MANOLITO. Por Rafael Rodríguez González (De la serie «SUCESOS», Homenaje tardío a «EL CASO»)

Foto: LGV 1996

 

Lo de creerse alguien, sea en el ámbito o parcela que sea, es cada día más común, de manera que de aquí a poco apenas quedará alguien que no sea alguien. A uno a quien llamaremos Manolito le fue dado ser alguien una vez que le invitaron a cantar saetas en Sevilla. Y no es que hasta entonces Manolito no se hubiera esforzado en ser alguien. Bien al contrario, Manolito estaba siempre metido en cuantos certámenes y concursos de saetas se prodigan en nuestro pueblo y en tantos otros, si bien la mayoría de las veces sin haber podido subir al escenario. Pero Manolito no perdía oportunidad de cantar saetas: en los bares en que se lo permitían, en guisos a que asistía, y hasta en la Feria y en comuniones. Lo más notable —quizás lo único— en el cante de Manolito era lo estruendoso de su sonoridad. Diríase que los órganos vocales y bucales y los pulmones de Manolito fuesen animados por el dios Pan en uno de sus frecuentes enfados. Tanto era así que cuando la Hermandad del Santo Entierro recuperó la figura de «La Canina», Manolito quedó avisado: «No le cantes a La Canina, que seguro que la desbaratas».

            Y como nunca faltan personas que creyéndose listas —otra forma de ser alguien— rondan a las para ellas más o menos deficientes, tres o cuatro llevaron a Manolito a Sevilla una mañana de Martes Santo. «Le vas a cantar a la del Cerro», le habían dicho la tarde anterior. Aparcaron donde pudieron y a eso de las doce del mediodía ya estaban en la puerta de un bloque de pisos de la avenida Ramón y Cajal. Subieron a la novena planta y allí les abrió la puerta del piso nada menos que un tal Pepín, célebre en Alcalá y en más sitios precisamente por ser alguien. Alguien infausto y deleznable, un señorito caduco, de aquella malvada estirpe de señoritos caducos. Algunas copas, muchas copas, demasiadas copas, algunas rayas —Manolito no—, mientras el regocijo de los cuatro o cinco crece: las consabidas carcajadas lacrimosas, las seudofrases pletóricas de la más baja chacota…

            Ya suena la música, ya está aquí la procesión. Manolito, venga, que esta es la tuya, a triunfar. Y Manolito, rodeado de los cuatro o cinco, se asoma al balcón, sin que la jumera le eche para atrás; al contrario, está lanzado: por fin va a cantar en la Semana Santa de Sevilla. La altura le parece excesiva, nada menos que un octavo piso. Pero él tiene fuerza para eso y para más. Ya está ahí abajo —¡qué de abajo!— el paso de Cristo, y Manolito empieza su saeta. Se esfuerza como nunca. Manolito se inclina hacia adelante, se rompe su garganta con el cante hecho grito. Y el aire con su grito también se rompe. Nadie puede sujetarlo y tampoco intentarlo. Manolito, alto, delgado, cae al vacío y se estrella, abajo, tan abajo, en medio del horror de los congregados. (Ver la edición de El Correo de Andalucía, o la de ABC, o la de Diario16, del 18 de Abril de 1984).

 

TORERÍA. Por Rafael Rodríguez González (De la serie «SUCESOS», Homenaje tardío a «EL CASO»)

 

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