MUCHO después del tiempo de los largos paseos
por la orilla del mar hasta la cruz de El Santo
—época de las viejas melancolías grises,
de listados crespones y errantes tunicelas—,
llegué a ti en una fuerte y enterrada mañana.
La plaza era una joven de cabellos dispersos,
y el folio acribillado de un cartel veraniego
derrumbaba la lona final del «Norman Circus».
A pesar de la lluvia que azotaba las calles,
yo debía encontrarte; y durante los días
de reclusión, de radio y tediosas visitas
mi soledad cantaba como un pájaro herido
que mostrara sus alas enfermas de clausura.
Yo odiaba el sol, la risa y el mar azul e inmóvil,
pues sabía que tú por ahí no vendrías;
y te buscaba sólo por los acantilados,
por las vegas feraces de espesura y de légamo,
por las rocas que horadan las olas, por las playas
más desiertas y extrañas, por San Cristóbal, donde
me estabas aguardando sin aún yo saberlo
en el humilde y bronco «Calabrés» de la dicha.
Comenzaron entonces a arreciar las tormentas,
y en las tardes más crudas yo salía a tu encuentro
y te llevaba tiernas señales escondidas:
ramas que el aguacero hizo caer y cartas
escritas en la vela tenaz de la amargura.
Y llegué a confesarte que adoraba la lluvia
porque tus ojos eran semejantes a ella
y su color ponía entre el vino y el llanto
una muralla verde de inmortal pesadumbre.
Adoré el pueblo roto, como a un viejo guerrero
que agonizara lejos de su patria; tu pueblo
húmedo y triste siempre, de iglesias solitarias,
de sórdidos casinos de gas parpadeante,
de parrizas oscuras, de huertos y atalayas
adonde tú subías y estudiabas a veces.
Adoré la salvaje belleza de la fábrica
tendida sobre un campo de espléndidos cultivos,
y el callejón de tapias combatidas y bajas
que serpea entre fincas y haciendas casi ocultas.
Adoré Monte Mero, que me llevaba a ti
y que yace debajo de los rojos alfares;
y los largos caminos mojados, y los árboles
puros e impetuosos de final de noviembre,
y «El Calabrés» sumido frente al mar, y las teas
que en el copo nocturno sostienen los muchachos…
Y sólo allí mi vida fue sombría y dichosa,
a un tiempo irreductible y pronta a la aventura.
Sólo en «El Calabrés», de nombre amargo y suave,
donde tú me esperabas una vez sin saberlo.
[Vicente Núñez, Los días terrestres (1957),
incluido en Poesía (1954-1990).
Edita Excma. Diputación Provincial de Córdoba.
Págs. 54 y 55.
Córdoba 1994]
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VICENTE NÚÑEZ, I: Primera Epístola a los Ipagrenses. Antonio Luis Albás (2014)