Edición ilustrada con algunas de «Las tragedias» de Goya
Una mañana más Miguel se despertó sobresaltado, había soñado la misma escena que otras veces, salía temprano del bloque intentando que no hiciera ese ruido tan estrepitoso la puerta tan pesada, pero era vano el intento porque el ruido al final se producía pero bueno ya qué más daba si ya por fin se iba definitivamente, claro que en el sueño porque la realidad era muy otra, seguía anclado en el bloque y no sabía si sin remedio o hasta no se sabía cuándo. En los últimos días había hablado tres veces con Fernando, el presidente de la comunidad, hombre amable y razonable, pero esas cualidades no daban sus frutos acerca del problema del bajante y del seguro de la comunidad. Lo mismo con dos de los comerciantes de abajo, cada uno con su carácter y su actitud incluso con sus intenciones que Miguel no podía descifrar porque era sumamente difícil y porque para qué, qué más daba, si al final todo era igual.
Ahora lo que más le agobiaba era el conflicto con el vecino de abajo, Bernardo, aunque en realidad no había conflicto, pero sí, no aparentemente porque Bernardo siempre empleaba buenas palabras, muy conciliador pero cuando Miguel no estaba delante lanzaba tremendas acusaciones de las que eran receptores Fernando y su mujer, y todo a voz en grito de manera que Miguel si estaba en el piso pudiese escucharlas. Todo un tipo Bernardo, desagradable hasta el límite, con una voz que hubiera hecho retroceder a un tigre hambriento, pero para qué problemas, para qué gritos, para qué empantanarse en su terreno. Y eso que Miguel le había soportado y seguía soportándole entre otras muchas cosas, entre otras muchas, el televisor bien fuerte a cualquier hora, madrugada incluida durante ya casi siete años. Y pensar que se fue Miguel de su anterior domicilio huyendo del ruido de dos vecinas con el cerebro vacío pero que lo llenaban con el ruido insoportable para una persona normal. Pero bueno ya parece que la cosa se va enderezando, ya se subsanó la pequeña fuga de agua que a lo largo de tres años manchó un poco el techo del cuarto de baño de Bernardo y ya visitó un pintor experto el sitio y vamos a que pronto se haga, aunque a Miguel aún no le han puesto las losas de su cuarto de baño y lo tiene todo embarbascado, cajones por acá, muebles por allá, todo repartido por el piso, parece que en el pasillo y alguna habitación hubiera un baratillo, todo por el suelo.
Pero peor aún, los de la compañía de aguas van a poner un contador nuevo, y ya verás como vienen a ponerlo cuando ya todo esté instalado y tendrán que formar otro estropicio o casi para el nuevo contador, que al fin y a la postre nunca pueden leer porque Miguel nunca está cuando viene el empleado de la subcontrata a hacer la lectura y le facturan los recibos por consumo estimado, estimen lo que estimen, porque cualquiera sabe la estimación que estiman estimar. Que es que para colmo Miguel cada vez está peor de las varices, y la diabetes, cómo no, no deja de darle problemas que se añaden a los demás y los agravan, y las rodillas y los hombros y algunas piezas dentales, y ahora, pero Miguel reconoce que esto es por su culpa, los pies, y los hongos y cuántas cosas más, sí, la tensión también, sin contar el tremendo robo que sufrió a primeros de año y que lo dejó en total tenguerengue.
Para Miguel este año ha sido el peor de su vida que ya es larga y aun así no ha perdido el humor aunque o tal vez por eso cada vez más piensa con más frecuencia lo que siempre ha pensado, que la vida es lo más absurdo que puede existir en el Universo y que éste también, que sí, que hay alegrías, buenos ratos, una porción de años en los que lo positivo gana a lo negativo pero según y cómo pero que sobre todo después nada merece la pena salvo repantigarse en esos pequeños y escasos momentos medio qué pero que no, que sigue todo, hasta lo bueno, siendo completamente absurdo y que maldita la casualidad de la vida porque causalidad no hay si no es la casualidad.
Y encima y abajo y al lado los ruidos, siempre los ruidos que persiguen a Miguel, que llegan a amargarlo a ratos o por momentos. La música o el televisor a todo volumen en algunos bares que obligan a la gente a desgañitarse para poder conversar o simplemente hacerse oír, los camareros gritando como corraleras pero sin la entrañable gracia y modulación de éstas, la música o lo que sea en los coches de gamberros a cualquier hora pero mucho peor a las cuatro de la madrugada, el tipo que se pone frente al trabajo de Miguel con una pianola al máximo y con una música malísima que se clava en el cerebro y le retumba todo el día y cada vez que se despierta por la noche, continuamente, los estúpidos que abajo en la calle tocan el claxon cada vez que hay un atasco que es varias veces al día como si fueran a conseguir algo con eso como no sea echar afuera un poco de los kilos de estupidez que se les reproducen constantemente, el ruido de las motos con escape libre que cada día hay más y que nunca Miguel ha visto a un guardia parar a uno de esos y menos multarlo, claro, si no los paran ni los hay los guardias, en fin, ruidos por todas partes, ruidos a todas horas, ruidos agobiantes, ruidos que hasta se les oye cuando no están, porque parece que están acechando y van a aparecer de un momento a otro.
Ese mismo día pero por la tarde Miguel se fue a Sevilla, era el 7 de Diciembre, en medio del puente de la Constitución y de la Inmaculada (volar los puentes, pensó Miguel), porque iba a escudriñar un poco en la Feria del Libro Antiguo y de Ocasión, en la Plaza de San Francisco, a ver si encontraba algún libro de los que ya perdió o no compró en su juventud y que tanto recuerda y más le interesan, porque es con la relectura y más a esa edad más que madura cuando uno se entera mejor de lo que lee, aunque también es cuando ya menos sirve o no sirve para nada en un sentido práctico.
Había poca gente y no le costó detenerse en algunas casetas y lograr hacerse con tres títulos que reconoció inmediatamente, todos en la misma, el de un viejo librero viejo conocido de Miguel, unos euros y ya tenía un volumen de 1970 de narraciones de Chéjov, editado por la RTVE con prólogo de Laín Entralgo; ¡lo que editaba entonces la televisión española, libros! volvió a pensar Miguel, el segundo era “El son entero”, de Nicolás Guillén, y, por último, porque Miguel no vio ninguno más que le resultara de verdad interesante y además estaba deseando irse ya para Alcalá, pero que le dio mucha alegría encontrarlo, “Conversaciones con Lukács”, libro que también leyó casi del todo de muy joven pero sin enterarse apenas de nada.
En esa plaza sí había poca gente pero para llegar a ella Miguel había sorteado a duras penas una aglomeración tremenda en todos sus accesos, pero el regreso, por donde escogió volver Miguel con tal de coger un taxi fue superlativo en dificultad y en consecuencias deplorables, porque no más entrar o casi entrar en la calle de las Sierpes, avanzando casi a empujones, viendo las malas miradas llenas de suficiencia de tanta gente que por lo visto se encuentran a gusto metidos en la bulla, luciendo pretendidamente sus trajes de mierda en sus cuerpos de cartón piedra o de reboce de grasa y sus abrigos más propios para la batalla de Stalingrado que para el frescor de Sevilla, casi alardeando ellos de ser los propietarios de esas calles céntricas, casi tolerando graciosamente que circulen, o casi, tantísimas personas, tantas, con los comercios llenos pero poquísimas bolsas en las manos de menos personas.
Fue entonces ya casi llegando a O’Donnell cuando la densidad humana era abrumadoramente agobiante y un hombre o lo que fuera empujó o apuñaló o lo que sea a una mujer y ésta cayó de inmediato al suelo mientras se hizo un vacío de más de dos metros a su redonda y la gente más próxima comenzó a dispersarse por donde podía y luego la otra más próxima y así sucesivamente aunque a pesar de todo permaneció durante tantas e inmediatas evacuaciones al menos una persona por cada dispersión, que aunque de momento no atinaban a hacer algo de lo que querían, que era auxiliar a aquella mujer, al fin lo consiguieron, aunque poco podía hacerse porque Miguel al día siguiente se enteró por la prensa impresa de que en la calle Sierpes a tal hora una mujer había sido agredida falleciendo poco después, pero no aclaraba nada porque decían las letras que la policía seguía investigando los hechos.
A Miguel se le ocurrió entonces que la policía debería investigar los no hechos porque tal vez descubriría más indicios de lo hecho, mientras recordaba que en aquellos momentos sintió, y cómo, un golpe de un hombre que se revolvía y apresuraba ostensiblemente el paso pero del que no se quedó ni con la cara ni con el aspecto ni cualquier característica física salvo el olor que desprendía que era una mezcla de alcohol, de perfume pésimo y de tabaco fumado a grandes dosis. Cayó en ese momento en que un quizás asesino se había rozado demasiado por él, y pensó que vaya honor.
Por fin llegó a La Campana pero allí era imposible lograr un taxi pero ni mucho menos volver por el mismo sitio para tirar por el barrio de Santa Cruz para llegar a la estación del Prado, así que esquivando y esquivando y más esquivando mientras veía y sobre todo oía hasta dos ambulancias y por lo menos tres coches de policías, pudo salir a la avenida después de transitar Martín Villa, Laraña, la Encarnación, Imagen, Almirante Apodaca, tantos nombres para una sola calle y Santiago y desde ahí un mediano trayecto hasta la estación. Hasta aquí desde que llegó a La Florida y a Menéndez Pelayo todo había sido rápido pero no así la llegada del autobús y luego el viaje hacia Alcalá, plagado de paradas todas con muchos usuarios, las cosas que tienen los puentes, y ya después de la de la Cruz del Campo y más todavía la de Los Pajaritos el autobús tan lleno, tan rebosante como la calle de Las Sierpes y más cuando llegaron a Torreblanca que por poco se tiene que bajar hasta el propio conductor. Un hombre comenzó a filmar con una cámara de vídeo quizás con la intención de después formular una denuncia por lo que a todas luces y a todo apretujamiento era ilegal y peligroso, pero tuvo que desistir porque los contundentes movimientos cortos y los codazos se lo impedían.
Miguel tiene más penas, muchas, además de los ruidos, de las inconveniencias vecinales, de los percances domésticos, de las enfermedades, de los robos, de las aglomeraciones, sean producidas por los puentes laborales o por lo que sea, del escalofrío que produce el recuerdo del roce de un asesino… Pero su sentido del humor, siempre críticamente vivo, vive tanto que lo hace vivir. Hasta que la vida ya no sea vida porque no lo sea el vivir y el humor ya no tenga sentido.