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«14 DE JULIO» O EL SECRETO ESTÁ EN LA MASA. De la serie «LIBER BREVIS, VITA LONGA» (Núm. 4). Por Pablo Romero Gabella

 
 
 
MARIONETAS 17 (LISBOA)

Museu da marioneta de Lisboa
[Foto: LGV 2018]

 
 
 

«Este relato no es ficción ni libro de Historia. Tampoco tiene un protagonista concreto, pues fueron innumerables los hombres y mujeres envueltos en los sucesos…» Así podemos entender el sentido del libro de Éric Vuillard 14 de julio (2016). Sin embargo estas palabras pertenecen al comienzo el libro de Arturo Pérez-Reverte Un día de cólera (2007). Los sucesos son los del 2 de mayo de 1808 en Madrid, pero bien pudiera servirnos para los del 14 de julio de 1789 en París. Dos «momentos estelares», donde el tiempo «se comprime en ese único instante que todo lo determina y todo lo decide» en palabras de Stefan Zweig, el maestro de un tipo de literatura que a principios del siglo XXI Vuillard y Pérez-Reverte retoman con innegable éxito. Ambos escritores narran dos hechos que marcaron el inicio de la contemporaneidad en Europa en su doble sentido, el revolucionario y el contrarrevolucionario y que tienen como protagonista a la multitud, a esa masa rebelde que categorizaría Ortega y Gasset.

   Éric Vuillard [1] es un escritor que nació en el año revolucionario de 1968 y que llevaba una existencia profesional discreta en Rennes hasta que consiguió el Premio Goncourt de 2017 por El orden del día, otra «miniatura histórica» que narraba el ascenso del nazismo. Esto ha llevado a Tusquets a publicar en español la obra que comentamos y que fue publicada en Francia en 2016. Vuillard nos cuenta en 185 páginas el febril día en que comenzó la Revolución Francesa para todo estudiante. Una fecha marcada y subrayada en los manuales escolares y de la cual poco se conocía en detalle. Vuillard realiza una recreación literaria de ese día utilizando material histórico (aunque es una pena que no cite sus fuentes más allá de nombrar a Michelet). En su empeño no duda en utilizar un lenguaje actual que lo hace accesible a todo tipo de lectores y que ya ensayó Pérez-Reverte en su Cabo Trafalgar (2004). Adonde las fuentes no llegan el autor recurre a «morder la nada y caer en la gran cuba donde ya nadie tiene nombre» (pág. 91)

   Los protagonistas del libro son aquellos sin nombre que asaltaron la fortaleza de la Bastilla, símbolo del Antiguo Régimen. Aún así es de destacar que en el libro aparecen multitud de nombres de personas, que no personajes, los cuales el autor ha ido recolectando de las fuentes históricas. Todos ellos forman una masa popular que pierde, en cierta manera, su individualidad en pos de una meta común: la destrucción. Destrucción de un edificio real pero a la vez símbolo del despotismo. Elias Canetti en Masa y poder (1960) señaló como una de las propiedades de la masa la necesidad de una meta, un objetivo que «está fuera de cada uno y que coincide en todos, sumerge las metas privadas, desiguales que serían la muerte de la masa». Aunque amalgama de nombres propios, apellidos o apodos, la multitud parisina se mueve como un solo cuerpo que busca armas y focaliza todo su esfuerzo en tomar la Bastilla. Para Vuillard «no hay modo de contener a una multitud, una multitud no parlamenta, no discute, a la multitud no le gusta esperar» ( pág. 64). Y precisa que el movimiento popular del 14 de julio fue una «intifada de pequeños comerciantes, de los artesanos parisinos, de los niños pobres» ( pág. 51). La pobreza es para Vuillard el motor de su relato ya que comienza con el sangriento motín del 23 de abril de 1789, cuando una multitud popular asalta las casas y negocios de potentados al grito de ¡Mueran los ricos! En esos momentos Francia vivía una de sus mayores épocas de carestía. Recordemos que el historiador Labrousse señaló que el día en el cual el pan alcanzó su mayor precio fue el 14 de julio. Paralelamente el Estado absolutista vive una bancarrota total que obliga al rey a convocar a los Estados Generales en mayo de 1789. En gran medida, para el autor, esta bancarrota es estructural a un Estado que tiene su summun en la corte de Versalles, a la cual Vuillard dedica una de las mejores páginas de su libro y que uno no puede sustraerse a visualizarlas, como hizo Sofía Coppola en su María Antonieta (2006).

   De puntillas pasa Vuillard sobre cómo se pasó de los Estados Generales del Antiguo Régimen, organizados feudalmente en tres brazos, a la Asamblea Nacional Constituyente ciudadana. El comienzo de la revolución liberal y burguesa (es la que al final triunfará) no tiene para el autor la importancia de la otra revolución, la popular, la de la calle que el 14 de julio se lanza enfebrecida a la búsqueda de armas. Leyendo estas páginas vivimos las dos pulsiones que el gran historiador Georges Lefebvre consideraba consustanciales a la mentalidad revolucionaria: la esperanza y el miedo. Lo último viene dado por los rumores de que las tropas del rey estaban dispuestas a entrar a sangre y fuego en París para ahogar la naciente revolución, lo primero viene dado por el sueño de algo nuevo. Ese algo nuevo aún poco definido en la mentalidad popular, viene dado por la epifanía revolucionaria de la palabra. En esos días de un caluroso julio parisino «todo el mundo se acuesta tarde. Se habla y se habla. Nunca se había hablado tanto» ( pág. 48). De los pocos personajes históricos que se citan (junto a Necker, el ministro de Hacienda, y María Antonieta, la reina) un joven Camile Desmoulins (nada sabemos en aquel de día de Dantón o Robespierre, luego indiscutibles tribunos de la plebe) arenga a la multitud con palabras enardecidas. Porque «la palabra dicha no deja traza, pero obra estragos en los corazones» (p. 116) Y nada es más sensible al corazón que la esperanza, la misma que hace que el 14 de julio sea para el autor el nacimiento de la Revolución. En las siguientes líneas podemos resumirlo:

   «Durante la noche del 13 al 14 de julio, que es, yo creo, la noche de las noches, la Natividad, la más terrible noche de Navidad, el Acontecimiento, la chusma, como suele decirse, los más pobres, en suma, aquellos a los que la Historia dejó hasta ese momento pudrirse en el arroyo, armados con fusiles, espetones, picas, hacen que les abran las puertas de las casas y que les sirvan comida y bebida. En lo sucesivo, la caridad no bastará» (pág. 61)

   Desde ese momento se tendrán que tener en cuenta  esos miserables que inmortalizara Víctor Hugo y cuyo espíritu flota en todo el 14 de julio. Son los salvajes de la civilización. En palabras hugianas, son aquellos hombres «que en los días genésicos del caos revolucionario, harapientos, feroces, con las mazas levantadas, la pica alta, se arrastraban sobre el viejo París trastornado, ¿qué querían? Querían el fin de las opresiones, el fin de las tiranías, el fin de la guerra, trabajo para el hombre, instrucción para el niño, dulzura social para la mujer, libertad, igualdad, fraternidad, el pan para todos, la idea para todos, la conversión del mundo en Edén, el progreso…»

   Frente a ellos los burgueses y aristócratas, los civilizados de la barbarie, temerosos intentan controlar a la multitud formando una milicia para mantener el orden y a la vez, la halagan con palabras hueras. La revolución de los juristas en Versalles no es la del pueblo en la calle que asalta la Bastilla ajeno a las llamadas a la conciliación. Recordemos: la multitud no parlamenta, actúa. Estos burgueses no veían lo mismo que vería Víctor Hugo, no creían que el progreso llegaría desde la plebe. En este sentido historiadores de finales del siglo XX, ejemplificados en Furet y Richet, definieron esta explosión de violencia popular como la del «viejo milenarismo, la ansiosa espera de la venganza de los pobres, de la felicidad de los humillados». Sin embargo, tal como dejó por escrito Engels en una carta de 1889, este cuarto Estado le hizo el trabajo sucio a la burguesía en su derrota del feudalismo en 1789 y más adelante en 1792 cuando acabó con la monarquía. Tal como ocurriría más adelante con la Comuna de 1871, se acusó de los desmanes a los extranjeros, a pandillas de vagabundos que fueron llegando a París de todas partes de Francia y que extendieron el caos y el terror. Sin embargo, ¿quién era genuinamente parisino? La ciudad acogía diariamente a legiones de inmigrantes que buscaban salir de la miseria y que amalgamados en la escasez fueron la carne de cañón de las jornadas revolucionarias. Además eran en su mayoría jóvenes ya que «Francia era entonces un país joven, asombrosamente joven. Los revolucionarios fueron gente muy joven, comisarios de veinte años, generales con veinticinco. Jamás ha vuelto a verse tal cosa» ( pág. 58).

   La multitud es tratada por Vuillard con el humanismo de la multitud de retazos de vida rescatados de los documentos, inflamados por la imaginación cuando faltan aquellos. Leer sus nombres, sus oficios y su vestimenta a través de los atestados judiciales de sus cadáveres, nos recuerda que ellos eran nosotros. La jauría revolucionaria humanizada tal como Dickens hizo en su Historia de dos ciudades (1859): «Padres y madres que habían tomado parte activa en los asesinatos jugaban con sus niños y los cubrían de besos, y en aquella situación terrible, ante semejante porvenir, los enamorados se amaban esperanzados». El historiador Michelle Vovelle en La mentalidad revolucionaria (1985) destacaría «la importancia de la cesura revolucionaria en las estructuras más íntimas de la vida de las gentes que vivieron esta aventura».

   Sin embargo la aventura de la Revolución no es eterna como nos demostró Anatole France en Los dioses tienen sed (1912), la que es quizá la mejor novela sobre la Revolución francesa. «Porque bien hay que vivir, hay que asumir la vida, uno no puede estar siempre rebelándose; se requiere un poco de paz para engendrar hijos, trabajar, amarse y vivir» (pág. 63).

   Las últimas páginas de 14 de julio tienen la actualidad de una Europa en crisis, y más en concreto de la Francia de la furia amarilla enchalecada que no sabemos a donde realmente va. Lo cierto es que todos nosotros, como todos aquellos de 1789 coincidimos en algo: «el hombre desaparece como apareció en la Historia, simple silueta» (pág. 110).

 
 
 

MARIONETAS 18 (LISBOA)

 
 
 

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[1] Entrevista al autor en el suplemento cultural Babelia de El País: https://elpais.com/cultura/2018/03/05/babelia/1520253550_353014.html
 
 
 

«DOCTOR GLAS» O LAS NOCHES MÁS BLANCAS. De la serie «LIBER BREVIS, VITA LONGA» (Núm. 3 – 2ª Parte). Por Pablo Romero Gabella

 
 
 
edwardHopper-Vidanocturna

Vida nocturna
Edward Hopper
(1882-1967)

 
 
 

En la primera entrega de este artículo nos referimos a las complejidades del protagonista de la novela de Söderberg Doctor Glass (1905), ahora  toca seguir repasando mis apuntes sobre este libro.

   Otro de los asientos que tengo en mi libreta tiene una relación directa con ese «deseo doliente» al que nos referimos. Se trata del sexo, del amor y de la mujer. En lo que respecta a las mujeres, Glas admite que siempre «ha tenido que escoger entre el hambre y la carne podrida». También reconoce que placer y felicidad no van siempre unidos, al contrario; esto es debido a que los hombres buscan el placer «contra su interés, contra sus convicciones y su fe, contra su felicidad». Para él el sexo no era algo prioritario, es más, se indignaba con que «nuestro deseo debe saciarse mediante un órgano que usamos varias veces al día para evacuar impurezas…» Sin embargo la aparición de la mujer del clérigo le  remueve su interior. Eso le lleva  a su lado más «romántico» cuando llegara a decir que «quiero verla, y oír su voz. Quiero tenerla conmigo». Esto le hace recordar un amor de verano de su juventud, o más bien y seamos precisos, su amor de verano. Aquel que tuvo en una Noche de San Juan, en ese eterno día boreal, que es el tiempo de la famosa obra La señorita Julia (1888) de Strindberg. El recuerdo de esa noche, donde se mezclan señores y campesinos y es posible hasta el amor, le provoca una angustia que tiene su lado onírico cuando dice que «un sueño me ha descubierto deseos que yo no quería desear, que no quería reconocer». Releo mis apuntes: los sueños. Freud, lugar común en su época, aparece en varias de sus digresiones. Sobre su «amada» dice: «sabemos tan poco unos de otros. Abrazamos una sombra y amamos un sueño. Además ¿qué se yo de ella?».

   En sus noches blancas, cuando se pone a escribir en su diario, el doctor llega a confesar que «ya no puedo mantener la separación entre el sueño y la vida. La vida se me va volviendo sueño y tal vez nunca ha sido otra cosa». De Freud a Calderón y con ello otro tema que tengo apuntado: la necesidad de la ficción y por tanto la necesidad del arte. Necesitamos la ficción, y una de las más potentes es la de la belleza (a través de la mujer) que es el origen del arte, de la literatura y de la música. Arte y literatura conforman nuestras propias geografías personales y sentimentales. Y es que dice nuestro protagonista «no tengo ojos propios». Vemos, en gran medida, gracias a los artistas: «Ay, que verían mis pobres ojos en el mundo, de no ser por esos cientos o miles de maestros y amigos escogidos entre quienes han escrito y pensado y mirado por los demás.» Desde Homero nuestras vidas ya no son lo mismo, como tampoco desde que conocemos a Cervantes, Flaubert, Stendhal o Baroja, por decir los que me vienen a la mente. El escritor holandés Cees Nooteboom ha escrito que «compadezco a los que no leen; sólo tenemos una vida y la literatura te ayuda a entenderla antes de irte para siempre».

   Esta reflexión nos lleva al papel que juegan los poetas y artistas. Citando a Strindberg (esa sombra literaria que lo cubre) se pregunta si son los poetas los que marcan las leyes de su época. El papel del artista y del intelectual estaba en esos momentos, principios del siglo XX, en un momento cenital. En la novela se cita varias veces el caso Dreyfus, momento inaugural, con el  «Yo acuso» de Zola, del intelectual como faro que guía a las conciencias. Aquí juega un papel esencial otro personaje de la novela: su amigo Markel, el periodista. Éste le dice que su oficio consiste, entre otras cosas, en proteger «al ganado de las dosis de verdad demasiado fuertes». La verdad, otra de mis anotaciones. ¿Es necesaria la verdad? Glas nos responde: «con la verdad ocurre como con el sol. Su valía para nosotros depende de que nos encontremos a la distancia conveniente». La verdad te quema si te acercas, pero como el Sol, la necesitamos para vivir.

   Necesitamos la verdad y las ficciones, pero ¿y la moral y las leyes? Para Glas la ley es «absurda y ninguna persona decente permite que la ley rija sus acciones». Entramos en la parte más «social» de la novela donde advertimos ese fondo decadentista de principios de siglo XX. Para Söderberg moral y leyes son la misma cosa, un instrumento sin valor por sí mismo y  solo expresa «la opinión que tienen las otras gentes lo que es justo». Frente a esa «mores», a esas costumbres, se enfrenta el individuo que se encuentra «en constante estado de guerra» ( lo que llamaba Baroja «la lucha por la vida»). Para el autor la moral no debe ser «divinizada», sino «utilizada». Resabios nietzscheanos aparecen ahora con claridad y un regusto a Crimen y castigo (1866) que impregna la parte central de la novela. Esta crítica de la moral imperante (frente a una ética personal) le sirve para criticar a la religión, entendida como moral, representada por el personaje del clérigo Gregorius. Pintado como un ser repugnante que mató la fe en Dios en su mujer. Un personaje que podríamos visualizar todos en el del clérigo de la película Fanny y Alexander (1982) de Bergman. Söderberg, utilizando a Glas, critica a la educación religiosa y sus efectos perniciosos en la mujer del clérigo. Ésta le confiesa que «siempre me habían enseñado que la voluntad de Dios consiste siempre en lo más opuesto a nuestra propia voluntad». Las sombras de Anita Ozores y Don Fermín van más allá de Vetusta.

   Reviso mis últimas anotaciones. Queda la parte más polémica y problemática, y que sin embargo hace de esta novela de una actualidad hiriente. Me refiero a cuando trata de la eugenesia y la eutanasia. Söderberg recoge el espíritu de su época entre los intelectuales. En consonancia sus provocadoras visiones de la moral propone incomodarnos. Incluso hoy en día lo logra.En cuanto a la eugenesia el protagonista, que se vale de su experiencia como médico, dice sin contemplaciones que «cada idiota del asilo cuesta más de mantener en un año de lo que gana en un año un obrero joven y sano».  Otra terrible confesión del doctor es que «cuánto material humano inútil y desesperadamente estropeado habré contribuido a conservar ejerciendo mi oficio». Unas afirmaciones, por desgracia, bastante comunes años más tarde en la Alemania nazi y no olvidemos, en otras partes de aquella Europa del Nuevo Orden. Un orden contra el que el autor, paradójicamente, se rebelaría en el final de su vida en la Dinamarca ocupada por los nazis. En lo que respecta a la eutanasia el doctor Glas es un firme partidario del «derecho a morir» y profetiza que:

   «Tendrá que llegar, y llegará, el día en que el derecho a morir se considerará mucho más importante e inalienable que el derecho a introducir una papeleta en una urna electoral. Y cuando haya madurado aquel día, todo enfermo incurable –y también todo «criminal»-tendrá derecho a la ayuda del médico, si desea la liberación.»

   Palabras que hoy dividen a nuestras sociedades autosatisfechas pero a la vez aburridas y en busca de un sentido como era la que vivió Söderberg. ¿Hay compasión en toda esta negrura? La compasión solo la podríamos encontrar en las contradicciones que vive nuestro personaje. Y así dice «cada vez que veo un jorobado, por simpatía me siento también un poco jorobado». Glas temía a los remordimientos. Remordimientos que le asaltan en sus noche blancas cuando escribe en su diario «si alguien huele a muerte cuando está vivo hay que matarle». Como pueden observar es una novela que no deja indiferentes a los lectores del hoy y seguramente del mañana.

 
 
 
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LOS «OTROS». De la serie «RECORTES», Nº 72. Por Pablo Romero Gabella (con pintura de Rafael Luna)

AMAZ[ON]ING. De la serie «RECORTES», Nº 79. Por Pablo Romero Gabell

«DOCTOR GLAS» O LAS NOCHES MÁS BLANCAS. De la serie «LIBER BREVIS, VITA LONGA» (Núm. 3 – 1ª Parte). Por Pablo Romero Gabella
 
 
 

«DOCTOR GLAS» O LAS NOCHES MÁS BLANCAS. De la serie «LIBER BREVIS, VITA LONGA» (Núm. 3 – 1ª Parte). Por Pablo Romero Gabella

 
 
 
Nº-9-Hojas-y-lápices

Hojas y lápices
(de la serie «Aquellos niños del río» para un cuento de Olga Duarte Piña)
Rafael Luna
2005

 
 
 

En ocasiones los errores pueden ser felices y eso pude comprobarlo cuando buscando una obra del dramaturgo sueco August Strinberg (1849-1912) llegué a un compatriota suyo: Hjalmar Söderberg (1869-1941). En concreto, el azar me llevó a su novela corta Doctor Glas (1905) y que me supuso el descubrimiento de una obra maestra celebrada por muchos. La novela no pasa de los 150 páginas en las dos ediciones en español, Seix Barral en 1968 y Alfabia en 2011, ambas con la traducción del poeta Gabriel Ferrater.

   Söderberg fue un escritor y periodista que seguía el camino marcado por Strinberg, considerado un titán de las letras suecas y reconocido, en la Europa de la «Belle Epoque», como fustigador de las «conciencias bienpensantes y excesivamente satisfechas» (Sergio Rodríguez, «Extremo Strinberg, templado Söderberg», Babelia 2 septiembre 2011). Era un claro ejemplo de esa insatisfacción nórdica por la vida  pero que a la vez la celebraba; esto lo une a creadores como Knut Hamsum o  Igmar Bergman. Un año después de escribir la obra que reseñamos se trasladó a Copenhage donde acabó sus días escribiendo artículos periodísticos contra la ocupación nazi. El cine lo hizo más conocido cuando  en 1964 Carl Theodor Dreyer llevó a la pantalla su obra Gertrud (1906). Söderberg también tradujo al sueco las obras de Anatole France y de Guy de Maupassant. Para la escritora canadiense Margaret Atwood, hoy encumbrada por HBO, esta novela (de la cual escribió una magnífica introducción para su edición inglesa en 2002 y que es fácilmente localizable en Internet) es una de las primeras novelas «modernas» que anticipaba a Joyce y que recogía las nuevas ideas de su tiempo: el poder de lo onírico de Freud, el existencialismo de Kierkegaard, la desesperación sublime de Dovstoievsky y el «superhombre» de Nietzsche. Andrés Ibánez ha dejado escrito que es «uno de esos libros que uno lee con un lápiz en la mano para marcar frases y párrafos» («Profundo, misterioso, inolvidable», ABC Cultural 8 septiembre de 2011). En esto último no puedo estar más de acuerdo, ya que este libro es un venero de citas y reflexiones que van más allá del espíritu de «fin du siècle» en el cual fue escrito.

   Repasemos por tanto este «liber brevis» a través de las anotaciones que he ido haciendo en mis lecturas y relecturas. Comencemos con el personaje que da título a la novela: Tyko Gabriel Glas. La elección de su nombre no parece hecha al azar. Según Atwood Tyko se escogió por el astrónomo danés Tycho Brahe, gran estudioso de las estrellas las cuales son mencionadas en varias ocasiones en la novela; Gabriel podría hacer referencia tanto al arcángel de la nueva esperanza de la Anunciación como al aniquilador de Sodoma y Gomorra o incluso al del Juicio Final, con lo que se demostraban las contradicciones del personaje; por último, el apellido Glas se relaciona con el espejo donde continuamente se mira nuestro antihéroe. La acción de la novela transcurre en el corto verano de Estocolmo donde la vida plácida pero aburrida de un doctor con consulta abierta se  verá zarandeada por la aparición de una mujer, la esposa del viejo clérigo Gregorius; ésta lo visita para pedirle algo….que no desvelaré. La esposa es para Glas «una mujer con el corazón rebosante de deseo y de tormento… perfumada de amor, pero ruborizándose avergonzada de que el perfume fuera tan fuerte y perceptible». El comienzo realmente es prometedor y los acontecimientos irán desarrollándose como casi una novela «noir» que me recuerda a la película Perdición (1944) del gran Billy Wilder. Pero volvamos a mis apuntes, estamos con el personaje. Él mismo dice que «no me hago ilusiones sobre mí mismo. Pero no quisiera ser otra persona». Se declara un solitario como un rasgo de su carácter y no tanto como una circunstancia sobrevenida en su vida. Le gusta ser un misántropo rodeado de gente extraña y a la que no le apetece hablar ni muchos menos conocer. Pero la irrupción en su vida de la mujer del clérigo hace que se advierta que dentro de él viven dos «voces interiores». Una le dice que lleva «una vida vacía y miserable y no le encuentro ningún sentido». Es la vida de un «voyeur» que se dedica a observar la vida pasar. Así nos lo dice: «estoy hecho para observar, quiero acomodarme en un palco y mirar cómo en el escenario se matan unos a otros, pero sin tener yo nada que ver con aquella gente. ¡Quiero quedarme al margen, déjame en paz!». Este solitario «voyeur» se relame en sus «orgías de pensamiento» que nos recuerda la famosa sentencia flaubertiana. Sin embargo, hay otra voz más profunda que la mujer ha hecho emerger de su pasado; concretamente de una Noche de San Juan juvenil. El ya anticipado viejo Glas, aunque aún no ha llegado a la cuarentena, se quita su máscara y reconoce que «no soporto ser el único que sabe quién soy, llevar continuamente una máscara ante todo el mundo. Ante una persona tengo que desnudarme, una persona tiene que saber quien soy». ¿Y quién mejor que él mismo? Esa es la razón que le llevará a escribir un diario durante ese verano y que da forma literaria a la novela. Glas vive atrapado en un deseo fáustico que él reconoce como algo universal: «queremos tenerlo todo, queremos serlo todo. Queremos gozar de toda felicidad y ahondar en todo sufrimiento». Una idea muy extendida en nuestros días en que parece que podemos ser (falsamente) «todistas» como se dice en una campaña publicitaria de una aseguradora, nada menos.

   La segunda voz interior hace que Glas se ponga barojiano: «la vida es acción, cuando algo me indigna quiero intervenir». Ya tenemos a un «indignado» Glas que parece que ha encontrado un fin que puede dar sentido a su aburrida vida. Tal como le ocurre al personaje del profesor de filosofía (interpretado por Joaquín Phoenix) en la poco reconocida película de Woody Allen Irrational man (2015). Acción y contemplación, temas tan caros a Baroja que años después en El árbol de la ciencia (1911) se muestran en una magnífico diálogo entre Andrés Hurtado (otro médico como Glas y no creo que sea casualidad) e Iturrioz. Una parte de éste nos ayuda a entender mejor lo que nos quiere decir el autor sueco y por ello lo cito, no sin ser consciente de mi exceso:

   «- La consecuencia a lo que yo iba era ésta, que ante la vida no hay más que dos soluciones prácticas para el hombre sereno: o la abstención y la contemplación indiferente de todo o la acción limitándose a un círculo pequeño. Es decir, que se puede tener quijotismo contra una anomalía; pero tenerlo contra un regla general es absurdo.

   »-De manera que, según usted, el que quiera hacer algo tiene que restringir su acción justiciera a un medio pequeño.»

   Glas reconoce que todos queremos suscitar en los demás alguna clase de sentimiento si no es amor, ni admiración, ni temor, ni odio al menos conseguir el desprecio. Algo es algo. Todo menos el aburrimiento. Otro tema interesante este del aburrimiento o «ennui» en francés y que es uno de los tópicos de la literatura decimonónica. Y esto se cumple perfectamente en Glas, que reconoce que el «ennui» era algo propio de las clases altas pero que con el crecimiento de la cultura y el bienestar también ha llegado a plebeyos como él mismo. Nuestro personaje siente el aburrimiento no como una rémora, todo lo contrario, lo siente como una energía,  como una acción violenta latente presta a liberarse. Es un estado (como el que ponen algunos en sus «whatssap») de «deseo doliente», un desafío, una aventura que haga desaparecer la monotonía de la vida burguesa. Tomo parte de estas ideas de un libro actual de Daniel Lemes titulado Aburrimiento y capitalismo (Ed. Pre-Textos, Valencia, 2017).

   En la segunda parte de este artículo seguiremos escudriñando las notas de mi libreta.
 
 
 
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LOS «OTROS». De la serie «RECORTES», Nº 72. Por Pablo Romero Gabella (con pintura de Rafael Luna)

AMAZ[ON]ING. De la serie «RECORTES», Nº 79. Por Pablo Romero Gabella
 
 
 

«CLAUDIO MONTEVERDI: “LAMENTO DELLA NINFA”» O ASÍ NACE EL BARROCO. De la serie «LIBER BREVIS, VITA LONGA» (Núm. 2). Por Pablo Romero Gabella

65 VERSOS [PARA UN HOMENAJE AL BARROCO]: «MUROS, TAPIAS,
BERRUECOS, CANTERAS, DÓLMENES, CERROS DE PIEDRA…,
SON LIGEROS Y TIERNOS, MÁS QUE EL AIRE,
EN LA SIERRA DE SAN MAMEDE»
(2011)
[Del libro inédito Poesía visual ibérica de Lauro Gandul Verdún]

 

Claudio Monteverdi «Lamento della ninfa» (Editorial Acantilado, Barcelona, 2017) es un libro pequeño (125 páginas de texto) pero extenso, muy extenso, yo diría que de una extensión cuasi infinita. Y se lo debemos a Ramón Andrés,  una de las figuras más extensas, en todos los sentidos, del panorama literario, artístico y musical de nuestro país. En él se unen el erudito, el músico, el ensayista, en suma, un perfecto espécimen del humanista que tanto falta en nuestra época hipertecnológica, hiperespecializada e hiperimbécil.

   El libro trata de una pieza musical en concreto: el madrigal Lamento della ninfa, compuesto por el músico Claudio Monteverdi (1567-1643) y recogido en su famosa colección de Madrigales guerreros y amorosos (1638). Pero de lo que trata es de algo más, trata de explicar el paso de una sensibilidad artística e histórica a otra, del Renacimiento al Barroco. Seguir este propósito no es nada fácil para el lector neófito e incluso para el algo iniciado en estos pagos; el autor nos lleva por vericuetos que parecen salirse del plan inicial pero que tienen su sentido en su concepción total («holística», dirían otros) de su obra. Por sus páginas vemos desfilar como miembros de una orquesta de la cual el director es Andrés a Homero, Hesíodo,Virgilio, Bocaccio, Pico della Mirandola y muchísimos más artistas, literatos y por supuesto, músicos como el barroco Purcell o como la contemporánea Kaija Saariaho.

   Ramón Andrés utiliza para su apasionante recorrido intelectual el mundo grecolatino como nexo, ese pozo sin fondo de conocimientos , verdadero cordón umbilical de la cultura occidental. Sus citas a los clásicos nos recuerdan a los Ensayos de Michael Montaigne, otro humanista separado por cinco siglos. Esto exige al lector atención, concentración e incluso incursiones  googleanas (si no se tiene una biblioteca bien provista).

   El autor comienza por la protagonista del madrigal, la ninfa, que canta su desamor. Esto le sirve a Andrés, gran estudioso de la mitología, para introducirnos en el mundo de las ninfas, que en griego significa novia o recién casada. Seres primigenios de la mitología clásica que son así descritos:

   «Las ninfas están en el origen, en el oriri que es un aparecer. Son hijas de Zeus y Tetis, la fecunda Titánide. Divinizan el paisaje. Viven en la primera espuma de una fuente, en el destello del surtidor y en reflejo de las aguas cuando la fronda permite asomar unos rayos de sol. Se bañan curso abajo, dejan estelas con su cuerpo (…) Cantan, tocan instrumentos, danzan. No quieren ser vistas y, pese a ello, los ojos de los dioses y los hombres, ocultos y al acecho detrás de unos matojos, las ansían. Son amadas y, sólo a veces, aman. Han dado hijos a los divinos y a los mortales.»

   Por eso su desgarrador canto es acompañado por tres testigos mortales (dos tenores y un bajo) que no pueden dejar de ser conmovidos por ella. Porque, ¡cuidado con las ninfas!, porque pueden raptar nuestro entendimiento, convertirnos en ninfoleptos. Y es que la «ninfolepsia es el delirio de haber visto a las ninfas», y por tanto «el ninfolepto es el raptado por las ninfas, está poseído, está entregado a una dimensión sin tiempo, a un entusiasmo, a una inspiración, a una grandiosa contemplación de las cosas.»

   He aquí el origen de la expresión de «raptado por las musas»   o por las «ninfas» y es para muchos el origen de la genio del artista. Lo cierto es que música es posesión, arrebatamiento de los sentidos, negación transitoria de lo racional y por momentos obsesión. [1]

   Ninfas como Simonetta Vespuci (casada con el primo del geográfico Américo) y que fue el amor perdido y eterno de Botticelli, el cual la incluyó en obras como El nacimiento de Venus. Simonetta es la ninfa prototípica del Renacimiento. Sin embargo, Andrés nos cuenta que esta figura sufrirá una mutación en el cambio del siglo XVI al XVII:

   «la moderación de las ninfas, que en un tiempo era una enseña del Renacimiento, fue nublándose en una imaginería barroca carnal.»

   Los artistas barrocos se lanzaron a una «depredación erótica» de las ninfas. Cosa de difícil encaje en nuestro mundo hiper-políticamente-correcto y en nuestros días del «#meToo». Para Andrés:

   «El pintor, el artista, se tornó sátiro, miraba a escondidas, deseaba, acechaba, fijaba los ojos en lo íntimo del cuerpo femenino. “Lascivius”. Insaciable, tramaba el asalto sexual.»

   Uno de los primeros literatos que «barroquizaron» a las ninfas sería el poeta italiano Ottavio Rinuccini (1562-1621). Éste fue un poeta a caballo entre el Renacimiento y el Barroco, y fue el que escribió la Canzonetta en la cual se basaría Monteverdi para su Lamento. Ramón de Andrés nos retrata el mundo de Rinuccini como el de un poeta introvertido, volcado en los libros, solitario, silencioso, pero pleno de imaginación (otro «ninfolepto»). Leía anotando y escribía leyendo, porque «la escritura era una forma de lectura». Las anotaciones al margen de los libros cobran vida propia y suponen un «pequeño cuaderno dentro del libro, diario de impresiones, dietario de descubrimientos». En este punto, el autor demuestra su erudición al explicar cómo se hacía en aquellos días la tinta, la base material de los sueños. Porque la escritura de Andrés es una escritura total, que todo lo explica, que todo lo sugiere.

   Rinucci participaba de la Camerata fiorentina, ese «think tank»” del primer  Barroco en Italia. Allí nacería la ópera, donde el espacio físico es musicalizado y donde música y espacio van unidos en el libreto del poeta y en el papel pautado del músico.  Rinuccini fue además el libretista de la que se considera la primera ópera, Dafne, y de la cual no se conserva vestigio documental alguno. Esta obra  inspiraría a Monteverdi la creación de su Orfeo, que hoy es la piedra basal sobre la cual se construyó la historia de la ópera. La ópera nace con el Barroco, porque en éste, como decía José Antonio Maravall en La cultura del Barroco: «Para poner en movimiento el ánimo (…) nada comparable en eficacia a entrarle por los ojos». El teatro se musicaliza, la música se teatraliza.

   Esta nueva estética donde prima lo visual y que conocemos como Barroco, no fue algo que nació abruptamente, ni siquiera era novedosa en Italia. Lo barroco no fue un corte en la historia del arte, nació de las entrañas mismas del Renacimiento, nació unido a la tradición grecolatina a la que antes aludimos. Sin embargo, algo nuevo estaba surgiendo en la literatura, el arte  y la música: la expresividad y el dramatismo. E.H. Grombich, en La Historia del Arte, utiliza la fachada de la Iglesia de Il Gesù en Roma (1577) para ejemplificarlo:

   «No hay nada en esta sencilla y majestuosa fachada que sugiera un deliberado desafío de las reglas clásicas (…) Pero el modo de fusionar esos elementos clásicos en un esquema recela que las normas griegas y romanas, e incluso las renacentistas, han experimentado una fundamental alteración.»

   Así del platonismo renacentista, del equilibrio, de la armonía nacería el movimiento, la emoción, y «un espíritu atormentado y existencial, una angustia». El hombre vitruviano de Leonardo ha roto la cuadratura del círculo que lo albergaba armoniosamente. Para Andrés el Barroco bebe a grandes tragos del manantial del Renacimiento, donde nace la modernidad con el antropocentrismo. Así el Barroco es «un arte que musicalmente se ha pensado a sí mismo como ondulación y discurso verbal, puro significado, individualidad, fallida lógica aristotélica, porque nada permanece en reposo. Lo barroco, por esencia, deviene.»

   A toda esa agitación manierista Monteverdi le pondrá música mediante  la forma musical del madrigal, lo que supondría una ruptura con la polifonía y su denso contrapunto. Esto lo logra con tres armas: la melodía o «esa voz interior del compositor», el canto que «da sentido a aquello que la razón niega» y la disonancia que «es un poner en alerta a quien escucha.»

   El efecto producido por la música de Monteverdi en el público de su época fue algo similar a lo que se produjo en el de comienzos del siglo XIX con Beethoven y su Tercera Sinfonía (vean la excelente película de la BBC Eroica) o en el de comienzos del siglo XX con Schoenberg o Stravinsky. Es decir, a todos estos músicos les une lo que el autor conceptúa como la modernidad.

   En el tramo final del libro Ramón Andrés realiza un estudio musicológico de El lamento en el que me pierdo, lo confieso, pero lo hago con gusto (algo tendré también de barroco). Me siento perdido en un laberinto de erudición del cual quiero aprender y encontrar la salida, pero sin prisas, no importándome mucho seguir perdido.

   Así uno llega al final de este libro sintiendo ese lamento de la ninfa, porque el lamento es puro barroco, tal como lo podemos sentir también en la sica para el funeral de la Reina María de Henry Purcell. La ninfa sufre la ausencia del amado en un «recitar cantado», un amado, que por otra parte, según Andrés, no existió jamás porque seguramente lo ha soñado. Hete aquí a nuestro barroco Calderón en el monologo de Segismundo: «que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son». Este es un sueño atemporal , el del amor, que el escritor Álvaro Pombo resume en que:

   «Todo amante desea ser amado por la persona que ama. Pero este deseo es una esperanza y no un derecho. La persona amada no tiene obligación de amarnos.»[2]

   Para terminar podemos decir que todo ese soñar barroco puede resumirse en las palabras finales de El Lamento:

Así en el corazón de los amantes
el amor mezcla el fuego con el hielo.

[1] Sobre la posesión musical ya escribí algo en estas páginas… o pantallas de CARMINA en «Posesión musical o cómo fue invitado a un aquelarre».
[2] Entrevista a Álvaro Pombo en Babelia, 16 de febrero de 2009.

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EL BARROCO EN «CARMINA»

EL LÁTIGO EN LOS LABIOS (UN DIÁLOGO REAL CON VICENTE NÚÑEZ). Texto de Jesús Ferrero y fotografía de Olga Duarte Piña
«CRÓNICA DE PORTUGAL» (DE «COROGRAFÍAS»). Lauro Gandul Verdún
PIER PAOLO PASOLINI (1922-1975): HOMENAJE DE «CARMINA» CON SU POEMA «L’ITALIA/ITALIA» 1954. Traducción de Ricardo Molina (1917-1968) y citas de Oreste Macrí (1954), Juan Carlos Abril (2009) y Gabi Mendoza Ugalde (2013)
COLOQUIOS (99). Gabi Mendoza Ugalde
LA FAMILIA MONROY DE ALCALÁ. Por Javier Jiménez Rodríguez
VISIÓN DE OPORTO (CUADERNO DE CONDEIXA). Lauro Gandul Verdún (2009)

«84, CHARING CROSS ROAD» O LAS AMISTADES BENEFICIOSAS. De la serie «LIBER BREVIS, VITA LONGA» (Núm. 1). Por Pablo Romero Gabella

 
 

Cadenas de la catedral de Sevilla LGV 2014

Catedral de Sevilla
[Foto: Manuel Verpi (2014)]

 
 

Hay una categoría de libros o, más bien una fraternidad, que es la de los libros breves. Pero su brevedad,  o más bien debido a ella, hace que todos ellos contengan la semilla de una vida larga en sus lectores. Michel de Montaigne en sus Ensayos (1595) dejó escrito que:

   «En los libros busco solamente deleitarme con una honesta ocupación; o si estudio, no busco otra cosa que la ciencia que trata del conocimiento de mí mismo y que me enseña a morir bien y a vivir bien.»

   En esta cofradía de libros breves creo encontrar eso que nos dice Montaigne:  conocimiento de uno mismo y cómo sobrellevar mejor la vida y su reverso. Y eso mismo me lleva al primero de los que voy a referirme: 84, Charing Cross Road, escrito por Helene Hanff en 1970 y que en España ha publicado Anagrama (la edición que he leído es la Decimosexta, 2013).

   Helene Hanff  (1916-1997) fue una escritora estadounidense que no alcanzó  la fama nobiliaria, ni tuvo una gran producción literaria, dedicándose sobre todo a guiones de televisión y a libros didácticos para niños. No obstante, con una sola obra de apenas 120 páginas consiguió lo que otros soñarían: ser una escritora de culto.

   Todo se debió a un pequeño libro epistolar que nos cuenta la relación entre una escritora americana pobre y amante de los libros y los empleados (y sobre todo uno de ellos) de una librería londinense de segunda mano. Una relación que transcurrió durante 20 años, entre 1949 y 1969. Lo que comenzó como un trato de tipo comercial pasó a ser algo personal. Los pedidos de libros, que no  podía encontrar en EEUU, dieron paso al envío de regalos, comida y sobre todo, de amistad. Un tipo de amistad de la que decía Montaigne que «el alma se purifica con el uso». Los libros como cordón umbilical entre personas que los aman y que hacen de ellos casi la razón de su existencia. Libros ya leídos que unen a personas que nunca llegaron a conocerse pero sí a reconocerse al ver sus anotaciones, subrayados o cuáles han sido las páginas preferidas por su anterior dueño y que han dejado las marcas, como los anillos de los árboles, en su lomo. Libros, artefactos que enseñan a morir bien y a vivir bien y que en esta obra lo veamos reflejado como algo cotidiano y que hoy nos parece tan exótico, como leer la prensa en papel a los millenials newyorkinos. Libros, libros…, como dice el poeta Luis Alberto de Cuenca:

 
 

   Qué sería de mí sin vosotros,
tiranos y a la vez, embajadores
de la imaginación,
verdugos del deseo
y, al mismo tiempo, mensajeros suyos,
libros llenos de cosas deplorables
y de cosas sublimes,
a los que odiar
o por los que morir.
[1]

 
 

   Unido a todo lo anterior , Helene Hanff  nos ofrece de primera mano, a través de sus cartas, el escenario histórico de la postguerra mundial con un imperio en alza, orgulloso de su poderío económico y militar y con otro en decadencia, pobre y que hasta los años 50 mantenía el racionamiento de los bienes de consumo. Y eso a pesar de ser una de las potencias ganadoras de la Segunda Guerra Mundial. Esto hace a la  norteamericana lamentarse de la situación de Gran Bretaña; y es que  allí tampoco llegó Mr. Marshall.  Pero aún así, Gran Bretaña mantenía intacto su prestigio literario entre los norteamericanos, tal como le ocurrió al gran poeta T.S. Eliot que acabaría sus días como británico y anglicano. A medida que avanzamos páginas vamos viendo como, por diferentes razones, la escritora no puede llevar a cabo su tan querido viaje  a la Isla, recordándonos al personaje de George Bailey de Qué bello es vivir (1946) de Frank Capra, aunque no del todo…

   Lo cierto es que cuando comencé a leer el libro no me imaginaba que acabaría cayendo en aquello tan manido de que la vida imita al arte, pero tengo que reconocerlo, lo es, y tan poderoso, que tengo que rendirme a las evidencias que Helene Hanff  nos deja y cómo su propio final está escrito en el de uno de los ¿personajes? que aparecen en su libro.

   En el post scriptum del libro, escrito por Thomas Simonnet,  se reproduce la reseña que un periodista hizo del libro cuando se estrenó su adaptación cinematográfica:

   «84, Charing Cross Road es uno de esos libros de culto que los amigos se prestan unos a otros y que transforman a sus lectores en otros tantos miembros de una misma sociedad secreta.»

   Y tanto es así que escribo esto gracias a que un amigo benéfico una mañana me dijo «tienes que leerte este libro».

 
 

   [1] El poeta y gran erudito Luis Alberto de Cuenca fue nombrado por el presidente José María Aznar Director de la Biblioteca Nacional. Y fue a éste quien dedicó este poema «Libros» (en Los mundos y los días. Poesía 1970-2002, Madrid, 2007, pág. 321)