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¡VETE PA BRUSELAS, ANTONIO! Por María del Águila Barrios

 

susanitayantoñito A. MALLADO 2014Susana Díaz y Antonio G. Limones

(Foto: Alberto Mallado 2014)

 

Porque don Antonio le llamo yo, que soy una súbdita de su régimen, irremediablemente, por tener que soportar esta local democracia totalitaria en la que me ha tocado vivir, que soy una sujeto pasivo de sus injustos e inútiles impuestos (salvo la utilidad que para ellos y sus gastos de representación supone el dinero que me quitan, reglamentos tributarios en mano), que soy una sufridora de las locuras caprichosas y cutres de su mal gusto y el de los suyos y sus lacayos en calles y callejuelas, plazas y plazuelas. Yo le llamo don Antonio, aunque no sin retranca, como ustedes podrán leer…

Antonio, o Antoñito, lo llama Susana porque ella puede, claro, para eso es la más grande de la Juntandalucía, la más representante del partidazo, la única no votada en ninguna elección (¿para qué perder el tiempo con sufragios?), la Susanita de una Triana donde ya no nacen trianeras sino, precisamente, Susanas juntandaluzas (también perdimos Triana, no sólo Alcalá). ¡Antonio, vete pa Bruselas!; Antoñito, tú que sabes el inglés que aprendiste en las universidades de todos los Estados Unidos; tú que en Morón tratabas de tú a you, y de you a tú, a yanquis y no yanquis; tú que hablas extranjero aunque hables el montellanés; tú que cuando hablas el español no se te entiende nada. ¡Ay, que tu sitio es Bruselas! Deja este pueblo ingrato donde todo está muy lejos de ti como Gandul y búscate, siguiendo la conseja de tu compañera, un pisito-ikea que te quede cerca de ese pedazo de Parlamento europeo donde podrás hacer discursos de los tuyos, de esas estulticias que te gusta soltar sobre los más peregrinos asuntos poniendo esa cara de intenso y de punta tus barbitas de noctámbulo flamenquito.

Aunque, don Antonio, en esta tu tierra (que la tienes más quemada que la de las Majadillas en verano) donde ganas un pastizal entre alcaldía, senaduría, jefaturas locales y demás zarandajas de funciones y carguillos, que, además, te suponen tan poco esfuerzo,  tienes un arraigo que debe ser muy duro (¡pobrecito!) que te venga Susanita y te trate como a su ratón. Pero ya ves, el poder es el poder, y el gato es ella (perdón, la gata). Tendrás que pensártelo (o te ha advertido que no hay nada que pensar, ni tiempo para ello). Tendrás que revisar tus cuentas bancarias; tu patrimonio aquí y en Madrid (o donde lo tengas, nacional o internacional); tendrás que hacer de tripas corazón; tendrás que confesarte ante tus propios sicarios; tal vez tendrás que ir al psicólogo o al abogado; pero lo que está claro para muchos es que Susanita será lo que sea pero qué bien nos vendría a los de Alcalá que te fueras pronto y muy lejos y nos dejases tranquilas las palmeras, picudo rojo de Alcalá, don Antonio, Antonio a secas, o Antoñito.

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CARMINA PEDAGÓJICA: EL PICUDO ROJO (Rhynchophorus Ferrugineus). Una Plaga Imposible de Frenar. Gabi Mendoza Ugalde, (2014)

LA CARTA DE DON ANTONIO. Por María del Águila Barrios

 

fotoalbertomallado25122013La Alcalá de Guadaíra de Don Antonio el día de Navidad

(Foto: Alberto Mallado 2013)

 

Un tipo de carta escrita por un tipo como éste es una evidencia más de que, o es necio o cree que lo somos, que es una de las formas del ser necio. Tal vez haya conseguido con ésta y otras propagandas que muchos lo sean, o acaben creyendo que lo son. La desvergüenza, en todo caso, que rezuma el texto de la misiva que don Antonio remite a sus vecinos es un ejemplo más de su identidad, de su singularidad, de su orgullo y satisfacción por todos los deberes que debe asumir, aquí y en Madrid, o, incluso, en Bruselas. Hombre de mundo se dirige al mundo cuando habla donde sea y aunque sea, como siempre, sin decir nada que se le entienda ni semántica ni fonéticamente. O cuando escribe, con auténtica incontinencia epistolar, con metralla cursi y mentirosa. Es el tipo característico para escribir una carta fechada el pasado 22 de octubre de 2013 que podría servir también como el manifiesto de la nueva corrala de la utopía del limonato, regalando abogados y procuradores, pues le basta silbar para que le revoloteen algunos de sus insectos, que van a trabajar gratis para los deshauciables. Vamos, que ni Robin Hood contra los bancos que están cobrando de forma ilegal el dinero del pueblo por las cláusulas suelo de los créditos hipotecarios ¿o es que tiene miedo Limones de que no le quede a sus vecinos ni un euro para pagarle su maldito impuesto de bienes inmuebles, sus malditas tasas de basura industrial, su maldito impuesto de circulación, sus malditos arbitrios arbitrarios para mantener un régimen de estultos o de necios que cobran como plenipotenciarios?

         No es la primera vez, pero hacía tiempo que no se atrevía a perpetrar una carta tan directa, a cada vecino, a sus domicilios particulares, adonde nos fusila con ARCA o con OPAEF (que suena también a lavativa). Dicen que tiene la cara más dura que los adoquines que ha arrancado de las calles alcalareñas, y más sucia que las baldosas de aglomerado de granito con las que ha condenado nuestras pisadas, y que es más mentiroso que sus cartas. Ésta es una de ellas: la carta de un tipo como don Antonio, alias el laico, a quien la Junta Saliente de una conocida hermandad lo condecora por haber apoyado la abolición de la enseñanza del catolicismo en las escuelas. Es un tipo de bandera, capaz de convertir en dragón de diez millones de euros un puente de tres.

         Un tipo que, con la complicidad pagada de sus retribuidos y premiados con dinero público, ha convertido Alcalá en un lugar donde lo habitual es que a uno lo atropellen en un paso de cebra, otra se caiga al pisar aceras desmentidas y desniveladas, o le conviertan su barrio residencial en una autopista sin peaje, o todos los lugares posibles queden cubiertos por una maraña insufrible de coches aparcados. Un tipo que nos está sacando la sangre, asfixiándonos literalmente entre los humos de un tráfico impropio por caótico y dañino.

          A un tipo así hay que mandarle una carta, pero de despido procedente.

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DON ANTONIO POR SEVILLANAS. Por María del Águila Barrios (con foto de Alberto Mallado 2013)

 

DON ANTONIO POR SEVILLANAS Foto Alberto Mallado 2013Antonio Gutiérrez Limones, Alcalde de Alcalá de Guadaíra

(Foto: Alberto Mallado en GUADAIRA-INFORMACIÓN)

2013

 

(Carta suscitada por una foto)

¡Cómo mira, chiquilla! ¡Si parece un miura, ay, a punto de embestir! ¡Y qué mirar más misterioso pone don Antonio! Y una se pregunta: «¿Y en Madrid, qué baila?». Y contesta otra: «En la capital va al tenis con don José Bono». «Ah, comprendo. Es que es un hombre de mundo».. Y alguien duro de oídos pregunta: «¿Inmundo?».

De casi todo puede encontrarse dentro de don Antonio, de todo en su bagaje de transformista, en su inacabable catálogo de disfraces, en sus maletas y maletas de máscaras, en sus muchos y muchos cargos retribuidos, en su cara dura, pero, bueno… ¡mírala cara a cara que es la primera! ¡Qué desplante! ¡Cómo mira el bailarín a la flamenca! ¡Mezcla de toro y torero! ¡Qué bravura, qué talle! ¡Qué trajeado y sin corbata, como los dueños de la noche y de la fiesta! ¡Ay, don Antonio por sevillanas, cuánto suspiramos ante tu arte, tu gracia y, sobre todo, cuánto suspiraremos con lo que nos has dejado, y vienes dejando, imparable, de lastre, de afeamiento, de heredad arruinada mientras exhibes sin rubor tu frivolidad!

         ¿Has mirado alguna vez cara a cara a los que no te pelotean? ¡Si no se te ve en Alcalá desde la última vez que la mayoría de los alcalareños no te votaron, cuando tus medios de propaganda sacaban tu palmito ante los micrófonos y las cámaras de fotos y de video!

Alguien me señala que en Navidades y en primavera se te ha visto en La Plazuela entre extraños disimulados buhoneros, truhanes y mercachifles, que tu Ayuntamiento contrata ni se sabe bien por qué, ni cuánto nos cuesta, ni para qué sirve contratarlos con sus ponis y barquitos de piratas.

 Ah, don Antonio, en Alcalá sólo se te ve entre tus vasallos medievales, y en ese rostro tuyo puede apreciarse que te da gusto. Mientras tanto la vida aquí cada vez es más ingrata. Tus ciudadanos andan bien perjudicados en sus vidas cotidianas, mientras tú te concentras con la rociera en la puerta de tu cortijo. Tú te preparas para tu feria. Tú, cuando te miras en los espejos te ves tremendo y así te ves y miras, transformado en varonil junco de tu realidad irreal, aunque de efectos devastadores entre los vecinos, que no somos los tuyos, porque tú  no estás aquí, tú estás donde te da la gana, pero no aquí. Eres como un holograma de Alcalde.

        Vamos comprobando que tú vas por la vida alegremente, y que el éxito te sonríe, pero a ti te da igual el sufrimiento de los demás. Esa conducta evidente con la que te pavoneas es de una enorme crueldad, don Antonio.

Algún día, cuando hayan pasado los años, o no se sabrá nada de ti o harás como si nada hubiera ocurrido bajo tu disfraz de viejecito inofensivo entre los damnificados de tu ceguera, y tal vez no tengas nada que temer.

 

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ALCALDE ANDALUZ: EL ALCALAREÑO SE PRESENTA COMO UN FANTOCHE (*) PARA RECIBIR UN PREMIO. En el Día de la Junta de Andalucía (28 de febrero de 2015)

 


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Antonio Limones como déspota [des]ilustrado en el inicio de la campaña electoral

 

 (*) Fantoche: Dícese…

 

«A.C.M.» («ALCALÁ COMUNICACIÓN MUNICIPAL»): TEORÍA Y PRÁCTICA DE LA CLASE OCIOSA. Por Pablo Romero Gabella

 

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Antonio Gutiérrez Limones

 

A finales del siglo XIX el singular pensador y sociólogo norteamericano Thorstein Veblen (1857-1929) escribió un libro hoy poco recordado; nos referimos a Teoría de la clase ociosa (1899). En él estudiaba a la nueva élite nacida de la revolución industrial que él denominaba «clase ociosa». Eran los años en EEUU de los robber  barons (señores ladrones) tales como A. Carnagie, J.P. Morgan, J.D. Rockefeller o W.R. Hearst. Para Veblen la nueva élite era una vuelta a lo que llamaba «cultura bárbara» que identificaba con el feudalismo. Una clase básicamente alejada de todo lo relacionado con utilidad y productividad y centrada en actividades elevadas como la caza, la guerra, el deporte y el poder (política). Frente a ellos estaba la clase de los productores que realizaban menesteres indignos y denigrantes. Estos neo-bárbaros difundían la idea de que podían ser ricos y poderosos sin trabajar, y esa virtud se convirtió en un referente esencial para la sociedad. Además su elemento central era su modelo económico que no era otro que la depredación, expoliando al resto de la sociedad. En esos mismos años otro sociólogo, el italiano Gaetano Mosca (1858-1941), se refirió a algo muy parecido en su famoso libro La clase política (1896). Los políticos como clase ociosa, ¿les suena de algo?

            Las recientes noticias acerca de la gestión del alcalde de la empresa municipal y pública Alcalá Comunicación Municipal nos hablan de un rasgo consustancial a la clase ociosa: la depredación. A.C.M. es un ejemplo de depredación social. Un agujero negro que ha engullido millones de euros y que ahora la Justicia debe dilucidar qué de delito y qué de incompetencia hay en ello. No es ocioso que la empresa de la que hablamos se dedicara a la comunicación. Pero ¿comunicar qué? Pues simplemente lo excelsos que son los gobernantes municipales, lo elevado y digno de su trabajo en pro de la comunidad. Un bucle de autoafirmación que cada vez se alejaba más del mundo productivo y que se centraba en su mundo virtual, como en «Matrix». Volviendo a la época de Veblen, recordemos que uno de los grandes robber barons fue el magnate de la prensa Hearst, que Orson Welles convirtió en mito en Ciudadano Kane y que nos demuestra el papel de los medios de comunicación en nuestras sociedades ociosas. En Alcalá, A.C.M. era la puerta a ese mundo virtual que denomino como «El Limonato», un modelo de gestión que no dudaría en llamar «ocioso», por lo improductivo, depredador y alejado de la realidad. En cuanto a lo de fraudulento habrá que esperar el dictado de la Ciega Señora. Terminemos con Veble:

          «El recurso al fraude, en cualquier forma y bajo cualquier legitimación proporcionada por la ley o la costumbre, es expresión de un hábito mental radicalmente egoísta.»

 

«¡QUÉ LINDO, CHAMACOS!» Por Joaquín de Grado

 

La conversión de San Pablo en el camino a Damasco, óleo sobre lienzo, 230 x 175 cm. 1601. Caravaggio

La conversión de San Pablo en el camino a Damasco

Michelangelo Merisi da Caravaggio

1571-1610

 

Cuentan que Pablo de Tarso iba un día tan tranquilo a perseguir cristianos cuando de pronto se cayó del caballo. Fue tal el jardazo que, al momento, empezó a ver cosas raras, cada vez más raras, hasta que se convenció de que lo que hacía no estaba bien y tenía que pasarse al campo de sus hasta entonces enemigos. Un ejemplo histórico de jardazo productivo. (No recuerdo ahora si esto se lo oí alguna vez a Gila). Viene esto a cuento porque a Antonio Gutiérrez Limones le han dado el Premio Nacional «Pablo de Tarso», que por lo visto concede cada año una entidad mejicana a una o dos decenas de los mejores alcaldes de España y Jerez. Cuando oí esto del premio mejicano con nombre de apóstol añadido no me enteré bien, y me figuré que la premiada era Laura Ballesteros, por aquello de ver las cosas tan distintas según se esté encima del caballo o en suelo. Pero no podía ser, porque esta elegante dama, tras un ratito de desconcierto, de un brinco retomó el caballo y se rehizo completamente en sus prácticas (perseguir cristianos no es una de ellas, no se confundan).

         Lo del premio no se le habría ocurrido ni a Rafael Azcona. Ni, allí, al propio Cantinflas. Una institución mejicana «juzgando» y premiando a alcaldes españoles. Claro, son los propios alcaldes los que se «postulan» y cantan sus excelencias («¡Cuate, el premio a mí!»). Excelencias que, al menos en el caso de Limones, son mentiras tan enormes como ballenas blancas. Un premio con menos crédito que una pistola de agua. Más oscuro que el crimen de Los Galindos. Y con menos categoría que un huevo duro, digo huero.

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«EL BOMBONA» EN DIEZ HOJUELAS. Por Rafael Rodríguez González

A Paulino García-Donas, que quiso a Agustín


«Pocas veces habré estado igual de bien acompañado»

(Foto: Fernando Trigo
Archivo R.R.G.)

Si a Hércules, además de los doce trabajos que le encargaron, le hubieran añadido el de describir a Agustín Olivera Carmona, seguro que no hubiese logrado la gran celebridad de que siempre ha gozado. O sí, aunque de muy distinto tenor: el fracaso hubiera sido tan sonado que la fama la habría adquirido por ser uno de los inquilinos más destacados del monte del Fyasco, que era adonde los dioses mandaban a los perdedores (dicho promontorio está cerca del Olympo, claro que a menor altura).

Ninguna de las pocas personas que le conocimos en profundidad somos capaces de describirle. Es taxativamente imposible. Siempre que, entiéndase bien, usemos el vocablo describir en su término más riguroso y cabal. Podré, en mi caso, contar algunas anécdotas, definir algunas pinceladas, pero me será inalcanzable transmitir el ser de Agustín: su mirada, sus llegadas, sus despedidas, la cara que ponía ante tal o cual circunstancia. Porque Agustín se expresaba, casi exclusivamente, a través de sus gestos.

Tal vez si Velázquez le hubiera pintado, como hizo con Inocencio X… ¡pero qué va, ni siquiera el genial Diego lo hubiese conseguido! Gracias al arte del sevillano, el rostro del Papa manifestaba todo lo que era, porque era lo que era, y ya está: un elemento de mucho cuidado: nada de inocente, el tío; pero Agustín tenía más registros que el mejor órgano de la mejor catedral, y eso no se puede pintar, ni explicar por escrito ni de ninguna otra forma que no sea oyendo sus armónicos sonidos. Porque si tratáramos de un ser imaginario, vale; o de un ser real, pero simple, también. Mas queremos hacerlo de uno que supera, realmente, lo imaginable; que escapa a cualquier posibilidad de aprehensión, ni siquiera parcial.

Bueno, entonces —me podrá decir el ya renuente lector—, ¿a qué hablar del tal Agustín, si no vas a conseguir que le conozcamos cabalmente? En primer lugar, para complacer a algunos amigos que disfrutarán recordando algunas escenas o imaginando a Agustín en otras que no presenciaron. En cualquier caso, esos que tuvieron la suerte de conocerlo sí que lo verán descrito, no por mis impotentes palabras, sino por medio de la memoria indeleble que en sus molleras permanece. Sólo por eso merece la pena ponerse a escribir.

Pero además para sugerir en las mentes de quienes le trataron poco, o no le trataron nada, sea por motivos de edad u otras circunstancias, una especie de cabalística sobre el personaje. Ahí sí que me temo que mis palabras no alcancen ni una cuarta parte del propósito. Y entonces los dioses no tendrán más remedio que mandarme al monte del Fyasco.

Dejemos sentado, antes de nada, que Agustín era siempre el protagonista en cualquier  lugar y circunstancia. No porque él lo procurase (todo lo contrario), sino porque concitaba la atención de todo el mundo, fueran dos, siete, quince o cincuenta las personas reunidas o simplemente presentes.  Se diferenciaba más que la noche de la mañana de esa gente que quiere ser el niño en el bautizo, el muerto en el entierro, etcétera (incluso el hipotecado en el desahucio). El protagonismo le venía dado por su sola presencia: era completamente distinto de los demás, nadie se le parecía en nada. En fin, que si digo que era quien más destacaba de entre todos los concurrentes, estuviera donde estuviese, ya se figuraran —digo quienes no le conocieron o le vieron poco— que estamos ante un ser especial.

Me parece necesario advertir, para terminar este proemio, que las reseñas que siguen no guardan un estricto orden cronológico.

¡Con lo bien que lo pasaba pasando por sordo!

PRIMERA HOJUELA

Antes de empezar a juntarme con él le veía pasar, ágil, dispuesto, serio de una seriedad propia de tarea realmente seria, con la bombona al hombro, camino o de regreso de un piso, de una casa. Ningún repartidor más rápido y cumplidor, ni más amable. Agustín era «ayudante», porque en aquella época los camiones de bombonas de butano tenían dos tripulantes.

Agustín se presentó un día a las ocho de la noche en la «butanería», con la intención de comenzar el reparto. ¿Por qué, si la jornada daba comienzo a las ocho de la mañana y finalizaba a las tres del mediodía? Pues porque Agustín, en aquella tarde-noche de invierno, se despertó de una prolongada y desorientadora siesta, iniciada bajo los efectos de una anestésica ingesta de caldo, no precisamente del puchero. De modo que Agustín, que había consultado el reloj nada más despabilarse, y que seguía con el mono puesto, se encaminó raudo desde la calle San Miguel a la de Mairena. No es que no advirtiera, por el camino, cosas extrañas: un ajetreo distinto del acostumbrado, las tiendas abiertas… Pero él iba a trabajar, cosa sagrada. Y, como siempre, con el afán de hacerlo puntualmente. Por fin, llegado al tajo, Joaquín Osorno, el dependiente de la taberna lindante con la «butanería», le preguntó, sorprendido, adónde iba. El Pichi, que así apodaban al dependiente, no paraba de reír cuando Agustín le dijo que a trabajar. También Agustín rió de buena gana, elevando los brazos y agitando las manos sobre la cabeza, en un gesto tan característico de él.

«La madre que tenga un hijo…»

SEGUNDA HOJUELA

Agustín era hombre de estatura media-alta; de buena figura, delgado y recio (a lo escuálido y esquelético no llegó sino en sus últimos tiempos); resultaba ciertamente elegante si el atuendo le ayudaba lo más mínimo. Sin embargo, lo que más destacaba en su grácil fisonomía era una nariz hermosa, sin llegar a excesiva, y una más que descollante nuez, que parecía dotada de vida propia dentro del enjuto y alto gaznate.

Aunque su vida siempre estuvo afectada de inconveniencias, la aceleración de su deterioro se la proporcionaron el despido de su empleo (los conductores quedaron como únicos tripulantes de los camiones) y algo después la muerte de su madre, Manuela Carmona Franco (sobrina-nieta de Joaquín el de la Paula). Manuela era una mujer hacendosa, pero serlo no le libraba de algunos de los males que la pobreza impone, sobre todo cuando es heredada de generación en generación. Los dos hijos que se le habían muerto, Manolín y Fernando, siempre estuvieron cuidados y decentemente vestidos, igual que Agustín, pero algunas costumbres y determinadas carencias, como las alimentarias, todo empeorado por la aguda senilidad de Manuela, influyeron mucho en el tercer tercio de la vida de Agustín.

Y cuando Manuela faltó, su ya único hijo quedó a merced de la indulgencia del destino, es decir, de ninguna indulgencia.

«Juventud, divino tesoro…»

TERCERA HOJUELA

Cuando una noche llegué a la taberna que más frecuentábamos por aquel entonces, me di cuenta enseguida de que Agustín estaba deseando verme llegar. Servidos los vasos, no tardó en decirme: «¡Me pincha, ay, me pincha!». Le interrogué con la mirada. Me señaló a la parte posterior de su pescuezo, sin dejar de hacer movimientos parecidos a los que provoca el mal de San Vito. Fue al momento que, en una dependencia aneja a la taberna, extraje dos alfileres del cuello de su camisa recién estrenada. Su impericia en esas lides no le había permitido quitarle, por no haberlos visto, ni siquiera previsto, todos los que una de esas prendas suele contener. Añadamos, porque para qué ocultarlo, que en aquella época cada camisa que se quitaba iba derecha a la basura.

Pudo ser cualquiera de esas noches cuando, ausentes aún otros frecuentadores de la taberna, Agustín me contó lo de su visita al dentista, años antes. Ya sentado en el maléfico, o, según se mire, magnificente sillón, el sacamuelas fue a otra dependencia en busca de algún instrumento. Momento que Agustín aprovechó para salir de la consulta como alma que lleva el diablo. Y tal y como hubo entrado: con su dolor de muelas. La repulsión de nuestro amigo a las agujas y demás instrumentos sanitarios era superior a la que algunos sienten al trabajo. ¡Mucho más!, por difícil que sea de creer.

Unas copitas en La Bodega. Paz y sosiego

CUARTA HOJUELA

La primera vez que vi llorar a Agustín fue estando sentados en un banco de la plaza del Duque, el mismo en el que un año antes nos había hecho una foto Fernando del Trigo, en la que están con nosotros, y nosotros con ellos, Diógenes Domínguez y José Brea Ortiz, el Picoro de Alcalá (pocas veces habré estado igual de bien acompañado).

Sacó del bolsillo una carta, enviada, desde no recuerdo qué pueblo de Cádiz, por una hermana de la Caridad. Esta hermana se había interesado por la situación de Agustín —ya después de la muerte de Manuela—, y le había ayudado en algunas cosas; pocas, desde luego, porque Agustín, de ser mirlo, si no blanco del todo sí que lo hubiera sido tipo cebra: a rayas. En un momento dado la habían trasladado a un nuevo destino, y desde él se dirigía a Agustín, deseándole la mejor de las suertes y dándole algunos consejos de índole religioso y también prácticos. Consejos, unos y otros, que a Agustín no podían servirle. Los inseguros raíles por los que había discurrido su vida, que eran la familia y el trabajo, ya no existían. Estaba solo, por más que algunos le hiciéramos más leve la soledad, siquiera a ratos. En realidad, siempre había estado existencialmente solo, pero no es lo mismo estarlo teniendo buenas facultades que cuando ya apenas, y a duras penas, te sostienen.

Empecé a leer. Ahora podría decirles que, como soy viejo, se me nublan los ojos de lágrimas al revivir el episodio; pero aun siendo eso cierto, también entonces, teniendo yo treinta años, me ocurrió. Ir leyendo la carta de la beata, ver la cara que iba poniendo Agustín, verlo llevarse el pañuelo a los ojos… Terminé por concluir la lectura oral antes de la que continúe haciendo con la vista: no podía seguir pronunciando. Quedamos en que yo le escribiría la contestación, casi a su dictado, y así se hizo días después. Cuando le leí la respuesta apretó los labios, suspiró y subió y bajó la nuez cuatro o cinco veces. Después, al tiempo que daba con el dorso de la mano en su pierna, dijo: «Sí». Yo sabía que tras el sí y el golpeo estaba la más emocionada de las aprobaciones.

La segunda fue en la casa donde yo vivía a comienzos de los noventa. Recuerdo que vivían conmigo seis gallinas. Eran muy diferentes unas de otras, me refiero a su personalidad, como ya he contado en otro lugar. A una de ellas la conocía para mis adentros como «la Agustina»: tanto se parecía en gestos y actitud a mi amigo. Como siempre, puse alguna grabación. Los preferidos eran Manolito María, Fernanda, Juan Talega, Fernandillo, Perrate, Antonio Mairena, Joselero… Lo primero que escuchamos fue un cante de Manolito, a quien Agustín conoció y del que incluso fue vecino durante unos años, en la calle Ángel (no cabe mejor nombre para moradores que tenían tanto). Cuando Manolito cantó, estremecedoramente, aquello de «Endeque murió mi mare/la camisa de mi cuerpo/no tengo quien me la lave», Agustín rompió en un llanto que se esforzaba en reprimir.

Agustín fue, de joven y aproximadamente hasta los cuarenta, persona de gran agilidad, de reflejos asombrosos, capaz, en un combate de boxeo, simulado o no, de llegar al rostro del adversario decenas de veces, mientras el suyo permanecería intocado. Algunas personas me han referido que, cuando jugaba al fútbol, una habilidad pasmosa le llevaba de una portería a otra sin que nadie, al menos por las buenas, pudiera impedírselo. Pero esas dotes las fue perdiendo irremediablemente. Una alimentación escasa y desastrosa, el tabaquismo, el excesivo consumo de alcohol (siempre con la barriga vacía), todo ello durante tanto tiempo, no dejaban de nutrir el avance del mal del que a su vez eran causantes casi al cien por cien: la pelagra es una enfermedad cuyo origen y desarrollo se encuentran en una vida de hábitos insanos y necesidades no satisfechas.

No es cosa de negar que Agustín tenía, además, un ramito de locura; veta que procede, en casi todos los casos en que se produce, incluidos los de algunas personas que ahora estén leyendo esto, de su propia genética, sea desde la primera, segunda o tercera generación y por cualquiera de los dos lados coadyuvantes. O por los dos.

Justo en el centro (no sé por qué se agachaba), Dionisio, “Don Dionisio”

QUINTA HOJUELA

Agustín visitó varias veces aquella casa de la calle Corachas durante los cuatro años en que habité en ella, años que coincidieron con los últimos de su vida. En no pocas de esas ocasiones llegaba acompañado de nuestro amigo Jorge Pérez Díaz, que siempre, en connivencia conmigo, venía dispuesto a cocinar algún plato que complaciera a Agustín, tan necesitado de comer caliente y bien. Pero sólo lo conseguíamos de higos a brevas. Sus innatas manías (insisto, ¿hasta qué punto heredadas?), llegaban a ser realmente invencibles, aunque con un reducidísimo número de amigos transigía de vez en cuando, aceptando de buen grado la ayuda, el ofrecimiento y la disposición que le manifestábamos.

Privado de verdaderos medios de higiene, Agustín se lavó en aquella casa en tres o cuatro ocasiones. Recuerdo perfectamente que en la última de ellas, ya con una nueva muda completa (y quitados todos los alfileres de la camisa), se puso un flamante abrigo largo que le había traído Dionisio, nuestro inconmensurable amigo. Debajo, un traje de espigas de color café con leche, también aportado por Dionisio. Arriba, una mascota que yo, conocedor más o menos de su talla craneal, le había comprado. Y fue así como Agustín (además bien afeitado) salió aquel día a la calle: todo el mundo le miraba preso de curiosidad y admiración, nadie quedaba indiferente al verlo pasar; o mientras a pie quieto, en la puerta de La Bodeguita del Duque, miraba a un lado y a otro, divertidamente serio, sintiéndose extraño pero al mismo tiempo satisfecho, diría que hasta ufano, dentro de aquel atuendo. Se asemejaba al bueno de cualquier película del Hollywood de los primeros años. También hubiera podido parecerse al malo, pero su cara no casaba con ese papel.

«Una descollante nuez, que parecía dotada de vida propia dentro del alto y enjuto gaznate»

SEXTA HOJUELA

Agustín era poco hablador. Por tanto, no peroraba sobre esto o aquello, ni sobre el cante o el baile o la guitarra, que eran, en su vida, los únicos elementos realmente importantes, además, naturalmente, de la verdadera amistad. Él manifestaba su entusiasmo o aprobación con un hondo «¡Eso es!», cuando no con un proverbial «¡Por ahí se va a la Macarena!». Otras veces, con el «¡Ay, mama!», lo mismo podía expresar su rechazo o resignación ante lo que estaba viendo y oyendo, que un sobrecogimiento ante algo que le agradaba enormemente. Pero esas poco más que interjecciones, su mirada transmisora, su sonrisa en los ojos, el movimiento de los hombros, el agitar de sus manos, en fin, todo lo reunido en su figura y surgido de ella, eran como un compendio tangible, personificado, de tantos años —¿doscientos, trescientos?, menos mal que no se sabe— de arte y expresión flamenca. No he conocido un «casi total silencio» más expresivo e iluminador en toda mi vida. En relación al flamenco y a todo lo demás.

No era capricho, sino mandato inteligente y natural, el que yo, tantas veces en que me hallaba «enreáo» en alguna reunión en la que podía salir algo de flamenco, encargara a algún buen amigo que le buscara y trajera: «Llégate por Agustín, seguro que está en el Derribo». Llegado él, el ambiente adquiría una dimensión distinta: los cinco, o los siete, o los nueve reunidos notaban algo especial: no se trataba de que hubiera llegado un elemento más, un nuevo participante: se había personado una especie de patricio de la historia, un presente de historia con muchas historias dentro. No es que todos los reunidos lo apreciaran así, pero hasta al más despistado la presencia de Agustín le causaba, como poco, una sensación extraña y agradable, una leve incógnita, un sutil desconcierto. No sucedía sino que allí, acodado en el mostrador, sentado o erguido, estaba un hombre que, sin él mismo sospecharlo, tenía en sí los ecos del pasado y la autenticidad, no sólo estética, sino también moral. Ecos que llegaban a nosotros así, sin más historias, sólo por su presencia. ¿Qué era? ¿Cosa de magia? Digo yo que no, pero aun así, ¿cómo transmitía eso tan indefinible? Magia no, pero sí misterio.

Agustín no necesitaba ser ingenioso, ni contar chistes, ni aparentar nada (¡aparentar Agustín, vamos!): era Gracia metida en huesos, carne (poca) y movimientos. Una tarde-noche de Abril en que estábamos él, Dionisio («Don Dionisio», le decía Agustín, con sincero y absoluto respeto por su condición de maestro de escuela), Jorge y yo, ya un poco animados en la taberna de Antonio el del Derribo (él y su mujer, María, dignos de eterna recordación), decidimos irnos a la Feria de Sevilla. En autobús, que cogimos allí mismo. Agustín llevaba el traje de espigas, terno que ya iba mostrando signos de inevitable deterioro. Paseamos, entramos en una o dos casetas de las llamadas libres (y por eso atiborradas). En un puestecillo vi sombreros cordobeses, de cartón, naturalmente. Compré uno para Agustín: le venía a la medida. Poco más allá, una gitana vendía claveles: uno de ellos fue a parar a la solapa de Agustín. Y ahí fue la suya. El verdadero espectáculo, el de verdad vivo, no estaba en las casetas, ni la máxima atracción en la calle del infierno: iba andando por las calles del ferial. Agustín era en ese momento un personaje catapultado desde muchos años atrás y puesto allí, en la Feria de Sevilla del año de la Expo. A nadie pasaba inadvertido; niños había que tiraban de las manos de sus padres para señalar al personaje, semejante, quizás, a alguno de los que aparecían en las ilustraciones de los cuentos; era como si un sobrino-nieto del Planeta, o un hijo del Loco Mateo, tal vez un tío de la madre del flautista de Hamelín, hubiese resucitado y paseara por la Feria de Sevilla como si el tiempo no existiera.

A él le agradaba que la gente le mirara, mas en ello no existía fatuo orgullo, sino divertimento compartido. Agustín se sentía contento con el sombrero y el clavel. Parecía, además, como si esos dos elementos ornamentales le proporcionaran una velocidad propia de otros sus tiempos: era como si fuese el único participante de un desfile. Hube de frenarlo: «Para, Agustín, que vamos a tomar una copita». (Ni Dionisio ni Jorge resistían una marcha tan ligera).

Batiéndonos en retirada, y sin por un momento dejar de ser observado Agustín por el populacho, tomamos el autobús, donde casi todo el mundo estaba ya de cabeza caída. Nosotros, por el contrario, fuimos cantando y haciendo compás desde Sevilla hasta Alcalá, en la plataforma trasera que aún entonces tenían los autobuses de Casal. Bien que nos divertimos los cuatro. Agustín, al llegar nuevamente al Derribo, y mientras los demás nos alejábamos, cada uno para su olivo, se quedó plantado en la acera. Seguramente permanecería allí un buen rato, fumando, mirando a un lado y otro, aún con el sombrero y el clavel encima, creyendo posible que apareciéramos nuevamente para seguir juntos. Había estado unas horas acompañado por gente de su total agrado, y ahora tenía que volver a la oscura soledad de su inhóspita morada.

Aquella noche, y lástima que no haya quedado constancia documental de ello, Agustín fue el mago de la Feria, aquel hombre tan raro del traje de espigas y el sombrero de cartón negro. Algo imposible para cualquier otro humano. Cualquiera de nosotros hubiera resultado un payaso vulgar y chabacano. Él, por el contrario,  era el personaje.

Agustín con Manolo «El Poeta de Alcalá»

SÉPTIMA HOJUELA

La memoria de Agustín no fue nunca lo que se dice un portento. Pero por lo menos pudimos conocer, a través suya, algunas cosas de esas que en cuestión de poquísimos años desaparecen y nunca más pueden recuperarse, ni siquiera de oídas (y que es lo que definitivamente ocurrió una vez muerto Agustín). Por ejemplo, el cante de campanilleros. Agustín fue capaz de recordarlo íntegro (me parece que tenía siete u ocho estrofas) en una sola ocasión. Conste que lo cantaba muy bien, y, como ya nadie lo cantaba ni lo conocía, por supuesto que mejor que nadie: o sea, que también era único en eso. No era el mismo cante de campanilleros que hacían Manuel Torre y otros, sino uno algo más solemne y con unas letras más próximas al canto litúrgico, aunque totalmente inserto, el conjunto, en el flamenco más auténtico.

Cuando cualquiera de sus más próximos le insistíamos en que cantara tal o cual cosa, Agustín se esforzaba en recordar, pero las más de la veces daba en la mesa o en el mostrador con el dorso de la mano: «¡Ay, que no me acuerdo!». Y ahí había que dejarlo, todos sonriéndonos, contentos de seguir contando día a día con aquel desmemoriado que nos traía ecos, aun sin pronunciar palabra (¿ya lo he dicho antes?) de la memoria inmemorial.

Unas coplillas que nacieron de algún sufriente e ingenioso soldado, no se sabe en qué fecha, eran cantadas por Agustín lo mismo por soleá que por bulerías. Esas letras se referían a las condiciones en que se hacía el servicio militar donde, por rebote, fue a caer nuestro quinto.

La madre que tenga un hijo,

si quiere que se le muera,

que lo mande a la Turquilla

o a los campos de Pineda.

A los campos de Pineda,

cuartel de caballería,

donde los hombres no duermen

ni de noche ni de día.

Faltan cinco o seis estrofas más, pero mi senilidad avanza más rápidamente que la de aquella mujer que siempre andaba con las manos enlazadas bajo el delantal recogido, y mi memoria ya no es el prodigio que tal vez nunca pudo llegar a ser.

Agustín nunca fue pícaro, ni siquiera picarillo, pero a nadie le amarga librarse de obligaciones odiosas, de modo que desde el primer momento, aconsejado por su hermano Manolín (que toda su vida fue un pícaro redomado, si bien inocuo), se dio trazas de hacerse pasar por disminuido en sus facultades auditivas, por lo que, en el cuartel de Sevilla a que lo destinaron,  se encontraba libre de prácticamente todos los servicios. Pero, ay, un día, mientras Agustín, el soldado casi sordo, estaba junto a la baranda de madera de un corredor del ajado cuartel, del aparato de radio residente en la cocina salían cantes flamencos. Agustín, al oír alguno de su gusto, y como no podía ser de otra manera, se puso a hacer compás sobre la vetusta baranda. El capitán observó la escena: «Conque sordo, ¿eh?». Y así fue como Agustín pasó casi dos años en La Turquilla, donde los soldados tenían que bregar con toda clase de animales del Ejército. Me estoy refiriendo a los de cuatro patas, aunque también los había de dos, como patos, gansos y pavos. Briega que, como ya supondrá hasta el más lego, requiere de horas y esfuerzos casi sin límites.

De allí volvió Agustín con dos patadas de caballo, el mordisco de un cochino y una semana de arresto. Y unas ganas de Alcalá que no le cabían en el pecho.

Alcalá 1965 (vista del Castillo)

Fuente «La Voz de Alcalá»

OCTAVA HOJUELA

Nuestro amigo era endeble de memoria, sí, pero sólo en lo que afectaba a las palabras. Porque los ritmos y el compás, en cualquiera de los estilos musicales, eran para Agustín como los dedos de sus manos. Sonara lo que sonara, hasta cierto punto, claro. Agustín se movía, o bailaba, solo o acompañado, como si la música fuera parte integrante de él, o él de la música. De todos modos, eso ocurría muy contadas veces. Ya lo he referido en otro lugar: una noche bajábamos Dionisio y yo hacia una taberna de la plaza del Duque, por la acera de la Casa de Socorro. Entonces aparece Agustín por José Lafita; ya está en el centro del paseo; nosotros tocamos las palmas por bulerías, firmes, sosegadas, no vertiginosas; y entonces Agustín se marca un baile en aquel marco que ya hubiera querido Carlos Saura para alguna de sus películas.

Carlos Franco

También recordaba algunas, muy pocas, de las sencillas letrillas que Carlos Franco, el tío de la madre de Agustín, cantaba por tabernas y callejas y casas de vecinos. Vamos a transcribir dos variantes de una que dedicó a su sobrino-nieto:

Pobrecito el Agustín,

no sé lo que l’ha pasáo,

que tiene más menos carne

que la cola un bacalao.

Al pobrecito del Agustín

le tenemos que decir,

que tiene más menos carne

que el canasto un albañil.

Y también una que Agustín lo mismo cantaba por tarantos que por fandangos que por lo que fuera:

Yo entré en un jardín de flores

a comprar un real de puntillas,

y me contestó el sacristán

que estaba haciendo un gazpacho,

¡Ay, pájaro frito, limones agrios!

NOVENA HOJUELA

En sus últimos años, algunas noches, no todas, a Agustín se le venían apareciendo «muñecos» a los pies de la cama. Esas visiones le alarmaban en el momento de tenerlas, dado que desconocía por completo el origen y la naturaleza de los muñecos, pero cuando me las contaba resultaban como si hubiesen sido producto de un sueño. Incluso se reía. No sé si se trataba de delirium tremens propiamente dicho, pero de que eran alucinaciones no hay ninguna duda. Tenemos aquí, fuera o no delirium tremens, otra singularidad de Agustín: él no veía bichos repugnantes, sino muñecos que, al recordarlos al día siguiente, le hacían reír. Una risa asombrada, eso sí.

Un mediodía de primeros de noviembre de 1994 le llevamos, Dionisio y yo, al hospital de Valme. La noche anterior, y después de más de quince días sin aparecer por allí, llegué a La Bodeguita del Duque, decidido a convencerlo de lo que yo mismo no estaba convencido: que tenía que ir al hospital, porque si no… Quince días o más, he dicho, estuve sin bajar al Duque: para qué verlo cada vez peor, cada vez más cerca del final; más que avecinándose, entrando en lo irremediable. Aceptó. Y a la mañana siguiente, puntual, esquelético, con el temor en los ojos (¿y ya la renuncia pensada?), se introdujo en el coche de Dionisio. Por el camino me entregó las llaves de la casa en que durante tantos años malvivió, y el dinero que tenía guardado: una cantidad modestísima pero que por eso mismo cualquier otra persona hubiera ido gastando en la diaria alimentación y otras cosas imprescindibles. Quedó ingresado. Tanto Dionisio como yo sabíamos en qué acabaría todo aquello, y así lo comentamos durante el regreso a Alcalá.

El doctor Marín León, en su informe de asistencia del 26 de noviembre de 1994 (fecha del alta voluntaria de Agustín), escribió, entre otras cosas, lo siguiente:

«…Se trata de un paciente que presenta malnutrición, con mala absorción, trastorno del humor y lesiones pelagroides dérmicas, sugestivo todo ello de una pelagra».

«Se ha instaurado tratamiento con dieta, negándose el paciente a comer a pesar de habernos adaptado a la voluntad de la dieta del paciente. Se intenta poner nutrición parenteral con aportes elevados de Miacina, para dejar en reposo el intestino e intentar dejar recuperar la mucosa, pero el paciente también se niega».

«Por otra parte presenta una neumonía cavitada en LII, que dados los antecedentes del paciente se planteaba la posibilidad de una tuberculosis. Se ha instaurado tratamiento con  Clindamicina y Ceftriozona, que el paciente ha realizado durante 8 días, y no hemos podido evaluar la respuesta radiológica, aunque clínicamente la auscultación sugería la situación similar (…) El paciente, que desde el principio ha presentado en múltiples ocasiones una conducta con poca colaboración [Agustín se había negado a que le hicieran casi todas las pruebas], lleva insistiendo varios días en irse voluntariamente, habiéndole podido convencer en varias ocasiones, pero en la situación actual el paciente se niega totalmente a cualquier tipo de cooperación y pide el alta voluntaria; a pesar de mi persistencia el paciente no acepta permanecer en el Hospital ni recibir ningún tipo de tratamiento». Y el voluntarioso doctor finalizaba con el preceptivo diagnóstico:

1.- Pelagra.

2.- Mala absorción.

3.- Neumonía cavitada en LII.

4.- Etilismo crónico.

5.- ¿TBC pulmonar?

Fernanda de Utrera

DÉCIMA HOJUELA

Agustín, que era un remanso de paz, un refugio de placidez, un ser de un extremado buen comportamiento, también tuvo una etapa en que sacaba los pies del plato en cuanto alguien que él presumía molestoso se acercaba. Conste una parte de la verdad: distinguía a un molestoso a mil kilómetros, pero exageraba mucho. También es cierto que esa facultad la posee más gente, pero a la mayoría no nos da por coger una silla con el propósito de golpear con ella al molestoso. En realidad, lo de coger la silla e intentar alzarla (las fuerzas no le acompañaban, aunque sí los nervios) sólo lo hacía cuando estaba con sus más seguros amigos, que, siempre alertas, sólo con mirarlo o ponernos delante le hacíamos desistir de actitud tan riesgosa (sobre todo para él). A Agustín, en aquel tiempo, le resultaba molestoso cualquiera que no se comportara con la exquisitez de la que él era ejemplo; también todo aquel que de alguna forma interfiriera en el «microambiente» en que él se hallaba con sus amigos (todo esto se producía casi exclusivamente en un bar que frecuentábamos mucho por aquel tiempo, «Los Cuatro Vientos», cuyos clientes le resultaban desconocidos en su mayoría). Molestosos hay más que moscas, pero si uno se dedicara a matar moscas no le quedaría tiempo para nada más.

Manuel Ríos Vargas había concertado una cita con Fernanda de Utrera, en casa de nuestra diosa, y Agustín vino con nosotros. Se trataba de hacerle una entrevista que se publicaría en Alcalá/Semanal. Nunca vi bajar y subir más la nuez de Agustín que aquel día cuando nos dirigíamos a Utrera. El hijo de Manuela Carmona y sobrino-nieto de Carlos Franco, el hijo del betunero, el máximo trabajador en la carbonería de Saturnino y en el reparto de bombonas de butano, el soldado al que no dejaron ser sordo, el humilde en todos los sentidos, incluido el de su sapiencia, el Agustinito, como todavía lo llamaban algunos viejos, el delicado, el escrupuloso, el raro, el amigable, el franco, el reservado, iba en coche a Utrera, ¡a casa de la Fernanda! Cuando, antes de embarcar, y en continuación de una broma que sosteníamos desde hacía tiempo, le dije que yo iba a hablar con Fernanda para arreglar definitivamente su matrimonio con él, Agustín me miró, reprobador y asustado, como si por un momento me hubiera creído capaz de hacer tal cosa. Llegados, recibidos estupendamente, comenzó la charla. Unas botellas. Unas tapas. Y durante las dos horas largas (en realidad cortas) que estuvimos en aquella casa, Agustín se mantuvo sin mover más que la mano para tomar el vaso, ¡sólo dos o tres veces y porque se le insistía! Derecho en la silla, sin tocar su espalda el respaldo, bebiéndose las palabras y los gestos de Fernanda. Una malajá de una de las habitantes de la casa impidió que nuestra gitana más amada hiciera unos cantes que estaba a punto de regalarnos. Nos fuimos con esa pena, pero Agustín disfrutó aquel encuentro durante mucho tiempo.

Fernanda de Utrera y Diego del Gastor

¿Saben lo que son fandangos en americano? Yo sí, porque se los escuché a Agustín. De las letras no puedo decirles mucho, salvo que eran tan ininteligibles como carentes de significado. Eran completamente improvisados y perfectamente cantados: la música era la que tenía que ser, y no digamos el compás. El americano era el inglés, claro. El inglés más estrambótico, estrafalario y surrealista del mundo. Algunos chavales, entre los que se encontraba Juan Manuel López Flores, que después fue, y sigue siendo, fecundo guitarrista, disfrutaban de las cosas de Agustín en el paseo del Derribo. Esos adolescentes, y hasta los niños, se quedaban quietos a su lado, mirándole, como contagiados de su aparente calma, hasta que Agustín salía con alguna de las suyas y ya estaba formado el alboroto. Era cuando cantaba cosas como esta, recibidas probablemente de su tío Carlos Franco: «Ay, mira lo que tengo guardáo/un pico y una pala/que me l’habían regaláo».

Cuando llegué, después de que los municipales hubieran ido en mi busca, la cara del chófer de la ambulancia era lo más parecido a un aguafuerte de Goya. Agustín, en pijama hospitalario, los pies en fundas de plástico, no parecía tener frío. «Allí no se puede estar», me dijo. Él, cuando la frase reflejaba algo serio, importante, irrefutable, siempre pronunciaba todas las letras, marcando cada sílaba: «no se pue estar», hubiera dicho si no. Entramos, se acostó, y me dijo que le comprara una butaca, de esas plegables, para ponerla en el patio: quería tomar el sol. El sol ya no le dio más, porque a los cinco días se apagó definitivamente. Durante esos días estuvimos atendiéndole, hasta donde podíamos, Javier Rodríguez Terrón y yo, más él que yo. Se le alimentaba con chocolate y agua. El quinto día, cuando llegué con otros, ya agonizaba, silencioso, quieto, sin sentir, a punto de la expiración.

En la lápida de su nicho (del que el año pasado fue desalojado) se grabó esta letra flamenca:

Por donde quiera que vayas

me tengo que ir contigo,

porque yendo en tu compaña

llevo la gloria conmigo.

Agustín fue una alegría, una excepción, un ser inclasificable, una sorpresa, una realidad inmudable, un desperfecto sublime, un regalo imprevisible, un punto fijo, un hálito envolvente, un misterio cercano. En suma, alguien indescriptible.

Y, pues que es así, ya me marcho, voluntariamente, sin esperar el dictamen de los dioses, tampoco el de los mortales, al monte del Fyasco. Allí, entre tantos gilipollas, mitológicos y no, me será incluso más agradable recordar a Agustín.


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FLAMENCO EN «CARMINA»
BREVE BESTIARIO ALCALAREÑO. Rafael Rodríguez González
«CHIMES OF FREEDOM» POR YOUSSOU N’DOUR. Músicas que le gustan a Paulino García Donas (1)
«EL MES DE LOS CARACOLES» POR ANTONIO MAIRENA. Músicas que le gustan a Paulino García Donas (2)

CERVANTES Y ALCALÁ DE GUADAÍRA. Por Rafael Rodríguez González (Septiembre de 2009).

D. Quijote. Foto: ODP Alcalá de Guadaíra, 2009

CERVANTES Y ALCALÁ DE GUADAÍRA

Contribución al rescate y resolución de una deuda

Pieza discursiva dirigida a los pobladores de los términos de Alcalá de Guadaíra y Mairena del Alcor, y a quienes gustaren de intervenir en el asunto de que se trata

Pedestal de la escultura alcalareña de D. Quijote

Ruego se me dispense si el tono de las consideraciones que someto a juicio de cuantas personas tengan la gentileza de examinarlas llega a parecer excesivamente personal. Si así fuera no crean que tal apariencia corresponde a que en ellas se albergue aspiración alguna en ese plano, sino que tal exceso será debido exclusivamente a que el planteamiento que presento no ha podido ser elaborado contando con el consejo y la revisión de personas que, sin ningún lugar a dudas, desde diversos ámbitos del conocimiento y de la relevancia social habrían realizado justas y enriquecedoras aportaciones, de tal manera y hasta el punto de que el texto que en este momento leen sería muy diferente, ni que decir tiene que en el sentido de contar con una fundamentación mucho mejor cimentada y en el de exponerse todo de una manera incomparablemente más clara, a la vez que culta, y más amena y agradable. Cabe, no obstante, no ya una innecesaria epitima, sino la satisfacción de que, con toda seguridad, dichas personas, y aunque en ello no quepa demandarles obligatoriedad alguna, desde ahora contribuirán a que el asunto que nos ocupa alcance el desarrollo y la presteza que en mi modesta pero afirmada opinión requiere.

Es el caso que en Alcalá, desde la institución municipal y desde cualquier otra instancia agrupadora de iniciativas y voluntades, nunca se ha dedicado la atención merecida a los mejores escritores que, no nacidos en ella, la han destacado en alguna de sus obras.

sender[1]
Escritor español nacido en Chalamera, Huesca,

el 3 de febrero de 1901,

y muerto en San Diego, California, Estados Unidos,

el 16 de enero de 1982.

(Fuente: Wikipedia)

Así sucede, entre otros, con Ramón J. Sender, que hizo que en Alcalá transcurriera gran parte de su celebrada y peculiarísima novela “La Tesis de Nancy”. Cierto es que en el barrio aledaño al instituto Cristóbal de Monroy una calle se halla honrada con el nombre de tan eximio aragonés, pero también lo es que poco o nada más se ha hecho o venido haciendo para extender y profundizar el conocimiento de la obra de don Ramón, al que debemos agradecer, además de su hacer literario al completo, el que nuestro pueblo ocupe, “in aeternum”, un lugar relevante en la literatura universal. Desconozco el tratamiento que se le habrá dado en Cartagena, ciudad histórica donde las haya y en la que tiene lugar la acción de “Mr. Witt en el Cantón”, al autor de obras tan inmarcesibles como “Los laureles de Anselmo” y “Carolus Rex”. No se trata de realizar parangón de ningún tipo, ni de plantearse una emulación simplemente imitadora de lo que de bien se haya hecho en otros lugares, pero sí de tener presente que no debiéramos quedar atrás respecto de otras villas y ciudades en esto de los justos reconocimientos.

Si tratamos de otra gran figura de la literatura, la de Max Aub, mejor será que nos abstengamos de calificar la actitud mostrada en nuestro pueblo hacia quien, aunque en forma más breve pero no menos intensa que Sender, también ha hecho llegar Alcalá de Guadaíra a muchos lectores de todo el mundo. Ni una calle siquiera sirve de recuerdo para el inconmensurable autor de retratos al fresco tan notables como “La calle de Valverde” y “Los pies por delante”, como también del elegante vapuleo a la verborrea presuntuosa y atónica que es “La verdadera historia de la muerte de Francisco Franco”. En el libro segundo de los seis que componen su monumental obra “El laberinto mágico”, titulado “Campo abierto”, aparece el barbero Néstor Ramírez, de Alcalá de Guadaíra, cuando en las horas previas a la defensa de Madrid en Noviembre de 1936, el alcalareño se dispone a participar en tan crucial y prolongada lucha frente al temible ataque del poderoso enemigo (veáse “Campo abierto”, pág. 336 de la edición de 1983 de Alfaguara).

Permítaseme aprovechar esta oportunidad para hacer notar la importancia que “El laberinto mágico” debiera adquirir en estos tiempos en que tan traído y llevado es lo que se ha dado en llamar memoria histórica. Apoyémonos, para mejor explicarnos, en algunas de las afirmaciones que en el marco de la conferencia titulada “Intríngulis coincidentes en la epistemología de las ciencias apostémicas y epiyectivas” realizó el célebre especialista en harmalina, doctor en Capciosología y eminente criptólogo Sergi Visus Masveo (dicha conferencia fue ofrecida el 12 de junio de 2008 en la Universidad de Sevilla, ante un numeroso y entusiasta público):

“Lo que se viene denominando ‘memoria histórica’ debiera ser, fundamentalmente, conocimiento, mejor cuanto más profundo, serio y cierto, procurando evitar convertirlo en un feriante o romeriego aireamiento de esqueletos, e igualmente en una retahíla de anécdotas y sucesos que, resultando aislados por adquirir de prestado e impropiamente un protagonismo desmesurado, nada aportan al saber verdaderamente histórico, convirtiéndose, en cambio y todo lo más, en un revival mostrenco y limitativo, además de elemento diversionista de las esencialidades del verdadero asunto”.

Por su parte, y refiriéndose a la citada obra en una de las tantas ocasiones en que lo hizo, el gran historiador Manuel Peñón de Lasa aseguraba que:

“…de pocas obras literarias como ‘El laberinto mágico’ habrá podido el lector obtener tan vasto espacio cognoscitivo y abarcador de hechos tan penetrantes, estando imbricados en ellos los más variados sentimientos, inmunes a cualquier anestésico, (…) en ese espacio se hallan admirablemente expuestos, con una rigurosidad extrema, los principales senderos y vericuetos del laberinto de la guerra de España, prólogo que fue de la segunda guerra mundial, de la que también tornóse epílogo durante muchos años”.

Max Aub Mohrenwitz

(París, 2 de junio de 1903 – Ciudad de México, 22 de julio de 1972).

Fuente: Wikipedia.

Sin embargo, las indiscutidas excelencias literarias de esta obra de Max Aub no han bastado para poder ocupar el lugar cimero que le corresponde en la literatura relacionada con la contienda de 1936-39; eso ha sido así porque, sencillamente, la magnífica literatura de Aub no enmascara, vela ni deja al margen ni una sola de las condiciones en que se desarrolló la guerra ni en las que encontró su final. Todo ello tratado, por supuesto, muy literariamente, pero con lo “tuáutem”: la rigurosidad. Sin que rigurosidad equivalga en este caso a juicio sumarísimo de tal o cual actitud o comportamiento. “El laberinto mágico” es, como todo lo verdadero, molesto para algunos. Tanto en el plano político como en el literario. Resultó serlo cuando se fue publicando entre 1943 y 1968 y lo sigue siendo ahora precisamente para muchos que andan pendejeando, en un sentido o en otro, y hasta sin ningún sentido, con lo de la memoria histórica.

Retrato atribuido a Juan de Jáuregui (c. 1600).Retrato atribuido a Juan de Jáuregui (1600)

Fuente W.

Puedo asegurarles que en lo que resta de este escrito no encontrarán ya ninguna otra digresión (o al menos tan extensa) como la que a propósito de “El laberinto mágico” nos ha ocupado. Abordemos por fin nuestra deuda, más verdaderamente histórica que otras, con Miguel de Cervantes Saavedra. Como todo el mundo sabe, en nuestra ciudad ostentan (y eso sí que es ostentar) el apellido de don Miguel un colegio y una plaza. Recuérdese que también se proveyó de tan excelso nombre una sala de cine, tristemente desaparecida y gratísimamente recordada (primer refugio público canicular en Alcalá dotado de aire acondicionado). Cualquiera diría, y no sin razón, que nada de extraordinario hay, ni en el sentido de abundancia ni en el de escasez, en que esos elementos urbanos, ahora dos y antes tres, se honren llamándose “de Cervantes”: más o menos es el mismo número que en otras poblaciones. Lejos de mi intención, pues, el sugerir que el pago de la deuda que tenemos contraída con Cervantes sea saldada, o quiérase hacerlo, poniendo su nombre a más elementos urbanos, inmuebles por lo común. En el modo entraremos después, y hasta en la disquisición de si tal deuda puede o no ser saldada. De lo que se trata ahora es de dejar sentado y bien sentado en qué consiste la deuda.

Pero primero he de afirmar que no me tengo en el mérito de haber descubierto la existencia de la deuda, ni el motivo de ella, sino sólo en la satisfacción de señalarla, contribuyendo así, respetuosamente, a sacudir las conciencias e invitarlas a la atención del asunto. Y no es porque algunas de esas conciencias, las mejores, fuesen ajenas a la cuestión o la tuviesen en tan poco que se desinteresaran, no, sino que por fuerza han de ocuparse en cuestiones más perentorias, de todo punto inaplazables y cuyo tratamiento no es asequible al común de las gentes, por lo que, y esto hay que reconocer que también sucede a los mejor dotados, no han caído en la cuenta de que al menos una parte del poco tiempo libre que poseyeran pudieran dedicarlo a tratar el asunto de la deuda que con don Miguel tiene Alcalá. Como ya dije al principio, no debe caber duda de que desde ahora, y tras el presente alegato, esas personas dedicarán cuanto tiempo puedan a la dilucidación a que aspiramos, repito que no porque a ello estén obligadas ni nadie así lo pretenda, sino que la dedicación brotará naturalmente de su ser, como de todo el mundo sale espontáneo e irreprimible el impulso de ayudar al desvalido, al indefenso, al amenazado, al pusilánime. Al igual que anteriormente, les aseguro a los pacientes lectores que extremaré todos los cuidados para evitar más reiteraciones, que si se producen es debido a mi falta de habilidad narrativa y de exposición, cosas que llevan a quien las padece a excederse en el afán de claridad, hasta el punto de, en algunos casos, contribuir, paradójicamente, a su contraria, la obscuridad.

3 GandulAldea de Gandul bajo la luz de la luna llena

(Foto LGV)

Nada se sabe de si Cervantes visitó Alcalá, fuese en ocasión suelta o de forma hilada. Ni siquiera quienes fueron sus contemporáneos y más tenaces biógrafos, Pedro Antonio de Alcorcón, Benito Pérez de Dos y Mariano José de Parra, nos muestran indicios de relación localizable entre Cervantes y Alcalá. Pero de ningún modo hay que excluir que existiera, dado que la proximidad de Sevilla a Alcalá y las obligaciones profesionales de don Miguel muy probablemente le llevaran a poner en Alcalá sus pies (a los que entonces habrían de haberse puesto y ahora debiéramos ponernos sus habitantes). Pero de que conocía algunas de las excelencias de Alcalá y sus poblaciones aledañas no hay duda alguna: su pluma dejó constancia indeleble y eterna de la más principal de esas virtudes, seguramente porque imborrable fue también la huella que en su paladar dejó.

Bien cierto es, y en este término podrán producirse alegaciones a lo que en definitiva estamos procurando, que en la su obra en que se ha de reconocer nuestra deuda no dejó escrita Cervantes la palabra Alcalá. Esa su obra es nada menos que una de las más celebradas de entre las doce que conforman las Novelas Ejemplares: “Rinconete y Cortadillo”. Pero el “pero” que seguramente alguien pondrá ante la ausencia de la palabra Alcalá en la novela en la que basamos la justificación de la deuda que tenemos con Cervantes no es el que más deba preocuparnos. No. Conociendo este nuestro pueblo, esta nuestra ciudad, estos nuestros convecinos, conociendo, en suma, el cotarro alcalareño, va brotando ante mi vista, y llenando mis oídos, lo que a muchos de los que aún siguen en la lectura de esto que no llega a ser ni esbozo de pre-manifiesto también les estará ya sonando. Me refiero, sí, a las quejas, a las insinuaciones, a las alusiones y sospechas que en cualquier sentido se formularán de inmediato acerca de la relación que “pretendemos” entre Alcalá y “Rinconete y Cortadillo”.

alcalá 1965
Alcalá 1965 (vista del Castillo)

Fuente «La voz de Alcalá»

Por eso tengo que asegurar, con toda la seriedad y ceremonia de que soy capaz, que ni por asomo, ni de lejos ni de cerca, ni por activa ni por pasiva, ni porque sí ni porque no, ni por arte del cuento de la buena pipa ni por el de las siete cabras, ni atrás ni delante, ni arriba ni abajo, ni de lado ni de frente ni de costado, debe parecer que en la Alcalá actual haya algo equiparable a lo que en hechos y personajes aparece en la novela de Cervantes. He de rectificar: ni en la Alcalá de hoy ni en la de ninguna otra época, reciente o remota. Porque ¿es que a personajes como Rinconete y Cortadillo, a los ladrones especialistas en diversas mañas y de variada jerarquía que eran Monipodio, Ganchuelo, Chiquiznaque, Maniferro, Silbatillo, el Renegado, Centopiés, Tagarete, Cabrillas, Repolido, Corcovado, Desmochado y el Narigueta pueden encontrárseles, ahora o en tiempos pasados, quienes se les asemejen en cualquier ámbito o reducto de la sociedad alcalareña? ¿Es que alguien puede afirmar que hay entre nosotros, o que los hubo, elementos parecidos al Tordillo y al Cernícalo, que en la novela son corchetes con graduación y mando?. (No sé si el nombre oficial de aquel cuerpo era el de “Corchetería Local”). ¿Cabe alguna comparación con aquella Sevilla que en sus carnes sufrió Cervantes, en la que imperaban la lenidad y la corrupción, mientras las personas decentes y laboriosas padecían la apretujante presión que de forma simultánea ejercían los de arriba y una parte de los de abajo? (De entonces viene el juego infantil, ya perdido, similar al del pídola, o “piola”, cuyo canto previo comenzaba así: “Hez arriba, hez abajo, vaya la hez al…”. La diferencia con el de “piola” es que el salto se producia no sobre un congénere sino sobre un cerdo, teniéndose que mantener el chaval el mayor tiempo posible sobre el gorrino). ¿Pueblan acaso nuestras calles, oficinas públicas o comerciales, centros de salud y de enseñanza, de gobierno o de hacer postura, mujeres de la catadura de la Pipota, la Escalanta, la Gananciosa y la Cariharta, que estaban más rodadas y habíanse rozado por más púas que las bolas de un billar romano? ¿Puede alguien, ni siquiera haciendo el esfuerzo más hercúleo que imaginarse pueda, señalar algún edificio, establecimiento o conjunto de éstos que concuerde en algo, siquiera sea aproximadamente, con la prisión que en Sevilla habitó Cervantes?, aquella que:

“…se convirtió en centro del crimen; [la cárcel] tiene cuatro tabernas, dos tiendas, un pabellón de mujeres y acceso libre para los visitantes: desde la propia prisión se mueven las redes de delincuentes que reciben en ella sus beneficios…”

(véase el prólogo de Francisco Alonso a su edición de las “Novelas ejemplares”, Edaf, 1990). La respuesta a tantas preguntas es sólo una: NO.

sevilla (mayo 2009)
Para la especulación de Giraldas

Sevilla, 2009

Foto LGV

 

Mas he de insistir porque sé de lo arraigada que están entre los alcalareños, sean de sedimento sean de riada, la mordacidad y la predisposición a comparar cualquier cosa con lo que a bien les venga, pronta e irreflexivamente, valiéndose de la sola apariencia e incluso sin la existencia objetiva de ésta. Y como conozco de qué manera se las gastan mis paisanos he de encontrar las palabras justas y las expresiones más adecuadas para que lo que quiero decir, que no es sino la verdad, sea comprendido sin dificultad hasta por el menos advertido de mis convecinos.

Imaginemos que la vida de esta ciudad se ve concentrada, por arte de benévola magia, en dos conventos, uno de frailes y otro de monjas. Si al de frailes vamos, estad bien seguros de que no encontraréis en él al hermano Apaño, ni quien responda al nombre de fray Cohecho. Al padre Derroche no se le conoce, tampoco a fray Cómplice, ni nunca jamás se ha logrado ver por aquí al hermano Dejadez. Otro que pasó de largo, sin entrar en el convento, fue un padre que dijeron venido de lejos, tal vez de las misiones con las que se está hermanado en Indonesia, el hermano Nuncaharto. Con fray Nicaso pasa lo que con el hermano Prometo: su existencia es tan vaga como lo son sus nombres; lo mismo hay que decir de fray Cochambre, del hermano Inmobilis y del padre Pegamiento. Al padre Rastrero no lo verán por más que busquen por los suelos. En la cocina del convento no hallarán al hermano Nepotismo, ni a fray Chantaje: ningún maleante juega en esta casa con las cosas de comer, mucho más si son ajenas.

En el convento de monjas no creáis que habréis de toparos con Sor Latrocinio, ni con la hermana Colocación, esa que algún malo, en un ataque visionario, querría relacionar con el también inexistente fray Enchufe. Sor Lentitud de las Obras es desconocida en este convento, e igual ocurre con la que, si alguna vez viviese y aquí viniese, al entregarse a la vida contemplativa tomaría, volcada totalmente al amor fraterno, que no al propio, el seráfico nombre de Sor Adjudicación Negociada. Si alguien pregunta por Sor Poltrona o por la madre Sor Suplicio de la Ocultación nadie le podrá dar norte de ellas; lo mismo sucederá si se inquiere por Sor Demora del Pago, desconocida por estos pagos. Sor Sobrante no aparece por ninguna parte. No está ni llegará la madre Sor María del Cargo Eterno. Y no se llamen a engaño con la novicia a la que, de existir, llamarían Sor Engañosa Apariencia. Y no es que Sor Tardanza se tarde, es que no ha venido ni vendrá. Lo mismo que las hermanas Sor Estampita del Timo y Sor Trilera, que estarán en cualquier sitio menos aquí.

Ya una vez fuera de centros de tanto recogimiento, veremos que no se pasean por nuestras calles Lenocinio ni sus íntimos Ninguneo, Urbanido y Desastroso. Si estará y ha estado libre de gente mala e inútil este pueblo, que enseguida comprobaremos que nadie que responda al nombre de Prevarico, Siso o Apando, tampoco al de Asténico, Extravío o Domeñado, ha optado nunca al sacrificado cargo de concejal. Al de alcalde, a qué decir.

10 ladrillosConstrucción de futuro e hipotecas

(Alcalá, 2008)

Foto LGV

Deséchese de una vez y por todas, por tanto, toda sospecha o volitiva malevolencia acerca de cualquier conexión, forzosamente imaginaria, entre la Alcalá de ahora o de cuando fuese con la Sevilla que Cervantes hace aparecer ante nosotros en “Rinconete y Cortadillo” y en otras de sus obras. Nada de lo malo, perverso o deleznable que hallamos en la novela puede extrapolarse a Alcalá. ¿Cómo si no habríamos de hablar de deuda con Cervantes? ¿Mantendríamos débito con quien diera pie a la calumnia, aunque fuese involuntariamente, al ser inducido a la maledicencia por una canallescamente inventada similitud? Entraríamos así en un terreno quijotesco en el peor sentido del término, que no cervantino.

Lejos de tan infames e infamantes propósitos, imaginemos a Cervantes paseando por nuestra villa (porque a cada paso estoy más convencido de que la conoció directamente), donde, con la aguda mirada y la inteligencia abarcadora que le caracterizaban, observaría, entre otras cosas tan propias, el trabajo de los molineros, la pesca en el Guadaíra, el trajinar de las mozas en los caudalosos lavaderos, el ir y venir de los hornieros… Veámoslo mirando con atención al castillo, el mismo que entonces se alzaba majestuoso y solo, libre de todo cerco, de toda cincha, de todo cilicio martirizador y deformante, cobijando bajo y dentro de sí nada más que las cuevas que ya habitaban, además de gitanos expulsados de Triana, gentes desposeídas y fugitivos de otros dominios y señoríos, lejanos o limítrofes. Cervantes y el río, Cervantes y los molinos, Cervantes y las huertas; Cervantes, después de cruzar el río, en animada charla con la vieja del puente. Cervantes en la Retama, bebiendo de la mejor agua que de la Tierra ha manado, aquella que por medio del acueducto llegaba a Sevilla para que al menos la que era el centro (o el desagüe) del Imperio español recibiese algo cristalino, sano y puro. Un acueducto, aquél, que fue construido cuando Julio César desempeñaba en Hispalis un cargo muy parecido al de alcalde (1). Por entonces, un rapsoda llamado José Cuevas del Río (Alcalá de Guadaíra, 1581- Mindanao, 1613), componía versos en los que predominaba un pesimismo que, vistas las cosas desde una perspectiva actual, no puede verse sustentado por base lógica alguna, salvo que tal cualidad le concedamos al proverbial catastrofismo local, que, como vemos, de muy lejos viene. Las extrañas y arrítmicas rimas que siguen son buena muestra de lo que decimos, compuestas por José en un tono que, si no supiéramos que se trataba de algo consustancial al Ser alcalareño, parecería causado por un rapto de melancólica belicosidad. (Que sepamos de José Cuevas del Río lo debemos a un hallazgo, según él fortuito, del profesor Visus Masveo).

El río Guadaíra por la azuda del molino de Benarosa

Foto LGV, 2009

De un río y un castillo toma el nombre la patria mía.

Torres de albero áureo y de argénteas aguas la ría.

Molinos que dan harinas que hasta Ocius amasara,

fauna, colinas y plantas que el Parnaso reclamara

a la vez que de sí el Edén manifiesta su autoría.

Pero un mal sueño avísame y alerta de que un peor día,

del castillo con engaños la envidiosa Mácula expulsaría

a la que de antiguo cuida de Alcalá y sus moradores,

la hija de Probo y Delebra, la confiada Primores.

¿Será esto el comienzo de una época de horrores?

¿Podrá el ponzoñoso Císcanos corromper las aguas de la ría

y acabar de tan pútrida manera con tanta y clara alegría?

Barbos y anguilas, ¿dejarán en nuestro río de apacentarse?

Carpas, cangrejos y albures, ¿tendrán con qué alimentarse?

Sin hipéricos ni caléndulas, ¿cómo habrá Alcalá de perfumarse?

Alguien en sueños veo que de un árbol la raíz explora y cuida,

mas sucede que a la vez la densa copa agrede, y así es caída.

Vencidas por extraños poderes que el vanidoso Urdicio envía,

¿veránse sin sus prístinas almenas las murallas algún día,

reducidas a tapiales que dejaren Alcalá desasistida?

Mas si desgracias tales se cernieren sobre la que es mi vida,

en hafiz de mi pueblo investido, mi espada en miles convertida,

desbocado el corazón, cercana de mí la epiplejía,

de tajos ciertos segaré la vida de cada ruin arpía

que destruir quiera lo que Munifio diéranos en regalía.

7 Rafael BarriosTorre del Homenaje del castillo de Alcalá de Guadaíra

Foto Rafael Barrios, 2008

Aquí se interrumpe el manuscrito hallado por Visus Masveo, aunque no obstante el profesor conserva fragmentos de otras composiciones de Cuevas del Río (2). A fe mía que de hafiz no sabemos cómo a José le iría, mas de poeta… quién lo diría. Que sobre poetas y escritores de aquella época y sus cualidades proféticas o premonitorias nada digan las crónicas no tendría que ser motivo de extrañeza, opine lo que opine nuestro admirado profesor.

“Pero”, podrá decirnos a estas alturas algún lector, “en Rinconete y Cortadillo no encuentro el castillo, ni el río, ni el agua ni los pescados, y no digamos la vieja del puente”. Diránlo sin yerro, salvo en uno de los mentados elementos, tan líquido y esencialísimo a los efectos de la raíz más primigenia de la deuda. Zambullámonos en las palabras que Cervantes nos concedió y por las que tanto le debemos:

“… Ida la vieja se sentaron todos alrededor de la estera, y la Gananciosa tendió la sábana por manteles. Y lo primero que sacó de la cesta fue un grande haz de rábanos y hasta dos docenas de naranjas y limones, y luego una cazuela grande, llena de tajadas de bacalao frito, manifestó luego medio queso de Flandes, y una olla de famosas aceitunas, y un plato de camarones, y gran cantidad de cangrejos con su llamativo de alcaparrones ahogados en pimientos, y tres hogazas blanquísimas de Gandul. Serían los del almuerzo hasta catorce…”.

A algunos de los que lean este párrafo les asaltará de inmediato, como aún me sucede a mí, el deseo de poder encontrarse junto a los catorce, sin importarles la catadura de éstos ni lo monipódico del lugar, con tal de dar cuenta del bacalao frito, de los alcaparrones y del queso de Flandes, que es cosa, la de comer con quien sea y hasta de quien sea, que hace mucha gente (y no siempre de manera episódica).

ayuntamiento de GandulAyuntamiento de Gandul

Foto LGV

“Tres hogazas blanquísimas de Gandul”. Cinco palabras que durante tantos años (en 2013 serán cuatrocientos los que se cumplan desde la primera edición de las “Novelas ejemplares”) han ido, por decirlo de algún modo, paseando a Gandul y a su pan, al pan y a Gandul, por la Tierra entera. Y salgo ahora al paso del “pero” cuya aparición anuncié antes, referido a que Cervantes nombró a Gandul y no a Alcalá. Es verdad que Gandul, de donde procedían las hogazas que fueron consumidas (¿cree alguien que pudo sobrar algo?) en el patio del rufián Monipodio era, en tiempos de Cervantes, una población que en nada dependía de Alcalá de Guadaíra en el aspecto administrativo ni de gobierno. Que entre las dos poblaciones existía una relación económica, y por tanto humana y familiar es innegable, como lo es que el señor que ejercía su dominio en Alcalá tenía en el de Gandul, como diríamos ahora, su homólogo o colega, y que ni el de Gandul rendía ante el de Alcalá ni a la inversa. Ahora bien, una vez extinto (por cierto: resulta extraño que Cervantes no hiciera mención del vino en aquel almuerzo), una vez extinto, digo, el señorío de Gandul y llegados a ser aquellos lugares ni sombra de lo que fueron, ¿no es irreprochablemente correcto que Gandul, y con ella su historia, sus bienes y su futuro, dependan de Alcalá? No me refiero sólo al aspecto administrativo, en el que lo es desde hace una enormidad de años, sino también en el de transcendencia, en el sentimental y emotivo. Por eso es que, estando Gandul a nuestro seno acogido, a nuestra protección dado y a nuestro empeño esperanzado, todo lo que en la Historia ha tenido y sido nos atañe tanto como si del pasado y del futuro del castillo se tratase (ni que decir tiene que si nos preocupamos de Gandul como lo hacemos del castillo no habrá de qué preocuparse, y no es juego de palabras). En cuanto a la meritoria tradición panadera, no debe olvidarse que ya en aquellos tiempos el pan de Alcalá era, muy justamente, tan apreciado como el de Gandul, y que, venido a menos éste, Alcalá llevó por mucho pero también fenecido tiempo un apelativo, el “de los panaderos”, que dejó el de Guadaíra impronunciado por los foráneos (de ahí que éstos nunca hayan pronunciado el nombre del río como nosotros, y ahora en el “nosotros” incluyo a los maireneros). Pero, disuelto ya ese “pero”, incidamos sobre ciertas particularidades que posee nuestra deuda con Cervantes.

d. quijote de mairena
Cervantes

(Mairena del Alcor,  busto de 1961)

Foto ODP, 2009

Es sabido que todos los alcalareños, los de un sexo y los del otro, hemos ido a Mairena muchas veces a lo largo de nuestras vidas y a lo luengo de los siglos. También lo es que no pocos alcalareños dicen haber ido o estar yendo a Mairena muchas más veces de las que son ciertas, pero es cosa ésta totalmente disculpable si tenemos en cuenta el enorme aprecio que en Alcalá se ha tenido siempre por Mairena y especialmente por ir a ella con la mayor frecuencia posible. (No deja de ser curiosa la afición de muchos alcalareños a una cierta figuración de tipo toponímico-geográfica: la expresión “Mirar para Gelves”, con sus variantes, es otro ejemplo de ello). Pues bien, gracias a tantas visitas a Mairena, todos conocemos el sobrio monumento que en una recoleta plaza de nuestra querida y admirada villa vecina el pueblo erigió en honor, honrándose él al tiempo, del Príncipe de los Ingenios. En el monolito puede leerse una frase, la única en toda la completa obra de Cervantes en que aparece Mairena. Entre la frase que podemos leer en el monumento y la que aparece en “El coloquio de los perros” hay dos leves diferencias, cosa sin importancia alguna. (Recuerdo que mi amigo Isidoro, mairenero de pro, decía al respecto: “Pa pueblo está bien”). Aquí reproducimos, lógicamente, la que el libro nos enseña:

“… y antes de que amaneciese me puse en Mairena, que es un lugar que está cuatro leguas de Sevilla”.

Quien así habla no es otro que Berganza, un perro que Cervantes alimenta en más de una de sus obras y en cuya boca pone don Miguel uno de los discursos más lúcidos, y por ende necesariamente ácidos, de toda la historia de la literatura viviente y coleadora, o sea, de la redondamente útil por los siglos de los siglos.

(No podemos por menos que tratar entre paréntesis la pretensión que en los años ochenta del pasado siglo tomó cuerpo acerca de que la mención de Cervantes a Mairena no era referida a la del Alcor, sino a la del Aljarafe. Tan absurda como malintencionada suposición es fácilmente rebatible: sólo con saber la equivalencia de la legua en el sistema métrico décimal se despeja cualquier duda sobre la Mairena nombrada en “El coloquio de los perros”. Es más, ¿es que Mairena del Aljarafe ya existía en aquellos tiempos en que la nuestra vecina ya destacaba, como siguió y sigue haciéndolo, tanto en la comarca de la que tomó apellido como en la provincia, la Andalucía toda y la España entera?).

Si los maireneros levantaron en 1961 el referido monumento y hace muy pocos años han erigido otro en el que se nos muestra a Don Quijote y a Sancho en el hecho aislado en que se las tuvieron con los molinos, conjunto éste que hay que entender como prolongación del homenaje de Mairena a Cervantes, esta vez valiéndose de una obra en la que para nada aparece esa villa, ello se debe, digo, a esas diez y nueve palabras directamente referidas a Mairena. Viene esto que ni pintado para encontrarnos con uno de los motivos argumentales más profundos para sostener que Alcalá de Guadaíra mantiene una deuda con el Prócer mucho más honda y fundamentada que la que tiene Mairena.

la tesis de nancyPortada de una edición de «La tesis de Nancy»

de Ramón J. Sender

Como en el caso de Ramón J. Sender con Alcalá en su “Tesis de Nancy”, no es ocioso preguntarse por el motivo de la referencia de Cervantes a Mairena en “El coloquio de los perros”. Y ello, lo admito, para contraponer ese motivo con el que llevó a don Miguel a situar una de las más grandes dotes de Gandul-Alcalá en el patio de Monipodio. Las diferencias son muy importantes, tanto, que podemos afirmar, sin temor a exagerar, que las alusiones a uno y otro pueblo son de muy distinto carácter. Vemos que Sender, por el bien de su novela, tenía que encontrar un pueblo cercano a Sevilla que sirviese de base a las operaciones de la yankee Nancy. Don Ramón, que de tonto no tenía ni un pelo de la perilla, enseguida encontró esa localidad. De ninguna otra como de Alcalá podía nutrirse la novela para sus elementos mejores, facilitando al autor más facetas y hasta falsetas para vestir la estancia de la norteamericana. Vemos, por tanto, y aun a despecho de todo lo que de sí aportó Alcalá a la historia de Nancy, que la elección de Alcalá obedeció a un motivo “circunstancial”. Circunstancia acertadísima y casi con seguridad irreemplazable, pero circunstancia al fin. ¿Qué ocurre con Mairena y Cervantes? Pues que estamos también ante un hecho circunstancial: cuatro leguas de Sevilla a Mairena que Cervantes hace recorrer al perro-hombre Berganza como si de un paseo por la plaza más próxima se tratase, lo que admirablemente sirve al Genio para desplegar su Arte inigualable. Sin embargo, y aunque lo que sigue no me aparte de considerar la mención-elección de Mairena como circunstancial, no podemos dejar de considerar la posibilidad de que Cervantes, sin duda conocedor de las intensas relaciones de todo tipo que existían entre Mairena y Gandul (y que siguieron existiendo hasta la total desaparición de la Gandul habitada, a mediados del siglo XX), se valiera de lo que deberíamos considerar como “doble circunstancia” para conceder a Mairena la mención que ya todos conocemos, en lo que podría ser mención indirecta o interpuesta a Gandul. Es decir, que Cervantes, en vez de hacer que Berganza fuese a Gandul, tuvo la deferencia de hacerlo llegar hasta Mairena, como si ésta un apéndice de aquél fuese. (Cervantes erraba en este punto, pero viene a demostrarse una vez más que, algunas veces, de la equivocación surge la gloria, aunque nunca es bueno arriesgarse).

d. quijote de mairena 2D. Quijote y Rocinante contra un molino de viento

y junto a ellos Sancho y su asno

(Mairena del Alcor)

Foto ODP, 2009

Por el contrario, las cinco palabras dedicadas a Gandul (“tres hogazas blanquísimas de Gandul”) constituyen la Referencia a un Bien Intrínseco, a un elemento imprescindible y destacado en sí y por sí, a considerable distancia de los aspirantes a iguales. Esas “hogazas blanquísimas” son la representación gloriosa de las materias que se funden para lograr lo Supremo, es decir, el pan: el agua, la harina, el trabajo. Nada “circunstancial”, como vemos. No es lugar de paso ni en el que simplemente se desarrolle una acción más o menos destacada, sino que es Sustancia de Vida que vida otorga y que a veces hasta la vida cuesta. No es un pan cualquiera, no es una masa de cualquier forma sobada y hecha comestible a fuerza de prisa y agónico reparto; no es un pan llamado de munición, que era el dado a los presos y hoy también a los libres, sino EL PAN, ese que al otro Pan alimentara en otros tiempos en que por los senderos y recodos de Alcalá el hijo de Dríades haría de las suyas.

Igual que nunca ha habido disputa entre Cartagena y Alcalá acerca de a cuál de ellas Sender destacó o prefirió más (aunque por dentro cada uno mantenga sus convicciones), tampoco debe haberla entre las dos hermanas de Los Alcores, por mucho que la materia que de Gandul exalta Cervantes sea, efectivamente, … harina de otro costal. Unidas por tantos e importantes lazos, Mairena y Alcalá lo están también en calidad de ciudades cervantinas. Alcalá no tiene sino que ganar si se liga aún más a Mairena, que ha escogido como lema frontispicial el de “Mairena del Alcor, villa del Conocimiento y de las Artes”, lema, cómo ignorarlo, muy del Siglo de Oro, muy del Renacimiento, e incluso de la más floreciente Antigüedad.

Aquello de la piedra disputada con El Viso, y que éste arrebató por fin a Mairena, recibiendo ésta, naturalmente, el apoyo de muchos alcalareños, rememoró, por el contrario, una época que tal vez se desarrollase “en paralelo” al Paleolítico, antes incluso de la Edad de Piedra, dentro quizás de una fase oscura y desconocida hasta por los más reputados especialistas, ya que no se tienen noticias de peleas del tipo de la librada por la posesión de la piedra entre Mairena y El Viso en ninguna de las fases evolutivas del ser humano. Se trata, segura y tangencialmente, de una enriquecedora aportación que maireneros y visueños han hecho a la ciencia antropológica, aunque ésta no podrá vestirse de largo hasta que no dé pie con bola, o con piedra, en tan intrincado episodio. Yo creo que ni Carlos Marx, de haber podido conocer estos hechos, hubiera sido capaz de dar con las verdaderas motivaciones de lo que parece escapar a cualquier análisis, incluso si realizado fuese, como haría el de Tréveris, valiéndose de la dialéctica materialista y del materialismo histórico. Tampoco creo, por tanto, que le resultara fructífero indagar acerca de a qué tipo de relaciones sociales, modo de producción y función social de la propiedad (no de la tierra, sino de la piedra), respondía la pugna por esa pieza que hoy se exhibe, como si trofeo de heroica y justa guerra fuera, en una plaza principal de El Viso del Alcor. Ni siquiera el profesor Visus Masveo, por más que ha investigado y recurrido a todas las fuentes posibles, incluida la Fuente Gorda, ha logrado vislumbrar ni una débil luz al final del túnel sobre piedra tan angular y de escándalo. Desde una óptica pseudo tomista se la ha querido vincular con la tradición de la piedra sobre la que Pedro recibió su nombramiento. No ha faltado tampoco, desde una de las sectas minoritarias, la categórica afirmación de que la piedra no preciosa más disputada de la Historia es un adelanto de la gran pedrea que caerá sobre nosotros si no nos enmendamos. (Podemos darla por segura, pues). (Por otro lado, debe saberse que quienes esperaban que Mairena, en respuesta a la vanagloria de El Viso, colocara en alguna de sus plazas, no una, sino dos piedras, han visto frustrados sus tontos deseos. Mairena ha demostrado, tras la batalla, una mesura y un saber estar que a quienes bien la conocemos no nos ha sorprendido).

6.Recorrido del dólmen desde la cámara funararia
Dolmen de la Casilla, de Gandul

Foto Miguel Hermosín, 2008

Antes de proceder a la finalización de estas argumentaciones, que se habrá comprobado hemos centrado totalmente en la deuda que Alcalá mantiene con Cervantes, quiero añadir una tímida recomendación a todos cuantos en Mairena y en Alcalá valoran en su justo término la importancia del Ser cervantino de nuestras dos ciudades. Parta de donde parta su adopción, sean los mecanismos los que sean que condujeren a su puesta en marcha, aquí dejo caer la idea de constituir lo que podría denominarse el Eje Cervantino de los Alcores (ECA), constituido por Alcalá-Gandul-Mairena (o póngase a la inversa). Queda expresada, digo, y totalmente libre para ser recogida y usada con buen fin, cosa esta última que por estos lares es sobresabida, siendo ocioso decirlo. (Esto podría estar preparado para Septiembre de 2010, mes en que se cumple el IV Centenario de cuando probablemente Cervantes, una vez pasado el verano, comenzó a escribir “La historia de los trabajos de Persiles y Segismunda”).

Ataquemos ya, pues, la forma, si la hay, de saldar la Deuda. Como ya he dicho, no sustento que el nombre de Cervantes haya de darse a más inmuebles o calles de Alcalá de Guadaíra. Tampoco creo que deban tomarse en consideración las propuestas de los exaltados que, como en todo, aparecerán, y que seguramente irán dirigidas a que las construcciones y empresas que desde hace tiempo o más recientemente están enclavadas en terrenos de Gandul, e incluso a las que con toda seguridad se instalarán, se las denomine “de Cervantes”. Son esas, principal pero no únicamente, las siguientes: la cárcel de mujeres (seguro que Cervantes no querría conocer más cárceles ni de oídas), la fábrica de los llamados tanques (habiéndose destacado ésta por el cuido casi enfermizo que desde siempre ha prodigado al territorio todo de Gandul y con especial énfasis a cuantos bienes ancestrales allí tan pronto se encuentran como dejan de encontrarse), y una empresa de alto prestigio y mayor rendimiento cuyo emplazamiento ha de ser imprescindiblemente el de Gandul, ese lugar en el que parece que el pan, en las tórridas noches del extenuante verano, toma el cuerpo de los grillos gandules y canta chirriante y monótonamente para manifestar la pena del olvidado, del desplazado, del desaparecido o hecho desaparecer por los escuadrones de la muerte de la Historia, esa que, con voluntad, sin ella o contra ella es hecha por los hombres y se encarga de quitarnos de las manos lo querido para dejar sólo en la cabeza de los elegidos el recuerdo que debe pasar de mano en mano como lo hace el testigo en una carrera de relevos. (Cada vez es más raro oír el canto de esos grillos, porque ya casi ni grillos hay que pueblen Gandul; sí siguen abundando, por contra, las dañinas sabandijas cuya sola mención provoca repugnancia). ¿Podría saldar la deuda el intento de hacer de nuevo el pan como en la época de Cervantes, o, si no tan atrás, al menos como en los años cuarenta del pasado siglo? Sería intento tan romántico como vano. Todo nos falta para conseguirlo: aquélla agua, el trigo aquél, los medios de labor, el ritmo de vida. No hay que descartar que en algún caletre tan caliente como horno para bollos nazca la idea de fabricar un pan lo más aceptable posible y servirse luego para su venta de una publicidad que, engañosa, pudiera dar algún rédito aunque por poco tiempo. Porque trucos como el de llamar a una panadería “Horno San Monipodio”, u otro que sería el de rotular las furgonetas de reparto con leyendas tales como esta de “El pan de Rinconete y Cortadillo”; también el de procurar clientes con el subyugante reclamo de “En los despachos de Panificadora Gandul encontrará el mismo pan que comía Cervantes”, no creo que dieran el fruto apetecido.

7 had garbhía 2005
Foto ODP

(A este respecto, digamos que esto ya se intentó en Sevilla en el último cuarto del siglo XIX, cuando un aspirante a comerciante llamado Casiano Holgado Algaba, tan sagaz y despabilado como lo son todos los hijos de El Viso del Alcor, puso una panadería en Sevilla que tituló de esta manera: “Panadería Cervantina”. El subtítulo no era menos pretencioso que su mayor, y más que éste lo era en su falsía: “Auténtico pan fabricado por los herederos del Molino de la Mina”. Fue en 1910 cuando el catedrático Ramón Menéndez del Pilar, en el curso de sus investigaciones sobre los romances de bollos blancos, descubrió que esta panadería cesó en su actividad apenas un año después de haber abierto sus puertas. Se sabe que Casiano (3), cuya buena voluntad no cabe sino poner en duda, fue encontrado por la muerte en las inmediaciones de Carmona, en un enfrentamiento con la Guardia Civil a cuenta del robo de unas caballerías que después iba a intentar vender en la feria de Mairena. En su desquite, que no descargo, hay que alegar que él acabó dedicado a tareas parecidas a aquellas en que habían comenzado sus carreras grandes industriales panaderos, sólo que con mejor fortuna y sin que la Guardia Civil les molestara).

pan moro
Foto LGV

Tampoco me parecería adecuado que la deuda quisiérase solventar convocando un concurso de narraciones, o un certamen de teatro, u otro de artes plásticas que contuvieren elementos cervantinos y animaran, por medio del reconocimiento institucional y pecuniario, a los escolares de todas las edades a convertirse en émulos del Diestro sin Par. No sería partidario de cualquiera de estas cosas porque es sabido que en Alcalá ningún premio se deja desierto, con lo que cada año estaríamos ante un cuento, una representación o un cuadro que nos haría arrepentirnos de haber tomado la decisión, y hasta maldecir el día en que se tomó. Naturalmente, no hay que descartar que en alguna edición pudiéramos encontrarnos con alguna obra de mérito. E incluso con que algún año hubiera de quedar desierto el premio por el sencillo motivo de no haber concurrido autor alguno. En definitiva, que no hay que dejar que la deuda degenere en afrenta, como tantas veces ocurre cuando se quiere honrar la memoria de tal o cual Genio, Figura o Artífice.

¿Qué cabe hacer, entonces? Mis fuerzas se han ido agotando a la par que he ido escribiendo: Fortispio y Celérito me han abandonado. A partir de este toque de atención serán las personas a las que por dos veces ya me he referido (y entre las que puede estar usted, amigo lector) las que aportarán ideas sin duda brillantes y de lo más adecuado para que podamos mirar de frente y sin remordimientos la deuda a Cervantes debida durante cuatro siglos.

Molino de la Aceña (río Guadaíra)

Foto LGV

No me queda ya sino aportar, dando un salto de dos siglos, la transcripción de un fragmento de la obra teatral “Fantasía cervantina a orillas del Guadaíra que los pies del castillo lame, molinos mueve que alimentan a poblaciones enteras y dejan admirados a quienes sus paisajes contemplan, nunca olvidándolos”, de la que es autor Jaime Luis Cuesta Carretilla (1780-Hacienda de Maestre; 1808-Bailén), personaje éste del que tampoco teníamos noticia, debiéndose este desconocimiento al que en general tenemos del género teatral. Jaime Luis Cuesta Carretilla está considerado precursor de José Zorrita, aunque creo que en lo que se refiere a la extensión dada a los títulos de sus obras no tienen nada que ver el uno con el otro. Cuesta Carretilla, sin embargo, fue muy criticado por su contemporáneo Leandro Fernández del Moratón, dado que éste se inclinaba por el teatro en prosa y alejado del barroquismo, siendo Cuesta Carretilla el máximo exponente de ese estilo por aquellos años.

“ (…) Varios del pueblo, de noche, a la luz de una candela, se encuentran reunidos junto al molino del Arrabal. Háblanle a las alturas:

A ti, ¡Oh gran Miguel de Cervantes!

A ti que tanto debemos

Alcalá, Gandul y sus habitantes

nuestra deuda pagar queremos.

Descúbrenos tú, gran Hilante,

porque nosotros no atinamos,

cómo lograr lo que anhelamos.

d. quijote viviente madrid 2009Foto LGV

“Cervantes no puede atenderles en esos momentos, está reunido. Con él participan en la reunión Luis de Góngora, Lope Félix de Vega Carpio y Calderón de la Barca. La reunión parece tornarse bronca y desabrida dadas las diferencias, literarias y no, que existen entre los presentes. En nombre del autor de aquellas cinco palabras que trastornados tienen a los alcalareños es Monipodio quien se dirige a los arrabalados. Monipodio, que vuelto ya hombre decente ha aprendido a leer, lee, aunque agregando de su cosecha, lo que su hoy protector, don Miguel, quiere contestar a los de la candela:

Que no os entre una prisa loca.

Oídme y haced lo que os digo.

Vuestra deuda no es conmigo,

hacedlo correr de boca en boca.

El pago que queréisme dar

a vosotros mismos os lo debéis,

mas nunca saldarlo podréis,

que es trampa de no acabar.

Pasará, si es que pasa, la eternidad,

mas la deuda vivirá en vosotros,

motivo de pena y felicidad,

sin que podáis pasarla a otros.

Sólo si todas mis obras leéis

y las de otros disfrutáis

del alivio gozar podréis,

y cuando todas y cada una leáis

decid a vuestros descendientes

que ahora a ellos les toca tratar

a Cervantes y otros escribientes

que al Mundo dotan de ambiente

y el sueño del Hombre hacen brillar.

“Admirados de la parla de Monipodio, salmodian así los del pueblo:

¡Loado seas, don Miguel!

Ante ti, ya esclarecidos,

por tu pluma bendecidos,

con emoción prometemos

que como de una hija

de la deuda cuidaremos.

Inmortal es nuestro débito

y eso lo agradecemos.

Que todos los que contraigamos

sean de origen y fin tan noble como este con que bregamos

y que ojalá fuera doble.

Para ahorrarme problemas con la Sociedad General de Autores Españoles o de España y los herederos de Jaime Luis Cuesta Carretilla he de limitarme a resumir lo que ocurre en la escena siguiente: aparece un grupo de maireneros que viene a unirse a los alcalareños. Éstos acaban de oír las palabras dictadas por Cervantes y lo están festejando con las pocas viandas de que disponen. Los de Mairena, que se han retrasado porque en la cuesta del Polvorón una partida ha intentado asaltarlos, no tienen ya más que unirse a la celebración. Traen jamón, vino y queso, que ni de eso los alcalareños tenían. Como los maireneros preguntan si Cervantes se ha referido a Mairena en sus palabras monipódicamente transmitidas, los de Alcalá les aseguran que será en la próxima ocasión, si es que traen más queso y más jamón.

Fin de

CERVANTES Y ALCALÁ DE GUADAÍRA

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Notas:

Bertolt-BrechtEugen Berthold (Bertolt) Friedrich Brechter (Brecht) Han Culen

(Augsburgo, 10 de febrero de 1898 – Berlín, 14 de agosto de 1956),

fue un dramaturgo y poeta alemán.

Fuente Wikipedia

(1) Las investigaciones del profesor Visus Masveo, basadas en gran parte en otras anteriores realizadas por Bertolt Brecht (ver “Los negocios del señor Julio César”), han confirmado que el mandatario romano, en connivencia con el constructor, defraudó gran parte de la cantidad destinada a financiar la obra del acueducto. (Como vemos, no hubo que esperar a los tiempos de Cervantes para asistir a ese tipo de cosas).

(2) El Instituto Cervantes se encuentra preparando la primera edición de las “Obras Fragmentarias” de José Cuevas del Río, que será publicada por la editorial “Al rescate” dentro de su colección “Poesía Desperdiciada”. En estos trabajos preparatorios se encuentra participando el profesor Visus Masveo.

(3) Según fuentes bien informadas procedentes de la Diputación Provincial, varios colectivos ciudadanos de El Viso del Alcor han concluido la elaboración de la propuesta por la que se insta al Ayuntamiento a levantar un monumento en honor de Casiano Holgado Algaba. En la propuesta se incluye la recomendación de que la estatua de Casiano ocupe un lugar al lado de La Piedra, o, mejor, que sea puesta sobre ella.