmite menos que un cable de cartón, ¿de qué vale tanto poderío?

             La obra de Antonio Mairena produjo sus epígonos. Unos más afortunados que otros, como es natural. Al lado de excelentes seguidores hubo y hay imitadores que aunque se llevaran cada día de su vida escuchándole no lograrían otra cosa que aburrir y desesperar al oyente (aunque las tragaéras del gran público resultan increíbles). Lo mismo pasa con la pléyade de imitadores de otro celebérrimo cantaor, aunque en este caso no conozco ningún excelente seguidor, y sí muchísimos de los otros, hasta el punto de que cierto día, en un bar que ya no existe, uno que estaba cantando-imitando a ese celebérrimo de cuyo nombre no me acuerdo ahora, hizo que una lagartija cayera al suelo, muerta, y dos o tres grillos salieran de sus escondites, despavoridos.

 

antoniochaconpojiménez

Antonio Chacón

Por Jiménez

 

              Con todo lo referente a Antonio Cruz García pasa lo que con todo: o se es o no se es, se vale o no se vale. Muchos de ustedes conocerán aquello de Antonio Chacón, cuando alguien le preguntó que por qué siempre se hacía acompañar de cierto individuo que ni hacía palmas, ni decía nunca óle y casi ni hablaba. «Porque sabe escuchar», fue la respuesta del maestro. Lección que deberían aprender muchos, antes que la de escucharse. Pero hay que perder la esperanza en su logro: aquí todo el mundo nace sabiendo.

            Ya no me quedan más recursos para seguir refiriéndome a Antonio Mairena. No sé si lo que digo a continuación es una procacidad, o un reflejo de cierto orgullo, pero el caso es que un día de verano, estando yo, con mis diecinueve años a cuestas, en un bar que visitaba a diario, llegó Manuel García Fernández, «El Poeta de Alcalá», acompañado o acompañando a Antonio Mairena. Manuel, como yo ya surtía en asuntos del cante, me presentó al astro, o al revés, más bien. La mirada  de Antonio, mientras nos dábamos la mano, hizo que me pusiera más encarnado que el tomate más maduro que pueda acabar en un gazpacho.

             Palabras, palabras. Lo que hay que hacer es escuchar. Para los noveles es difícil en este mundo tan trepidante y a la vez tan estancado. Para los ya experimentados también, porque el bote sifónico en que nos vemos sumidos no nos deja «ni atrás ni alante».

             Así que, del amplio conjunto de grabaciones (discográficas y no) que hay recogidas en internet, les propongo dos, aunque podrían ser cincuenta. Para los noveles puede que sean reveladoras; para los experimentados, o que crean serlo, dos ocasiones para romperse la camisa (las hayan escuchado ya o no). Una es de Perrate de Utrera en el primer Gazpacho de Morón (Perrate de Utrera & Diego del Gastor – Soleá – 1963). La otra es de Antonio Mairena (Antonio Mairena – bulerías – 1963), conseguida en el mismo festival. Para qué hablar más. Se podrían decir muchas más palabras, sesudas frases y elementos definitorios. Lo que tiene que hacer el interesado es escuchar. Que no, pues adiós, muy buenas.

 

LAS MUJERES DE MI VIDA (CON VOCES SISADAS A PABLO NERUDA). Por Rafael Rodríguez González

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«El baño turco»
por Rafael Luna
(detalle)


Cuando ya se acerca, inexorable, apremiante, el fin de los días de uno, no de uno cualquiera, sino de mí, estimo que puede constituir un buen ejercicio recordar las mujeres que han afectado la vida de uno, en este caso de mí, sea en mayor o menor grado y en cualquier sentido. A estas alturas de la existencia todo lo pasado hay que considerarlo provechoso. Incluso si se trata de mujeres.

…………La única persona que he visto muerta en mi vida, y ojalá siga siéndolo, fue sor Rafaela. A esta hermana de la Caridad la expusieron en la capilla del «colegio de las beatas», y por allí pasé yo, no recuerdo si de la mano de mi madre o de la de alguna de las abuelas que me quedaban. El cadáver de sor Rafaela me convenció, a tan temprana edad, de que todo el mundo se muere: hasta las beatas más buenas, que, según decían, eso era sor Rafaela. Yo, que vivía al lado mismo del colegio, seguí viendo después a la gente que  iba a dar su adiós a la hermana. Pero sor Rafaela, en su catafalco, con una de aquellas tocas que casi obligaban a coger por otra calle cuando dos beatas avanzaban de frente, ya no podía disfrutar de las reverencias. La muerte es así de imperfecta: no permite gozar de ella. Ni los faraones lo lograron.

…………Otra hermana de la Caridad hubo que marcóme para toda la vida: sor Catalina. Con ella, como tantos otros a lo largo de tantos años, aprendí a leer y escribir (no faltará quien la maldiga por ello). Recuerdo especialmente su dulce didáctica, sus indicaciones precisas y apacibles… Y a su lado, siempre, María. Esta mujer, seglar, o lega, no lo sé, fallecida ha pocos años, era la perfecta auxiliar de la religiosa. María, inteligente, sagaz, poseedora de una energía singular, podía parecer a primera vista excesivamente seria, incluso desabrida, pero no, era el águila que sobrevolaba la clase, que distinguía rápidamente al torpón, al más despierto, al necesitado de tal o cual ayuda. Y a cada cual daba lo suyo.

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Foto de Karol Kállay
(1926-2012)

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.…………Será por casualidades de la vida que no pueda recordar a muchos maestros o profesores que me hayan enseñado algo medianamente importante. (La vida en sí no es más que una casualidad absurda, por mucho que esté sujeta a leyes inapelables. Esto no tiene mucho que ver con lo que estoy contando, pero tenía que decirlo). Del colegio salesiano, donde los castigos corporales, con motivo o sin él, eran práctica común, y en el que la enseñanza del francés y del latín eran de lo más deficiente, sólo puedo recordar con gratitud a don Julio, el profesor de Ciencias Naturales. No era cura, por supuesto. Pero volvamos a las mujeres. Para enseñar, lo que enseñaba una profesora del instituto: si su asignatura la hubiera enseñado igual que sus muslos, lo que hacía a conciencia y a todo volumen, todos los alumnos habrían alcanzado el sobresaliente. El director, Fernando Durán Grande, que era del Opus Dei, por lo visto nunca llegó a entrar en ninguna de las aulas en que aquella dama exhibía sus babillas, así que cómo iba a saberlo, si en los institutos nadie se entera de nada.

…………Del instituto también recuerdo, y otra vez me aparto de las mujeres, al profesor de matemáticas, además jefe de estudios, a quien varias veces vimos tirar el cigarrillo recién encendido, mientras se quedaba con la cerilla en la mano. Todo un síntoma de cómo andarían sus logaritmos cerebrales. Fue el mismo que procedió a expulsarme durante una semana debido a mis repetidas «rabonas». Curiosa forma de castigar al abstencionista la de darle cinco días de regalo.

…………Nada de todo esto tiene que ver con mis nulos rendimientos académicos: sin aplicación no puede haber provecho. De modo que de sor Catalina y de María aprendí casi lo único en mi de todos modos corta y entrecortada vida escolar: leer y escribir. Y aunque sé que no hacían más que cumplir con su obligación, continuamente les doy las gracias. Tu(s) recuerdo(s) es(son) de luz, de humo, de estanque en calma.

…………Carmelita la monja, pequeña, surcada de incontables arrugas, de negro desde el cuello a los tobillos, simpática y dicharachera, natural de Almendralejo, había intentado ingresar en la Orden de Santa Clara, antes llamada Orden de las Clarisas Pobres. Pero como Carmelita era pobre, pobrísima, no pudo aportar la preceptiva dote, de modo que fue rechazada por esas infieles al legado de Francisco de Asís. Pese al repudio, Carmelita siempre estuvo ligada al convento: mientras pudo, que fue hasta pocos días antes de quedarse dormida para siempre, ejerció cuantos encargos le hacían las monjas titulares. De vez en cuando aparecía trayéndonos suspiros de canela a los nietos de Guadalupe, con la que Carmelita, desde su llegada a Alcalá, mantuvo una amistad provechosa. En algunas de esas ocasiones nos contaba historias que nos asombraban, por lo menos a mí. Puede que refresque algunas si me lo permite la apremiante e inexorable. Y la memoria menguante.

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Copa de agua con una rosa sobre bandeja de plata
Zurbarán
1598-1664

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…………En mi casa no faltaba la comida, ni la por comer, pero un día Carmelita me invitó a almorzar, lo que realizó con toda la zalamería que corresponde hacerle a un chiquillo. Y allí fui, a un «soberáo» de la calle Fernán Gutiérrez, esa que se vuelca en el Derribo desde las alturas del barrio de San José una vez recogido el afluente de las Corachas (son arroyos menores la calle Ángel y la de Isidoro Díaz). En aquella habitación sin ventanas, a la que se accedía desde el patio tras subir unos cuantos escalones de gran peralto, Carmelita tenía una cama tan estrechita como ella, una gran cruz sin figura humana, una mesa como las primeras que se habrían hecho a las orillas del Éufrates, dos sillas y algunos cacharros. De las tablas del suelo subía el olor a lejía, y las paredes refulgían de blanco, a pesar de que del sol sólo llegaban allí los reflejos del patio.

…………Yo, que era capaz de comerme las cuatro esquinas de la Giralda, y de segundo el lagarto del Patio de los Naranjos, me encontré con un huevo duro, un trozo de pan y cuatro o cinco lonchas… de tomate, rociadas de sal, sin aceite. Hubo postre: un suculento plátano. Deseoso como estaba de llevarme algo más a la boca después del banquete, tardé un rato en volver a casa, porque Carmelita me contó una o dos de sus historias y yo era dócil y atento a las palabras de los mayores, hiciera o no caso después. Siempre he sospechado que mi padre tuvo algo que ver con la invitación gastronómica de Carmelita. Él tenía de vez en cuando sus inspiraciones didácticas. Y la esperanza de que todo el mundo poseyera su misma capacidad de aprender.

…………Qué se festejaba aquella tarde no lo sé. En mi casa estaban todas mis tías por parte materna, una de mis abuelas por la misma rama, dos mujeres más y uno o dos hombres, también de la familia. Sonaba la radio: coplas, flamenco. Bailó mi tía Angelita, que parecía gitana; otras hicieron sus «esplantes», hasta que Carmelita se levantó, tomó el cigarrillo que fumaba uno de los hombres, le dio dos chupadas y se pegó dos o tres vueltas de baile, dejando en pañales a todas las demás. Acogedora como un viejo camino. Te pueblan ecos y voces nostálgicas.

…………Hablo ahora de una mujer a la que mientras viva —quiero decir mientras viva yo, viva o no ella— estaré agradecido a más no poder. Fue su interés por que colaborara con ella en las responsabilidades políticas que acababa de asumir lo que hizo posible que, al cabo del tiempo, mi conciencia política tuviera la oportunidad (aprovechada, declaro ufano) de llegar a más altos desarrollos, hasta el punto de hacerme abandonar la dedicación militante que venía ejerciendo desde los diecisiete años (a lo que cuento tenía cuarenta y uno). Probablemente también hubiese llegado a las mismas conclusiones de no haber mediado las circunstancias que propició esa mujer, pero la realidad es que fue gracias a mi elevación orgánico-partidaria que empecé a ver más claro.

…………Hay quien sube un escalón y enseguida olvida críticas y objeciones que sostenía hasta ese momento, y ya todo le parece bien. No es que yo sea mejor, pero como lo que siempre me ha interesado es saber más para actuar más y mejor, a mí me pasó lo contrario: desde uno o dos escalones más arriba tuve la oportunidad de contemplar la panorámica y lo que tenía a los pies y a los lados. Abreviando, porque esto no puede convertirse en un tratado sobre política revolucionaria: durante aquellos pocos años escalones arriba llegué a ver con claridad (ayudado por lecturas totalmente imprescindibles) que el proceder de la hasta entonces mi organización no se guiaba por el método apropiado ni conducía a ningún sitio deseable desde el punto de vista revolucionario (lo que no tiene nada que ver con la inmediatez ni con el extremismo). Ella, una criatura más lista que inteligente, de una soberbia garrafal, desprovista de los más esenciales elementos de la teoría y del conocimiento histórico-práctico, permaneció durante años dedicada al combate interno camino a ninguna parte, hasta que acabó fuera de la organización porque ya no había en ésta recursos para todos, ni lugar para todas las soberbias. Uno o dos años después estuvo unos meses escribiendo en el diario «El País», periódico tan denostado por ella en otros tiempos. También apareció como tertuliana en Canal Sur, pero no por mucho tiempo. Cualquiera sabe si se fue o si prescindieron de ella, tanto en uno como en otro medio. Ya sé que todo esto puede resultar un tanto críptico, así que quien quiera que me pregunte, si es capaz de localizarme. Y yo contestaré si me parece, como es natural. Por eso pude revivir, empeñado en mi testimonio y en mi esperanza irreductible.

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Isabel, La Lirio
Foto de Fernando Trigo
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…………Yo la quise, y a veces ella también me quiso. Me atraía su rostro tumefacto de alcohólica integral de sufrida vida. Y aquellos brazos con aquellos bultos. Y sus andares como de ir subida en un caballito de tiovivo. Su tristeza redonda y cabal. Sus ojos sin mirada, sin voluntad de ver, vacíos de objetivo. La Lirio era, de entre tantos posibles, un monumento a la vida. ¡Cuántas mañanas, a las seis, se asomaba a la puerta del bar, con semblante grave, aterida y lacrimosa! ¿Me dejará entrar? ¿Me pondrá el café?, se preguntaba, aun a sabiendas de lo positivo de la respuesta. Aunque, bueno, todo hay que decirlo: en algunas ocasiones aparecía tan desastrada y con tan malas fragancias que yo le prohibía la entrada. Entonces, si la cogorza aún mandaba, se plantaba en medio de la calle, se alzaba las ropas como lo haría la cabaretera beoda de una película del Oeste y gritaba: «¡Satanás!», para enseguida lanzar una larga carcajada que terminaba ahogada por la tos. En tales casos nunca faltaba el buen parroquiano que se prestaba a llevarle el café para que, temblequeando, se lo bebiera en la calle, mientras yo seguía trabajando y oyendo las risas y los improperios que me dedicaba Isabel. Sus dicterios eran para mí como palabras de amor.

…………Durante una de las escasas temporadas (¡tan cortas!) en que dejó de deambular por las calles empujada por aquel carrito que portaba sus pertenencias, Isabel estuvo limpiando en el bar y en la casa de Joaquín Oliver y Águila Álvarez, frente al Ayuntamiento. Los propios dueños tenían que reconvenirle: «¡Para, chiquilla, que vas a gastar las losas!», «¡No le des más a eso, que le vas a quitar el color!». El día en que se despidió de aquel empleo (y ya no tuvo ningún otro), llegó al bar del Morenito, a poca distancia del de Oliver. Allí trasegábamos tres o cuatro amigos. Invitamos a Isabel sin ningún remordimiento, sabedores de que si no era por aquí sería por allá. Seguramente fui yo, el más joven, el que la subió a una recia mesa para que bailara, lo que hizo a la manera de su Jerez natal, aunque con unas singularísimas formas. Luego nos contó que, apenas iniciada la pubertad, había coincidido en la misma «casa» con la que luego llegaría a ser una afamadísima artista, paisana suya. Lo que pasa es que la otra era de una gran belleza y salió pronto de allí, mientras que Isabel, tan poquita cosa, más bien feílla, hubo de seguir ejerciendo la aciaga ocupación de soportar cuerpos sin espíritu (o como astillas, que podría haber dicho Rachel Corrie). Eso contó.

…………La Lirio fue maltratada por más de un municipal, vejada por estúpidos superlativos, socorrida por pocos y pocas, hasta que mi padre la llevó, tras largos esfuerzos de convencimiento, a una residencia que no tuvo inconveniente en admitirla, no recuerdo en qué pueblo sevillano. Volvió a Alcalá a los pocos meses y reanudó su anterior forma de vida. Pero sus fuerzas ya no eran las mismas y mi padre la llevó a otra residencia, donde permaneció hasta su muerte, años después, dedicada a lavar y fregar, a fregar y lavar. Parecía poseída por Lucris, aquella diosa de la limpieza que nos describe Tito Lutacio Relenticus en su «Tratado sobre los males del Mundo». ¡La Lirio! ¡Ay, mi Lirio! ¡Cuántas veces te veo y no te oigo! Distante y dolorosa como si hubieras muerto.

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Lana Turner
1921-1995

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…………«Tú eres maricón». Eso me dijo, casi musitando, pero enérgicamente, un mediodía de verano, en su propia casa, una linda muchacha, vamos a llamarla María, primogénita de los dueños de un establecimiento que yo frecuentaba. El establecimiento era un bar, vamos a dejarnos de perífrasis. Yo, con apenas diecinueve, ella, con apenas dieciocho, pero ella con un instinto y un alcance equiparables a los exhibidos por Lana Turner en la mayoría de sus películas. Yo le gustaba mucho: lo anormal hubiese sido lo contrario, dadas mis características físicas en aquel tiempo. Me resultaba muy agradable, me inquietaba, e incluso me sorbía el seso a ratos, pero pasar de las miradas y las bromas (a veces zahirientes por mi parte, por increíble que resulte a quienes me conocen), para mí era como si alguien que sufre de vértigo hubiese de transitar por la baranda de un puente. Y precisamente yo, que no cobijo entre mis muchos defectos el del fingimiento, al contrario de tantos que forman dispersa legión. Porque no es que, algunas veces, al tenerla cerca, no se produjera en mí la reacción vascular que pueden imaginar. Algunos amigos se percataban del estado de confusión y temor en que me encontraba. Uno de ellos me dijo: «¡Ay, los inexpertos!». Algo había de eso, pero no era eso.

…………Cuando una mujer quiere lograr a un hombre no ceja hasta que está absolutamente convencida de que es imposible (¡qué les voy a contar yo a ustedes, sean varones o hembras, si seguramente estarán cansados de tantas experiencias!). Tanto insistía que hasta fui a verla a un pueblo de la costa, donde estaba con su madre (que veía bien el posible). Volvíme a la mañana siguiente, después de haber dormido en una posada, solo, por supuesto (si no, no habría dormido).

…………María, a la que a veces veo por la calle, y por la que no han pasado los años, o ella por los años (¡qué tersa, qué fresca en el mejor sentido de la palabra!), me dijo aquel día lo que otras habrán pensado y además comentado con alguien. Pero sólo María me lo ha dicho, en la cara, con todas las letras. Y enfadada, porque le dolía de verdad (¡la verdad!) que lo nuestro no fuera posible. Mi alma no se contenta con haberla perdido.

…………No hay mucho más que contar, a menos que entrásemos en el terreno del cotilleo. Proposiciones directas e indirectas las ha habido presencialmente y por teléfono: de concejalas, de esposas de amigos, de empleadas de establecimientos, de clientas del bar cuando yo lo tenía y también después… (No todas las mujeres, ni mucho menos, tienen tan buena pesquis como por lo general se le atribuye al sexo femenino). En todo caso, ninguno de esos ofrecimientos pasó a mayores: soy un hombre decente y puro, fiel a mi condición innata (rían, rían). Sólo han sido anécdotas incipientes. Algunas, de carácter cómico, o amable. De otras es desagradable el recuerdo. Fragancia de melocotones, bellotas de alcornoque. Flores y pedradas. ¿Culpas? De la vida, esa absurda casualidad.

…………Sólo la sombra trémula se retuerce en mis manos.

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«EL BOMBONA» EN DIEZ HOJUELAS. Por Rafael Rodríguez González

A Paulino García-Donas, que quiso a Agustín


«Pocas veces habré estado igual de bien acompañado»

(Foto: Fernando Trigo
Archivo R.R.G.)

Si a Hércules, además de los doce trabajos que le encargaron, le hubieran añadido el de describir a Agustín Olivera Carmona, seguro que no hubiese logrado la gran celebridad de que siempre ha gozado. O sí, aunque de muy distinto tenor: el fracaso hubiera sido tan sonado que la fama la habría adquirido por ser uno de los inquilinos más destacados del monte del Fyasco, que era adonde los dioses mandaban a los perdedores (dicho promontorio está cerca del Olympo, claro que a menor altura).

Ninguna de las pocas personas que le conocimos en profundidad somos capaces de describirle. Es taxativamente imposible. Siempre que, entiéndase bien, usemos el vocablo describir en su término más riguroso y cabal. Podré, en mi caso, contar algunas anécdotas, definir algunas pinceladas, pero me será inalcanzable transmitir el ser de Agustín: su mirada, sus llegadas, sus despedidas, la cara que ponía ante tal o cual circunstancia. Porque Agustín se expresaba, casi exclusivamente, a través de sus gestos.

Tal vez si Velázquez le hubiera pintado, como hizo con Inocencio X… ¡pero qué va, ni siquiera el genial Diego lo hubiese conseguido! Gracias al arte del sevillano, el rostro del Papa manifestaba todo lo que era, porque era lo que era, y ya está: un elemento de mucho cuidado: nada de inocente, el tío; pero Agustín tenía más registros que el mejor órgano de la mejor catedral, y eso no se puede pintar, ni explicar por escrito ni de ninguna otra forma que no sea oyendo sus armónicos sonidos. Porque si tratáramos de un ser imaginario, vale; o de un ser real, pero simple, también. Mas queremos hacerlo de uno que supera, realmente, lo imaginable; que escapa a cualquier posibilidad de aprehensión, ni siquiera parcial.

Bueno, entonces —me podrá decir el ya renuente lector—, ¿a qué hablar del tal Agustín, si no vas a conseguir que le conozcamos cabalmente? En primer lugar, para complacer a algunos amigos que disfrutarán recordando algunas escenas o imaginando a Agustín en otras que no presenciaron. En cualquier caso, esos que tuvieron la suerte de conocerlo sí que lo verán descrito, no por mis impotentes palabras, sino por medio de la memoria indeleble que en sus molleras permanece. Sólo por eso merece la pena ponerse a escribir.

Pero además para sugerir en las mentes de quienes le trataron poco, o no le trataron nada, sea por motivos de edad u otras circunstancias, una especie de cabalística sobre el personaje. Ahí sí que me temo que mis palabras no alcancen ni una cuarta parte del propósito. Y entonces los dioses no tendrán más remedio que mandarme al monte del Fyasco.

Dejemos sentado, antes de nada, que Agustín era siempre el protagonista en cualquier  lugar y circunstancia. No porque él lo procurase (todo lo contrario), sino porque concitaba la atención de todo el mundo, fueran dos, siete, quince o cincuenta las personas reunidas o simplemente presentes.  Se diferenciaba más que la noche de la mañana de esa gente que quiere ser el niño en el bautizo, el muerto en el entierro, etcétera (incluso el hipotecado en el desahucio). El protagonismo le venía dado por su sola presencia: era completamente distinto de los demás, nadie se le parecía en nada. En fin, que si digo que era quien más destacaba de entre todos los concurrentes, estuviera donde estuviese, ya se figuraran —digo quienes no le conocieron o le vieron poco— que estamos ante un ser especial.

Me parece necesario advertir, para terminar este proemio, que las reseñas que siguen no guardan un estricto orden cronológico.

¡Con lo bien que lo pasaba pasando por sordo!

PRIMERA HOJUELA

Antes de empezar a juntarme con él le veía pasar, ágil, dispuesto, serio de una seriedad propia de tarea realmente seria, con la bombona al hombro, camino o de regreso de un piso, de una casa. Ningún repartidor más rápido y cumplidor, ni más amable. Agustín era «ayudante», porque en aquella época los camiones de bombonas de butano tenían dos tripulantes.

Agustín se presentó un día a las ocho de la noche en la «butanería», con la intención de comenzar el reparto. ¿Por qué, si la jornada daba comienzo a las ocho de la mañana y finalizaba a las tres del mediodía? Pues porque Agustín, en aquella tarde-noche de invierno, se despertó de una prolongada y desorientadora siesta, iniciada bajo los efectos de una anestésica ingesta de caldo, no precisamente del puchero. De modo que Agustín, que había consultado el reloj nada más despabilarse, y que seguía con el mono puesto, se encaminó raudo desde la calle San Miguel a la de Mairena. No es que no advirtiera, por el camino, cosas extrañas: un ajetreo distinto del acostumbrado, las tiendas abiertas… Pero él iba a trabajar, cosa sagrada. Y, como siempre, con el afán de hacerlo puntualmente. Por fin, llegado al tajo, Joaquín Osorno, el dependiente de la taberna lindante con la «butanería», le preguntó, sorprendido, adónde iba. El Pichi, que así apodaban al dependiente, no paraba de reír cuando Agustín le dijo que a trabajar. También Agustín rió de buena gana, elevando los brazos y agitando las manos sobre la cabeza, en un gesto tan característico de él.

«La madre que tenga un hijo…»

SEGUNDA HOJUELA

Agustín era hombre de estatura media-alta; de buena figura, delgado y recio (a lo escuálido y esquelético no llegó sino en sus últimos tiempos); resultaba ciertamente elegante si el atuendo le ayudaba lo más mínimo. Sin embargo, lo que más destacaba en su grácil fisonomía era una nariz hermosa, sin llegar a excesiva, y una más que descollante nuez, que parecía dotada de vida propia dentro del enjuto y alto gaznate.

Aunque su vida siempre estuvo afectada de inconveniencias, la aceleración de su deterioro se la proporcionaron el despido de su empleo (los conductores quedaron como únicos tripulantes de los camiones) y algo después la muerte de su madre, Manuela Carmona Franco (sobrina-nieta de Joaquín el de la Paula). Manuela era una mujer hacendosa, pero serlo no le libraba de algunos de los males que la pobreza impone, sobre todo cuando es heredada de generación en generación. Los dos hijos que se le habían muerto, Manolín y Fernando, siempre estuvieron cuidados y decentemente vestidos, igual que Agustín, pero algunas costumbres y determinadas carencias, como las alimentarias, todo empeorado por la aguda senilidad de Manuela, influyeron mucho en el tercer tercio de la vida de Agustín.

Y cuando Manuela faltó, su ya único hijo quedó a merced de la indulgencia del destino, es decir, de ninguna indulgencia.

«Juventud, divino tesoro…»

TERCERA HOJUELA

Cuando una noche llegué a la taberna que más frecuentábamos por aquel entonces, me di cuenta enseguida de que Agustín estaba deseando verme llegar. Servidos los vasos, no tardó en decirme: «¡Me pincha, ay, me pincha!». Le interrogué con la mirada. Me señaló a la parte posterior de su pescuezo, sin dejar de hacer movimientos parecidos a los que provoca el mal de San Vito. Fue al momento que, en una dependencia aneja a la taberna, extraje dos alfileres del cuello de su camisa recién estrenada. Su impericia en esas lides no le había permitido quitarle, por no haberlos visto, ni siquiera previsto, todos los que una de esas prendas suele contener. Añadamos, porque para qué ocultarlo, que en aquella época cada camisa que se quitaba iba derecha a la basura.

Pudo ser cualquiera de esas noches cuando, ausentes aún otros frecuentadores de la taberna, Agustín me contó lo de su visita al dentista, años antes. Ya sentado en el maléfico, o, según se mire, magnificente sillón, el sacamuelas fue a otra dependencia en busca de algún instrumento. Momento que Agustín aprovechó para salir de la consulta como alma que lleva el diablo. Y tal y como hubo entrado: con su dolor de muelas. La repulsión de nuestro amigo a las agujas y demás instrumentos sanitarios era superior a la que algunos sienten al trabajo. ¡Mucho más!, por difícil que sea de creer.

Unas copitas en La Bodega. Paz y sosiego

CUARTA HOJUELA

La primera vez que vi llorar a Agustín fue estando sentados en un banco de la plaza del Duque, el mismo en el que un año antes nos había hecho una foto Fernando del Trigo, en la que están con nosotros, y nosotros con ellos, Diógenes Domínguez y José Brea Ortiz, el Picoro de Alcalá (pocas veces habré estado igual de bien acompañado).

Sacó del bolsillo una carta, enviada, desde no recuerdo qué pueblo de Cádiz, por una hermana de la Caridad. Esta hermana se había interesado por la situación de Agustín —ya después de la muerte de Manuela—, y le había ayudado en algunas cosas; pocas, desde luego, porque Agustín, de ser mirlo, si no blanco del todo sí que lo hubiera sido tipo cebra: a rayas. En un momento dado la habían trasladado a un nuevo destino, y desde él se dirigía a Agustín, deseándole la mejor de las suertes y dándole algunos consejos de índole religioso y también prácticos. Consejos, unos y otros, que a Agustín no podían servirle. Los inseguros raíles por los que había discurrido su vida, que eran la familia y el trabajo, ya no existían. Estaba solo, por más que algunos le hiciéramos más leve la soledad, siquiera a ratos. En realidad, siempre había estado existencialmente solo, pero no es lo mismo estarlo teniendo buenas facultades que cuando ya apenas, y a duras penas, te sostienen.

Empecé a leer. Ahora podría decirles que, como soy viejo, se me nublan los ojos de lágrimas al revivir el episodio; pero aun siendo eso cierto, también entonces, teniendo yo treinta años, me ocurrió. Ir leyendo la carta de la beata, ver la cara que iba poniendo Agustín, verlo llevarse el pañuelo a los ojos… Terminé por concluir la lectura oral antes de la que continúe haciendo con la vista: no podía seguir pronunciando. Quedamos en que yo le escribiría la contestación, casi a su dictado, y así se hizo días después. Cuando le leí la respuesta apretó los labios, suspiró y subió y bajó la nuez cuatro o cinco veces. Después, al tiempo que daba con el dorso de la mano en su pierna, dijo: «Sí». Yo sabía que tras el sí y el golpeo estaba la más emocionada de las aprobaciones.

La segunda fue en la casa donde yo vivía a comienzos de los noventa. Recuerdo que vivían conmigo seis gallinas. Eran muy diferentes unas de otras, me refiero a su personalidad, como ya he contado en otro lugar. A una de ellas la conocía para mis adentros como «la Agustina»: tanto se parecía en gestos y actitud a mi amigo. Como siempre, puse alguna grabación. Los preferidos eran Manolito María, Fernanda, Juan Talega, Fernandillo, Perrate, Antonio Mairena, Joselero… Lo primero que escuchamos fue un cante de Manolito, a quien Agustín conoció y del que incluso fue vecino durante unos años, en la calle Ángel (no cabe mejor nombre para moradores que tenían tanto). Cuando Manolito cantó, estremecedoramente, aquello de «Endeque murió mi mare/la camisa de mi cuerpo/no tengo quien me la lave», Agustín rompió en un llanto que se esforzaba en reprimir.

Agustín fue, de joven y aproximadamente hasta los cuarenta, persona de gran agilidad, de reflejos asombrosos, capaz, en un combate de boxeo, simulado o no, de llegar al rostro del adversario decenas de veces, mientras el suyo permanecería intocado. Algunas personas me han referido que, cuando jugaba al fútbol, una habilidad pasmosa le llevaba de una portería a otra sin que nadie, al menos por las buenas, pudiera impedírselo. Pero esas dotes las fue perdiendo irremediablemente. Una alimentación escasa y desastrosa, el tabaquismo, el excesivo consumo de alcohol (siempre con la barriga vacía), todo ello durante tanto tiempo, no dejaban de nutrir el avance del mal del que a su vez eran causantes casi al cien por cien: la pelagra es una enfermedad cuyo origen y desarrollo se encuentran en una vida de hábitos insanos y necesidades no satisfechas.

No es cosa de negar que Agustín tenía, además, un ramito de locura; veta que procede, en casi todos los casos en que se produce, incluidos los de algunas personas que ahora estén leyendo esto, de su propia genética, sea desde la primera, segunda o tercera generación y por cualquiera de los dos lados coadyuvantes. O por los dos.

Justo en el centro (no sé por qué se agachaba), Dionisio, “Don Dionisio”

QUINTA HOJUELA

Agustín visitó varias veces aquella casa de la calle Corachas durante los cuatro años en que habité en ella, años que coincidieron con los últimos de su vida. En no pocas de esas ocasiones llegaba acompañado de nuestro amigo Jorge Pérez Díaz, que siempre, en connivencia conmigo, venía dispuesto a cocinar algún plato que complaciera a Agustín, tan necesitado de comer caliente y bien. Pero sólo lo conseguíamos de higos a brevas. Sus innatas manías (insisto, ¿hasta qué punto heredadas?), llegaban a ser realmente invencibles, aunque con un reducidísimo número de amigos transigía de vez en cuando, aceptando de buen grado la ayuda, el ofrecimiento y la disposición que le manifestábamos.

Privado de verdaderos medios de higiene, Agustín se lavó en aquella casa en tres o cuatro ocasiones. Recuerdo perfectamente que en la última de ellas, ya con una nueva muda completa (y quitados todos los alfileres de la camisa), se puso un flamante abrigo largo que le había traído Dionisio, nuestro inconmensurable amigo. Debajo, un traje de espigas de color café con leche, también aportado por Dionisio. Arriba, una mascota que yo, conocedor más o menos de su talla craneal, le había comprado. Y fue así como Agustín (además bien afeitado) salió aquel día a la calle: todo el mundo le miraba preso de curiosidad y admiración, nadie quedaba indiferente al verlo pasar; o mientras a pie quieto, en la puerta de La Bodeguita del Duque, miraba a un lado y a otro, divertidamente serio, sintiéndose extraño pero al mismo tiempo satisfecho, diría que hasta ufano, dentro de aquel atuendo. Se asemejaba al bueno de cualquier película del Hollywood de los primeros años. También hubiera podido parecerse al malo, pero su cara no casaba con ese papel.

«Una descollante nuez, que parecía dotada de vida propia dentro del alto y enjuto gaznate»

SEXTA HOJUELA

Agustín era poco hablador. Por tanto, no peroraba sobre esto o aquello, ni sobre el cante o el baile o la guitarra, que eran, en su vida, los únicos elementos realmente importantes, además, naturalmente, de la verdadera amistad. Él manifestaba su entusiasmo o aprobación con un hondo «¡Eso es!», cuando no con un proverbial «¡Por ahí se va a la Macarena!». Otras veces, con el «¡Ay, mama!», lo mismo podía expresar su rechazo o resignación ante lo que estaba viendo y oyendo, que un sobrecogimiento ante algo que le agradaba enormemente. Pero esas poco más que interjecciones, su mirada transmisora, su sonrisa en los ojos, el movimiento de los hombros, el agitar de sus manos, en fin, todo lo reunido en su figura y surgido de ella, eran como un compendio tangible, personificado, de tantos años —¿doscientos, trescientos?, menos mal que no se sabe— de arte y expresión flamenca. No he conocido un «casi total silencio» más expresivo e iluminador en toda mi vida. En relación al flamenco y a todo lo demás.

No era capricho, sino mandato inteligente y natural, el que yo, tantas veces en que me hallaba «enreáo» en alguna reunión en la que podía salir algo de flamenco, encargara a algún buen amigo que le buscara y trajera: «Llégate por Agustín, seguro que está en el Derribo». Llegado él, el ambiente adquiría una dimensión distinta: los cinco, o los siete, o los nueve reunidos notaban algo especial: no se trataba de que hubiera llegado un elemento más, un nuevo participante: se había personado una especie de patricio de la historia, un presente de historia con muchas historias dentro. No es que todos los reunidos lo apreciaran así, pero hasta al más despistado la presencia de Agustín le causaba, como poco, una sensación extraña y agradable, una leve incógnita, un sutil desconcierto. No sucedía sino que allí, acodado en el mostrador, sentado o erguido, estaba un hombre que, sin él mismo sospecharlo, tenía en sí los ecos del pasado y la autenticidad, no sólo estética, sino también moral. Ecos que llegaban a nosotros así, sin más historias, sólo por su presencia. ¿Qué era? ¿Cosa de magia? Digo yo que no, pero aun así, ¿cómo transmitía eso tan indefinible? Magia no, pero sí misterio.

Agustín no necesitaba ser ingenioso, ni contar chistes, ni aparentar nada (¡aparentar Agustín, vamos!): era Gracia metida en huesos, carne (poca) y movimientos. Una tarde-noche de Abril en que estábamos él, Dionisio («Don Dionisio», le decía Agustín, con sincero y absoluto respeto por su condición de maestro de escuela), Jorge y yo, ya un poco animados en la taberna de Antonio el del Derribo (él y su mujer, María, dignos de eterna recordación), decidimos irnos a la Feria de Sevilla. En autobús, que cogimos allí mismo. Agustín llevaba el traje de espigas, terno que ya iba mostrando signos de inevitable deterioro. Paseamos, entramos en una o dos casetas de las llamadas libres (y por eso atiborradas). En un puestecillo vi sombreros cordobeses, de cartón, naturalmente. Compré uno para Agustín: le venía a la medida. Poco más allá, una gitana vendía claveles: uno de ellos fue a parar a la solapa de Agustín. Y ahí fue la suya. El verdadero espectáculo, el de verdad vivo, no estaba en las casetas, ni la máxima atracción en la calle del infierno: iba andando por las calles del ferial. Agustín era en ese momento un personaje catapultado desde muchos años atrás y puesto allí, en la Feria de Sevilla del año de la Expo. A nadie pasaba inadvertido; niños había que tiraban de las manos de sus padres para señalar al personaje, semejante, quizás, a alguno de los que aparecían en las ilustraciones de los cuentos; era como si un sobrino-nieto del Planeta, o un hijo del Loco Mateo, tal vez un tío de la madre del flautista de Hamelín, hubiese resucitado y paseara por la Feria de Sevilla como si el tiempo no existiera.

A él le agradaba que la gente le mirara, mas en ello no existía fatuo orgullo, sino divertimento compartido. Agustín se sentía contento con el sombrero y el clavel. Parecía, además, como si esos dos elementos ornamentales le proporcionaran una velocidad propia de otros sus tiempos: era como si fuese el único participante de un desfile. Hube de frenarlo: «Para, Agustín, que vamos a tomar una copita». (Ni Dionisio ni Jorge resistían una marcha tan ligera).

Batiéndonos en retirada, y sin por un momento dejar de ser observado Agustín por el populacho, tomamos el autobús, donde casi todo el mundo estaba ya de cabeza caída. Nosotros, por el contrario, fuimos cantando y haciendo compás desde Sevilla hasta Alcalá, en la plataforma trasera que aún entonces tenían los autobuses de Casal. Bien que nos divertimos los cuatro. Agustín, al llegar nuevamente al Derribo, y mientras los demás nos alejábamos, cada uno para su olivo, se quedó plantado en la acera. Seguramente permanecería allí un buen rato, fumando, mirando a un lado y otro, aún con el sombrero y el clavel encima, creyendo posible que apareciéramos nuevamente para seguir juntos. Había estado unas horas acompañado por gente de su total agrado, y ahora tenía que volver a la oscura soledad de su inhóspita morada.

Aquella noche, y lástima que no haya quedado constancia documental de ello, Agustín fue el mago de la Feria, aquel hombre tan raro del traje de espigas y el sombrero de cartón negro. Algo imposible para cualquier otro humano. Cualquiera de nosotros hubiera resultado un payaso vulgar y chabacano. Él, por el contrario,  era el personaje.

Agustín con Manolo «El Poeta de Alcalá»

SÉPTIMA HOJUELA

La memoria de Agustín no fue nunca lo que se dice un portento. Pero por lo menos pudimos conocer, a través suya, algunas cosas de esas que en cuestión de poquísimos años desaparecen y nunca más pueden recuperarse, ni siquiera de oídas (y que es lo que definitivamente ocurrió una vez muerto Agustín). Por ejemplo, el cante de campanilleros. Agustín fue capaz de recordarlo íntegro (me parece que tenía siete u ocho estrofas) en una sola ocasión. Conste que lo cantaba muy bien, y, como ya nadie lo cantaba ni lo conocía, por supuesto que mejor que nadie: o sea, que también era único en eso. No era el mismo cante de campanilleros que hacían Manuel Torre y otros, sino uno algo más solemne y con unas letras más próximas al canto litúrgico, aunque totalmente inserto, el conjunto, en el flamenco más auténtico.

Cuando cualquiera de sus más próximos le insistíamos en que cantara tal o cual cosa, Agustín se esforzaba en recordar, pero las más de la veces daba en la mesa o en el mostrador con el dorso de la mano: «¡Ay, que no me acuerdo!». Y ahí había que dejarlo, todos sonriéndonos, contentos de seguir contando día a día con aquel desmemoriado que nos traía ecos, aun sin pronunciar palabra (¿ya lo he dicho antes?) de la memoria inmemorial.

Unas coplillas que nacieron de algún sufriente e ingenioso soldado, no se sabe en qué fecha, eran cantadas por Agustín lo mismo por soleá que por bulerías. Esas letras se referían a las condiciones en que se hacía el servicio militar donde, por rebote, fue a caer nuestro quinto.

La madre que tenga un hijo,

si quiere que se le muera,

que lo mande a la Turquilla

o a los campos de Pineda.

A los campos de Pineda,

cuartel de caballería,

donde los hombres no duermen

ni de noche ni de día.

Faltan cinco o seis estrofas más, pero mi senilidad avanza más rápidamente que la de aquella mujer que siempre andaba con las manos enlazadas bajo el delantal recogido, y mi memoria ya no es el prodigio que tal vez nunca pudo llegar a ser.

Agustín nunca fue pícaro, ni siquiera picarillo, pero a nadie le amarga librarse de obligaciones odiosas, de modo que desde el primer momento, aconsejado por su hermano Manolín (que toda su vida fue un pícaro redomado, si bien inocuo), se dio trazas de hacerse pasar por disminuido en sus facultades auditivas, por lo que, en el cuartel de Sevilla a que lo destinaron,  se encontraba libre de prácticamente todos los servicios. Pero, ay, un día, mientras Agustín, el soldado casi sordo, estaba junto a la baranda de madera de un corredor del ajado cuartel, del aparato de radio residente en la cocina salían cantes flamencos. Agustín, al oír alguno de su gusto, y como no podía ser de otra manera, se puso a hacer compás sobre la vetusta baranda. El capitán observó la escena: «Conque sordo, ¿eh?». Y así fue como Agustín pasó casi dos años en La Turquilla, donde los soldados tenían que bregar con toda clase de animales del Ejército. Me estoy refiriendo a los de cuatro patas, aunque también los había de dos, como patos, gansos y pavos. Briega que, como ya supondrá hasta el más lego, requiere de horas y esfuerzos casi sin límites.

De allí volvió Agustín con dos patadas de caballo, el mordisco de un cochino y una semana de arresto. Y unas ganas de Alcalá que no le cabían en el pecho.

Alcalá 1965 (vista del Castillo)

Fuente «La Voz de Alcalá»

OCTAVA HOJUELA

Nuestro amigo era endeble de memoria, sí, pero sólo en lo que afectaba a las palabras. Porque los ritmos y el compás, en cualquiera de los estilos musicales, eran para Agustín como los dedos de sus manos. Sonara lo que sonara, hasta cierto punto, claro. Agustín se movía, o bailaba, solo o acompañado, como si la música fuera parte integrante de él, o él de la música. De todos modos, eso ocurría muy contadas veces. Ya lo he referido en otro lugar: una noche bajábamos Dionisio y yo hacia una taberna de la plaza del Duque, por la acera de la Casa de Socorro. Entonces aparece Agustín por José Lafita; ya está en el centro del paseo; nosotros tocamos las palmas por bulerías, firmes, sosegadas, no vertiginosas; y entonces Agustín se marca un baile en aquel marco que ya hubiera querido Carlos Saura para alguna de sus películas.

Carlos Franco

También recordaba algunas, muy pocas, de las sencillas letrillas que Carlos Franco, el tío de la madre de Agustín, cantaba por tabernas y callejas y casas de vecinos. Vamos a transcribir dos variantes de una que dedicó a su sobrino-nieto:

Pobrecito el Agustín,

no sé lo que l’ha pasáo,

que tiene más menos carne

que la cola un bacalao.

Al pobrecito del Agustín

le tenemos que decir,

que tiene más menos carne

que el canasto un albañil.

Y también una que Agustín lo mismo cantaba por tarantos que por fandangos que por lo que fuera:

Yo entré en un jardín de flores

a comprar un real de puntillas,

y me contestó el sacristán

que estaba haciendo un gazpacho,

¡Ay, pájaro frito, limones agrios!

NOVENA HOJUELA

En sus últimos años, algunas noches, no todas, a Agustín se le venían apareciendo «muñecos» a los pies de la cama. Esas visiones le alarmaban en el momento de tenerlas, dado que desconocía por completo el origen y la naturaleza de los muñecos, pero cuando me las contaba resultaban como si hubiesen sido producto de un sueño. Incluso se reía. No sé si se trataba de delirium tremens propiamente dicho, pero de que eran alucinaciones no hay ninguna duda. Tenemos aquí, fuera o no delirium tremens, otra singularidad de Agustín: él no veía bichos repugnantes, sino muñecos que, al recordarlos al día siguiente, le hacían reír. Una risa asombrada, eso sí.

Un mediodía de primeros de noviembre de 1994 le llevamos, Dionisio y yo, al hospital de Valme. La noche anterior, y después de más de quince días sin aparecer por allí, llegué a La Bodeguita del Duque, decidido a convencerlo de lo que yo mismo no estaba convencido: que tenía que ir al hospital, porque si no… Quince días o más, he dicho, estuve sin bajar al Duque: para qué verlo cada vez peor, cada vez más cerca del final; más que avecinándose, entrando en lo irremediable. Aceptó. Y a la mañana siguiente, puntual, esquelético, con el temor en los ojos (¿y ya la renuncia pensada?), se introdujo en el coche de Dionisio. Por el camino me entregó las llaves de la casa en que durante tantos años malvivió, y el dinero que tenía guardado: una cantidad modestísima pero que por eso mismo cualquier otra persona hubiera ido gastando en la diaria alimentación y otras cosas imprescindibles. Quedó ingresado. Tanto Dionisio como yo sabíamos en qué acabaría todo aquello, y así lo comentamos durante el regreso a Alcalá.

El doctor Marín León, en su informe de asistencia del 26 de noviembre de 1994 (fecha del alta voluntaria de Agustín), escribió, entre otras cosas, lo siguiente:

«…Se trata de un paciente que presenta malnutrición, con mala absorción, trastorno del humor y lesiones pelagroides dérmicas, sugestivo todo ello de una pelagra».

«Se ha instaurado tratamiento con dieta, negándose el paciente a comer a pesar de habernos adaptado a la voluntad de la dieta del paciente. Se intenta poner nutrición parenteral con aportes elevados de Miacina, para dejar en reposo el intestino e intentar dejar recuperar la mucosa, pero el paciente también se niega».

«Por otra parte presenta una neumonía cavitada en LII, que dados los antecedentes del paciente se planteaba la posibilidad de una tuberculosis. Se ha instaurado tratamiento con  Clindamicina y Ceftriozona, que el paciente ha realizado durante 8 días, y no hemos podido evaluar la respuesta radiológica, aunque clínicamente la auscultación sugería la situación similar (…) El paciente, que desde el principio ha presentado en múltiples ocasiones una conducta con poca colaboración [Agustín se había negado a que le hicieran casi todas las pruebas], lleva insistiendo varios días en irse voluntariamente, habiéndole podido convencer en varias ocasiones, pero en la situación actual el paciente se niega totalmente a cualquier tipo de cooperación y pide el alta voluntaria; a pesar de mi persistencia el paciente no acepta permanecer en el Hospital ni recibir ningún tipo de tratamiento». Y el voluntarioso doctor finalizaba con el preceptivo diagnóstico:

1.- Pelagra.

2.- Mala absorción.

3.- Neumonía cavitada en LII.

4.- Etilismo crónico.

5.- ¿TBC pulmonar?

Fernanda de Utrera

DÉCIMA HOJUELA

Agustín, que era un remanso de paz, un refugio de placidez, un ser de un extremado buen comportamiento, también tuvo una etapa en que sacaba los pies del plato en cuanto alguien que él presumía molestoso se acercaba. Conste una parte de la verdad: distinguía a un molestoso a mil kilómetros, pero exageraba mucho. También es cierto que esa facultad la posee más gente, pero a la mayoría no nos da por coger una silla con el propósito de golpear con ella al molestoso. En realidad, lo de coger la silla e intentar alzarla (las fuerzas no le acompañaban, aunque sí los nervios) sólo lo hacía cuando estaba con sus más seguros amigos, que, siempre alertas, sólo con mirarlo o ponernos delante le hacíamos desistir de actitud tan riesgosa (sobre todo para él). A Agustín, en aquel tiempo, le resultaba molestoso cualquiera que no se comportara con la exquisitez de la que él era ejemplo; también todo aquel que de alguna forma interfiriera en el «microambiente» en que él se hallaba con sus amigos (todo esto se producía casi exclusivamente en un bar que frecuentábamos mucho por aquel tiempo, «Los Cuatro Vientos», cuyos clientes le resultaban desconocidos en su mayoría). Molestosos hay más que moscas, pero si uno se dedicara a matar moscas no le quedaría tiempo para nada más.

Manuel Ríos Vargas había concertado una cita con Fernanda de Utrera, en casa de nuestra diosa, y Agustín vino con nosotros. Se trataba de hacerle una entrevista que se publicaría en Alcalá/Semanal. Nunca vi bajar y subir más la nuez de Agustín que aquel día cuando nos dirigíamos a Utrera. El hijo de Manuela Carmona y sobrino-nieto de Carlos Franco, el hijo del betunero, el máximo trabajador en la carbonería de Saturnino y en el reparto de bombonas de butano, el soldado al que no dejaron ser sordo, el humilde en todos los sentidos, incluido el de su sapiencia, el Agustinito, como todavía lo llamaban algunos viejos, el delicado, el escrupuloso, el raro, el amigable, el franco, el reservado, iba en coche a Utrera, ¡a casa de la Fernanda! Cuando, antes de embarcar, y en continuación de una broma que sosteníamos desde hacía tiempo, le dije que yo iba a hablar con Fernanda para arreglar definitivamente su matrimonio con él, Agustín me miró, reprobador y asustado, como si por un momento me hubiera creído capaz de hacer tal cosa. Llegados, recibidos estupendamente, comenzó la charla. Unas botellas. Unas tapas. Y durante las dos horas largas (en realidad cortas) que estuvimos en aquella casa, Agustín se mantuvo sin mover más que la mano para tomar el vaso, ¡sólo dos o tres veces y porque se le insistía! Derecho en la silla, sin tocar su espalda el respaldo, bebiéndose las palabras y los gestos de Fernanda. Una malajá de una de las habitantes de la casa impidió que nuestra gitana más amada hiciera unos cantes que estaba a punto de regalarnos. Nos fuimos con esa pena, pero Agustín disfrutó aquel encuentro durante mucho tiempo.

Fernanda de Utrera y Diego del Gastor

¿Saben lo que son fandangos en americano? Yo sí, porque se los escuché a Agustín. De las letras no puedo decirles mucho, salvo que eran tan ininteligibles como carentes de significado. Eran completamente improvisados y perfectamente cantados: la música era la que tenía que ser, y no digamos el compás. El americano era el inglés, claro. El inglés más estrambótico, estrafalario y surrealista del mundo. Algunos chavales, entre los que se encontraba Juan Manuel López Flores, que después fue, y sigue siendo, fecundo guitarrista, disfrutaban de las cosas de Agustín en el paseo del Derribo. Esos adolescentes, y hasta los niños, se quedaban quietos a su lado, mirándole, como contagiados de su aparente calma, hasta que Agustín salía con alguna de las suyas y ya estaba formado el alboroto. Era cuando cantaba cosas como esta, recibidas probablemente de su tío Carlos Franco: «Ay, mira lo que tengo guardáo/un pico y una pala/que me l’habían regaláo».

Cuando llegué, después de que los municipales hubieran ido en mi busca, la cara del chófer de la ambulancia era lo más parecido a un aguafuerte de Goya. Agustín, en pijama hospitalario, los pies en fundas de plástico, no parecía tener frío. «Allí no se puede estar», me dijo. Él, cuando la frase reflejaba algo serio, importante, irrefutable, siempre pronunciaba todas las letras, marcando cada sílaba: «no se pue estar», hubiera dicho si no. Entramos, se acostó, y me dijo que le comprara una butaca, de esas plegables, para ponerla en el patio: quería tomar el sol. El sol ya no le dio más, porque a los cinco días se apagó definitivamente. Durante esos días estuvimos atendiéndole, hasta donde podíamos, Javier Rodríguez Terrón y yo, más él que yo. Se le alimentaba con chocolate y agua. El quinto día, cuando llegué con otros, ya agonizaba, silencioso, quieto, sin sentir, a punto de la expiración.

En la lápida de su nicho (del que el año pasado fue desalojado) se grabó esta letra flamenca:

Por donde quiera que vayas

me tengo que ir contigo,

porque yendo en tu compaña

llevo la gloria conmigo.

Agustín fue una alegría, una excepción, un ser inclasificable, una sorpresa, una realidad inmudable, un desperfecto sublime, un regalo imprevisible, un punto fijo, un hálito envolvente, un misterio cercano. En suma, alguien indescriptible.

Y, pues que es así, ya me marcho, voluntariamente, sin esperar el dictamen de los dioses, tampoco el de los mortales, al monte del Fyasco. Allí, entre tantos gilipollas, mitológicos y no, me será incluso más agradable recordar a Agustín.


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FLAMENCO EN «CARMINA»
BREVE BESTIARIO ALCALAREÑO. Rafael Rodríguez González
«CHIMES OF FREEDOM» POR YOUSSOU N’DOUR. Músicas que le gustan a Paulino García Donas (1)
«EL MES DE LOS CARACOLES» POR ANTONIO MAIRENA. Músicas que le gustan a Paulino García Donas (2)

REALIDAD DESPERDIGADA. Por Urbano Uribe de Urvando

 

Buceando en el maremágnum de papeles de Alberto González Cáceres he tropezado con un segundo relatillo de su gran amigo Urbano. Yo, después de leer varias veces el texto, no he dado con la realidad, «desperdigada» o no, que se supone contiene. Será que la torpeza es ya en mí lo preponderante. (Mario Cortés)

 

La ronda de noche
Rembrandt
1606-1669

 

Dábamos otra vuelta por donde tantas veces. Joaquín, como siempre, cabizbajo y con gesto compungido. Moreno, con carreras y piruetas impropias de nuestra edad según me decía mi abuelo. Gómez tentándolo todo, plantas, árboles, rocas, como si reuniera en sí una horda de ciegos inquietos queriendo reconocerlo todo a su paso. Vicente andando como si lo hiciera en solitario, como si no oyera lo que decíamos los demás, como si los demás fuésemos no más que hojas que cayeran levemente a su lado. Para mí era tan cargante pero yo conseguía, o casi, que él también se convirtiera para mí en hojarasca, mientras me divertía con los otros. Y Ricardo, con su lengua imparable, gracioso las más de las veces.

   Ya entrábamos en el trecho en que árboles, arbustos y matas altas y bajas y espesas nos hacían imaginar –por lo menos a Joaquín, a Moreno y a mí- que nos internábamos en una selva que nunca habíamos visto pero que no nos producía miedo. Tan sólo Vicente seguía su marcha tan derecho como una baqueta, sin observar a su alrededor, con la mirada puesta en un punto que yo imaginaba albergaría una gran selección de espejos de todas clases, también de los cóncavos y convexos, donde contemplarse él, el gran Vicente. ¡Bah!.

   Fue entonces cuando aquello apareció ante nosotros. También cabría decir nosotros ante aquello. Paramos en seco, las bocas abiertas salvo para tragar saliva. Yo, he de reconocerlo, era el más dotado para la observación, así que fui el único en darme cuenta de cuanto hacían los demás, de la actitud que tomaban, y todo eso en instantes de segundo y sin perder detalle de lo que nos habíamos encontrado. Todos dimos media vuelta, ya sin que Gómez lo tocara todo, Moreno sin correr pero andando que se las volaba, sin que Ricardo pronunciara palabra alguna, Joaquín con gesto también como siempre triste pero de una tristeza digamos que angustiada. Y Vicente marchando como si algo le quemara el trasero, aunque ni así abandonase su pose engallada, esta vez de pollo amenazado de cazuela.

   La abuela Araceli se quitó el delantal, se sacudió la ropa para no dejar ni una pelusilla sobre ella y salió. Su hija y el yerno la siguieron con la vista a través de la ventana, hasta que la esquina lo impidió, pasando inmediatamente a que si para qué, que si por qué, a cuento de qué y demás qués. Cuando la abuela Araceli volvió no dijo nada, se puso el delantal y se fué a la cocina, de donde salió enseguida para meterse en su cuarto. Su hija y el yerno movían las cabezas como peleles, mientras hablaban de lo caro que era el coche y todo lo demás y mirándome de vez en cuando, mientras yo fingía estar embobado con el televisor, con Franz Johan y Herta Frankel.

   La moto se le vino encima a Gaspar y los ay y los Dios mío se fundieron en el desvanecimiento aunque antes llegó a oír a alguien esto es grave, esto es grave, vamos a ver, y ya entonces Gaspar no veía nada.

   El padre de Gómez, Gómez padre, como le decía Moreno, fue un día a casa de Joaquín. Gómez padre mandó a Gómez a casa de su tía Rosa, a pedirle unas facturas. Cuando Gómez volvió encontró a su madre llorando y a Gómez padre que iba al cuarto de baño a lavarse la cara, en la que Gómez y Joaquín, que le había acompañado, advirtieron algo de sangre. Gómez cogió de nuevo los papeles que había soltado y se fue a casa de su tía Rosa a devolverlos, diciéndole que no eran esos los que quería su padre.

   La noche pasó. La mañana, la media mañana, el mediodía. Conrado se puso su único terno y fue al entierro, solo. Si la gente le miraba más o menos le importaba un pito. Y lo mismo a los otros no implicados. Toda la vida siguió naturalmente, corrientemente, con episodios fuera de lo corriente de tarde en tarde.

   Vi en el cine a Alfonso y González; pero no por eso, sino porque la película era malísima me salí al poco tiempo de haber empezado. El portero me dijo es malilla ¿eh?, o sea que no se extrañó de que a mi edad alguien se saliera del cine sin acabar la película porque no le gustara, y no porque tuviera que volver a su casa porque le apretara una necesidad y en el cine no se podía por las obras.

   Gómez padre, que iba con Gómez, paró en la calle a Gaspar y le preguntó sobre un montón de cosas que no pude oír; pero sí recuerdo que me puse terriblemente colorado, mientras observaba a Gómez que había logrado soltar su hombro de la mano de su padre e intentaba escurrirse sin que lo lograse porque en seguida Gómez padre le dio una voz llamándole, y Gaspar se fue y yo le seguí a cierta distancia.

   ¡La ocurrencia de Moreno de seguir por la derecha, sabiendo que podía ocurrir lo que fuera! Yo no, yo no, yo no. Pero al pobre hay que perdonárselo todo.

   ¿Qué es este sabor tan malo, tan amargo? Me estoy ahogando, me duele mucho entre la nariz por dentro y la garganta y veo corpúsculos rojos y azules y quiero que todo esto pase enseguida, enseguida.

 

 

Fragmento de Calle Mayor(1956)
Juan Antonio Bardem
1922-2002