Antonio Cruz García, «Antonio Mairena»
La idea no es mía. Además, he tenido que discutir tanto y a veces tan agriamente con su autor, que ganas me han dado de mandarlo todo a paseo. Pero, por fin, una tarde de la primavera, quizás muy similar a aquella en que Merceditas cambió de color, mi amigo Ramón Núñez Vaces lo hizo de parecer. Mi persistente esfuerzo no había sido en vano. De manera que quedé encargado de plasmar por escrito la idea que mi segoviano y terco amigo había tenido. En realidad, de hacer lo que pudiera.
Pero he de aclarar algún extremo más. No es que yo no tema al ridículo, pero mi sentido de la amistad, o del compañerismo, me lo hace despreciar en ocasiones. Y ésta es una de ellas: vale que yo lo haga, pero no consentiré, si de mí depende, que mi amigo el segoviano incurra en él. De modo que puede decirse que escribo el presente texto por solidaridad no exenta de sacrificio.
Entremos en materia. Ramón quería escribir sobre Antonio Mairena, ahora que en septiembre se cumplirán treinta años de su fallecimiento. ¡En buen lío se iba a meter! ¡Escribir sobre Antonio Mairena! Nada menos. No es que yo pueda hacerlo bien, pero, como ya he dicho, lo que no podía consentir es que alguna o mucha gente se riera de este segoviano metido a exégeta de tan alta figura. Que lo hagan de mí, vale que sea. (Hay que reconocer que lo que escribió sobre Juan Talega no lo hizo mal del todo).
Pero, ¿qué decir de Antonio Mairena que no se haya dicho ya y que además no falte a la verdad, esa que casi siempre es relativa? ¿Que ha sido el cantaor más completo y enciclopédico de la historia del cante? ¿Que gracias a su empeño y facultades el gran público —no sé si cabe utilizar esa expresión en el mundo del flamenco— pudo conocer formas cantaoras casi perdidas o limitadas a exiguas minorías? ¿Que su aportación a la creación y desarrollo de los festivales fue importantísima? ¿Que gracias a él y a otros pocos el cante gitano pasó a ser mejor considerado en la sociedad? Pues sí, todo eso es cierto, e incluso seguramente más cosas que mi incapacidad me impide reflejar. Bueno, y que cantaba mejor que bien.
Pero, todo hay que decirlo, ha habido gente que no ha considerado favorablemente esas aportaciones, al menos del todo. Se trata de aficionados que todavía soñaban o sueñan con el cante en las casas de Triana, en las cuevas y en las gañanías, es decir, con la máxima pureza, con lo prístino. Pero el curso de la historia es, para bien y para mal, imparable e irreversible. Y ni el hacer de Antonio Mairena ni el de otros que no eran de su cuerda fue lo que determinó la realidad que acabó imponiéndose a finales de los años sesenta. La mutación en las formas de vida (vivienda, alimentación, oficios, comodidades, el coche en la puerta, la más absoluta comercialización, la televisión, artificiosidad a tope y tantas cosas que impuso la «revolución» tecnológica) es lo que cambió la realidad de las formas y del fondo del flamenco, lo mismo que de todo lo demás. Es verdad que para mal e irremediablemente, pero… Así que menos mal que por lo menos, en aquel tránsito trágico y definitivo, hubo un Antonio Mairena y algunos y algunas más, últimos representantes de una época que fenecía. Gracias a los prodigios de la técnica podemos gozar de esos prodigios del arte.
Hay algo que es necesario destacar: que Antonio Mairena fue el mayor aficionado al cante que se haya conocido. Rectifico: los habrá habido iguales, pero no más. Esta última quizás sea una de sus facultades —yo creo que la más esencial— menos conocidas o valoradas. Porque Antonio Cruz García no se levantaba, sino el último, de una reunión flamenca, ni dejaba de escuchar a alguien, ni concedía importancia al tiempo salvo para emplearlo en el flamenco. Se ha dicho que esa dedicación la ejercía para sacar provecho, para aprehender cada matiz, cada tonalidad y faceta. Pues claro, nada más natural, pero demostración irrefutable de su profunda e inagotable afición. Yo creo que era el capitán Nemo del flamenco, sumergido por siempre en el mar del cante y del baile para cumplir su propósito de que en el mundo terrestre ese Arte tuviese el lugar que merecía. Tarea en la que cualquiera hubiera fracasado, no sólo él. Y me remito a lo del curso de la historia.
Joaquín el de la Paula
por Juan Valdés
A mí me parece que hacer elogios es innecesario. Hacerlo de tal o cual cantaor correspondía cuando no existían medios de grabación y era la tradición oral la que ignoraba a unos y hacía inmarcesibles a otros. Por ejemplo, ¡cuántas cosas se han dicho de Frasco el Colorao, de Juaniquí, de Cagancho, de Joaquín la Cherna, de Tomás el Nitri, del Fillo, de la Andonda y más! ¿Y de Joaquín el de la Paula? Ese mismo que, por cierto, sigue sin tener una calle en Alcalá, su pueblo (aunque la tuvo en los años setenta). Sí la tiene, y grande, Antonio Mairena, desde poco después de su partida, en merecida gratitud. Tampoco tiene calle con su nombre Manolito el de María. ¡Increíble pero cierto! Pero, ¿qué más da?, el cante y sus hombres y mujeres no están en azulejos y placas, aunque no es de negar que lo merezcan, sino en el corazón de quienes tienen la facultad —porque es una facultad, muchas veces dolorosa, que no está concedida a cualquiera— de apreciar el arte que de ellos ha brotado.
Manolito el de María
Si los elogios son innecesarios, las comparaciones resultan absurdas. ¿Cómo y a cuento de qué hacerlo entre Antonio Mairena y cualquier otro cantaor que haya logrado celebridad, antes, durante y después de él? ¿Compararemos la aceituna con la pera? ¿El coco con la manzana? ¿El aguacate con la nuez? Claro que no, cada fruto tiene su sabor único, su textura diferenciada. Y cada uno nos aporta una sensación de placer distinta.
Pero, claro, hay a quien no le gustan las nueces; a otros, las manzanas; existen los que no resisten ni que les mienten las aceitunas. «Hay gente pa tó», decía Rafael el Gallo (yo apostillaría a mi tocayo y hermano en la alopecia: «menos pa lo que tiene que haber»). Yo me cuento entre los que no les gusta todo (tengo un amigo que dice que a mí no me gusta nada, o casi). Sin embargo, o no obstante, jamás dejo de reconocer que tal o cual cantaor canta o cantaba muy bien, aunque a mí «no me ponga».
Hay de todo, sí. Sé de gente que tiene la más completa colección de discos de flamenco: en ella se contienen todos los cantaores de los más variados estilos e idiosincrasias. Los más alejados de unos como estos de los otros. Es gente a la que le gusta eso: todo de todos. Me alegro por ellos, aunque me resulta difícil creerlo. De hecho, hay actualmente algún cantaor-cantante que tiene tantas facultades que es capaz de cantar por, o imitar a, la mayoría de los más conocidos de la historia. Sí, pero como el muchacho transmite menos que un cable de cartón, ¿de qué vale tanto poderío?
La obra de Antonio Mairena produjo sus epígonos. Unos más afortunados que otros, como es natural. Al lado de excelentes seguidores hubo y hay imitadores que aunque se llevaran cada día de su vida escuchándole no lograrían otra cosa que aburrir y desesperar al oyente (aunque las tragaéras del gran público resultan increíbles). Lo mismo pasa con la pléyade de imitadores de otro celebérrimo cantaor, aunque en este caso no conozco ningún excelente seguidor, y sí muchísimos de los otros, hasta el punto de que cierto día, en un bar que ya no existe, uno que estaba cantando-imitando a ese celebérrimo de cuyo nombre no me acuerdo ahora, hizo que una lagartija cayera al suelo, muerta, y dos o tres grillos salieran de sus escondites, despavoridos.
Antonio Chacón
Por Jiménez
Con todo lo referente a Antonio Cruz García pasa lo que con todo: o se es o no se es, se vale o no se vale. Muchos de ustedes conocerán aquello de Antonio Chacón, cuando alguien le preguntó que por qué siempre se hacía acompañar de cierto individuo que ni hacía palmas, ni decía nunca óle y casi ni hablaba. «Porque sabe escuchar», fue la respuesta del maestro. Lección que deberían aprender muchos, antes que la de escucharse. Pero hay que perder la esperanza en su logro: aquí todo el mundo nace sabiendo.
Ya no me quedan más recursos para seguir refiriéndome a Antonio Mairena. No sé si lo que digo a continuación es una procacidad, o un reflejo de cierto orgullo, pero el caso es que un día de verano, estando yo, con mis diecinueve años a cuestas, en un bar que visitaba a diario, llegó Manuel García Fernández, «El Poeta de Alcalá», acompañado o acompañando a Antonio Mairena. Manuel, como yo ya surtía en asuntos del cante, me presentó al astro, o al revés, más bien. La mirada de Antonio, mientras nos dábamos la mano, hizo que me pusiera más encarnado que el tomate más maduro que pueda acabar en un gazpacho.
Palabras, palabras. Lo que hay que hacer es escuchar. Para los noveles es difícil en este mundo tan trepidante y a la vez tan estancado. Para los ya experimentados también, porque el bote sifónico en que nos vemos sumidos no nos deja «ni atrás ni alante».
Así que, del amplio conjunto de grabaciones (discográficas y no) que hay recogidas en internet, les propongo dos, aunque podrían ser cincuenta. Para los noveles puede que sean reveladoras; para los experimentados, o que crean serlo, dos ocasiones para romperse la camisa (las hayan escuchado ya o no). Una es de Perrate de Utrera en el primer Gazpacho de Morón (Perrate de Utrera & Diego del Gastor – Soleá – 1963). La otra es de Antonio Mairena (Antonio Mairena – bulerías – 1963), conseguida en el mismo festival. Para qué hablar más. Se podrían decir muchas más palabras, sesudas frases y elementos definitorios. Lo que tiene que hacer el interesado es escuchar. Que no, pues adiós, muy buenas.
¡Olé tú, Rafael!
Posted by juan luis martín on junio 11th, 2013.
Una exclamación muy corriente en la Fernanda era “¡Viva tú”! Pues eso te digo yo.
Posted by R.R.G. on junio 12th, 2013.
[…] YA SON TREINTA AÑOS. Por Rafael Rodríguez González […]
Posted by «CARMINA» Blog Literario — PROSA Y POESÍA DE RAFAEL RODRÍGUEZ GONZÁLEZ (1955-2015) EN LA REVISTA ILUSTRADA DE LITERATURA «CARMINA» on mayo 22nd, 2016.