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@DIOS QUE ESTÁS EN #LOSCIELOS. De la serie «RECORTES», Nº 15. Por Pablo Romero Gabella

«Los seres humanos somos sensibles al efecto Reyes Magos: nos comportamos de forma más honesta si pensamos que alguien nos observa, aunque sea un ser invisible. Facebook o Twitter podrían intercambiar el contenido de los muros o los mensajes de sus usuarios con las agencias de inteligencia siempre que consideren que su contenido supone un riesgo para la seguridad informática del país. Bering ha realizado experimentos para estudiar este efecto con niños de 5 a 9 años, se proponía a estos un sencillo juego en le que ganarían un premio si acertaban en una diana con una pelota, pero tenían que cumplir tres reglas. El juego se llevó a cabo en tres situaciones: en presencia del profesor, sin vigilancia y diciendo a los niños que estaban vigilados por un ser invisible que denominaron la princesa Alicia. El porcentaje de veces en el que los niños engañaron en cada situación fue del 10, 42 y 36. La tesis obliga a considerar un proceso de selección que favorecería a los grupos más creyentes en ese Dios espía.  Los cazatendencias apuntan que la próxima temporada será la de twitter quitters (desertores de Twitter). Los casos más sonados de apóstatas son famosos espantados. Ahí está el músico Andrés Calamaro (inolvidable su despedida de Twitter: “140 caracteres pueden metérselos profundo en el medio del ojete”).»

[Laureano Castro y M.A. Toro, «El origen de Dios», ABC Cultural, 28 de abril de 2012/Cristina F. Pereda y Eva Saiz, «Ciberespiados por su bien», El País, 28 de abril de 2012/Jerónimo Andreu, «Por favor, ¿podrían  #dejarmedesconectar?», El País, 29 de abril de 2012]

 

COLOQUIOS (144). Gabi Mendoza Ugalde

– ¿Le has visto alguna vez la cara a los mercados?

– Nunca los he visto en público. Tampoco en privado.

– ¿Y en alguna rueda de prensa ante los periodistas que tanto los mencionan?

– …¿Te acuerdas cuando nos decían que viene el coco?

– …Y nunca vino.

– …

«EL BOMBONA» EN DIEZ HOJUELAS. Por Rafael Rodríguez González

A Paulino García-Donas, que quiso a Agustín


«Pocas veces habré estado igual de bien acompañado»

(Foto: Fernando Trigo
Archivo R.R.G.)

Si a Hércules, además de los doce trabajos que le encargaron, le hubieran añadido el de describir a Agustín Olivera Carmona, seguro que no hubiese logrado la gran celebridad de que siempre ha gozado. O sí, aunque de muy distinto tenor: el fracaso hubiera sido tan sonado que la fama la habría adquirido por ser uno de los inquilinos más destacados del monte del Fyasco, que era adonde los dioses mandaban a los perdedores (dicho promontorio está cerca del Olympo, claro que a menor altura).

Ninguna de las pocas personas que le conocimos en profundidad somos capaces de describirle. Es taxativamente imposible. Siempre que, entiéndase bien, usemos el vocablo describir en su término más riguroso y cabal. Podré, en mi caso, contar algunas anécdotas, definir algunas pinceladas, pero me será inalcanzable transmitir el ser de Agustín: su mirada, sus llegadas, sus despedidas, la cara que ponía ante tal o cual circunstancia. Porque Agustín se expresaba, casi exclusivamente, a través de sus gestos.

Tal vez si Velázquez le hubiera pintado, como hizo con Inocencio X… ¡pero qué va, ni siquiera el genial Diego lo hubiese conseguido! Gracias al arte del sevillano, el rostro del Papa manifestaba todo lo que era, porque era lo que era, y ya está: un elemento de mucho cuidado: nada de inocente, el tío; pero Agustín tenía más registros que el mejor órgano de la mejor catedral, y eso no se puede pintar, ni explicar por escrito ni de ninguna otra forma que no sea oyendo sus armónicos sonidos. Porque si tratáramos de un ser imaginario, vale; o de un ser real, pero simple, también. Mas queremos hacerlo de uno que supera, realmente, lo imaginable; que escapa a cualquier posibilidad de aprehensión, ni siquiera parcial.

Bueno, entonces —me podrá decir el ya renuente lector—, ¿a qué hablar del tal Agustín, si no vas a conseguir que le conozcamos cabalmente? En primer lugar, para complacer a algunos amigos que disfrutarán recordando algunas escenas o imaginando a Agustín en otras que no presenciaron. En cualquier caso, esos que tuvieron la suerte de conocerlo sí que lo verán descrito, no por mis impotentes palabras, sino por medio de la memoria indeleble que en sus molleras permanece. Sólo por eso merece la pena ponerse a escribir.

Pero además para sugerir en las mentes de quienes le trataron poco, o no le trataron nada, sea por motivos de edad u otras circunstancias, una especie de cabalística sobre el personaje. Ahí sí que me temo que mis palabras no alcancen ni una cuarta parte del propósito. Y entonces los dioses no tendrán más remedio que mandarme al monte del Fyasco.

Dejemos sentado, antes de nada, que Agustín era siempre el protagonista en cualquier  lugar y circunstancia. No porque él lo procurase (todo lo contrario), sino porque concitaba la atención de todo el mundo, fueran dos, siete, quince o cincuenta las personas reunidas o simplemente presentes.  Se diferenciaba más que la noche de la mañana de esa gente que quiere ser el niño en el bautizo, el muerto en el entierro, etcétera (incluso el hipotecado en el desahucio). El protagonismo le venía dado por su sola presencia: era completamente distinto de los demás, nadie se le parecía en nada. En fin, que si digo que era quien más destacaba de entre todos los concurrentes, estuviera donde estuviese, ya se figuraran —digo quienes no le conocieron o le vieron poco— que estamos ante un ser especial.

Me parece necesario advertir, para terminar este proemio, que las reseñas que siguen no guardan un estricto orden cronológico.

¡Con lo bien que lo pasaba pasando por sordo!

PRIMERA HOJUELA

Antes de empezar a juntarme con él le veía pasar, ágil, dispuesto, serio de una seriedad propia de tarea realmente seria, con la bombona al hombro, camino o de regreso de un piso, de una casa. Ningún repartidor más rápido y cumplidor, ni más amable. Agustín era «ayudante», porque en aquella época los camiones de bombonas de butano tenían dos tripulantes.

Agustín se presentó un día a las ocho de la noche en la «butanería», con la intención de comenzar el reparto. ¿Por qué, si la jornada daba comienzo a las ocho de la mañana y finalizaba a las tres del mediodía? Pues porque Agustín, en aquella tarde-noche de invierno, se despertó de una prolongada y desorientadora siesta, iniciada bajo los efectos de una anestésica ingesta de caldo, no precisamente del puchero. De modo que Agustín, que había consultado el reloj nada más despabilarse, y que seguía con el mono puesto, se encaminó raudo desde la calle San Miguel a la de Mairena. No es que no advirtiera, por el camino, cosas extrañas: un ajetreo distinto del acostumbrado, las tiendas abiertas… Pero él iba a trabajar, cosa sagrada. Y, como siempre, con el afán de hacerlo puntualmente. Por fin, llegado al tajo, Joaquín Osorno, el dependiente de la taberna lindante con la «butanería», le preguntó, sorprendido, adónde iba. El Pichi, que así apodaban al dependiente, no paraba de reír cuando Agustín le dijo que a trabajar. También Agustín rió de buena gana, elevando los brazos y agitando las manos sobre la cabeza, en un gesto tan característico de él.

«La madre que tenga un hijo…»

SEGUNDA HOJUELA

Agustín era hombre de estatura media-alta; de buena figura, delgado y recio (a lo escuálido y esquelético no llegó sino en sus últimos tiempos); resultaba ciertamente elegante si el atuendo le ayudaba lo más mínimo. Sin embargo, lo que más destacaba en su grácil fisonomía era una nariz hermosa, sin llegar a excesiva, y una más que descollante nuez, que parecía dotada de vida propia dentro del enjuto y alto gaznate.

Aunque su vida siempre estuvo afectada de inconveniencias, la aceleración de su deterioro se la proporcionaron el despido de su empleo (los conductores quedaron como únicos tripulantes de los camiones) y algo después la muerte de su madre, Manuela Carmona Franco (sobrina-nieta de Joaquín el de la Paula). Manuela era una mujer hacendosa, pero serlo no le libraba de algunos de los males que la pobreza impone, sobre todo cuando es heredada de generación en generación. Los dos hijos que se le habían muerto, Manolín y Fernando, siempre estuvieron cuidados y decentemente vestidos, igual que Agustín, pero algunas costumbres y determinadas carencias, como las alimentarias, todo empeorado por la aguda senilidad de Manuela, influyeron mucho en el tercer tercio de la vida de Agustín.

Y cuando Manuela faltó, su ya único hijo quedó a merced de la indulgencia del destino, es decir, de ninguna indulgencia.

«Juventud, divino tesoro…»

TERCERA HOJUELA

Cuando una noche llegué a la taberna que más frecuentábamos por aquel entonces, me di cuenta enseguida de que Agustín estaba deseando verme llegar. Servidos los vasos, no tardó en decirme: «¡Me pincha, ay, me pincha!». Le interrogué con la mirada. Me señaló a la parte posterior de su pescuezo, sin dejar de hacer movimientos parecidos a los que provoca el mal de San Vito. Fue al momento que, en una dependencia aneja a la taberna, extraje dos alfileres del cuello de su camisa recién estrenada. Su impericia en esas lides no le había permitido quitarle, por no haberlos visto, ni siquiera previsto, todos los que una de esas prendas suele contener. Añadamos, porque para qué ocultarlo, que en aquella época cada camisa que se quitaba iba derecha a la basura.

Pudo ser cualquiera de esas noches cuando, ausentes aún otros frecuentadores de la taberna, Agustín me contó lo de su visita al dentista, años antes. Ya sentado en el maléfico, o, según se mire, magnificente sillón, el sacamuelas fue a otra dependencia en busca de algún instrumento. Momento que Agustín aprovechó para salir de la consulta como alma que lleva el diablo. Y tal y como hubo entrado: con su dolor de muelas. La repulsión de nuestro amigo a las agujas y demás instrumentos sanitarios era superior a la que algunos sienten al trabajo. ¡Mucho más!, por difícil que sea de creer.

Unas copitas en La Bodega. Paz y sosiego

CUARTA HOJUELA

La primera vez que vi llorar a Agustín fue estando sentados en un banco de la plaza del Duque, el mismo en el que un año antes nos había hecho una foto Fernando del Trigo, en la que están con nosotros, y nosotros con ellos, Diógenes Domínguez y José Brea Ortiz, el Picoro de Alcalá (pocas veces habré estado igual de bien acompañado).

Sacó del bolsillo una carta, enviada, desde no recuerdo qué pueblo de Cádiz, por una hermana de la Caridad. Esta hermana se había interesado por la situación de Agustín —ya después de la muerte de Manuela—, y le había ayudado en algunas cosas; pocas, desde luego, porque Agustín, de ser mirlo, si no blanco del todo sí que lo hubiera sido tipo cebra: a rayas. En un momento dado la habían trasladado a un nuevo destino, y desde él se dirigía a Agustín, deseándole la mejor de las suertes y dándole algunos consejos de índole religioso y también prácticos. Consejos, unos y otros, que a Agustín no podían servirle. Los inseguros raíles por los que había discurrido su vida, que eran la familia y el trabajo, ya no existían. Estaba solo, por más que algunos le hiciéramos más leve la soledad, siquiera a ratos. En realidad, siempre había estado existencialmente solo, pero no es lo mismo estarlo teniendo buenas facultades que cuando ya apenas, y a duras penas, te sostienen.

Empecé a leer. Ahora podría decirles que, como soy viejo, se me nublan los ojos de lágrimas al revivir el episodio; pero aun siendo eso cierto, también entonces, teniendo yo treinta años, me ocurrió. Ir leyendo la carta de la beata, ver la cara que iba poniendo Agustín, verlo llevarse el pañuelo a los ojos… Terminé por concluir la lectura oral antes de la que continúe haciendo con la vista: no podía seguir pronunciando. Quedamos en que yo le escribiría la contestación, casi a su dictado, y así se hizo días después. Cuando le leí la respuesta apretó los labios, suspiró y subió y bajó la nuez cuatro o cinco veces. Después, al tiempo que daba con el dorso de la mano en su pierna, dijo: «Sí». Yo sabía que tras el sí y el golpeo estaba la más emocionada de las aprobaciones.

La segunda fue en la casa donde yo vivía a comienzos de los noventa. Recuerdo que vivían conmigo seis gallinas. Eran muy diferentes unas de otras, me refiero a su personalidad, como ya he contado en otro lugar. A una de ellas la conocía para mis adentros como «la Agustina»: tanto se parecía en gestos y actitud a mi amigo. Como siempre, puse alguna grabación. Los preferidos eran Manolito María, Fernanda, Juan Talega, Fernandillo, Perrate, Antonio Mairena, Joselero… Lo primero que escuchamos fue un cante de Manolito, a quien Agustín conoció y del que incluso fue vecino durante unos años, en la calle Ángel (no cabe mejor nombre para moradores que tenían tanto). Cuando Manolito cantó, estremecedoramente, aquello de «Endeque murió mi mare/la camisa de mi cuerpo/no tengo quien me la lave», Agustín rompió en un llanto que se esforzaba en reprimir.

Agustín fue, de joven y aproximadamente hasta los cuarenta, persona de gran agilidad, de reflejos asombrosos, capaz, en un combate de boxeo, simulado o no, de llegar al rostro del adversario decenas de veces, mientras el suyo permanecería intocado. Algunas personas me han referido que, cuando jugaba al fútbol, una habilidad pasmosa le llevaba de una portería a otra sin que nadie, al menos por las buenas, pudiera impedírselo. Pero esas dotes las fue perdiendo irremediablemente. Una alimentación escasa y desastrosa, el tabaquismo, el excesivo consumo de alcohol (siempre con la barriga vacía), todo ello durante tanto tiempo, no dejaban de nutrir el avance del mal del que a su vez eran causantes casi al cien por cien: la pelagra es una enfermedad cuyo origen y desarrollo se encuentran en una vida de hábitos insanos y necesidades no satisfechas.

No es cosa de negar que Agustín tenía, además, un ramito de locura; veta que procede, en casi todos los casos en que se produce, incluidos los de algunas personas que ahora estén leyendo esto, de su propia genética, sea desde la primera, segunda o tercera generación y por cualquiera de los dos lados coadyuvantes. O por los dos.

Justo en el centro (no sé por qué se agachaba), Dionisio, “Don Dionisio”

QUINTA HOJUELA

Agustín visitó varias veces aquella casa de la calle Corachas durante los cuatro años en que habité en ella, años que coincidieron con los últimos de su vida. En no pocas de esas ocasiones llegaba acompañado de nuestro amigo Jorge Pérez Díaz, que siempre, en connivencia conmigo, venía dispuesto a cocinar algún plato que complaciera a Agustín, tan necesitado de comer caliente y bien. Pero sólo lo conseguíamos de higos a brevas. Sus innatas manías (insisto, ¿hasta qué punto heredadas?), llegaban a ser realmente invencibles, aunque con un reducidísimo número de amigos transigía de vez en cuando, aceptando de buen grado la ayuda, el ofrecimiento y la disposición que le manifestábamos.

Privado de verdaderos medios de higiene, Agustín se lavó en aquella casa en tres o cuatro ocasiones. Recuerdo perfectamente que en la última de ellas, ya con una nueva muda completa (y quitados todos los alfileres de la camisa), se puso un flamante abrigo largo que le había traído Dionisio, nuestro inconmensurable amigo. Debajo, un traje de espigas de color café con leche, también aportado por Dionisio. Arriba, una mascota que yo, conocedor más o menos de su talla craneal, le había comprado. Y fue así como Agustín (además bien afeitado) salió aquel día a la calle: todo el mundo le miraba preso de curiosidad y admiración, nadie quedaba indiferente al verlo pasar; o mientras a pie quieto, en la puerta de La Bodeguita del Duque, miraba a un lado y a otro, divertidamente serio, sintiéndose extraño pero al mismo tiempo satisfecho, diría que hasta ufano, dentro de aquel atuendo. Se asemejaba al bueno de cualquier película del Hollywood de los primeros años. También hubiera podido parecerse al malo, pero su cara no casaba con ese papel.

«Una descollante nuez, que parecía dotada de vida propia dentro del alto y enjuto gaznate»

SEXTA HOJUELA

Agustín era poco hablador. Por tanto, no peroraba sobre esto o aquello, ni sobre el cante o el baile o la guitarra, que eran, en su vida, los únicos elementos realmente importantes, además, naturalmente, de la verdadera amistad. Él manifestaba su entusiasmo o aprobación con un hondo «¡Eso es!», cuando no con un proverbial «¡Por ahí se va a la Macarena!». Otras veces, con el «¡Ay, mama!», lo mismo podía expresar su rechazo o resignación ante lo que estaba viendo y oyendo, que un sobrecogimiento ante algo que le agradaba enormemente. Pero esas poco más que interjecciones, su mirada transmisora, su sonrisa en los ojos, el movimiento de los hombros, el agitar de sus manos, en fin, todo lo reunido en su figura y surgido de ella, eran como un compendio tangible, personificado, de tantos años —¿doscientos, trescientos?, menos mal que no se sabe— de arte y expresión flamenca. No he conocido un «casi total silencio» más expresivo e iluminador en toda mi vida. En relación al flamenco y a todo lo demás.

No era capricho, sino mandato inteligente y natural, el que yo, tantas veces en que me hallaba «enreáo» en alguna reunión en la que podía salir algo de flamenco, encargara a algún buen amigo que le buscara y trajera: «Llégate por Agustín, seguro que está en el Derribo». Llegado él, el ambiente adquiría una dimensión distinta: los cinco, o los siete, o los nueve reunidos notaban algo especial: no se trataba de que hubiera llegado un elemento más, un nuevo participante: se había personado una especie de patricio de la historia, un presente de historia con muchas historias dentro. No es que todos los reunidos lo apreciaran así, pero hasta al más despistado la presencia de Agustín le causaba, como poco, una sensación extraña y agradable, una leve incógnita, un sutil desconcierto. No sucedía sino que allí, acodado en el mostrador, sentado o erguido, estaba un hombre que, sin él mismo sospecharlo, tenía en sí los ecos del pasado y la autenticidad, no sólo estética, sino también moral. Ecos que llegaban a nosotros así, sin más historias, sólo por su presencia. ¿Qué era? ¿Cosa de magia? Digo yo que no, pero aun así, ¿cómo transmitía eso tan indefinible? Magia no, pero sí misterio.

Agustín no necesitaba ser ingenioso, ni contar chistes, ni aparentar nada (¡aparentar Agustín, vamos!): era Gracia metida en huesos, carne (poca) y movimientos. Una tarde-noche de Abril en que estábamos él, Dionisio («Don Dionisio», le decía Agustín, con sincero y absoluto respeto por su condición de maestro de escuela), Jorge y yo, ya un poco animados en la taberna de Antonio el del Derribo (él y su mujer, María, dignos de eterna recordación), decidimos irnos a la Feria de Sevilla. En autobús, que cogimos allí mismo. Agustín llevaba el traje de espigas, terno que ya iba mostrando signos de inevitable deterioro. Paseamos, entramos en una o dos casetas de las llamadas libres (y por eso atiborradas). En un puestecillo vi sombreros cordobeses, de cartón, naturalmente. Compré uno para Agustín: le venía a la medida. Poco más allá, una gitana vendía claveles: uno de ellos fue a parar a la solapa de Agustín. Y ahí fue la suya. El verdadero espectáculo, el de verdad vivo, no estaba en las casetas, ni la máxima atracción en la calle del infierno: iba andando por las calles del ferial. Agustín era en ese momento un personaje catapultado desde muchos años atrás y puesto allí, en la Feria de Sevilla del año de la Expo. A nadie pasaba inadvertido; niños había que tiraban de las manos de sus padres para señalar al personaje, semejante, quizás, a alguno de los que aparecían en las ilustraciones de los cuentos; era como si un sobrino-nieto del Planeta, o un hijo del Loco Mateo, tal vez un tío de la madre del flautista de Hamelín, hubiese resucitado y paseara por la Feria de Sevilla como si el tiempo no existiera.

A él le agradaba que la gente le mirara, mas en ello no existía fatuo orgullo, sino divertimento compartido. Agustín se sentía contento con el sombrero y el clavel. Parecía, además, como si esos dos elementos ornamentales le proporcionaran una velocidad propia de otros sus tiempos: era como si fuese el único participante de un desfile. Hube de frenarlo: «Para, Agustín, que vamos a tomar una copita». (Ni Dionisio ni Jorge resistían una marcha tan ligera).

Batiéndonos en retirada, y sin por un momento dejar de ser observado Agustín por el populacho, tomamos el autobús, donde casi todo el mundo estaba ya de cabeza caída. Nosotros, por el contrario, fuimos cantando y haciendo compás desde Sevilla hasta Alcalá, en la plataforma trasera que aún entonces tenían los autobuses de Casal. Bien que nos divertimos los cuatro. Agustín, al llegar nuevamente al Derribo, y mientras los demás nos alejábamos, cada uno para su olivo, se quedó plantado en la acera. Seguramente permanecería allí un buen rato, fumando, mirando a un lado y otro, aún con el sombrero y el clavel encima, creyendo posible que apareciéramos nuevamente para seguir juntos. Había estado unas horas acompañado por gente de su total agrado, y ahora tenía que volver a la oscura soledad de su inhóspita morada.

Aquella noche, y lástima que no haya quedado constancia documental de ello, Agustín fue el mago de la Feria, aquel hombre tan raro del traje de espigas y el sombrero de cartón negro. Algo imposible para cualquier otro humano. Cualquiera de nosotros hubiera resultado un payaso vulgar y chabacano. Él, por el contrario,  era el personaje.

Agustín con Manolo «El Poeta de Alcalá»

SÉPTIMA HOJUELA

La memoria de Agustín no fue nunca lo que se dice un portento. Pero por lo menos pudimos conocer, a través suya, algunas cosas de esas que en cuestión de poquísimos años desaparecen y nunca más pueden recuperarse, ni siquiera de oídas (y que es lo que definitivamente ocurrió una vez muerto Agustín). Por ejemplo, el cante de campanilleros. Agustín fue capaz de recordarlo íntegro (me parece que tenía siete u ocho estrofas) en una sola ocasión. Conste que lo cantaba muy bien, y, como ya nadie lo cantaba ni lo conocía, por supuesto que mejor que nadie: o sea, que también era único en eso. No era el mismo cante de campanilleros que hacían Manuel Torre y otros, sino uno algo más solemne y con unas letras más próximas al canto litúrgico, aunque totalmente inserto, el conjunto, en el flamenco más auténtico.

Cuando cualquiera de sus más próximos le insistíamos en que cantara tal o cual cosa, Agustín se esforzaba en recordar, pero las más de la veces daba en la mesa o en el mostrador con el dorso de la mano: «¡Ay, que no me acuerdo!». Y ahí había que dejarlo, todos sonriéndonos, contentos de seguir contando día a día con aquel desmemoriado que nos traía ecos, aun sin pronunciar palabra (¿ya lo he dicho antes?) de la memoria inmemorial.

Unas coplillas que nacieron de algún sufriente e ingenioso soldado, no se sabe en qué fecha, eran cantadas por Agustín lo mismo por soleá que por bulerías. Esas letras se referían a las condiciones en que se hacía el servicio militar donde, por rebote, fue a caer nuestro quinto.

La madre que tenga un hijo,

si quiere que se le muera,

que lo mande a la Turquilla

o a los campos de Pineda.

A los campos de Pineda,

cuartel de caballería,

donde los hombres no duermen

ni de noche ni de día.

Faltan cinco o seis estrofas más, pero mi senilidad avanza más rápidamente que la de aquella mujer que siempre andaba con las manos enlazadas bajo el delantal recogido, y mi memoria ya no es el prodigio que tal vez nunca pudo llegar a ser.

Agustín nunca fue pícaro, ni siquiera picarillo, pero a nadie le amarga librarse de obligaciones odiosas, de modo que desde el primer momento, aconsejado por su hermano Manolín (que toda su vida fue un pícaro redomado, si bien inocuo), se dio trazas de hacerse pasar por disminuido en sus facultades auditivas, por lo que, en el cuartel de Sevilla a que lo destinaron,  se encontraba libre de prácticamente todos los servicios. Pero, ay, un día, mientras Agustín, el soldado casi sordo, estaba junto a la baranda de madera de un corredor del ajado cuartel, del aparato de radio residente en la cocina salían cantes flamencos. Agustín, al oír alguno de su gusto, y como no podía ser de otra manera, se puso a hacer compás sobre la vetusta baranda. El capitán observó la escena: «Conque sordo, ¿eh?». Y así fue como Agustín pasó casi dos años en La Turquilla, donde los soldados tenían que bregar con toda clase de animales del Ejército. Me estoy refiriendo a los de cuatro patas, aunque también los había de dos, como patos, gansos y pavos. Briega que, como ya supondrá hasta el más lego, requiere de horas y esfuerzos casi sin límites.

De allí volvió Agustín con dos patadas de caballo, el mordisco de un cochino y una semana de arresto. Y unas ganas de Alcalá que no le cabían en el pecho.

Alcalá 1965 (vista del Castillo)

Fuente «La Voz de Alcalá»

OCTAVA HOJUELA

Nuestro amigo era endeble de memoria, sí, pero sólo en lo que afectaba a las palabras. Porque los ritmos y el compás, en cualquiera de los estilos musicales, eran para Agustín como los dedos de sus manos. Sonara lo que sonara, hasta cierto punto, claro. Agustín se movía, o bailaba, solo o acompañado, como si la música fuera parte integrante de él, o él de la música. De todos modos, eso ocurría muy contadas veces. Ya lo he referido en otro lugar: una noche bajábamos Dionisio y yo hacia una taberna de la plaza del Duque, por la acera de la Casa de Socorro. Entonces aparece Agustín por José Lafita; ya está en el centro del paseo; nosotros tocamos las palmas por bulerías, firmes, sosegadas, no vertiginosas; y entonces Agustín se marca un baile en aquel marco que ya hubiera querido Carlos Saura para alguna de sus películas.

Carlos Franco

También recordaba algunas, muy pocas, de las sencillas letrillas que Carlos Franco, el tío de la madre de Agustín, cantaba por tabernas y callejas y casas de vecinos. Vamos a transcribir dos variantes de una que dedicó a su sobrino-nieto:

Pobrecito el Agustín,

no sé lo que l’ha pasáo,

que tiene más menos carne

que la cola un bacalao.

Al pobrecito del Agustín

le tenemos que decir,

que tiene más menos carne

que el canasto un albañil.

Y también una que Agustín lo mismo cantaba por tarantos que por fandangos que por lo que fuera:

Yo entré en un jardín de flores

a comprar un real de puntillas,

y me contestó el sacristán

que estaba haciendo un gazpacho,

¡Ay, pájaro frito, limones agrios!

NOVENA HOJUELA

En sus últimos años, algunas noches, no todas, a Agustín se le venían apareciendo «muñecos» a los pies de la cama. Esas visiones le alarmaban en el momento de tenerlas, dado que desconocía por completo el origen y la naturaleza de los muñecos, pero cuando me las contaba resultaban como si hubiesen sido producto de un sueño. Incluso se reía. No sé si se trataba de delirium tremens propiamente dicho, pero de que eran alucinaciones no hay ninguna duda. Tenemos aquí, fuera o no delirium tremens, otra singularidad de Agustín: él no veía bichos repugnantes, sino muñecos que, al recordarlos al día siguiente, le hacían reír. Una risa asombrada, eso sí.

Un mediodía de primeros de noviembre de 1994 le llevamos, Dionisio y yo, al hospital de Valme. La noche anterior, y después de más de quince días sin aparecer por allí, llegué a La Bodeguita del Duque, decidido a convencerlo de lo que yo mismo no estaba convencido: que tenía que ir al hospital, porque si no… Quince días o más, he dicho, estuve sin bajar al Duque: para qué verlo cada vez peor, cada vez más cerca del final; más que avecinándose, entrando en lo irremediable. Aceptó. Y a la mañana siguiente, puntual, esquelético, con el temor en los ojos (¿y ya la renuncia pensada?), se introdujo en el coche de Dionisio. Por el camino me entregó las llaves de la casa en que durante tantos años malvivió, y el dinero que tenía guardado: una cantidad modestísima pero que por eso mismo cualquier otra persona hubiera ido gastando en la diaria alimentación y otras cosas imprescindibles. Quedó ingresado. Tanto Dionisio como yo sabíamos en qué acabaría todo aquello, y así lo comentamos durante el regreso a Alcalá.

El doctor Marín León, en su informe de asistencia del 26 de noviembre de 1994 (fecha del alta voluntaria de Agustín), escribió, entre otras cosas, lo siguiente:

«…Se trata de un paciente que presenta malnutrición, con mala absorción, trastorno del humor y lesiones pelagroides dérmicas, sugestivo todo ello de una pelagra».

«Se ha instaurado tratamiento con dieta, negándose el paciente a comer a pesar de habernos adaptado a la voluntad de la dieta del paciente. Se intenta poner nutrición parenteral con aportes elevados de Miacina, para dejar en reposo el intestino e intentar dejar recuperar la mucosa, pero el paciente también se niega».

«Por otra parte presenta una neumonía cavitada en LII, que dados los antecedentes del paciente se planteaba la posibilidad de una tuberculosis. Se ha instaurado tratamiento con  Clindamicina y Ceftriozona, que el paciente ha realizado durante 8 días, y no hemos podido evaluar la respuesta radiológica, aunque clínicamente la auscultación sugería la situación similar (…) El paciente, que desde el principio ha presentado en múltiples ocasiones una conducta con poca colaboración [Agustín se había negado a que le hicieran casi todas las pruebas], lleva insistiendo varios días en irse voluntariamente, habiéndole podido convencer en varias ocasiones, pero en la situación actual el paciente se niega totalmente a cualquier tipo de cooperación y pide el alta voluntaria; a pesar de mi persistencia el paciente no acepta permanecer en el Hospital ni recibir ningún tipo de tratamiento». Y el voluntarioso doctor finalizaba con el preceptivo diagnóstico:

1.- Pelagra.

2.- Mala absorción.

3.- Neumonía cavitada en LII.

4.- Etilismo crónico.

5.- ¿TBC pulmonar?

Fernanda de Utrera

DÉCIMA HOJUELA

Agustín, que era un remanso de paz, un refugio de placidez, un ser de un extremado buen comportamiento, también tuvo una etapa en que sacaba los pies del plato en cuanto alguien que él presumía molestoso se acercaba. Conste una parte de la verdad: distinguía a un molestoso a mil kilómetros, pero exageraba mucho. También es cierto que esa facultad la posee más gente, pero a la mayoría no nos da por coger una silla con el propósito de golpear con ella al molestoso. En realidad, lo de coger la silla e intentar alzarla (las fuerzas no le acompañaban, aunque sí los nervios) sólo lo hacía cuando estaba con sus más seguros amigos, que, siempre alertas, sólo con mirarlo o ponernos delante le hacíamos desistir de actitud tan riesgosa (sobre todo para él). A Agustín, en aquel tiempo, le resultaba molestoso cualquiera que no se comportara con la exquisitez de la que él era ejemplo; también todo aquel que de alguna forma interfiriera en el «microambiente» en que él se hallaba con sus amigos (todo esto se producía casi exclusivamente en un bar que frecuentábamos mucho por aquel tiempo, «Los Cuatro Vientos», cuyos clientes le resultaban desconocidos en su mayoría). Molestosos hay más que moscas, pero si uno se dedicara a matar moscas no le quedaría tiempo para nada más.

Manuel Ríos Vargas había concertado una cita con Fernanda de Utrera, en casa de nuestra diosa, y Agustín vino con nosotros. Se trataba de hacerle una entrevista que se publicaría en Alcalá/Semanal. Nunca vi bajar y subir más la nuez de Agustín que aquel día cuando nos dirigíamos a Utrera. El hijo de Manuela Carmona y sobrino-nieto de Carlos Franco, el hijo del betunero, el máximo trabajador en la carbonería de Saturnino y en el reparto de bombonas de butano, el soldado al que no dejaron ser sordo, el humilde en todos los sentidos, incluido el de su sapiencia, el Agustinito, como todavía lo llamaban algunos viejos, el delicado, el escrupuloso, el raro, el amigable, el franco, el reservado, iba en coche a Utrera, ¡a casa de la Fernanda! Cuando, antes de embarcar, y en continuación de una broma que sosteníamos desde hacía tiempo, le dije que yo iba a hablar con Fernanda para arreglar definitivamente su matrimonio con él, Agustín me miró, reprobador y asustado, como si por un momento me hubiera creído capaz de hacer tal cosa. Llegados, recibidos estupendamente, comenzó la charla. Unas botellas. Unas tapas. Y durante las dos horas largas (en realidad cortas) que estuvimos en aquella casa, Agustín se mantuvo sin mover más que la mano para tomar el vaso, ¡sólo dos o tres veces y porque se le insistía! Derecho en la silla, sin tocar su espalda el respaldo, bebiéndose las palabras y los gestos de Fernanda. Una malajá de una de las habitantes de la casa impidió que nuestra gitana más amada hiciera unos cantes que estaba a punto de regalarnos. Nos fuimos con esa pena, pero Agustín disfrutó aquel encuentro durante mucho tiempo.

Fernanda de Utrera y Diego del Gastor

¿Saben lo que son fandangos en americano? Yo sí, porque se los escuché a Agustín. De las letras no puedo decirles mucho, salvo que eran tan ininteligibles como carentes de significado. Eran completamente improvisados y perfectamente cantados: la música era la que tenía que ser, y no digamos el compás. El americano era el inglés, claro. El inglés más estrambótico, estrafalario y surrealista del mundo. Algunos chavales, entre los que se encontraba Juan Manuel López Flores, que después fue, y sigue siendo, fecundo guitarrista, disfrutaban de las cosas de Agustín en el paseo del Derribo. Esos adolescentes, y hasta los niños, se quedaban quietos a su lado, mirándole, como contagiados de su aparente calma, hasta que Agustín salía con alguna de las suyas y ya estaba formado el alboroto. Era cuando cantaba cosas como esta, recibidas probablemente de su tío Carlos Franco: «Ay, mira lo que tengo guardáo/un pico y una pala/que me l’habían regaláo».

Cuando llegué, después de que los municipales hubieran ido en mi busca, la cara del chófer de la ambulancia era lo más parecido a un aguafuerte de Goya. Agustín, en pijama hospitalario, los pies en fundas de plástico, no parecía tener frío. «Allí no se puede estar», me dijo. Él, cuando la frase reflejaba algo serio, importante, irrefutable, siempre pronunciaba todas las letras, marcando cada sílaba: «no se pue estar», hubiera dicho si no. Entramos, se acostó, y me dijo que le comprara una butaca, de esas plegables, para ponerla en el patio: quería tomar el sol. El sol ya no le dio más, porque a los cinco días se apagó definitivamente. Durante esos días estuvimos atendiéndole, hasta donde podíamos, Javier Rodríguez Terrón y yo, más él que yo. Se le alimentaba con chocolate y agua. El quinto día, cuando llegué con otros, ya agonizaba, silencioso, quieto, sin sentir, a punto de la expiración.

En la lápida de su nicho (del que el año pasado fue desalojado) se grabó esta letra flamenca:

Por donde quiera que vayas

me tengo que ir contigo,

porque yendo en tu compaña

llevo la gloria conmigo.

Agustín fue una alegría, una excepción, un ser inclasificable, una sorpresa, una realidad inmudable, un desperfecto sublime, un regalo imprevisible, un punto fijo, un hálito envolvente, un misterio cercano. En suma, alguien indescriptible.

Y, pues que es así, ya me marcho, voluntariamente, sin esperar el dictamen de los dioses, tampoco el de los mortales, al monte del Fyasco. Allí, entre tantos gilipollas, mitológicos y no, me será incluso más agradable recordar a Agustín.


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FLAMENCO EN «CARMINA»
BREVE BESTIARIO ALCALAREÑO. Rafael Rodríguez González
«CHIMES OF FREEDOM» POR YOUSSOU N’DOUR. Músicas que le gustan a Paulino García Donas (1)
«EL MES DE LOS CARACOLES» POR ANTONIO MAIRENA. Músicas que le gustan a Paulino García Donas (2)

COLOQUIOS (133): DE LA SERIE «REFUNDACIÓN ESPAÑOLA». Gabi Mendoza Ugalde

– Yo también estoy de acuerdo con que ya es momento de desmontar el estado autonómico.

– ¡No seas demagógica ni transgredas la transición!

– Lo que no soy es una hija de puta como tú.

– …

*

– Después de treinta y cuatro años de estado autonómico los españoles han demostrado ampliamente su absoluta incapacidad para ser autónomos.

– Nos hemos quedado sin ninguna autonomía porque, gracias a la transición, hemos tenido unos políticos que han devorado toda autonomía.

– …

COLOQUIOS (101): «En Aguilar, 31 de diciembre de 2011» 2. Gabi Mendoza Ugalde

– Los altos cargos siempre han sido ocupados por los bajos fondos.

– Pero de altos vuelos.

– …

LA PISTOLA DE BELTRÁN. Por Rafael Rodríguez González (De la serie «SUCESOS», Homenaje tardío a «EL CASO»)

Eduardo se llamaba —murió hace unos años— el protagonista del suceso, del escalofriante suceso. Si ustedes son capaces de verse imaginariamente en esa misma situación verán que no exagero.

            Una tarde de Febrero de 1976, Eduardo, que entonces tendría treinta y seis o treinta y siete años, entró en la sede de la Confederación Nacional de Sindicatos (el sindicato vertical), sita en el mismo edificio que hoy ocupa CC OO, en la sevillana Plaza del Duque. Eduardo trabajaba en las oficinas de la empresa harinera La Modelo, y era enlace desde Mayo de 1975, cuando las elecciones sindicales habían dotado de numerosos representantes a las ilegales Comisiones Obreras, tanto en las empresas como en los sindicatos locales y provinciales, alcanzando el tan prometedor nuevo movimiento obrero unas posiciones que le permitían agudizar las contradicciones y movilizar a cada vez más trabajadores, valiéndose del propio entramado del régimen. Eduardo también había sido elegido por los demás enlaces vocal del sindicato provincial de su gremio.

            Nuestro hombre, ya también muy ligado al PCE en Alcalá, era un entusiasta de la tarea de acentuar las contradicciones, de manera que muchas tardes las pasaba en el edificio de la Plaza del Duque: reuniones, asambleas, agitación, difusión de textos… Eran momentos en que había que tomarse algunas libertades «por la cara». Si no…, aún andaríamos escondiéndonos para hablar de política o de la subida del jornal o de la luz.

            Eduardo era, pues, un elemento molesto. Persistentemente molesto. La Brigada Político-Social aún campaba a sus anchas, aunque ya le era imposible entregar al Tribunal de Orden Público a cuanta gente se movía (casi toda de la misma cuerda). Más bien se dedicaba a capear el temporal manteniendo dentro de ciertos límites aquel sindicalismo de rompe y rasga.

            Nuestro paisano, tengo forzosamente que detenerme en ello, lucía un cabello extraordinariamente primoroso. Abundante, levemente ondulado, peinado con mimo, cortado con esmero. Eduardo, además de con la labia y la simpatía, había contado siempre con su pelo para las conquistas, y no me estoy refiriendo a las sindicales.

            Aquella noche estábamos Diógenes Domínguez Rodríguez y yo en la puerta del bar de Baltanás, charlando un poco. Vimos aproximarse a Eduardo. Ni antes ni después he visto una cosa igual, ni creo que la veré en lo que me quede de vida. Eduardo empezó a contar. Yendo por un pasillo del edificio ya mencionado, el jefe de la Brigada Político-Social de Sevilla y otro agente le empujaron hacia un cuarto. Beltrán —así se llamaba el jefe, un individuo enorme, cuyo fondo de espíritu se resumía en unos ojos negros y punzantes en los que asomaba el infierno— le hizo sentarse y le introdujo en la boca el cañón de su pistola: «Como vengas más por aquí te va a salir la bala por la nuca», le dijo al sindicalista. Y lo dejaron ir.

            Cuando Eduardo nos contaba el indignante hecho, casi tres horas después de haber sucedido, nuestro amigo y hermano de lucha aún tenía los pelos de punta, totalmente de punta, erizados totalmente, como un cepillo, atiesados a más no poder. Yo fui comprobando, y lejos de mí en este momento la menor chanza, que el pelo de Eduardo comenzó entonces su deterioro, encaneciendo prematuramente.

            Eduardo no dejó de ir por el edificio de la plaza del Duque de la Victoria. Demostró aquello de que el valiente no es el que no tiene miedo, sino el que lo vence. En este y en tantos casos, con la ayuda que da el ver claro y lejos.

 

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TORERÍA. Por Rafael Rodríguez González (De la serie «SUCESOS», Homenaje tardío a «EL CASO»)

MANOLITO. Por Rafael Rodríguez González (De la serie «SUCESOS», Homenaje tardío a «EL CASO»)

LORENZO Y EL SALTO. Por Rafael Rodríguez González (De la serie «SUCESOS», Homenaje tardío a «EL CASO»)

EL TUFO. Por Rafael Rodríguez González (De la serie «SUCESOS», Homenaje tardío a «EL CASO»)

PATRAÑAS. Por Rafael Rodríguez González (De la serie «SUCESOS», Homenaje tardío a «EL CASO»)

ESTUPENDO. Por Alberto González Cáceres (Alcalá, 1953-Monsaraz, 2009)

 

Argumento para película muda

con fragmentos de la Sonata en Si menor de Franz Liszt [1]

 

 

Todas las mujeres de la familia, madre, abuelas, tías abuelas, tías, primas, primas segundas, amigas de máximo grado y hasta conocidas más o menos cercanas, dijeron lo mismo al verle: «¡Estupendo!». Luciano, el padre, un hombre optimista y confiado, quiso bautizar al niño con ese nombre. Pero, como era de esperar, Luciano topó con la Iglesia. Más concretamente con don Braulio, el párroco. Don Braulio era inflexible. El caso es que, ante la negativa parroquial a bautizar a Estupendo como Estupendo, Luciano y Rosarito tuvieron que elegir otro nombre: «Ea, venga, póngale usted Tadeo mismo». Y es que había nacido el día de San Judas Tadeo. A don Braulio le pareció estupendo.

            Pero Tadeo fue Estupendo para todos. Hasta el maestro de la miga, al tocarle levemente con el puntero, decía: «Vamos a ver, Estupendo, vamos a ver…». Y Estupendo fue Estupendo, siempre. En el servicio militar —allá en la Turquilla, tan cerca del pueblo— los cabos, el sargento, incluso el teniente, le llamaban Estupendo. Se dio el caso de que el capitán, una vez que fue a darle un permiso, se dio cuenta y tuvo que rectificar sobre la marcha: «Bueno, Estu…, ejem, ejem…, Tadeo, que usted lo disfrute».

            Y como Estupendo era inteligente, sencillo, educado, vigoroso y buen cumplidor de las obligaciones, todo el mundo, al oír pronunciar su sobrenombre, convenía con una sonrisa, mostrando su aprobación.

            Como era lógico, Estupendo tuvo que empezar a trabajar mucho antes de entrar en filas: en un molino, en una caballeriza, y, después, en una tienda de tejidos, donde le reservaron el puesto hasta después de venido de la milicia. Ni del molino ni de la caballeriza salió porque su trabajo fuese deficiente, todo lo contrario, sino porque su madre, muy aprensiva —aprejensible, como tan expresivamente se decía— le insistía: «Hijo, que te vas a dejar la salud»; «Estupendo, que te va a matar un caballo de una patá, como le pasó a tu tío Antonio». Estupendo prefería esos trabajos, no en vano era un joven fuerte y no le temía a la tarea. Además, le gustaba bregar con las bestias, «las de cuatro patas», como decía su padre. Pero ni éste quería llevarle la contraria a su mujer ni Estupendo disgustar a la madre. Luciano esperaba poder dejarle a su hijo el puesto de custodio de algunas fincas urbanas y otras propiedades de una buena familia, pero mientras tanto… Así que el mostrador fue el lugar de trabajo de aquel mozo que, sobre todo en las tardes carentes de clientes, con la congoja invadiéndole el alma, sentía como si algo aciago subiera por su garganta. Mala, muy mala edad para la quietud, salvo que se sea un baldragas.

 

* * *

 

 

Una de esas tardes, ya mudada en noche, casi al cierre, ya Estupendo dejándolo todo recogido y en orden (don Francisco, el dueño, se había ausentado como otras veces, confiando totalmente en Estupendo), entró Evaristo. Evaristo y su madre vivían muy cerca de la tienda. A Estupendo le subió la sangre a la cabeza, se le secó la boca y se le alteraron los pulsos. Aquel muchacho, de pocos años menos que él, lo ponía malo. Nunca habían cruzado una palabra hasta ese momento. Pero, miradas, cientos.

 

            —¿Tú cómo te llamas? —inició Evaristo.

            —¿Yo? Tadeo.

            —¿Y por qué te dicen Estupendo?.

 

            Estupendo encogió los hombros por respuesta. No hubiera sido capaz en aquel momento de pronunciar más de tres o cuatro palabras seguidas. Evaristo —¡si sabría Estupendo su nombre!— le atraía poderosamente. Sus andares, su leve vello asomando, su baja estatura contrastando con la robustez de sus brazos, lo imaginadamente granítico de sus piernas, la mirada insinuante y a la vez esquiva, la amplia frente en contundente cabeza, la boca entreabierta como invitando a ser visitada… Por lo que fuera, pero el caso es que Evaristo lo ponía malo. Estupendo salió del mostrador, cerró apresuradamente la puerta, volvió adentro y apagó la luz. No pasó un instante y ya se le había acercado Evaristo hasta no poder más…

            Estupendo asomó la cabeza y miró a todos lados. A un gesto suyo, Evaristo salió como hueso de almeza por cerbatana. Estupendo, preso de un nerviosismo distinto al de minutos antes, pero nerviosismo al fin, repasó la escena, y, por último, guardó en el bolsillo un trozo de tela que hubo de doblar con cuidado, no fuera que… Y fuese.

 

* * *

 

           

 

La noche tiene más ojos que estrellas. A la mañana siguiente, al ir a abrir la tienda, don Francisco ya era conocedor de «la cosa», como enseguida se dio en llamar a lo sucedido o a lo que se daba por sucedido. Estupendo llegó puntual, como siempre. El propietario se comportó de la manera acostumbrada: pausadamente, dando a cada paso una parsimonia diríase que palaciega.

              No eran más de la diez cuando a la madre de Evaristo, Reposo, una viuda cuya vida de casada había dado lugar a toda clase de comidillas —con sus correspondientes digestiones—, se le vio arriba y abajo frente a la tienda. Don Francisco mandó a Estupendo a la botica. Reposo, cuando comprobó que don Francisco estaba solo, entró por fin, haciendo gestos de desesperación.

 

            —¡Ay, don Francisco, qué vergüenza, qué vergüenza más grande!

            —Señora, ¿qué es lo que ha pasado? —dijo el tendero, queriendo atenuar lo ocurrido.

            —Usted lo sabe, don Francisco, ¡qué vergüenza!, ¡quién iba a decir que ese…! Le dio dinero, don Francisco, le dio dinero y lo asustó, si no ¿cómo iba mi niño…?

            —Bueno, ya está bien, Reposo, —dijo firmemente don Francisco, dejando clara su intención de poner fin a la escena— ya lo solucionaré yo esto.

             La madre de Evaristo salió, repitiendo una y otra vez lo de qué vergüenza y lo de que quién iba a decir, y cómo mi niño… Estupendo, que se demoró en la calle hasta verla salir, entró en la tienda, rojo como tomate maduro. El temor a la que podría venírsele encima le produjo tal descomposición que no sabía si aguantaría lo que se le estaba viniendo atrás. El patrón, casi sin mirarle, le indicó que se fuera a su casa y que dijese a su padre que hiciera el favor de venir a la suya después del almuerzo.

 

 

* * *

 

Luciano no supo nada hasta que se entrevistó con don Francisco. Éste, con una calma forzada y con los circunloquios que tan bien manejaba, enteró al padre de Estupendo, el hombre optimista y confiado, de lo que parecía que había ocurrido en la tienda la noche anterior, y también de la actitud de la madre de Evaristo,  lo único que para él resultaba realmente grave.

 

            —Mire usted, Luciano, a estas horas seguro que lo sabe todo el pueblo, por culpa de esa víbora, que una mala lengua es lo más malo que hay en el mundo. Y la gente sabrá… lo que quiera decirle esa mala madre. ¿Y el hijo? ¡Valiente escamocha!

            —Claro, claro —acertaba a decir Luciano, al que habían abandonado optimismo y confianza— ¿Pero qué vamos a hacer ahora, don Francisco? Estupendo…

            —Estupendo… Yo hablaré con él esta tarde. Dígale usted que venga temprano, a la hora de abrir. Yo creo que voy a poder solucionar este lío. Y usted, Luciano, anímese, que Estupendo no ha hecho nada del otro mundo; vamos, que son cosas que… Y conste que yo…

            —Gracias, gracias, don Francisco, yo lo confío todo a usted; lo malo es Rosarito, que ella…

 

            Don Francisco dio unas palmadas en el hombro de Luciano como aliento y despedida y se puso a pensar —o a darle vueltas a la cabeza; que no es lo mismo, según su propio dictamen.

 

* * *

 

Desde su casa a la tienda ya pudo advertir Estupendo los repasos visuales de vecinas y vecinos, el corrillo de las tres o cuatro que hablaban siguiéndole con la mirada, la canción que entonaba el carbonero en la puerta mientras observaba a Estupendo como si fuese la partitura, el guardia que parecía sonreír… Todo, fuese o no con él, lo sentía Estupendo como si le estuvieran asaeteando (de haber conocido lo de San Sebastián se habría sentido el santo).

            El encuentro con don Francisco no fue muy largo. El patrón había llegado a una conclusión que expuso a Estupendo con una concisión propia de las circunstancias.

 

            —Eso lo puedes hacer mañana mismo. Y tus padres lo van a sufrir una temporada, pero peor sería que te quedaras aquí, viendo todos los días a esa…, y a ese… Verás como enseguida encuentras trabajo allí, como han hecho tantos. Y ya vendrás por aquí cuando puedas. Ahora, eso sí, tienes que escribir a tus padres, porque si no…

            —Claro, claro, don Francisco —repetía Estupendo, igual que su padre al mediodía—, de verdad que estoy de acuerdo —y lo estaba.

            —Yo te lo digo porque sé cómo es el pueblo. Lo que hay que ser es un hombre de bien toda la vida de uno. Lo demás…—y tragó saliva don Francisco— concholes, cada uno es como es.

 

            ¡Si sabría don Francisco cómo es el pueblo, que su hermano Antonio se fue, casi por lo mismo que ahora lo haría Estupendo, hacía poco menos de cuarenta años! Esto, por supuesto, no se lo dijo al próximo exiliado, al que las últimas palabras de don Francisco le habían provocado las lágrimas.

            Al despedirse, don Francisco metió en el bolsillo de Estupendo una cantidad de dinero que hoy en día ya querría para sí cualquier cesante.

           

* * *

 

 

 

Estupendo llegó a Barcelona, y, tras dos o tres empleos poco duraderos, recaló en San Sadurní de Noya, donde encontró trabajo en las bodegas Codorníu. Así perdió el pueblo a Estupendo, San Sadurní de Noya ganó a Tadeo y éste se libró de vivir una vida malsana, llena de podredumbre y purulencia. Estupendo visitó varias veces a sus padres, a los que nunca dejó de escribir. En una de esas visitas, que fueron tres o cuatro —bastantes para la época—, Estupendo avistó a Evaristo: deforme, aborricado, abotargado —agofalláo, como aún se dice—, privado de cualquier indicio de anterior atractivo. Estupendo pensó que no sólo su cara, sino todo él, era ahora, por fin, el espejo de su alma. Vamos, que hubiera sobrepasado en horror al famoso retrato.

            Don Francisco participaba de aquellas visitas, durante las cuales, ya anciano, siempre lloriqueaba un poco, con ese llorar de los muy viejos que ya no da lágrimas, pero sí conocimientos que hay que aprehender… si se es capaz de mirar lejos.

            Estupendo no pudo estar en el entierro de sus padres, muertos el mismo día y en las mismas circunstancias: inhalación de humo procedente de un brasero. Dicen que es una muerte dulce ¡quién sabe! Y cuando tuvo lugar el fallecimiento de don Francisco hizo llegar unas flores a su sepultura. Y lloró, pues claro que lloró.

            Tadeo se jubiló en 1954, cuarenta años después de haberse colocado en Codorníu. Yo, cada vez que bebo unas copas de cualquiera de sus cavas, me digo: Estupendo, sí señor, estupendo. 

 

En Monsaraz

2003

 

[1] Gentileza de Mario Cortés.

 

DE «LA ANDALUCÍA DE VALERA». Por Rafael Porlán (Córdoba, 1899-Jaén, 1945)

(…)

…………«Pero ¿y los Toros? Hemos visto correrse uno de cuerda tras la procesión del Sábado de Gloria y otro en la madrugada de Santo Domingo; hemos escuchado ponderar a unos vaqueros, en noche de tormenta, rodeando la lumbre, lo bravo del ganado que criaban, profetizando los apuros en que había de poner a Lagartijo y a Frascuelo; esto, tan poco, es lo que se trasluce de la fiesta castiza en toda la castiza y veraz Andalucía que paso a paso hemos ido mirando.


…………Los Toros, sin embargo, no eran poco visibles en la vida de entonces. Al contrario, como hasta ahora poco, determinaban la condición y traza de los hombres, los juegos de los niños, los sueños y refranes y disputas de todos; desde su manantial resplandeciente llegaban  a meterse por las entrañas de las cosas como venas y canalillos que decisivamente las coloreaban e influían e igualmente la totalidad de las circunstancias se reflejaban y entrañaban en los Toros. El mismo año en que nació Valera, toreando en Madrid Juan León y el Sombrerero, concluyó la corrida en reyerta campal al dividirse el público en dos bandos: el que aplaudía a Juan León como miliciano nacional y el que aclamaba al Sombrerero como acendrado absolutista. Siempre hemos visto un ardor combatiente, movido allá en su fondo por los más inesperados y distantes resortes, latiendo y llameando en torno de los Toros; siempre se dividieron los tendidos en frascuelistas y lagartijistas, esparteristas y guerristas, bombistas y machaquistas, belmontistas y gallistas. No queremos decir que ello arranque estrictamente de la pasioncilla política, que para estos efectos es de poca monta; el caso recordado no es más que un ejemplo de infiltración en la fiebre taurina de las tantas y tantas pasiones, intuiciones, ensueños, vislumbres, arranques y corazonadas del alma,  y el color del cuerpo, y del modo de andar, y la forma de la boca y las manos, y las mil otras fuerzas y fuercecillas que obligan a cada cual a hacerse partidario de Roma o de Judea, de Sicilia o de Cartago, de Racine o de Tirso. La cuestión de los Toros está en saber si han de mirarse con ojos anteriores o posteriores de la Era Cristiana, si son cosa para ser cantada por Píndaro o voceada por Goya. Y cada firmación de uno y otro bando se funda en el misterio y la pasión.»


(…)

CONVERSACIÓN. Lauro Gandul Verdún

 

 

 

—Oiga, Francisco.

—¿Quién eres?

—Soy J., el hijo de Luis. Mi padre era su amigo.

—¡Ah, Luis! ¿Cómo sigue tu padre? El otro día me preguntó por ti.

—¡Por Dios, Francisco, es imposible! Mi padre murió hace años.

— Lo sé. Yo también.

 

MIGUEL CON SUS PENAS (SUCINTO BOSQUEJO SINCOPADO DEL OCTOGÉSIMO CAPÍTULO DE UNA BIOGRAFÍA). Por Mario Cortés, 2008

13 Goya (Las tragedias)

Edición ilustrada con algunas de «Las tragedias» de Goya

Una mañana más Miguel se despertó sobresaltado, había soñado la misma escena que otras veces, salía temprano del bloque intentando que no hiciera ese ruido tan estrepitoso la puerta tan pesada, pero era vano el intento porque el ruido al final se producía pero bueno ya qué más daba si ya por fin se iba definitivamente, claro que en el sueño porque la realidad era muy otra, seguía anclado en el bloque y no sabía si sin remedio o hasta no se sabía cuándo. En los últimos días había hablado tres veces con Fernando, el presidente de la comunidad, hombre amable y razonable, pero esas cualidades no daban sus frutos acerca del problema del bajante y del seguro de la comunidad. Lo mismo con dos de los comerciantes de abajo, cada uno con su carácter y su actitud incluso con sus intenciones que Miguel no podía descifrar porque era sumamente difícil y porque para qué, qué más daba, si al final todo era igual.

Ahora lo que más le agobiaba era el conflicto con el vecino de abajo, Bernardo, aunque en realidad no había conflicto, pero sí, no aparentemente porque Bernardo siempre empleaba buenas palabras, muy conciliador pero cuando Miguel no estaba delante lanzaba tremendas acusaciones de las que eran receptores Fernando y su mujer, y todo a voz en grito de manera que Miguel si estaba en el piso pudiese escucharlas. Todo un tipo Bernardo, desagradable hasta el límite, con una voz que hubiera hecho retroceder a un tigre hambriento, pero para qué problemas, para qué gritos, para qué empantanarse en su terreno. Y eso que Miguel le había soportado y seguía soportándole entre otras muchas cosas, entre otras muchas, el televisor bien fuerte a cualquier hora, madrugada incluida durante ya casi siete años. Y pensar que se fue Miguel de su anterior domicilio huyendo del ruido de dos vecinas con el cerebro vacío pero que lo llenaban con el ruido insoportable para una persona normal. Pero bueno ya parece que la cosa se va enderezando, ya se subsanó la pequeña fuga de agua que a lo largo de tres años manchó un poco el techo del cuarto de baño de Bernardo y ya visitó un pintor experto el sitio y vamos a que pronto se haga, aunque a Miguel aún no le han puesto las losas de su cuarto de baño y lo tiene todo embarbascado, cajones por acá, muebles por allá, todo repartido por el piso, parece que en el pasillo y alguna habitación hubiera un baratillo, todo por el suelo.

6 Goya (Las tragedias)

Pero peor aún, los de la compañía de aguas van a poner un contador nuevo, y ya verás como vienen a ponerlo cuando ya todo esté instalado y tendrán que formar otro estropicio o casi para el nuevo contador, que al fin y a la postre nunca pueden leer porque Miguel nunca está cuando viene el empleado de la subcontrata a hacer la lectura y le facturan los recibos por consumo estimado, estimen lo que estimen, porque cualquiera sabe la estimación que estiman estimar. Que es que para colmo Miguel cada vez está peor de las varices, y la diabetes, cómo no, no deja de darle problemas que se añaden a los demás y los agravan, y las rodillas y los hombros y algunas piezas dentales, y ahora, pero Miguel reconoce que esto es por su culpa, los pies, y los hongos y cuántas cosas más, sí, la tensión también, sin contar el tremendo robo que sufrió a primeros de año y que lo dejó en total tenguerengue.

Para Miguel este año ha sido el peor de su vida que ya es larga y aun así no ha perdido el humor aunque o tal vez por eso cada vez más piensa con más frecuencia lo que siempre ha pensado, que la vida es lo más absurdo que puede existir en el Universo y que éste también, que sí, que hay alegrías, buenos ratos, una porción de años en los que lo positivo gana a lo negativo pero según y cómo pero que sobre todo después nada merece la pena salvo repantigarse en esos pequeños y escasos momentos medio qué pero que no, que sigue todo, hasta lo bueno, siendo completamente absurdo y que maldita la casualidad de la vida porque causalidad no hay si no es la casualidad.

7 Goya (Las tragedias)

Y encima y abajo y al lado los ruidos, siempre los ruidos que persiguen a Miguel, que llegan a amargarlo a ratos o por momentos. La música o el televisor a todo volumen en algunos bares que obligan a la gente a desgañitarse para poder conversar o simplemente hacerse oír, los camareros gritando como corraleras pero sin la entrañable gracia y modulación de éstas, la música o lo que sea en los coches de gamberros a cualquier hora pero mucho peor a las cuatro de la madrugada, el tipo que se pone frente al trabajo de Miguel con una pianola al máximo y con una música malísima que se clava en el cerebro y le retumba todo el día y cada vez que se despierta por la noche, continuamente, los estúpidos que abajo en la calle tocan el claxon cada vez que hay un atasco que es varias veces al día como si fueran a conseguir algo con eso como no sea echar afuera un poco de los kilos de estupidez que se les reproducen constantemente, el ruido de las motos con escape libre que cada día hay más y que nunca Miguel ha visto a un guardia parar a uno de esos y menos multarlo, claro, si no los paran ni los hay los guardias, en fin, ruidos por todas partes, ruidos a todas horas, ruidos agobiantes, ruidos que hasta se les oye cuando no están, porque parece que están acechando y van a aparecer de un momento a otro.

Ese mismo día pero por la tarde Miguel se fue a Sevilla, era el 7 de Diciembre, en medio del puente de la Constitución y de la Inmaculada (volar los puentes, pensó Miguel), porque iba a escudriñar un poco en la Feria del Libro Antiguo y de Ocasión, en la Plaza de San Francisco, a ver si encontraba algún libro de los que ya perdió o no compró en su juventud y que tanto recuerda y más le interesan, porque es con la relectura y más a esa edad más que madura cuando uno se entera mejor de lo que lee, aunque también es cuando ya menos sirve o no sirve para nada en un sentido práctico.

Había poca gente y no le costó detenerse en algunas casetas y lograr hacerse con tres títulos que reconoció inmediatamente, todos en la misma, el de un viejo librero viejo conocido de Miguel, unos euros y ya tenía un volumen de 1970 de narraciones de Chéjov, editado por la RTVE con prólogo de Laín Entralgo; ¡lo que editaba entonces la televisión española, libros! volvió a pensar Miguel, el segundo era “El son entero”, de Nicolás Guillén, y, por último, porque Miguel no vio ninguno más que le resultara de verdad interesante y además estaba deseando irse ya para Alcalá, pero que le dio mucha alegría encontrarlo, “Conversaciones con Lukács”, libro que también leyó casi del todo de muy joven pero sin enterarse apenas de nada.

En esa plaza sí había poca gente pero para llegar a ella Miguel había sorteado a duras penas una aglomeración tremenda en todos sus accesos, pero el regreso, por donde escogió volver Miguel con tal de coger un taxi fue superlativo en dificultad y en consecuencias deplorables, porque no más entrar o casi entrar en la calle de las Sierpes, avanzando casi a empujones, viendo las malas miradas llenas de suficiencia de tanta gente que por lo visto se encuentran a gusto metidos en la bulla, luciendo pretendidamente sus trajes de mierda en sus cuerpos de cartón piedra o de reboce de grasa y sus abrigos más propios para la batalla de Stalingrado que para el frescor de Sevilla, casi alardeando ellos de ser los propietarios de esas calles céntricas, casi tolerando graciosamente que circulen, o casi, tantísimas personas, tantas, con los comercios llenos pero poquísimas bolsas en las manos de menos personas.

Fue entonces ya casi llegando a O’Donnell cuando la densidad humana era abrumadoramente agobiante y un hombre o lo que fuera empujó o apuñaló o lo que sea a una mujer y ésta cayó de inmediato al suelo mientras se hizo un vacío de más de dos metros a su redonda y la gente más próxima comenzó a dispersarse por donde podía y luego la otra más próxima y así sucesivamente aunque a pesar de todo permaneció durante tantas e inmediatas evacuaciones al menos una persona por cada dispersión, que aunque de momento no atinaban a hacer algo de lo que querían, que era auxiliar a aquella mujer, al fin lo consiguieron, aunque poco podía hacerse porque Miguel al día siguiente se enteró por la prensa impresa de que en la calle Sierpes a tal hora una mujer había sido agredida falleciendo poco después, pero no aclaraba nada porque decían las letras que la policía seguía investigando los hechos.

15 Goya (Las tragedias)

A Miguel se le ocurrió entonces que la policía debería investigar los no hechos porque tal vez descubriría más indicios de lo hecho, mientras recordaba que en aquellos momentos sintió, y cómo, un golpe de un hombre que se revolvía y apresuraba ostensiblemente el paso pero del que no se quedó ni con la cara ni con el aspecto ni cualquier característica física salvo el olor que desprendía que era una mezcla de alcohol, de perfume pésimo y de tabaco fumado a grandes dosis. Cayó en ese momento en que un quizás asesino se había rozado demasiado por él, y pensó que vaya honor.

Por fin llegó a La Campana pero allí era imposible lograr un taxi pero ni mucho menos volver por el mismo sitio para tirar por el barrio de Santa Cruz para llegar a la estación del Prado, así que esquivando y esquivando y más esquivando mientras veía y sobre todo oía hasta dos ambulancias y por lo menos tres coches de policías, pudo salir a la avenida después de transitar Martín Villa, Laraña, la Encarnación, Imagen, Almirante Apodaca, tantos nombres para una sola calle y Santiago y desde ahí un mediano trayecto hasta la estación. Hasta aquí desde que llegó a La Florida y a Menéndez Pelayo todo había sido rápido pero no así la llegada del autobús y luego el viaje hacia Alcalá, plagado de paradas todas con muchos usuarios, las cosas que tienen los puentes, y ya después de la de la Cruz del Campo y más todavía la de Los Pajaritos el autobús tan lleno, tan rebosante como la calle de Las Sierpes y más cuando llegaron a Torreblanca que por poco se tiene que bajar hasta el propio conductor. Un hombre comenzó a filmar con una cámara de vídeo quizás con la intención de después formular una denuncia por lo que a todas luces y a todo apretujamiento era ilegal y peligroso, pero tuvo que desistir porque los contundentes movimientos cortos y los codazos se lo impedían.

Miguel tiene más penas, muchas, además de los ruidos, de las inconveniencias vecinales, de los percances domésticos, de las enfermedades, de los robos, de las aglomeraciones, sean producidas por los puentes laborales o por lo que sea, del escalofrío que produce el recuerdo del roce de un asesino… Pero su sentido del humor, siempre críticamente vivo, vive tanto que lo hace vivir. Hasta que la vida ya no sea vida porque no lo sea el vivir y el humor ya no tenga sentido.

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