EL TUFO. Por Rafael Rodríguez González (De la serie «SUCESOS», Homenaje tardío a «EL CASO»)

Jugadores de cartas, 1936
Amelia Peláez
(Yaguajay, 1896-La Habana, 1968, Cuba)
 

Ocurrió en 1952 en la calle la Mina, una noche de Enero. Protagonistas, una pareja de guardias civiles, un tabernero, su mujer y seis jugadores de cartas. Vamos a ponerles nombres. Los guardias no los necesitan, eran números. El del tabernero Eusebio, y su mujer Vicenta. A los jugadores mejor conocerlos por sus motes o por sus apelativos familiares: el Quinqué, Joselito, el Jabonero, el Peceño, el Candonga y el Quisco.

            Todo esto me lo contó pocos años después mi abuela, que era la que me contaba estas cosas. Ella nunca quiso ocultar a los niños que la vida es tragedia.

            Los «beneméritos» hacían su ronda habitual; habitual en lo que se refiere al horario, que no al itinerario. Los agentes llevaban fusiles, capas, frío, pensamientos. Y tricornios. Tricornios de esos achatados, que no eran ni son tricornios.

            Dentro de la taberna, a puerta cerrada —eran las doce—, los seis adictos a la baraja dieron comienzo a la partida en un cuarto contiguo al salón del bar. Vicenta y Eusebio  pasarían unas horas atentos a las llamadas de los reunidos: yo quiero coñac; trae una botella de Mantecoso; a mí tráeme una copita de Guadaíra; tráete unos cachitos de queso y bacalao… Y tener preparado café, y cuidar de que los braseros estén candentes, y tener las velas encendidas encima del mostrador, y el tabaco a mano…

            De la chirlata saldrían de vez en cuando algunas imprecaciones del perdedor de turno, y lo mismo se oiría el bufido de satisfacción del triunfante, y el chasquido de los mecheros, las escasas risas, los breves comentarios. Todo como de costumbre.

            A la una y media llamaron a la puerta. Temeroso de que la entidad llamadora fuese la que pensaba, y dejando pasar unos instantes, Eusebio dijo, alzando la voz pero sin llegar al grito, como tranquilo: «¿Quién es? Ya voy». «¡Guardia civil, abra!». «Qué alegría», musitó el atribulado tabernero elevando los ojos al techo.

            Nada más oír el requerimiento, Vicenta apagó la luz del reservado y cerró la puerta, no sin antes haber hecho una señal a los reunidos para que se mantuvieran en total silencio. Los seis asintieron con la cabeza.

            Entraron los números. Qué pasa, cómo están ustedes todavía levantados, con lo buena que está la cama… Vicenta, que antes de la entrada de los uniformados ya había cogido un estropajo y limpiaba con más energía que nunca, respondió rápidamente, conocedora de la torpeza de su marido en esas y parecidas circunstancias: «Nada, que hay que aprovechar para hacer limpieza». «Pues encienda usted la luz, señora, que así se trabaja mejor», dijo con cáscara uno de los números.

            Eusebio se dirigió al otro par, después de haber cumplido la recomendación del de la cáscara: «¿Y qué van a tomar los señores agentes?». Los señores agentes tomaron café dos veces, y coñac otras dos. El matrimonio sentía como si la estancia de los números se prolongara hasta el infinito, como si dijéramos infinitesimalmente. Los guardias no, a ellos les esperaba fuera el frío de la madrugada.

            Transcurrida casi una hora desde la llegada de los encapotados, un fuerte tufo alarmó a los presentes. Vicenta advirtió enseguida que el humo salía por debajo de la puerta de la habitación de marras. Su grito hizo que los guripas, instintivamente, echaran mano de los fusiles.

            Reaccionaron los guardias, y al percatarse de lo que podría salir de aquella estancia abrieron la puerta de la calle y la del patio, y sólo entonces procedieron con la de la humareda, que les echó hacia atrás nada más entreabrirla. Pasado un rato, desde el umbral, cubriéndose aún la nariz y la boca con las capas, pudieron vislumbrar el espectáculo: seis cuerpos, unos sentados, otros en el suelo, deshabitaban el cuarto.

            A las pocas horas, don Paulino, que sólo tuvo que recorrer los pocos metros que separaban su casa de la de los hechos, certificó la muerte por asfixia de los seis jugadores, causada por inhalación de gas tóxico. Comprobóse también que el humo fue producto de dos o tres tizones presentes en uno de los dos braseros, o en los dos, que Vicenta había dispuesto para los reunidos.

            La calidad del cisco siempre ha sido cosa de suma importancia. Emilio el carbonero siempre negó, a preguntas de la clientela, que Vicenta lo comprase en su establecimiento, tan cercano a la taberna. Emilio era hombre sumamente formal, como suele suceder con las personas de nariz prominente. No es que Vicenta hubiera afirmado lo contrario, pero la gente preguntaba y preguntaba, y Emilio, que además de serio era paciente, venga a negar. Y en eso no se parecía a San Pedro.

            El carbón y el cisco de Emilio siempre fueron los equivalentes a los dulces de la confitería de Rufino, en Aracena: máxima excelencia. Puede asegurarse con total rotundidad que esos tizones no salieron de la carbonería de Emilio. ¿De cuál, entonces? Pues había cinco o seis más, además de gente que vendía por la calle. Tenía tizones, la cosa.

            El asunto no acabó tan mal como cabía prever. Los de las verdes guerreras y negros correajes declararon que habían accedido a la taberna a requerimiento de Eusebio. Que según éste y su esposa los atufados se habían encerrado en el cuarto, a pesar de que los dueños habían intentado impedirlo. Y que el tabernero, al ver el humo salió a la calle a pedir auxilio, momento en que ellos, los guardias, pasaban por allí en el cumplimiento del deber. 

            Hubo multa para Eusebio, y el cierre del ambigú por tres meses. Y el traslado, pasado el tiempo, de los dos números, uno a Obejo y el otro a Jerez de los Caballeros. Y seis entierros, no precisamente de los que se suelen hacer en las partidas de cartas.         

            «Mejor que te jarten de hostias que jartarte de humo», decía un refrán verdadero por aquellos días.

 

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