Antonio Luis Albás y de Langa
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Feliz Año Nuevo, 2025
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Feliz Año Nuevo, 2025
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Juglar, 1949. V.N. (tinta sobre papel, 20×14,99). Texto Publicado en Revista de Feria. Aguilar de la Frontera, (Córdoba).
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A menudo nos relata Virgilio cómo Aeneas, héroe romano, tenía el don de lágrimas; cómo ellas se derramaban naturalmente sin ser retenidas, ante circunstancias que no exigían, ni podían, ni querían tener otra respuesta que las mismas.
Más aún, Aeneas no dice que ciertas cosas sean lloradas por el hombre, sino que las cosas mismas y no sólo las dolorosas tienen sus lágrimas; y que quizá pudiera suceder que no sólo sean aplacadas, conocidas o amadas de otra forma que por ellas…
«Sunt lacrimae rerum»
Hay lágrimas en las cosas, escribe Virgilio en un hemistiquio dulcemente trágico, y es precisamente trágico porque las cosas son, y esa res que nosotros reservamos para esas otras combinaciones imposibles ya de repetir son en la cultura romana Todo, nuestro todo.
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Bajo el palio secreto y amable de las lágrimas
hemos vivido. Deja amor mío, que quiera
recorrer el dominio de las cosas hundidas,
entre las cuales puso mi corazón su reino.
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Vicente Núñez
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Naturaleza Muerta, 1949. V.N. (tinta sobre papel, 20×14,99). Texto Publicado en Revista Renacimiento)
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Vicente Núñez repasa e incide el mundo, y sus «corbeilles», como ríos de añiles se infunden a manera de prismas en composiciones de una grave y grande atracción.
Si en los dibujos que él inicia en la década de los cuarenta se apunta a alguna expuesta diana, ésta sería la de insinuar en el bloque mismo de sus maclas el atroz estado de desamparo y sospecha que establece sobre todo lenguaje constituido
Del andamiaje o predela, refinado y brutal, Vicente desustenta la forma; y su campo óptico se justifica en los agudos, secos y acerados cristales cubistas donde las vanguardias europeas habían ya de antemano advertido su Imagen y plectro.
Discípulo mudo del cine, lo que fascina a Vicente del arte de los grandes maestros es lo que Eisenstein había explicitado como montaje. La sistematización de los distintos e intangibles puntos de fuga, la deriva afásica por la que todos los discursos se teselan, abandonan y concitan por siempre en los conflictos múltiples e íntimos de su sintaxis.
Cruje la palabra y sus venas arden en un holocausto final para la oscuridad y la muerte.
A.L.
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Crátera, 1991; V.N. (Tinta sobre papel 17,5×12,07). Texto Publicado en Ánfora Nova
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Así como la pleita se desata y abrocha hasta prolongar sus espirales más allá de sí misma, mordiendo el espacio donde Cernuda había extraído los cristales laminados de su verticalidad; Vicente Núñez lleva al extremo una de sus más firmes convicciones, la inestabilidad de la forma.
Advertido como estaba por los preludios parisinos, en los que Nijinski había encontrado el abrazo insondable de la muerte por el hecho de haber relegado y llevado más allá lo movible; Vicente horada el sepia, y su corteza, como retorcida lava, se rastrea y hocina en la cotidianidad, donde siempre encontró el cetro de sus signos
Cuando Vicente dibuja, reemplaza la persistencia de cualquier tipo de transcendencia por una modulación que arranca de la materia y extrae de ella su deterioro y sentido extensor. Los dibujos, estos dibujos se organizan entonces en función de sí mismos respondiendo al dictado donde la pluma se rinde al papel y, anfractuosamente, lo transporta consigo.
Unos dibujos que no buscan su término, inconclusibles, que corren a su propio impulso y por eso exploran, rápidos, que devienen, sin estudio ni preparación previa. Unos dibujos propios de tabernas.
Vicente traslada el fenómeno pictórico a la atmósfera plausible que emana de todo ello. Su luz era la luz desolada de los encuentros con lo mínimo, la persuasión de que sólo en la transformatividad, en la pequeña inclinación o clinamen, adquiriríamos el verdadero sentido de lo eterno.
Cuando la forma tiende a este estado de atrenzo, hay algo que escapa de ella misma. Los cristales se encuentran ahora constituidos, pero la llama que los hizo posibles está ya, como siempre estuvo, en otra parte.
A.L.
COMO el campo de extenso,
pero, ay, como él, tan infecundo,
subsiste el corazón.
Oh infausto fruto, oh rota
caña que te coronas
en el desvalimiento
y cedes al envite
del efímero aire,
¿quién es aquél que a izarte y a segarte
se atrevería, dime,
si no es el trono mismo
de la aridez perpetua y su impostura?
El atavío de la
vecindad aparente,
el falaz aleteo de las altas
estrellas inasibles
son protección que arrasa
las cepas y los vástagos
en el incendio atroz de la ruina,
en la gruesa gusana de la plaga.
¿A qué seguir entonces en la escala
de lo nudoso? ¿A qué rozar el alma
como si en la ceniza se atrojaran
recolección y amparo?
¿En qué silos —alero
que se desagua en lluvias
y rebasa el aljibe—
está enterrada y casi amortajada
la careta del grano,
el sucio faenar y el andamiaje
de lo manco del ser,
como en la floja zanca de un tullido?
El voraz harapiento, el que huronea
y se alebrona y urde la patraña
otoñal; los alardes
de la incierta esperanza,
de la endeblez altiva,
del saco cosechero y la arpillera
soez del correteo,
¡cómo escarban denarios
en lo gredoso y huero de la cáscara!
Parto ya arado y seco
de faenas y aperos,
qué ausentes de las sendas
del alto caserío de la vida
estás, qué enteco y yermo,
qué atrapado de andrajos y lisonjas.
Ese comercio de lo real es muerte,
y su albarán se arruga
entre las bagatelas de la siembra
del ser, que se dispersa
como frágil vilano,
como semilla errante,
disfrazada y artera,
veraz en lo pausado
de la escasez; taimada
podredumbre y verdura
que se degrada y ata a germinales
encarnaciones lóbregas.
Más durable es el llanto.
Más durable es que el mundo.
Porque, en la tarde, esparce,
tras los balcones de las rojas nubes,
lo que sería amar y abrirse luego
al don sin siembra, al fruto
que se incendia y deshace,
al estallido inmune
del ser en su hermosura,
sin límite en la luz ni en las fronteras.
Desnudo y solo como un dios futuro.
[Vicente Núñez, Cinco epístolas a los ipagrenses.
Edita Excma. Diputación Provincial de Córdoba.
Págs. 11 á 14. Córdoba 1984]
V.N.II from revistacarmina on Vimeo.
I
A Carmen Romero
NO definen sus formaciones
sotabancos ni pináculos;
no abarcan en la cal lo estricto.
Se deliberan en sí mismos
como inducidos por las tejas:
última escoda antes de un cielo
que los conmina a ser más ágiles.
Surgen ya recurridos; burlan,
en el carril del friso, un ralo
jaramago que no se atiene
al disoluto canon jónico.
Manchas enfoscan mapas húmedos;
arqueología y aporía
en el mental plano de arranque.
El recorrido se convierte
ahora en recta y gruesa faja,
por donde asoman como hebras
de leve gasa las cornisas:
ramal que los dispersa y hunde
hasta los dovelajes bajos.
¿Enuncian un patrón, se rinden
al propio desarrollo entero?
¿Saltan a otro despliegue, logran
cualquier formulación de esquema
y se entreabren, pugnan, muerden
el escuadrón de las barandas?
Ya sólo apuntan a un exceso,
a una febril idea métrica.
Ya sólo tienen una insólita
meta radial: equivocarse.
[Vicente Núñez, Poesía (1954-1990).
Edita Excma. Diputación Provincial de Córdoba.
Pág. 244.
Córdoba 1994]
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«Yo le llamo la ventana pero, claro, ten en cuenta que el cielo de la plaza, o la plaza misma, tiene dos cielos: el que está por encima del octógono y ese otro que se ve, que yo llamo la ventana desde el arco largo, que baja. Son dos cielos con dos tonalidades distintas: una en azules, el cielo propiamente dicho, el cielo de la plaza, el cielo plano, el cielo techo; y luego ya lo que se ve a través del arco, ese pedazo curvo de cielo no recortado en ochavas, ese pedazo en medio punto ya es incandescente, la bóveda queda azul como si fuera la magna lente de un observatorio astronómico, que es posible que tenga ese sentido.
»El constructor de esa plaza es posible que tuviera algún sentido esotérico, de una observación estelar porque, ten en cuenta que por el cielo de la plaza —yo lo he visto en múltiples veranos— pasan cosas, objetos incandescentes, nubes con formas extrañas de animales prediluvianos, segmentos de peces rotos, nudos y huesos pasan, pasan, siguen… Grandes melones de luz en agosto con bombardeos de meteoritos, que no lo parecen.
»Es un gran observatorio, es una gran lente. Es un espacio acotado: el espacio no es más espacio hasta tanto no está perfectamente acotado.
»El cielo a campo abierto no es tan cielo como el cielo acotado de la plaza.»
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MUCHO después del tiempo de los largos paseos
por la orilla del mar hasta la cruz de El Santo
—época de las viejas melancolías grises,
de listados crespones y errantes tunicelas—,
llegué a ti en una fuerte y enterrada mañana.
La plaza era una joven de cabellos dispersos,
y el folio acribillado de un cartel veraniego
derrumbaba la lona final del «Norman Circus».
A pesar de la lluvia que azotaba las calles,
yo debía encontrarte; y durante los días
de reclusión, de radio y tediosas visitas
mi soledad cantaba como un pájaro herido
que mostrara sus alas enfermas de clausura.
Yo odiaba el sol, la risa y el mar azul e inmóvil,
pues sabía que tú por ahí no vendrías;
y te buscaba sólo por los acantilados,
por las vegas feraces de espesura y de légamo,
por las rocas que horadan las olas, por las playas
más desiertas y extrañas, por San Cristóbal, donde
me estabas aguardando sin aún yo saberlo
en el humilde y bronco «Calabrés» de la dicha.
Comenzaron entonces a arreciar las tormentas,
y en las tardes más crudas yo salía a tu encuentro
y te llevaba tiernas señales escondidas:
ramas que el aguacero hizo caer y cartas
escritas en la vela tenaz de la amargura.
Y llegué a confesarte que adoraba la lluvia
porque tus ojos eran semejantes a ella
y su color ponía entre el vino y el llanto
una muralla verde de inmortal pesadumbre.
Adoré el pueblo roto, como a un viejo guerrero
que agonizara lejos de su patria; tu pueblo
húmedo y triste siempre, de iglesias solitarias,
de sórdidos casinos de gas parpadeante,
de parrizas oscuras, de huertos y atalayas
adonde tú subías y estudiabas a veces.
Adoré la salvaje belleza de la fábrica
tendida sobre un campo de espléndidos cultivos,
y el callejón de tapias combatidas y bajas
que serpea entre fincas y haciendas casi ocultas.
Adoré Monte Mero, que me llevaba a ti
y que yace debajo de los rojos alfares;
y los largos caminos mojados, y los árboles
puros e impetuosos de final de noviembre,
y «El Calabrés» sumido frente al mar, y las teas
que en el copo nocturno sostienen los muchachos…
Y sólo allí mi vida fue sombría y dichosa,
a un tiempo irreductible y pronta a la aventura.
Sólo en «El Calabrés», de nombre amargo y suave,
donde tú me esperabas una vez sin saberlo.
[Vicente Núñez, Los días terrestres (1957),
incluido en Poesía (1954-1990).
Edita Excma. Diputación Provincial de Córdoba.
Págs. 54 y 55.
Córdoba 1994]
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VICENTE NÚÑEZ, I: Primera Epístola a los Ipagrenses. Antonio Luis Albás (2014)