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LAS MUJERES DE MI VIDA (CON VOCES SISADAS A PABLO NERUDA). Por Rafael Rodríguez González

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«El baño turco»
por Rafael Luna
(detalle)


Cuando ya se acerca, inexorable, apremiante, el fin de los días de uno, no de uno cualquiera, sino de mí, estimo que puede constituir un buen ejercicio recordar las mujeres que han afectado la vida de uno, en este caso de mí, sea en mayor o menor grado y en cualquier sentido. A estas alturas de la existencia todo lo pasado hay que considerarlo provechoso. Incluso si se trata de mujeres.

…………La única persona que he visto muerta en mi vida, y ojalá siga siéndolo, fue sor Rafaela. A esta hermana de la Caridad la expusieron en la capilla del «colegio de las beatas», y por allí pasé yo, no recuerdo si de la mano de mi madre o de la de alguna de las abuelas que me quedaban. El cadáver de sor Rafaela me convenció, a tan temprana edad, de que todo el mundo se muere: hasta las beatas más buenas, que, según decían, eso era sor Rafaela. Yo, que vivía al lado mismo del colegio, seguí viendo después a la gente que  iba a dar su adiós a la hermana. Pero sor Rafaela, en su catafalco, con una de aquellas tocas que casi obligaban a coger por otra calle cuando dos beatas avanzaban de frente, ya no podía disfrutar de las reverencias. La muerte es así de imperfecta: no permite gozar de ella. Ni los faraones lo lograron.

…………Otra hermana de la Caridad hubo que marcóme para toda la vida: sor Catalina. Con ella, como tantos otros a lo largo de tantos años, aprendí a leer y escribir (no faltará quien la maldiga por ello). Recuerdo especialmente su dulce didáctica, sus indicaciones precisas y apacibles… Y a su lado, siempre, María. Esta mujer, seglar, o lega, no lo sé, fallecida ha pocos años, era la perfecta auxiliar de la religiosa. María, inteligente, sagaz, poseedora de una energía singular, podía parecer a primera vista excesivamente seria, incluso desabrida, pero no, era el águila que sobrevolaba la clase, que distinguía rápidamente al torpón, al más despierto, al necesitado de tal o cual ayuda. Y a cada cual daba lo suyo.

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Foto de Karol Kállay
(1926-2012)

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.…………Será por casualidades de la vida que no pueda recordar a muchos maestros o profesores que me hayan enseñado algo medianamente importante. (La vida en sí no es más que una casualidad absurda, por mucho que esté sujeta a leyes inapelables. Esto no tiene mucho que ver con lo que estoy contando, pero tenía que decirlo). Del colegio salesiano, donde los castigos corporales, con motivo o sin él, eran práctica común, y en el que la enseñanza del francés y del latín eran de lo más deficiente, sólo puedo recordar con gratitud a don Julio, el profesor de Ciencias Naturales. No era cura, por supuesto. Pero volvamos a las mujeres. Para enseñar, lo que enseñaba una profesora del instituto: si su asignatura la hubiera enseñado igual que sus muslos, lo que hacía a conciencia y a todo volumen, todos los alumnos habrían alcanzado el sobresaliente. El director, Fernando Durán Grande, que era del Opus Dei, por lo visto nunca llegó a entrar en ninguna de las aulas en que aquella dama exhibía sus babillas, así que cómo iba a saberlo, si en los institutos nadie se entera de nada.

…………Del instituto también recuerdo, y otra vez me aparto de las mujeres, al profesor de matemáticas, además jefe de estudios, a quien varias veces vimos tirar el cigarrillo recién encendido, mientras se quedaba con la cerilla en la mano. Todo un síntoma de cómo andarían sus logaritmos cerebrales. Fue el mismo que procedió a expulsarme durante una semana debido a mis repetidas «rabonas». Curiosa forma de castigar al abstencionista la de darle cinco días de regalo.

…………Nada de todo esto tiene que ver con mis nulos rendimientos académicos: sin aplicación no puede haber provecho. De modo que de sor Catalina y de María aprendí casi lo único en mi de todos modos corta y entrecortada vida escolar: leer y escribir. Y aunque sé que no hacían más que cumplir con su obligación, continuamente les doy las gracias. Tu(s) recuerdo(s) es(son) de luz, de humo, de estanque en calma.

…………Carmelita la monja, pequeña, surcada de incontables arrugas, de negro desde el cuello a los tobillos, simpática y dicharachera, natural de Almendralejo, había intentado ingresar en la Orden de Santa Clara, antes llamada Orden de las Clarisas Pobres. Pero como Carmelita era pobre, pobrísima, no pudo aportar la preceptiva dote, de modo que fue rechazada por esas infieles al legado de Francisco de Asís. Pese al repudio, Carmelita siempre estuvo ligada al convento: mientras pudo, que fue hasta pocos días antes de quedarse dormida para siempre, ejerció cuantos encargos le hacían las monjas titulares. De vez en cuando aparecía trayéndonos suspiros de canela a los nietos de Guadalupe, con la que Carmelita, desde su llegada a Alcalá, mantuvo una amistad provechosa. En algunas de esas ocasiones nos contaba historias que nos asombraban, por lo menos a mí. Puede que refresque algunas si me lo permite la apremiante e inexorable. Y la memoria menguante.

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Copa de agua con una rosa sobre bandeja de plata
Zurbarán
1598-1664

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…………En mi casa no faltaba la comida, ni la por comer, pero un día Carmelita me invitó a almorzar, lo que realizó con toda la zalamería que corresponde hacerle a un chiquillo. Y allí fui, a un «soberáo» de la calle Fernán Gutiérrez, esa que se vuelca en el Derribo desde las alturas del barrio de San José una vez recogido el afluente de las Corachas (son arroyos menores la calle Ángel y la de Isidoro Díaz). En aquella habitación sin ventanas, a la que se accedía desde el patio tras subir unos cuantos escalones de gran peralto, Carmelita tenía una cama tan estrechita como ella, una gran cruz sin figura humana, una mesa como las primeras que se habrían hecho a las orillas del Éufrates, dos sillas y algunos cacharros. De las tablas del suelo subía el olor a lejía, y las paredes refulgían de blanco, a pesar de que del sol sólo llegaban allí los reflejos del patio.

…………Yo, que era capaz de comerme las cuatro esquinas de la Giralda, y de segundo el lagarto del Patio de los Naranjos, me encontré con un huevo duro, un trozo de pan y cuatro o cinco lonchas… de tomate, rociadas de sal, sin aceite. Hubo postre: un suculento plátano. Deseoso como estaba de llevarme algo más a la boca después del banquete, tardé un rato en volver a casa, porque Carmelita me contó una o dos de sus historias y yo era dócil y atento a las palabras de los mayores, hiciera o no caso después. Siempre he sospechado que mi padre tuvo algo que ver con la invitación gastronómica de Carmelita. Él tenía de vez en cuando sus inspiraciones didácticas. Y la esperanza de que todo el mundo poseyera su misma capacidad de aprender.

…………Qué se festejaba aquella tarde no lo sé. En mi casa estaban todas mis tías por parte materna, una de mis abuelas por la misma rama, dos mujeres más y uno o dos hombres, también de la familia. Sonaba la radio: coplas, flamenco. Bailó mi tía Angelita, que parecía gitana; otras hicieron sus «esplantes», hasta que Carmelita se levantó, tomó el cigarrillo que fumaba uno de los hombres, le dio dos chupadas y se pegó dos o tres vueltas de baile, dejando en pañales a todas las demás. Acogedora como un viejo camino. Te pueblan ecos y voces nostálgicas.

…………Hablo ahora de una mujer a la que mientras viva —quiero decir mientras viva yo, viva o no ella— estaré agradecido a más no poder. Fue su interés por que colaborara con ella en las responsabilidades políticas que acababa de asumir lo que hizo posible que, al cabo del tiempo, mi conciencia política tuviera la oportunidad (aprovechada, declaro ufano) de llegar a más altos desarrollos, hasta el punto de hacerme abandonar la dedicación militante que venía ejerciendo desde los diecisiete años (a lo que cuento tenía cuarenta y uno). Probablemente también hubiese llegado a las mismas conclusiones de no haber mediado las circunstancias que propició esa mujer, pero la realidad es que fue gracias a mi elevación orgánico-partidaria que empecé a ver más claro.

…………Hay quien sube un escalón y enseguida olvida críticas y objeciones que sostenía hasta ese momento, y ya todo le parece bien. No es que yo sea mejor, pero como lo que siempre me ha interesado es saber más para actuar más y mejor, a mí me pasó lo contrario: desde uno o dos escalones más arriba tuve la oportunidad de contemplar la panorámica y lo que tenía a los pies y a los lados. Abreviando, porque esto no puede convertirse en un tratado sobre política revolucionaria: durante aquellos pocos años escalones arriba llegué a ver con claridad (ayudado por lecturas totalmente imprescindibles) que el proceder de la hasta entonces mi organización no se guiaba por el método apropiado ni conducía a ningún sitio deseable desde el punto de vista revolucionario (lo que no tiene nada que ver con la inmediatez ni con el extremismo). Ella, una criatura más lista que inteligente, de una soberbia garrafal, desprovista de los más esenciales elementos de la teoría y del conocimiento histórico-práctico, permaneció durante años dedicada al combate interno camino a ninguna parte, hasta que acabó fuera de la organización porque ya no había en ésta recursos para todos, ni lugar para todas las soberbias. Uno o dos años después estuvo unos meses escribiendo en el diario «El País», periódico tan denostado por ella en otros tiempos. También apareció como tertuliana en Canal Sur, pero no por mucho tiempo. Cualquiera sabe si se fue o si prescindieron de ella, tanto en uno como en otro medio. Ya sé que todo esto puede resultar un tanto críptico, así que quien quiera que me pregunte, si es capaz de localizarme. Y yo contestaré si me parece, como es natural. Por eso pude revivir, empeñado en mi testimonio y en mi esperanza irreductible.

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Isabel, La Lirio
Foto de Fernando Trigo
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…………Yo la quise, y a veces ella también me quiso. Me atraía su rostro tumefacto de alcohólica integral de sufrida vida. Y aquellos brazos con aquellos bultos. Y sus andares como de ir subida en un caballito de tiovivo. Su tristeza redonda y cabal. Sus ojos sin mirada, sin voluntad de ver, vacíos de objetivo. La Lirio era, de entre tantos posibles, un monumento a la vida. ¡Cuántas mañanas, a las seis, se asomaba a la puerta del bar, con semblante grave, aterida y lacrimosa! ¿Me dejará entrar? ¿Me pondrá el café?, se preguntaba, aun a sabiendas de lo positivo de la respuesta. Aunque, bueno, todo hay que decirlo: en algunas ocasiones aparecía tan desastrada y con tan malas fragancias que yo le prohibía la entrada. Entonces, si la cogorza aún mandaba, se plantaba en medio de la calle, se alzaba las ropas como lo haría la cabaretera beoda de una película del Oeste y gritaba: «¡Satanás!», para enseguida lanzar una larga carcajada que terminaba ahogada por la tos. En tales casos nunca faltaba el buen parroquiano que se prestaba a llevarle el café para que, temblequeando, se lo bebiera en la calle, mientras yo seguía trabajando y oyendo las risas y los improperios que me dedicaba Isabel. Sus dicterios eran para mí como palabras de amor.

…………Durante una de las escasas temporadas (¡tan cortas!) en que dejó de deambular por las calles empujada por aquel carrito que portaba sus pertenencias, Isabel estuvo limpiando en el bar y en la casa de Joaquín Oliver y Águila Álvarez, frente al Ayuntamiento. Los propios dueños tenían que reconvenirle: «¡Para, chiquilla, que vas a gastar las losas!», «¡No le des más a eso, que le vas a quitar el color!». El día en que se despidió de aquel empleo (y ya no tuvo ningún otro), llegó al bar del Morenito, a poca distancia del de Oliver. Allí trasegábamos tres o cuatro amigos. Invitamos a Isabel sin ningún remordimiento, sabedores de que si no era por aquí sería por allá. Seguramente fui yo, el más joven, el que la subió a una recia mesa para que bailara, lo que hizo a la manera de su Jerez natal, aunque con unas singularísimas formas. Luego nos contó que, apenas iniciada la pubertad, había coincidido en la misma «casa» con la que luego llegaría a ser una afamadísima artista, paisana suya. Lo que pasa es que la otra era de una gran belleza y salió pronto de allí, mientras que Isabel, tan poquita cosa, más bien feílla, hubo de seguir ejerciendo la aciaga ocupación de soportar cuerpos sin espíritu (o como astillas, que podría haber dicho Rachel Corrie). Eso contó.

…………La Lirio fue maltratada por más de un municipal, vejada por estúpidos superlativos, socorrida por pocos y pocas, hasta que mi padre la llevó, tras largos esfuerzos de convencimiento, a una residencia que no tuvo inconveniente en admitirla, no recuerdo en qué pueblo sevillano. Volvió a Alcalá a los pocos meses y reanudó su anterior forma de vida. Pero sus fuerzas ya no eran las mismas y mi padre la llevó a otra residencia, donde permaneció hasta su muerte, años después, dedicada a lavar y fregar, a fregar y lavar. Parecía poseída por Lucris, aquella diosa de la limpieza que nos describe Tito Lutacio Relenticus en su «Tratado sobre los males del Mundo». ¡La Lirio! ¡Ay, mi Lirio! ¡Cuántas veces te veo y no te oigo! Distante y dolorosa como si hubieras muerto.

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Lana Turner
1921-1995

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…………«Tú eres maricón». Eso me dijo, casi musitando, pero enérgicamente, un mediodía de verano, en su propia casa, una linda muchacha, vamos a llamarla María, primogénita de los dueños de un establecimiento que yo frecuentaba. El establecimiento era un bar, vamos a dejarnos de perífrasis. Yo, con apenas diecinueve, ella, con apenas dieciocho, pero ella con un instinto y un alcance equiparables a los exhibidos por Lana Turner en la mayoría de sus películas. Yo le gustaba mucho: lo anormal hubiese sido lo contrario, dadas mis características físicas en aquel tiempo. Me resultaba muy agradable, me inquietaba, e incluso me sorbía el seso a ratos, pero pasar de las miradas y las bromas (a veces zahirientes por mi parte, por increíble que resulte a quienes me conocen), para mí era como si alguien que sufre de vértigo hubiese de transitar por la baranda de un puente. Y precisamente yo, que no cobijo entre mis muchos defectos el del fingimiento, al contrario de tantos que forman dispersa legión. Porque no es que, algunas veces, al tenerla cerca, no se produjera en mí la reacción vascular que pueden imaginar. Algunos amigos se percataban del estado de confusión y temor en que me encontraba. Uno de ellos me dijo: «¡Ay, los inexpertos!». Algo había de eso, pero no era eso.

…………Cuando una mujer quiere lograr a un hombre no ceja hasta que está absolutamente convencida de que es imposible (¡qué les voy a contar yo a ustedes, sean varones o hembras, si seguramente estarán cansados de tantas experiencias!). Tanto insistía que hasta fui a verla a un pueblo de la costa, donde estaba con su madre (que veía bien el posible). Volvíme a la mañana siguiente, después de haber dormido en una posada, solo, por supuesto (si no, no habría dormido).

…………María, a la que a veces veo por la calle, y por la que no han pasado los años, o ella por los años (¡qué tersa, qué fresca en el mejor sentido de la palabra!), me dijo aquel día lo que otras habrán pensado y además comentado con alguien. Pero sólo María me lo ha dicho, en la cara, con todas las letras. Y enfadada, porque le dolía de verdad (¡la verdad!) que lo nuestro no fuera posible. Mi alma no se contenta con haberla perdido.

…………No hay mucho más que contar, a menos que entrásemos en el terreno del cotilleo. Proposiciones directas e indirectas las ha habido presencialmente y por teléfono: de concejalas, de esposas de amigos, de empleadas de establecimientos, de clientas del bar cuando yo lo tenía y también después… (No todas las mujeres, ni mucho menos, tienen tan buena pesquis como por lo general se le atribuye al sexo femenino). En todo caso, ninguno de esos ofrecimientos pasó a mayores: soy un hombre decente y puro, fiel a mi condición innata (rían, rían). Sólo han sido anécdotas incipientes. Algunas, de carácter cómico, o amable. De otras es desagradable el recuerdo. Fragancia de melocotones, bellotas de alcornoque. Flores y pedradas. ¿Culpas? De la vida, esa absurda casualidad.

…………Sólo la sombra trémula se retuerce en mis manos.

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PESADILLA ESPAÑOLA. Por Rafael Rodríguez González

Me veía hablando, con argumentos sólidos y bien expuestos, ante la Asamblea General de la Organización Internacional del Trabajo. Ni Marcelino lo hubiera hecho mejor. Pero casi nadie me atendía: algunos hablaban entre sí, incluso en voz alta; otros salían, volvían para asomarse y de nuevo se iban. El embajador español se mondaba los dientes y daba cabezadas. Pocos parecían tener interés en la realidad socio-laboral de España. «¡Si no están interesados ni los propios españoles!», me dijo Hans von Einsturz, el siempre sonriente embajador alemán ante la OIT y demás organismos internacionales. «Verwechseln sie nicht die kichererbsen mit dem topf» (1), le respondí.

…………De súbito, como es normal en los sueños, víme nada menos que en el Bundestag, sentado entre los cadáveres de Adenauer y Göering. Desde la tribuna, la canciller lanzaba una de sus arengas. De pronto, sus manos se convirtieron en garras de águila vesánica, y su rostro mutó en el de la esposa del regidor del campo de Buchenwald, Ilse Koch, más conocida como «La perra de Buchenwald», famosa por su crueldad y sus sádicas orgías con los esbirros del arbeitslager. De repente, la mayor parte de los diputados se puso en pie y entonó el himno patrio:

…………Deustschland, Deutschland über alles,

…………Über alles in der Welt! (2)

En ese momento, por la megafonía se hizo una enérgica corrección: «Nein, nein!», y enseguida sonó una variante del himno:

…………Das Kapital, das Kapital über alles,

…………Über alles in der Welt!

Había invitados. Todos llevaban trajes de verdugos medievales con detalles bufonescos. Los reconocí, como Arguiñano, en un plis-plas: Rajoy, el portugués Passos, el griego Samaras, el irlandés Kenny, Mario Draghi, de Guindos, Monti, Montoro —tan achispado y jocoso como siempre—, Almunia y otros grandes hombres. También alcancé a ver, entre bambalinas, a Felipe González, Aznar y Duran i Lleida, vestidos de color Maastricht chillón. Las caras de todos estos héroes de la Humanidad se transmutaban continuamente: aparecían en ellas el general Pétain, Oliveira Salazar, el noruego Quisling, el croata Pavelic, el belga Degrelle, el griego Rallis, el francés Laval, Victor Manuel III, Serrano Súñer, Muñoz Grandes y otros colaboracionistas y epígonos del III Reich. Todos se esforzaban por seguir el canto del himno, pero sólo acertaban a repetir «Das Kapital, Das Kapital!», como si estuvieran pregonando el libro de Carlos Marx (¡qué horror!). La Merkel les silenció con sólo mirarlos. «Was wir tun! Das sind diejenigen die haber» (3), pude leer en sus labios. Se lo decía, a micrófono cerrado, al tal Einsturz, que también es secretario personal de esta nueva «capitana» a lo Ilse Koch. Concluí que herr Einsturz (4) está en todas partes.

…………Al final del sueño me vi trasladado, junto a cientos de miles de criaturas, al campo de Buchenwald, donde trabajábamos hasta caer al suelo, sin sueld0, sin medicinas y sin esperanza de pensión, «custodiados» por esos seres de rostros mudables y entrañas imperturbables. Curiosamente, Buchenwald tenía un perímetro de 7526 kilómetros, igual que España. Por la megafonía no paraban de aleccionarnos para justificar la situación. Yo fui uno de los primeros en morir, después de arrancar un altavoz y lanzarme sobre los esbirros. Mejor morir de un tiro que de hambre y humillación.

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1)     «No confunda los garbanzos con la olla».

2)     «Alemania, Alemania por sobre todo, por sobre todo en el mundo».

3) «¿Qué le vamos a hacer? Estos son los que tenemos».

4)     Eiensturz: derrumbamiento, ruina.

LA COSA ESTÁ MALA. Por Rafael Rodríguez González

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—Por favor, ¿sabe usted dónde está el juzgado número uno?

—Sí, siga usted para abajo, y en cuanto llegue a una plaza ahí está.

—Muchas gracias.

—Pero…, oiga…

—Dígame, ¿qué pasa?

—Que son diez euros.

—¿Cómo?

—Es que yo soy abogado.

—Pues me parece que va a ser que no, caballero.

—Bueno, bueno.

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No es lo mismo, en esto que se avecina, vivir en la ciudad que en el campo. Pero es que ya casi no existe el campo.

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—Mi hijo se ha quedado parado, y mi hija, y mi yerno, y mi mujer.

—¿Y tú?

—Yo me he quedado muerto.

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En los llamados, no por gusto, «años de la jambre», los gatos quedaron casi extinguidos. También es cierto que algunos se acostumbraron y siguieron comiendo gatos cuando ya se hubo recuperado la situación. Vaya usted mirando gatos y se convencerá, al cabo del tiempo (el tiempo es un aliado infalible de casi todo), de que no hay nada más parecido a los conejos. Y se guisan igual. En aquellos años no se hubiera producido una escena como la siguiente. La gata de la casa pare, y la madre manda al niño a tirar al río los gatitos recién nacidos, metidos en un saco. El niño, realizada la tarea, se va por ahí y vuelve a las tantas. «¡Niño!, ¿tú te crees que estas son horas de volver?», grita la madre, con la alpargata en la mano. Y contesta el chavea: «Ay, madre, ¿usted sabe la gente que había tirando gatos?». Vamos camino, otra vez, de que ese lance sea imposible en cualquiera de sus extremos.

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Que los robos no tienen mucho que ver con la crisis lo demuestra el hecho de que los alambres de espinos no los roba nadie.

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Estamos volviendo al reino de las legumbres. Que benditas sean por los siglos de los siglos amén garbanzos amén chícharos amén lentejas.

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Desde hace meses, las recetas de patatas y de arroz son de las más consultadas en internet.

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Sé de uno que, habida cuenta de que las tentativas de suicidio aumentan que es una barbaridad, se ha planteado montar una asesoría, pero no de seguros ni de la renta ni del IVA y demás cosas tan ominosas. Asesoría Final, dice que la titularía. El verdadero problema de tan peculiar «consultor», aparte del de actuar en la ilegalidad, sería el de asegurarse el cobro de sus servicios.

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Eso de «¡La Bolsa o la vida!» está tomando unos visos de realidad verdaderamente angustiantes.

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Conozco un interventor de sucursal bancaria que todos los días, antes de echar mano, entra en la iglesia, cosa que nunca jamás había hecho antes, y permanece en ella unos minutos. Será que vive horrorizado por lo que ve a lo largo de la jornada laboral. Si en la iglesia tramitaran con éxito mis maldiciones contra los verdaderos responsables de lo que pasa, yo no saldría ni para comer. (Alguna que otra hostia me darían).

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A todo esto, eso de «odia el delito y compadece al delincuente» está completamente fuera de lugar, quiero decir a partir de la y.

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¿Se acuerdan del pluriempleo, tan criticado? Pues ahora los únicos que lo practican son los que están en tantos consejos de administración que les resulta imposible asistir a todos.

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A muchos, cuando salimos de la oficina bancaria después de pagar la hipoteca, el IBI, la luz, el agua y cuántas cosas más, se nos tendría que abrir un proceso de beatificación más rápido que el de Juan Pablo II.

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«Cuando en tu vida penetra la miseria, una de dos, o te vas o te quedas» (Tomado del libro Las escrófulas de la vida, del pensador anamita Noag Uan To).

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Una de las «mejores» reformas que realizó Felipe González fue la que hizo posible suprimir las colas de parados a las puertas del BBV para cobrar el subsidio (¡aquellas tardes de verano a pleno sol!). Es sólo un ejemplo, uno solo, de la maestría con que ejerció una de sus misiones históricas: la de disgregar.

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El túnel del que a cada momento nos anuncian la salida se parece cada vez más al del tren de la bruja, pero en serio.

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—¿Sabes cuánto me queda de paro?

—¿Cuatrocientos, seiscientos?

—No, el resto de mi vida.

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«Después de la escasez viene la abundancia; tras ésta, la escasez. Mas a veces no viene la abundancia tras la escasez ¿No sería conveniente lograr para siempre el término medio en beneficio de la mayoría?». (Lecciones útiles, del proscrito Ma Ti Pe).

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CUANDO ACIERTO LO ADMITO. Por Rafael Rodríguez González

Algunas personas, pocas, poquísimas, recordarán que algunos, pocos, poquísimos, hicimos exigua campaña por la abstención activa, es decir, consciente y altiva, señaladora  de que votar, tanto en las generales como en las regionales —«aquí y ahora, en estas circunstancias», decíamos— era hacerlo por el mantenimiento de la dictadura. Eso es, de la dictadura. «A la dictadura por el voto», podría ser el eslogan. Esto no es de ahora, ni mucho menos, pero desde hace unos años se ha llegado al paroxismo. Dicha exhortación estaba dirigida a todos los electores, se considerasen de derechas, de izquierdas o de lo que fuera. Todos (con las naturales exepciones) estaban inmersos, y lo siguen y seguirán estando, en problemas que no hace falta detallar.

…………Así que el 20-N y el 25-M llegó el votante del PSOE, con una sugestión obsesiva «como entre el PP…». Llegó el votante del PP, preso del delirio de «verás como esto se endereza cuando echemos a esta gente». Llegaron más votantes, como los de algún partido que se las da de nuevo y puro, pero que es tan inmisericordiamente pecador como tantos otros a lo largo de la Historia moderna: enarbolan signos sagrados a la vez que esquivan lo fundamental, el meollo: la lucha de clases. Llegó el votante de IU, casi convencido, una vez más, de que su voto pudiera servir para frenar la epidemia, como si una cataplasma fuese útil contra la gangrena.

…………Y bien, ¿qué han conseguido, unos y otros? Pues que todas las papeletas de voto tomen cuerpo, en la práctica, en un solo grito unánime: «¡Vivan las cadenas!». ¿O es que no lo comprobamos cada día que pasa? ¿Cómo hay que llamar a esto que venimos padeciendo si no es con el nombre de dictadura? Una dictadura avalada por los votos (a quienes fueren) y alimentada por la alianza, unas veces tácita, otras explícita, de los partidos. O sea, que se ha llegado a la nada, desde la nada a través de la nada.

…………IU es el paradigma de lo que puede lograrse votando. Al tiempo que despotrican contra algunas fechorías y dicen que «se parten la cara a diario contra el capitalismo», entran a formar parte de un «sub-Gobierno» encargado de «sub-administrar» los dictados del Capital cosmopolita. Ojalá que el desastre en que circulamos (de cabeza hacia la hecatombe), al menos se lleve por delante algunas de las ignominias de un sistema que hace apariencia la realidad y realidad la apariencia. Ojalá que en la conciencia de millones de personas tome cuerpo la certeza de que salir de este sistema no es posible sosteniendo a sus propios sicarios, que son los partidos existentes.

…………Con quienes sigan atrapados en el continuismo y la reacción, paciencia y pedagogía práctica. Pero quienes quieren un cambio verdadero no pueden esperar a que les lluevan pétalos dulces y multicolores. «Hace falta», rezaba un eslogan de IU, hace años. Hace falta, decimos ahora (algunos desde hace muchísimos años), que IU sea arrojada al contenedor amarillo, facilitando así que nazca algo nuevo y rompedor, revolucionario, fuera de la diátesis electorera y del más ridículo y obsceno esnobismo.

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LA LIBERTAD DE NO VOTAR, EN «CARMINA»

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PASMOSA Y SINGULAR. Por Héctor Baudilio Cárdenas Postigo

El profesor Visus Masveo, que sigue en tierras norteamericanas, no ceja en su empeño de encontrar cosas raras, o, por lo menos, más que infrecuentes. Tarea propia, a mi parecer, de raros, o, por lo menos, de infrecuentes. Él dice de sí mismo que es normal, pero no corriente. Sea. Ahora nos envía una sarta de versos compuestos por un chico mexicano que acaban de expulsar de la Universidad de Albuquerque. La versión oficial es que trapicheaba con drogas. Lo real, siempre según Visus Masveo, es que ha dejado embarazada, aún no se sabe cómo, a la única hija del executive director, un tal Browning. Visus Masveo dice en su misiva que los versos de Héctor Baudilio constituyen uno de los máximos exponentes de la nueva poesía chicana, a la que el profesor («normal, pero no corriente») califica de pasmosa y singular. De eso no hay duda alguna. De ahí el título que le he puesto.

(Rafael Rodríguez González)

Estuve loco por ti.

Ahora lo estoy por mí.

Válgame el Diablo a mí.

Que Dios te recoja a ti.

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Yo, de la cabeza a los pies.

Tú, ni mirándome me ves.

Yo, del derecho y del envés.

Tú, …tú no tienes interés.

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Maréame como en un zoco,

pónme como loco,

conviértete en el foco

que alimente mi sofoco.

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De difícil acceso

eres, pero mi beso

grueso, ardiente, espeso,

logrará sorberte el seso.

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Nada que sirva de valla.

No hay tope ni muralla.

Ni ejército ni metralla.

Ni una ligera batalla.

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¡Cuán triste que es mi caso!

Marcho sin remedio al ocaso.

¡Cuán amargo el sabor del fracaso!

Ya ni siquiera me espera un acaso.

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No, ya de mí no te considero

el deleitoso abrevadero.

No, ya no soy el atijarero

que alegre surtía tu cotero.

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¿POR QUÉ TE DISCULPAS?. Por Rafael Rodríguez González

No me ha parecido bien, hermano, que te hayas disculpado. Ya sé que te habrán atosigado con eso de que hay que dar una respuesta, que hay que calmar a tantos como ladran, que hay que cuidar de la imagen… Parece mentira que hasta un rey tenga que soportar ese tipo de servidumbres. De todos modos, hermano, creo que podrías haber resistido la presión de tantos hipócritas.

¿Cuál es el máximo deber de un rey? Pues está clarísimo: vivir como un rey. ¿Qué es lo que has hecho tú desde siempre, incluidos esos días pasados en tierras de negritud? Clarísimo también: cumplir con tu deber. Y los hipócritas, los sepulcros blanqueados, los que está siempre acechando para soltar las frases que satisfagan a sus clientelas, te critican. ¡Por cumplir con tu deber, hermano! ¡Qué gente más falsa, Juan!

Siempre se ha dicho de alguien que vive muy bien que lo hace a cuerpo de rey. Es como decir que esa persona se da a sus caprichos, que disfruta del momento, que usa los medios que tiene para vivir… a cuerpo de rey. El rey que no cumple con su deber merece ser destronado. ¿Para qué querríamos un rey que no se comporte como tal? ¿Qué quieren algunos, un oficinista que se limite a firmar lo que le lleve el Gobierno y a decir palabras protocolarias en actos oficiales? Pues no; un rey, entérate bien, hermano –que algunas veces parece que estás en la inopia-, es, ante todo, el principal individuo del reino, a elevada distancia de todos los demás, y por eso mismo tiene unos derechos individuales muy distintos a los del común de los mortales. ¿Cómo y por qué un rey, en este caso tú, ha de pedir disculpas por irse a cazar elefantes, pavos reales o lo que le dé la gana? De verdad que me resulta inconcebible.

¿Sabes, Juan, lo que has conseguido con tus disculpas? Que algunos digan que cuando has afirmado lo de que no se volverá a repetir deberías haber añadido: «porque ya no estoy para esos trotes». La gente es muy mala. Yo estoy convencido, hermano, de que debes pasar a la ofensiva. O sea, poner a toda esa gente ante la disyuntiva: ¿queréis rey o no?; porque si lo queréis tiene que ser verdaderamente un rey, es decir, tiene que vivir como lo que es: de yate en yate, de palacio en palacio, de cacería en cacería. Si no, atreveros a poner la cuestión en manos del pueblo mediante un referéndum, que ya veréis el tiempo que vais a tardar en ser arrojados al mar, atajo de hipócritas. Venga, venga, que le pregunten al pueblo. No te amilanes, Juan. Ser rey o no serlo, esa es la cuestión.

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(*) He de explicar por qué tuteo al rey y le llamo hermano. El caso es que su madre, doña María de las Mercedes, me tuvo en brazos recién nacido, en la visita que hizo al hospital de la Cruz Roja en marzo de 1955, siendo yo el único de los niños que recibió aquel privilegio: soy, pues, «hermano de brazos» de Juan Carlos. Conste que nunca he querido aprovecharme del parentesco.

«EL BOMBONA» EN DIEZ HOJUELAS. Por Rafael Rodríguez González

A Paulino García-Donas, que quiso a Agustín


«Pocas veces habré estado igual de bien acompañado»

(Foto: Fernando Trigo
Archivo R.R.G.)

Si a Hércules, además de los doce trabajos que le encargaron, le hubieran añadido el de describir a Agustín Olivera Carmona, seguro que no hubiese logrado la gran celebridad de que siempre ha gozado. O sí, aunque de muy distinto tenor: el fracaso hubiera sido tan sonado que la fama la habría adquirido por ser uno de los inquilinos más destacados del monte del Fyasco, que era adonde los dioses mandaban a los perdedores (dicho promontorio está cerca del Olympo, claro que a menor altura).

Ninguna de las pocas personas que le conocimos en profundidad somos capaces de describirle. Es taxativamente imposible. Siempre que, entiéndase bien, usemos el vocablo describir en su término más riguroso y cabal. Podré, en mi caso, contar algunas anécdotas, definir algunas pinceladas, pero me será inalcanzable transmitir el ser de Agustín: su mirada, sus llegadas, sus despedidas, la cara que ponía ante tal o cual circunstancia. Porque Agustín se expresaba, casi exclusivamente, a través de sus gestos.

Tal vez si Velázquez le hubiera pintado, como hizo con Inocencio X… ¡pero qué va, ni siquiera el genial Diego lo hubiese conseguido! Gracias al arte del sevillano, el rostro del Papa manifestaba todo lo que era, porque era lo que era, y ya está: un elemento de mucho cuidado: nada de inocente, el tío; pero Agustín tenía más registros que el mejor órgano de la mejor catedral, y eso no se puede pintar, ni explicar por escrito ni de ninguna otra forma que no sea oyendo sus armónicos sonidos. Porque si tratáramos de un ser imaginario, vale; o de un ser real, pero simple, también. Mas queremos hacerlo de uno que supera, realmente, lo imaginable; que escapa a cualquier posibilidad de aprehensión, ni siquiera parcial.

Bueno, entonces —me podrá decir el ya renuente lector—, ¿a qué hablar del tal Agustín, si no vas a conseguir que le conozcamos cabalmente? En primer lugar, para complacer a algunos amigos que disfrutarán recordando algunas escenas o imaginando a Agustín en otras que no presenciaron. En cualquier caso, esos que tuvieron la suerte de conocerlo sí que lo verán descrito, no por mis impotentes palabras, sino por medio de la memoria indeleble que en sus molleras permanece. Sólo por eso merece la pena ponerse a escribir.

Pero además para sugerir en las mentes de quienes le trataron poco, o no le trataron nada, sea por motivos de edad u otras circunstancias, una especie de cabalística sobre el personaje. Ahí sí que me temo que mis palabras no alcancen ni una cuarta parte del propósito. Y entonces los dioses no tendrán más remedio que mandarme al monte del Fyasco.

Dejemos sentado, antes de nada, que Agustín era siempre el protagonista en cualquier  lugar y circunstancia. No porque él lo procurase (todo lo contrario), sino porque concitaba la atención de todo el mundo, fueran dos, siete, quince o cincuenta las personas reunidas o simplemente presentes.  Se diferenciaba más que la noche de la mañana de esa gente que quiere ser el niño en el bautizo, el muerto en el entierro, etcétera (incluso el hipotecado en el desahucio). El protagonismo le venía dado por su sola presencia: era completamente distinto de los demás, nadie se le parecía en nada. En fin, que si digo que era quien más destacaba de entre todos los concurrentes, estuviera donde estuviese, ya se figuraran —digo quienes no le conocieron o le vieron poco— que estamos ante un ser especial.

Me parece necesario advertir, para terminar este proemio, que las reseñas que siguen no guardan un estricto orden cronológico.

¡Con lo bien que lo pasaba pasando por sordo!

PRIMERA HOJUELA

Antes de empezar a juntarme con él le veía pasar, ágil, dispuesto, serio de una seriedad propia de tarea realmente seria, con la bombona al hombro, camino o de regreso de un piso, de una casa. Ningún repartidor más rápido y cumplidor, ni más amable. Agustín era «ayudante», porque en aquella época los camiones de bombonas de butano tenían dos tripulantes.

Agustín se presentó un día a las ocho de la noche en la «butanería», con la intención de comenzar el reparto. ¿Por qué, si la jornada daba comienzo a las ocho de la mañana y finalizaba a las tres del mediodía? Pues porque Agustín, en aquella tarde-noche de invierno, se despertó de una prolongada y desorientadora siesta, iniciada bajo los efectos de una anestésica ingesta de caldo, no precisamente del puchero. De modo que Agustín, que había consultado el reloj nada más despabilarse, y que seguía con el mono puesto, se encaminó raudo desde la calle San Miguel a la de Mairena. No es que no advirtiera, por el camino, cosas extrañas: un ajetreo distinto del acostumbrado, las tiendas abiertas… Pero él iba a trabajar, cosa sagrada. Y, como siempre, con el afán de hacerlo puntualmente. Por fin, llegado al tajo, Joaquín Osorno, el dependiente de la taberna lindante con la «butanería», le preguntó, sorprendido, adónde iba. El Pichi, que así apodaban al dependiente, no paraba de reír cuando Agustín le dijo que a trabajar. También Agustín rió de buena gana, elevando los brazos y agitando las manos sobre la cabeza, en un gesto tan característico de él.

«La madre que tenga un hijo…»

SEGUNDA HOJUELA

Agustín era hombre de estatura media-alta; de buena figura, delgado y recio (a lo escuálido y esquelético no llegó sino en sus últimos tiempos); resultaba ciertamente elegante si el atuendo le ayudaba lo más mínimo. Sin embargo, lo que más destacaba en su grácil fisonomía era una nariz hermosa, sin llegar a excesiva, y una más que descollante nuez, que parecía dotada de vida propia dentro del enjuto y alto gaznate.

Aunque su vida siempre estuvo afectada de inconveniencias, la aceleración de su deterioro se la proporcionaron el despido de su empleo (los conductores quedaron como únicos tripulantes de los camiones) y algo después la muerte de su madre, Manuela Carmona Franco (sobrina-nieta de Joaquín el de la Paula). Manuela era una mujer hacendosa, pero serlo no le libraba de algunos de los males que la pobreza impone, sobre todo cuando es heredada de generación en generación. Los dos hijos que se le habían muerto, Manolín y Fernando, siempre estuvieron cuidados y decentemente vestidos, igual que Agustín, pero algunas costumbres y determinadas carencias, como las alimentarias, todo empeorado por la aguda senilidad de Manuela, influyeron mucho en el tercer tercio de la vida de Agustín.

Y cuando Manuela faltó, su ya único hijo quedó a merced de la indulgencia del destino, es decir, de ninguna indulgencia.

«Juventud, divino tesoro…»

TERCERA HOJUELA

Cuando una noche llegué a la taberna que más frecuentábamos por aquel entonces, me di cuenta enseguida de que Agustín estaba deseando verme llegar. Servidos los vasos, no tardó en decirme: «¡Me pincha, ay, me pincha!». Le interrogué con la mirada. Me señaló a la parte posterior de su pescuezo, sin dejar de hacer movimientos parecidos a los que provoca el mal de San Vito. Fue al momento que, en una dependencia aneja a la taberna, extraje dos alfileres del cuello de su camisa recién estrenada. Su impericia en esas lides no le había permitido quitarle, por no haberlos visto, ni siquiera previsto, todos los que una de esas prendas suele contener. Añadamos, porque para qué ocultarlo, que en aquella época cada camisa que se quitaba iba derecha a la basura.

Pudo ser cualquiera de esas noches cuando, ausentes aún otros frecuentadores de la taberna, Agustín me contó lo de su visita al dentista, años antes. Ya sentado en el maléfico, o, según se mire, magnificente sillón, el sacamuelas fue a otra dependencia en busca de algún instrumento. Momento que Agustín aprovechó para salir de la consulta como alma que lleva el diablo. Y tal y como hubo entrado: con su dolor de muelas. La repulsión de nuestro amigo a las agujas y demás instrumentos sanitarios era superior a la que algunos sienten al trabajo. ¡Mucho más!, por difícil que sea de creer.

Unas copitas en La Bodega. Paz y sosiego

CUARTA HOJUELA

La primera vez que vi llorar a Agustín fue estando sentados en un banco de la plaza del Duque, el mismo en el que un año antes nos había hecho una foto Fernando del Trigo, en la que están con nosotros, y nosotros con ellos, Diógenes Domínguez y José Brea Ortiz, el Picoro de Alcalá (pocas veces habré estado igual de bien acompañado).

Sacó del bolsillo una carta, enviada, desde no recuerdo qué pueblo de Cádiz, por una hermana de la Caridad. Esta hermana se había interesado por la situación de Agustín —ya después de la muerte de Manuela—, y le había ayudado en algunas cosas; pocas, desde luego, porque Agustín, de ser mirlo, si no blanco del todo sí que lo hubiera sido tipo cebra: a rayas. En un momento dado la habían trasladado a un nuevo destino, y desde él se dirigía a Agustín, deseándole la mejor de las suertes y dándole algunos consejos de índole religioso y también prácticos. Consejos, unos y otros, que a Agustín no podían servirle. Los inseguros raíles por los que había discurrido su vida, que eran la familia y el trabajo, ya no existían. Estaba solo, por más que algunos le hiciéramos más leve la soledad, siquiera a ratos. En realidad, siempre había estado existencialmente solo, pero no es lo mismo estarlo teniendo buenas facultades que cuando ya apenas, y a duras penas, te sostienen.

Empecé a leer. Ahora podría decirles que, como soy viejo, se me nublan los ojos de lágrimas al revivir el episodio; pero aun siendo eso cierto, también entonces, teniendo yo treinta años, me ocurrió. Ir leyendo la carta de la beata, ver la cara que iba poniendo Agustín, verlo llevarse el pañuelo a los ojos… Terminé por concluir la lectura oral antes de la que continúe haciendo con la vista: no podía seguir pronunciando. Quedamos en que yo le escribiría la contestación, casi a su dictado, y así se hizo días después. Cuando le leí la respuesta apretó los labios, suspiró y subió y bajó la nuez cuatro o cinco veces. Después, al tiempo que daba con el dorso de la mano en su pierna, dijo: «Sí». Yo sabía que tras el sí y el golpeo estaba la más emocionada de las aprobaciones.

La segunda fue en la casa donde yo vivía a comienzos de los noventa. Recuerdo que vivían conmigo seis gallinas. Eran muy diferentes unas de otras, me refiero a su personalidad, como ya he contado en otro lugar. A una de ellas la conocía para mis adentros como «la Agustina»: tanto se parecía en gestos y actitud a mi amigo. Como siempre, puse alguna grabación. Los preferidos eran Manolito María, Fernanda, Juan Talega, Fernandillo, Perrate, Antonio Mairena, Joselero… Lo primero que escuchamos fue un cante de Manolito, a quien Agustín conoció y del que incluso fue vecino durante unos años, en la calle Ángel (no cabe mejor nombre para moradores que tenían tanto). Cuando Manolito cantó, estremecedoramente, aquello de «Endeque murió mi mare/la camisa de mi cuerpo/no tengo quien me la lave», Agustín rompió en un llanto que se esforzaba en reprimir.

Agustín fue, de joven y aproximadamente hasta los cuarenta, persona de gran agilidad, de reflejos asombrosos, capaz, en un combate de boxeo, simulado o no, de llegar al rostro del adversario decenas de veces, mientras el suyo permanecería intocado. Algunas personas me han referido que, cuando jugaba al fútbol, una habilidad pasmosa le llevaba de una portería a otra sin que nadie, al menos por las buenas, pudiera impedírselo. Pero esas dotes las fue perdiendo irremediablemente. Una alimentación escasa y desastrosa, el tabaquismo, el excesivo consumo de alcohol (siempre con la barriga vacía), todo ello durante tanto tiempo, no dejaban de nutrir el avance del mal del que a su vez eran causantes casi al cien por cien: la pelagra es una enfermedad cuyo origen y desarrollo se encuentran en una vida de hábitos insanos y necesidades no satisfechas.

No es cosa de negar que Agustín tenía, además, un ramito de locura; veta que procede, en casi todos los casos en que se produce, incluidos los de algunas personas que ahora estén leyendo esto, de su propia genética, sea desde la primera, segunda o tercera generación y por cualquiera de los dos lados coadyuvantes. O por los dos.

Justo en el centro (no sé por qué se agachaba), Dionisio, “Don Dionisio”

QUINTA HOJUELA

Agustín visitó varias veces aquella casa de la calle Corachas durante los cuatro años en que habité en ella, años que coincidieron con los últimos de su vida. En no pocas de esas ocasiones llegaba acompañado de nuestro amigo Jorge Pérez Díaz, que siempre, en connivencia conmigo, venía dispuesto a cocinar algún plato que complaciera a Agustín, tan necesitado de comer caliente y bien. Pero sólo lo conseguíamos de higos a brevas. Sus innatas manías (insisto, ¿hasta qué punto heredadas?), llegaban a ser realmente invencibles, aunque con un reducidísimo número de amigos transigía de vez en cuando, aceptando de buen grado la ayuda, el ofrecimiento y la disposición que le manifestábamos.

Privado de verdaderos medios de higiene, Agustín se lavó en aquella casa en tres o cuatro ocasiones. Recuerdo perfectamente que en la última de ellas, ya con una nueva muda completa (y quitados todos los alfileres de la camisa), se puso un flamante abrigo largo que le había traído Dionisio, nuestro inconmensurable amigo. Debajo, un traje de espigas de color café con leche, también aportado por Dionisio. Arriba, una mascota que yo, conocedor más o menos de su talla craneal, le había comprado. Y fue así como Agustín (además bien afeitado) salió aquel día a la calle: todo el mundo le miraba preso de curiosidad y admiración, nadie quedaba indiferente al verlo pasar; o mientras a pie quieto, en la puerta de La Bodeguita del Duque, miraba a un lado y a otro, divertidamente serio, sintiéndose extraño pero al mismo tiempo satisfecho, diría que hasta ufano, dentro de aquel atuendo. Se asemejaba al bueno de cualquier película del Hollywood de los primeros años. También hubiera podido parecerse al malo, pero su cara no casaba con ese papel.

«Una descollante nuez, que parecía dotada de vida propia dentro del alto y enjuto gaznate»

SEXTA HOJUELA

Agustín era poco hablador. Por tanto, no peroraba sobre esto o aquello, ni sobre el cante o el baile o la guitarra, que eran, en su vida, los únicos elementos realmente importantes, además, naturalmente, de la verdadera amistad. Él manifestaba su entusiasmo o aprobación con un hondo «¡Eso es!», cuando no con un proverbial «¡Por ahí se va a la Macarena!». Otras veces, con el «¡Ay, mama!», lo mismo podía expresar su rechazo o resignación ante lo que estaba viendo y oyendo, que un sobrecogimiento ante algo que le agradaba enormemente. Pero esas poco más que interjecciones, su mirada transmisora, su sonrisa en los ojos, el movimiento de los hombros, el agitar de sus manos, en fin, todo lo reunido en su figura y surgido de ella, eran como un compendio tangible, personificado, de tantos años —¿doscientos, trescientos?, menos mal que no se sabe— de arte y expresión flamenca. No he conocido un «casi total silencio» más expresivo e iluminador en toda mi vida. En relación al flamenco y a todo lo demás.

No era capricho, sino mandato inteligente y natural, el que yo, tantas veces en que me hallaba «enreáo» en alguna reunión en la que podía salir algo de flamenco, encargara a algún buen amigo que le buscara y trajera: «Llégate por Agustín, seguro que está en el Derribo». Llegado él, el ambiente adquiría una dimensión distinta: los cinco, o los siete, o los nueve reunidos notaban algo especial: no se trataba de que hubiera llegado un elemento más, un nuevo participante: se había personado una especie de patricio de la historia, un presente de historia con muchas historias dentro. No es que todos los reunidos lo apreciaran así, pero hasta al más despistado la presencia de Agustín le causaba, como poco, una sensación extraña y agradable, una leve incógnita, un sutil desconcierto. No sucedía sino que allí, acodado en el mostrador, sentado o erguido, estaba un hombre que, sin él mismo sospecharlo, tenía en sí los ecos del pasado y la autenticidad, no sólo estética, sino también moral. Ecos que llegaban a nosotros así, sin más historias, sólo por su presencia. ¿Qué era? ¿Cosa de magia? Digo yo que no, pero aun así, ¿cómo transmitía eso tan indefinible? Magia no, pero sí misterio.

Agustín no necesitaba ser ingenioso, ni contar chistes, ni aparentar nada (¡aparentar Agustín, vamos!): era Gracia metida en huesos, carne (poca) y movimientos. Una tarde-noche de Abril en que estábamos él, Dionisio («Don Dionisio», le decía Agustín, con sincero y absoluto respeto por su condición de maestro de escuela), Jorge y yo, ya un poco animados en la taberna de Antonio el del Derribo (él y su mujer, María, dignos de eterna recordación), decidimos irnos a la Feria de Sevilla. En autobús, que cogimos allí mismo. Agustín llevaba el traje de espigas, terno que ya iba mostrando signos de inevitable deterioro. Paseamos, entramos en una o dos casetas de las llamadas libres (y por eso atiborradas). En un puestecillo vi sombreros cordobeses, de cartón, naturalmente. Compré uno para Agustín: le venía a la medida. Poco más allá, una gitana vendía claveles: uno de ellos fue a parar a la solapa de Agustín. Y ahí fue la suya. El verdadero espectáculo, el de verdad vivo, no estaba en las casetas, ni la máxima atracción en la calle del infierno: iba andando por las calles del ferial. Agustín era en ese momento un personaje catapultado desde muchos años atrás y puesto allí, en la Feria de Sevilla del año de la Expo. A nadie pasaba inadvertido; niños había que tiraban de las manos de sus padres para señalar al personaje, semejante, quizás, a alguno de los que aparecían en las ilustraciones de los cuentos; era como si un sobrino-nieto del Planeta, o un hijo del Loco Mateo, tal vez un tío de la madre del flautista de Hamelín, hubiese resucitado y paseara por la Feria de Sevilla como si el tiempo no existiera.

A él le agradaba que la gente le mirara, mas en ello no existía fatuo orgullo, sino divertimento compartido. Agustín se sentía contento con el sombrero y el clavel. Parecía, además, como si esos dos elementos ornamentales le proporcionaran una velocidad propia de otros sus tiempos: era como si fuese el único participante de un desfile. Hube de frenarlo: «Para, Agustín, que vamos a tomar una copita». (Ni Dionisio ni Jorge resistían una marcha tan ligera).

Batiéndonos en retirada, y sin por un momento dejar de ser observado Agustín por el populacho, tomamos el autobús, donde casi todo el mundo estaba ya de cabeza caída. Nosotros, por el contrario, fuimos cantando y haciendo compás desde Sevilla hasta Alcalá, en la plataforma trasera que aún entonces tenían los autobuses de Casal. Bien que nos divertimos los cuatro. Agustín, al llegar nuevamente al Derribo, y mientras los demás nos alejábamos, cada uno para su olivo, se quedó plantado en la acera. Seguramente permanecería allí un buen rato, fumando, mirando a un lado y otro, aún con el sombrero y el clavel encima, creyendo posible que apareciéramos nuevamente para seguir juntos. Había estado unas horas acompañado por gente de su total agrado, y ahora tenía que volver a la oscura soledad de su inhóspita morada.

Aquella noche, y lástima que no haya quedado constancia documental de ello, Agustín fue el mago de la Feria, aquel hombre tan raro del traje de espigas y el sombrero de cartón negro. Algo imposible para cualquier otro humano. Cualquiera de nosotros hubiera resultado un payaso vulgar y chabacano. Él, por el contrario,  era el personaje.

Agustín con Manolo «El Poeta de Alcalá»

SÉPTIMA HOJUELA

La memoria de Agustín no fue nunca lo que se dice un portento. Pero por lo menos pudimos conocer, a través suya, algunas cosas de esas que en cuestión de poquísimos años desaparecen y nunca más pueden recuperarse, ni siquiera de oídas (y que es lo que definitivamente ocurrió una vez muerto Agustín). Por ejemplo, el cante de campanilleros. Agustín fue capaz de recordarlo íntegro (me parece que tenía siete u ocho estrofas) en una sola ocasión. Conste que lo cantaba muy bien, y, como ya nadie lo cantaba ni lo conocía, por supuesto que mejor que nadie: o sea, que también era único en eso. No era el mismo cante de campanilleros que hacían Manuel Torre y otros, sino uno algo más solemne y con unas letras más próximas al canto litúrgico, aunque totalmente inserto, el conjunto, en el flamenco más auténtico.

Cuando cualquiera de sus más próximos le insistíamos en que cantara tal o cual cosa, Agustín se esforzaba en recordar, pero las más de la veces daba en la mesa o en el mostrador con el dorso de la mano: «¡Ay, que no me acuerdo!». Y ahí había que dejarlo, todos sonriéndonos, contentos de seguir contando día a día con aquel desmemoriado que nos traía ecos, aun sin pronunciar palabra (¿ya lo he dicho antes?) de la memoria inmemorial.

Unas coplillas que nacieron de algún sufriente e ingenioso soldado, no se sabe en qué fecha, eran cantadas por Agustín lo mismo por soleá que por bulerías. Esas letras se referían a las condiciones en que se hacía el servicio militar donde, por rebote, fue a caer nuestro quinto.

La madre que tenga un hijo,

si quiere que se le muera,

que lo mande a la Turquilla

o a los campos de Pineda.

A los campos de Pineda,

cuartel de caballería,

donde los hombres no duermen

ni de noche ni de día.

Faltan cinco o seis estrofas más, pero mi senilidad avanza más rápidamente que la de aquella mujer que siempre andaba con las manos enlazadas bajo el delantal recogido, y mi memoria ya no es el prodigio que tal vez nunca pudo llegar a ser.

Agustín nunca fue pícaro, ni siquiera picarillo, pero a nadie le amarga librarse de obligaciones odiosas, de modo que desde el primer momento, aconsejado por su hermano Manolín (que toda su vida fue un pícaro redomado, si bien inocuo), se dio trazas de hacerse pasar por disminuido en sus facultades auditivas, por lo que, en el cuartel de Sevilla a que lo destinaron,  se encontraba libre de prácticamente todos los servicios. Pero, ay, un día, mientras Agustín, el soldado casi sordo, estaba junto a la baranda de madera de un corredor del ajado cuartel, del aparato de radio residente en la cocina salían cantes flamencos. Agustín, al oír alguno de su gusto, y como no podía ser de otra manera, se puso a hacer compás sobre la vetusta baranda. El capitán observó la escena: «Conque sordo, ¿eh?». Y así fue como Agustín pasó casi dos años en La Turquilla, donde los soldados tenían que bregar con toda clase de animales del Ejército. Me estoy refiriendo a los de cuatro patas, aunque también los había de dos, como patos, gansos y pavos. Briega que, como ya supondrá hasta el más lego, requiere de horas y esfuerzos casi sin límites.

De allí volvió Agustín con dos patadas de caballo, el mordisco de un cochino y una semana de arresto. Y unas ganas de Alcalá que no le cabían en el pecho.

Alcalá 1965 (vista del Castillo)

Fuente «La Voz de Alcalá»

OCTAVA HOJUELA

Nuestro amigo era endeble de memoria, sí, pero sólo en lo que afectaba a las palabras. Porque los ritmos y el compás, en cualquiera de los estilos musicales, eran para Agustín como los dedos de sus manos. Sonara lo que sonara, hasta cierto punto, claro. Agustín se movía, o bailaba, solo o acompañado, como si la música fuera parte integrante de él, o él de la música. De todos modos, eso ocurría muy contadas veces. Ya lo he referido en otro lugar: una noche bajábamos Dionisio y yo hacia una taberna de la plaza del Duque, por la acera de la Casa de Socorro. Entonces aparece Agustín por José Lafita; ya está en el centro del paseo; nosotros tocamos las palmas por bulerías, firmes, sosegadas, no vertiginosas; y entonces Agustín se marca un baile en aquel marco que ya hubiera querido Carlos Saura para alguna de sus películas.

Carlos Franco

También recordaba algunas, muy pocas, de las sencillas letrillas que Carlos Franco, el tío de la madre de Agustín, cantaba por tabernas y callejas y casas de vecinos. Vamos a transcribir dos variantes de una que dedicó a su sobrino-nieto:

Pobrecito el Agustín,

no sé lo que l’ha pasáo,

que tiene más menos carne

que la cola un bacalao.

Al pobrecito del Agustín

le tenemos que decir,

que tiene más menos carne

que el canasto un albañil.

Y también una que Agustín lo mismo cantaba por tarantos que por fandangos que por lo que fuera:

Yo entré en un jardín de flores

a comprar un real de puntillas,

y me contestó el sacristán

que estaba haciendo un gazpacho,

¡Ay, pájaro frito, limones agrios!

NOVENA HOJUELA

En sus últimos años, algunas noches, no todas, a Agustín se le venían apareciendo «muñecos» a los pies de la cama. Esas visiones le alarmaban en el momento de tenerlas, dado que desconocía por completo el origen y la naturaleza de los muñecos, pero cuando me las contaba resultaban como si hubiesen sido producto de un sueño. Incluso se reía. No sé si se trataba de delirium tremens propiamente dicho, pero de que eran alucinaciones no hay ninguna duda. Tenemos aquí, fuera o no delirium tremens, otra singularidad de Agustín: él no veía bichos repugnantes, sino muñecos que, al recordarlos al día siguiente, le hacían reír. Una risa asombrada, eso sí.

Un mediodía de primeros de noviembre de 1994 le llevamos, Dionisio y yo, al hospital de Valme. La noche anterior, y después de más de quince días sin aparecer por allí, llegué a La Bodeguita del Duque, decidido a convencerlo de lo que yo mismo no estaba convencido: que tenía que ir al hospital, porque si no… Quince días o más, he dicho, estuve sin bajar al Duque: para qué verlo cada vez peor, cada vez más cerca del final; más que avecinándose, entrando en lo irremediable. Aceptó. Y a la mañana siguiente, puntual, esquelético, con el temor en los ojos (¿y ya la renuncia pensada?), se introdujo en el coche de Dionisio. Por el camino me entregó las llaves de la casa en que durante tantos años malvivió, y el dinero que tenía guardado: una cantidad modestísima pero que por eso mismo cualquier otra persona hubiera ido gastando en la diaria alimentación y otras cosas imprescindibles. Quedó ingresado. Tanto Dionisio como yo sabíamos en qué acabaría todo aquello, y así lo comentamos durante el regreso a Alcalá.

El doctor Marín León, en su informe de asistencia del 26 de noviembre de 1994 (fecha del alta voluntaria de Agustín), escribió, entre otras cosas, lo siguiente:

«…Se trata de un paciente que presenta malnutrición, con mala absorción, trastorno del humor y lesiones pelagroides dérmicas, sugestivo todo ello de una pelagra».

«Se ha instaurado tratamiento con dieta, negándose el paciente a comer a pesar de habernos adaptado a la voluntad de la dieta del paciente. Se intenta poner nutrición parenteral con aportes elevados de Miacina, para dejar en reposo el intestino e intentar dejar recuperar la mucosa, pero el paciente también se niega».

«Por otra parte presenta una neumonía cavitada en LII, que dados los antecedentes del paciente se planteaba la posibilidad de una tuberculosis. Se ha instaurado tratamiento con  Clindamicina y Ceftriozona, que el paciente ha realizado durante 8 días, y no hemos podido evaluar la respuesta radiológica, aunque clínicamente la auscultación sugería la situación similar (…) El paciente, que desde el principio ha presentado en múltiples ocasiones una conducta con poca colaboración [Agustín se había negado a que le hicieran casi todas las pruebas], lleva insistiendo varios días en irse voluntariamente, habiéndole podido convencer en varias ocasiones, pero en la situación actual el paciente se niega totalmente a cualquier tipo de cooperación y pide el alta voluntaria; a pesar de mi persistencia el paciente no acepta permanecer en el Hospital ni recibir ningún tipo de tratamiento». Y el voluntarioso doctor finalizaba con el preceptivo diagnóstico:

1.- Pelagra.

2.- Mala absorción.

3.- Neumonía cavitada en LII.

4.- Etilismo crónico.

5.- ¿TBC pulmonar?

Fernanda de Utrera

DÉCIMA HOJUELA

Agustín, que era un remanso de paz, un refugio de placidez, un ser de un extremado buen comportamiento, también tuvo una etapa en que sacaba los pies del plato en cuanto alguien que él presumía molestoso se acercaba. Conste una parte de la verdad: distinguía a un molestoso a mil kilómetros, pero exageraba mucho. También es cierto que esa facultad la posee más gente, pero a la mayoría no nos da por coger una silla con el propósito de golpear con ella al molestoso. En realidad, lo de coger la silla e intentar alzarla (las fuerzas no le acompañaban, aunque sí los nervios) sólo lo hacía cuando estaba con sus más seguros amigos, que, siempre alertas, sólo con mirarlo o ponernos delante le hacíamos desistir de actitud tan riesgosa (sobre todo para él). A Agustín, en aquel tiempo, le resultaba molestoso cualquiera que no se comportara con la exquisitez de la que él era ejemplo; también todo aquel que de alguna forma interfiriera en el «microambiente» en que él se hallaba con sus amigos (todo esto se producía casi exclusivamente en un bar que frecuentábamos mucho por aquel tiempo, «Los Cuatro Vientos», cuyos clientes le resultaban desconocidos en su mayoría). Molestosos hay más que moscas, pero si uno se dedicara a matar moscas no le quedaría tiempo para nada más.

Manuel Ríos Vargas había concertado una cita con Fernanda de Utrera, en casa de nuestra diosa, y Agustín vino con nosotros. Se trataba de hacerle una entrevista que se publicaría en Alcalá/Semanal. Nunca vi bajar y subir más la nuez de Agustín que aquel día cuando nos dirigíamos a Utrera. El hijo de Manuela Carmona y sobrino-nieto de Carlos Franco, el hijo del betunero, el máximo trabajador en la carbonería de Saturnino y en el reparto de bombonas de butano, el soldado al que no dejaron ser sordo, el humilde en todos los sentidos, incluido el de su sapiencia, el Agustinito, como todavía lo llamaban algunos viejos, el delicado, el escrupuloso, el raro, el amigable, el franco, el reservado, iba en coche a Utrera, ¡a casa de la Fernanda! Cuando, antes de embarcar, y en continuación de una broma que sosteníamos desde hacía tiempo, le dije que yo iba a hablar con Fernanda para arreglar definitivamente su matrimonio con él, Agustín me miró, reprobador y asustado, como si por un momento me hubiera creído capaz de hacer tal cosa. Llegados, recibidos estupendamente, comenzó la charla. Unas botellas. Unas tapas. Y durante las dos horas largas (en realidad cortas) que estuvimos en aquella casa, Agustín se mantuvo sin mover más que la mano para tomar el vaso, ¡sólo dos o tres veces y porque se le insistía! Derecho en la silla, sin tocar su espalda el respaldo, bebiéndose las palabras y los gestos de Fernanda. Una malajá de una de las habitantes de la casa impidió que nuestra gitana más amada hiciera unos cantes que estaba a punto de regalarnos. Nos fuimos con esa pena, pero Agustín disfrutó aquel encuentro durante mucho tiempo.

Fernanda de Utrera y Diego del Gastor

¿Saben lo que son fandangos en americano? Yo sí, porque se los escuché a Agustín. De las letras no puedo decirles mucho, salvo que eran tan ininteligibles como carentes de significado. Eran completamente improvisados y perfectamente cantados: la música era la que tenía que ser, y no digamos el compás. El americano era el inglés, claro. El inglés más estrambótico, estrafalario y surrealista del mundo. Algunos chavales, entre los que se encontraba Juan Manuel López Flores, que después fue, y sigue siendo, fecundo guitarrista, disfrutaban de las cosas de Agustín en el paseo del Derribo. Esos adolescentes, y hasta los niños, se quedaban quietos a su lado, mirándole, como contagiados de su aparente calma, hasta que Agustín salía con alguna de las suyas y ya estaba formado el alboroto. Era cuando cantaba cosas como esta, recibidas probablemente de su tío Carlos Franco: «Ay, mira lo que tengo guardáo/un pico y una pala/que me l’habían regaláo».

Cuando llegué, después de que los municipales hubieran ido en mi busca, la cara del chófer de la ambulancia era lo más parecido a un aguafuerte de Goya. Agustín, en pijama hospitalario, los pies en fundas de plástico, no parecía tener frío. «Allí no se puede estar», me dijo. Él, cuando la frase reflejaba algo serio, importante, irrefutable, siempre pronunciaba todas las letras, marcando cada sílaba: «no se pue estar», hubiera dicho si no. Entramos, se acostó, y me dijo que le comprara una butaca, de esas plegables, para ponerla en el patio: quería tomar el sol. El sol ya no le dio más, porque a los cinco días se apagó definitivamente. Durante esos días estuvimos atendiéndole, hasta donde podíamos, Javier Rodríguez Terrón y yo, más él que yo. Se le alimentaba con chocolate y agua. El quinto día, cuando llegué con otros, ya agonizaba, silencioso, quieto, sin sentir, a punto de la expiración.

En la lápida de su nicho (del que el año pasado fue desalojado) se grabó esta letra flamenca:

Por donde quiera que vayas

me tengo que ir contigo,

porque yendo en tu compaña

llevo la gloria conmigo.

Agustín fue una alegría, una excepción, un ser inclasificable, una sorpresa, una realidad inmudable, un desperfecto sublime, un regalo imprevisible, un punto fijo, un hálito envolvente, un misterio cercano. En suma, alguien indescriptible.

Y, pues que es así, ya me marcho, voluntariamente, sin esperar el dictamen de los dioses, tampoco el de los mortales, al monte del Fyasco. Allí, entre tantos gilipollas, mitológicos y no, me será incluso más agradable recordar a Agustín.


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FLAMENCO EN «CARMINA»
BREVE BESTIARIO ALCALAREÑO. Rafael Rodríguez González
«CHIMES OF FREEDOM» POR YOUSSOU N’DOUR. Músicas que le gustan a Paulino García Donas (1)
«EL MES DE LOS CARACOLES» POR ANTONIO MAIRENA. Músicas que le gustan a Paulino García Donas (2)

«QUE GROENLANDIA SE FUNDA» Poema Anónimo del s. XXI con otro visual de LGV. Compilaciones de Rafael Rodríguez González

MANOLILLO EL TONTO Y EL CARRO ROBADO. De la serie «Herramientas de trabajo». Por Rafael Rodríguez González

«La Bodega» de la calle de La Mina un día de riada (1960)
Archivo de La Voz de Alcalá

Vaya por delante que no sé cuáles eran sus apellidos, ni la fecha de su nacimiento, tampoco la de su muerte, ni cómo llegó a ser empleado en la fábrica de anises, coñacs y otros licores que Rafael Beca Ferraro (padre del archinombrado Rafael Beca Mateos) tuvo en la sempiternamente conocida como calle de la Mina. En realidad, no sé apenas nada de Manolillo el tonto, el tonto de la Bodega.


Si al apenas le restamos el nada (¿o es al nada el apenas?), sí puedo decirles que cuando mi abuelo le compró en 1923 el negocio a Beca Ferraro —pero no el inmueble, lo que hizo años después—, Manolillo entró en el traspaso (perdón por la expresión). Sé también que siguió conservando una habitación en la casa, porque Manolillo siempre vivió en la Bodega, si descontamos los años de su niñez. De modo que continuó con sus labores: llevar garrafas aquí y allá, volver con las vacías, lavarlas, ayudar en la descarga de la leña que alimentaba la destilación, apilar los sacos de matalahúva (ligeros por muy abultados que fuesen), los de azúcar, ya estos bastante más pesados, meter los bidones de alcohol, y, en fin, cuantas faenas eran propias de un peón de briega, salvo algunas que su natural tosquedad le impedía: rellenar los barriles del vino, los del coñac y los bocoyes en que se hacía el vinagre, modular la intensidad del fuego, participar en la delicada elaboración de los licores de cacao y de menta, embotellar, poner tapones y etiquetas… Vamos, que Manolillo trabajaba, pero no era apto para todo, a diferencia de Petra, aquella famosa criada que nos dio Escobar.


También sé que decía, en el momento en que se le ponía la comida en el plato: «No eches más, no eches más». Pero cuando la que sería después mi abuela, o la criada, iba a cumplir su manifestado deseo, Manolillo cambiaba súbitamente: «¡Échalo tó, échalo tó!». Una fotografía de cuello para arriba, que cualquiera sabe dónde estará si es que aún está, pude ver de Manolillo, ya bastante mayor: gran nariz aguileña, grandes orejas, ojos de persona extrañada de posar, escaso e hirsuto pelo y, sobre todo, una expresión de inocencia abrumada y abrumadora.



Cuando la cantidad de envases a repartir, o la distancia a recorrer lo aconsejaban, Manolillo echaba mano de un carro de empuje de tres ruedas y plataforma de recia madera, instrumento de perfecto apaño para la tarea. Ruedas aquellas, que conste, pioneras en Alcalá y sus contornos en lo que se refiere a carros de empuje, y no digamos de tiro, pues eran neumáticas (con cámaras, para que algunos me entiendan).


Lo que me contó mi abuela y ahora les refiero ocurriría a finales de la década de los veinte, o, como mucho, a comienzos de los años treinta, dado que la madre de mi padre hacía referencia en su relato a la corta edad de sus cuatro vástagos: Manolo, Enrique, Guadalupe y Rafael.


Manolillo salió aquel día a repartir a tres o cuatro tabernas, a las diez y media o las once de la mañana. Cuando llegó a la última, situada en lo que por aquel entonces se dio en llamar Barrio Nuevo (denominación más exacta no cabía), nuestro laborioso paisano descargó las vasijas y depositó las vacías en el carro. Volvió a la taberna porque le llamó el dueño, Joselito «Pringá», un hombre generoso y afable, que siempre obsequiaba a Manolillo con algún tabaco y a veces con una copilla de aguardiente, elixir que el mandadero de la Bodega jamás probaba en ésta, pero que, como también el vino, no rechazaba en sus obligadas visitas a los establecimientos expendedores de tan espiritosos y frecuentados líquidos.


Como siempre, los presentes le entretuvieron con preguntas que eran bromas y con bromas sin preguntas. Pero cuando Manolillo salió de nuevo a la calle se encontró con que el carro no estaba. A Manolillo no es que se le cayera el mundo encima, sino que el mundo empezó a darle vueltas, y vueltas, y más vueltas, hasta que Manolillo se cayó del mundo y hubieron de recogerlo del suelo.


Cuando volvió en sí a punto estuvo de desplomarse otra vez, pero el tabernero le animó como pudo y se las apañó para que Manolillo volviese a la Bodega y contara lo que había pasado: que le habían robado el carro, ni más ni menos.


Mi abuelo no montó en cólera, ni le recriminó a Manolillo el descuido. A fin de cuentas, lo perdido eran el carro y las vasijas vacantes, nada más. Y reñirle… ¿cómo y para qué? Pero Manolillo se afectó a más no poder. Ya no decía aquello de «¡échalo tó, échalo tó!», sino que apenas comía. Andaba triste, ensimismado, siempre reinando en el carro robado. Había que repetirle varias veces a qué establecimiento o casa particular tenía que suministrar las garrafas o las botellas. Una vez, tal era la confusión en que se hallaba el tonto de la Bodega, llevó a casa de los Ibarra una garrafa de media arroba de anís seco, mientras que lo que correspondía a tan distinguida y encaramada casa —siete botellas de anís dulce y otras tantas de coñac, la ración de una semana— lo había arrimado a la taberna de Pascualito, en la Plazuela.

Y allá que iba cargando con sus errores.

Manolillo, durante los casi treinta días que duró el entuerto, ni siquiera se dirigía, cariñosa e inocentemente, a los hijos de los dueños. «¡Manolillo, que te llamas como yo, sinvergonzón!»; «¡Enriquillo, qué bueno eres, chiquillo!»; «¡Guadalupita, mira que eres bonita!»; «Rafaelillo, ¡qué rubio tienes el flequillo!». Mi abuela se reía con las simplicidades de Manolillo, al que le salían espontáneas tan secas rimas. ¡Qué triste estaba Manolillo! ¡Qué se acordaba del carro! ¡Qué disgusto haberlo perdido, posiblemente para siempre!.

Molino de La Aceña
Alcalá de Guadaíra
2012

Una mañana llegó a la Bodega una pareja de guardias municipales. Era para decirle a mi abuelo que el carro de su propiedad estaba en las proximidades del molino de la Aceña. No dieron más detalles: ni del estado del vehículo ni de cómo había llegado a tan distante paraje; mucho menos de quién o quiénes habían sido los escamoteadores. Simplemente lo habían visto allí y allí lo habían dejado. Como vemos, de aquélla a esta época no es que haya habido mucha diferencia en el comportamiento de los municipales. Llegado mi abuelo con un su amigo conduciendo un carro de tiro hasta cerca del citado molino, devolvieron el carro a la Bodega. Salvo que las ruedas estaban casi vacías, y que los envases habían desaparecido, ninguna alteración se echó a ver en el plaustro.


En cuanto el vehículo estuvo nuevamente con él, Manolillo volvió a ser el mismo. Ahora ya bromeaba con los niños, y comía tan abundantemente como siempre, y silbaba, fuerte y monótonamente, cuando conducía el carro, sobre todo cuesta abajo.


Hasta meses después del robo no se supo quién fue el autor: un muchacho que acababa de perder a su madre la noche anterior al suceso que tanto transtornó a Manolillo. El joven, apenas de diecisiete años, huérfano de padre desde algunos antes, era tan pobre que sólo tenía el día para pasar hambre y la noche para no dormir de hambre que tenía. Le pasaba como a un hombre que conocí, que cuando chavalillo se quedaba insomne mirando las tablas del techo del soberao, imaginando que las manchas producidas por las filtraciones de agua eran bistecs, cosa ésta que había visto en algún sitio alguna vez y que sólo masticó ya de mayor (era de los que a los cuarenta aún tenían «tripas por estrenar»).


Aquel muchacho robó el carro para llevar a enterrar a su madre durante la noche, lo que hizo cerca del lugar en que hallaron el vehículo (allí predomina la tierra blanda). Según decían, su carácter le impedía implorar ayuda, ni admitir lástima ni caridad. También podría ser, se me ocurre a mí, que a lo largo de sus pocos años no hubiera detectado la existencia de cosas tan raras.


Por supuesto que Manolillo nunca fue informado de que su carro había servido para transportar a una persona muerta: nadie sabía cómo podría haber reaccionado el tonto de la Bodega ante tan fúnebre revelación.


Por su parte, el hijo de la transportada siguió paseando su hambre durante el día. (Por la noche la acurrucaba junto a su orgullo).

«INSECTS OF THE WORLD». Por Rafael Rodríguez González

Alberto Durero
1505

Alfred Crazy Lost ya era famoso a poco de haberse instalado en Sevilla. Llegó desde Londres, después de pasar, a lo largo de diez años, por Australia, Nueva Zelanda, Malta, Chipre, Sudán y Egipto, donde en la ciudad de Lúxor decidió despedirse de la compañía de telégrafos y teléfonos en que había estado ejerciendo su profesión de ingeniero. Treinta y tres primaveras se habían sucedido desde que naciera en Blackpool un 22 de marzo.
El inglés se alojó en una casa de huéspedes cercana a la flamante Estación de Córdoba, donde tomó cuatro habitaciones. Tal acopio extrañó sobremanera a los caseros, dado que míster Crazy, que venía acompañado de un criado (después se supo que era egipcio y que no tenía nombre), no portaba más que tres maletas, si bien enormes. En cuanto al pago, hizo efectivos seis meses por adelantado, lo que le granjeó las simpatías de sus locadores. Sin embargo, ni éstos ni los demás inquilinos dejaron de mantener ciertas suspicacias, debido a que ni por asomo podían imaginar para qué este hijo de la Gran Bretaña —o de Albidón, como decía uno de los huéspedes pasándose de fino— precisaba de tan amplia hospedería.
Si a la anterior incógnita se agrega que por lo menos dos veces a la semana aparecía llevando unas cajas de cartón cuyo contenido almacenaba en una de las habitaciones, es natural que las idas y venidas del súbdito británico estuviesen en boca y oído de cada vez un más amplio número de vecinos de las calles aledañas.
Súpose, a los dos meses de su estadía, que «el inglesito», como a él se refería doña Paca, la patrona, había abierto una tienda en la plaza de San Francisco. En el comentario siguiente pueden resumirse todos los que se emitieron por aquellos días: «Este inglés está como una cabra».
Todo esto sucedía en 1910. Y en años posteriores, como es natural.

Con el rotundo título de «La tienda de los bichos» bautizó el paisanaje hispalense el comercio que «Lord Crazy», como le llamaba el egipcio de su criado, acababa de instalar en tan céntrica plaza.
Y no era hipérbole. Nada más traspasada la puerta el visitante se encontraba con una serie de vitrinas en las que, con sus nombres científicos bellamente caligrafiados, se exponían más de doscientas especies de insectos disecados. Una gruesa lupa facilitaba la observación de los insectos más diminutos. Más adentro, otros recipientes contenían ejemplares vivos: cada vasija albergaba uno o varios de la misma especie. Hojas, bayas y yerbitas, renovadas frecuentemente, servían de simulado hábitat natural.
Láminas con imágenes de insectos, de gran tamaño y vivos colores, realizadas por el propio Alfred, decoraban los espacios libres. Varios tratados de entomología, todos en inglés, se encontraban dispuestos sobre una mesa. El mismo Alfred, en aras de vencer dificultad tan insalvable para la práctica totalidad de los sevillanos, glosaba los contenidos a los visitantes.
El británico tuvo la suficiente delicadeza como para no tener nunca expuestos, ni vivos ni disecados, insectos tan perjudiciales como piojos, pulgas, chinches y ladillas. Eran bichos que resultaban sufridamente domésticos para gran parte de la población. Por eso Alfred no quiso, según sus propias palabras, «poner más cuernos al ciervo» (creo que se trata de una expresión alusiva a los cornúpetas ingleses, que tanto abundan).
Los más tiquismiquis de ustedes se preguntarán cómo diantres consiguió Alfred el preceptivo permiso del Ayuntamiento para tienda tan especial. Lo cuento en pocas palabras. Amadeo Pacheco Lost era, desde 1906, un alto cargo del Ayuntamiento. Este Pacheco Lost era hijo de una tía de Alfred y de un gran hacendado de Sevilla. Primo hermano, pues, del nuevo tendero. ¿Hay que seguir explicando el asunto?.
Añadamos, para despejar misterios innecesarios, que lo que hizo posible que el ingeniero Crazy dejara su bien remunerado trabajo fue ser el beneficiario de una copiosa herencia. La única hermana del padre de Alfred —éste había fallecido años antes— no había tenido hijos de su marido (ni de nadie, entiéndase bien), de modo que Patricia, que así se llamaba tan providencial tía, testó todas sus propiedades a su único sobrino.
Fue de esta forma como el inglés pudo dedicarse a vivir a su gusto. Las libras lo libraron. De quehaceres indeseados y obligaciones impuestas.

Plaza de San Francisco
Sevilla

No tardó mucho para que la tienda de Alfred se erigiera en la más famosa de la plaza de San Francisco, y cabría decir que de toda Sevilla y provincia.

La mora en la tienda discurría tranquila durante los primeros meses: la ausencia de clientes hacía que brillara el que raramente entraba, más que nada como curioso. Pero ya iba siendo frecuentada, casi a diario, por los amigos que Alfred iba haciendo. Para evitar permanencias indeseadas, Crazy Lost había colocado, estratégicamente, dos camaleones.

Como un can,
rozando silencio, toscas
vienen, van
las nunca invitadas moscas

Tales animalillos, glosados de manera tan discreta por Jorge Guillén, tenían los minutos contados desde el mismo momento de entrar en la tienda. Los camaleones de Alfred habían sido traídos de Nueva Zelanda y poseían la facultad de dirigir su captadora lengua —increíblemente larga— en cualquier dirección: a un lado y a otro, además de al frente; también arriba y abajo, dando al pegajoso músculo la curvatura que fuese necesaria para atrapar al insecto, que era trincado lo mismo en vuelo que posado. Voraces en extremo, eran capaces de revolverse antes que se persigna un cura loco, no como sus primos españoles, que parecen salidos de la administración de justicia. Unos fenómenos de las antípodas, aquellos camaleones.
Con la intención de conseguir elementos para la tienda y solazarse junto a sus amigos, Alfred dedicaba sábados y domingos a recorrer zonas silvestres no muy alejadas de Sevilla.
De entre todos los lugares, los preferidos por Alfred eran Oromana y el parque del mismo nombre, si bien éste aún no existía tal y como lo conocemos desde 1929. También frecuentaban las numerosas huertas ribereñas del Guadaíra. Con casi todos los hortelanos trabó Alfred una relación mutuamente provechosa. Si el inglés ampliaba sus conocimientos con las experiencias de los cultivadores, también éstos, y especialmente sus pequeños, aprendían de Crazy, escuchándole historias de países lejanos que nunca visitarían. Ni siquiera en los libros, dado que casi todos estaban «destinados» de por vida al analfabetismo. Y aun aprendiendo a leer y escribir, ¿tendrían libros alguna vez? ¿Y qué libros? Pero seguro que en su imaginación los niños recrearían a su manera los relatos de Alfred.

Río Guadaíra

Reparo ahora en mencionar que el rótulo frontis de la tienda del inglés decía así: «Insectos del Mundo». En español y en inglés. Hubo quien puso debajo, valiéndose de sulfato de calcio: «¡Uníos!». En nuestros días bien que sabemos de este padecimiento. No del de unirse, sino del de las pintadas.
Aunque los insectos capturados en los fecundos parajes alcalareños eran muchos y buenos, cosa perfectamente posible en el reino animal si exceptuamos la rama humana, el tendero de los bichos necesitaba de proveedores extranjeros. De no recurrir a esos comerciantes las vitrinas no hubieran acogido al minúsculo Asilis laeviuscula, ni al enorme Baculipalpus darencesis, por sólo mencionar dos de las más de cien especies de coleópteros paisanos de los camaleones de Alfred. Es fácil suponer que con estas adquisiciones al inglés se le iban volando, cual coleópteros, cientos y cientos de libras.
El criado de míster Crazy era el encargado de abrir la tienda cuando Alfred se demoraba en la cama a causa de alguna velada un tanto intensa, lo que ocurría a menudo pero no todos los días. Mencioné al principio que el egipcio no tenía nombre. Alfred se había hecho acompañar del árabe —también hay egipcios que no son árabes, a los que éstos llaman «momias»— al valorar sus dotes de obediencia y organización. Cuando «Lord Crazy» se dirigía a él lo hacía con la palabra inglesa Man. Como todo el mundo sabe, ese vocablo se traduce al español como «Hombre». Al oírlo pronunciar por un inglés a los españoles nos suena como una mezcla sinfónica de nuestras a y e. Resultado: que todo el mundo le llamaba Ven. Y el hombre iba, y venía. A veces la fonética facilita mucho las cosas.
Cuando por la tienda aparecía el consabido grupo de sevillanitos de corta edad y céntrica localización, siempre tan creídos como impertinentes, Ven (que era la imagen arabizada de Boris Karloff) los espantaba con sólo aparecer en la puerta: agitaba los brazos y enseguida los molestosos se iban volando. Como los coleópteros y las libras esterlinas.

De tanto transitar los parajes más famosos de Alcalá, Alfred y sus amigos hicieron otras amistades además de los hortelanos. También conocieron, si a verse por unos minutos puede llamársele así, al dueño de todos los terrenos que frecuentaban. Veamos uno de los romancillos que circulaban sobre tan insigne propietario. No cabe duda de que alguien estaba interesado en exagerar alguna de sus características.

El pobrecito de la Portilla
está pasando el pañuelo,
pa echarle un culo a la silla
que fue herencia de su abuelo.

Ni pa comprarse un buñuelo
tiene nunca calderilla,
y aún usa, del bisabuelo,
un terno que de rancio brilla.

Lleva camisa sin tirilla,
de uno que murió en un duelo,
y sin agujeros ni hebilla
un cinto que cogió del suelo.

«Señó, deme usté una limosnilla»,
y el contestó, con corazón de hielo
que no funde ni una hornilla:
«Que te la den en el Cielo».

Gracias a uno de esos conocidos alcalareños le fue presentada a Alfred la criatura que más admiró, amó y respetó en su vida. Se llamaba María del Águila Bono Morillo. Apenas un año después se casaron. Pero antes de entrar en detalles de la boda déjenme que les presente, aunque sólo sea por el gusto de hacerlo, a los amigos más próximos y permanentes de Crazy.
La amistad que primero hizo Alfred nada más llegar a España fue la de Pedro Salinas Cádiz, un profesor universitario con el que coincidió en el carruaje que les llevaba de Algeciras a Sevilla. Alfred no tenía buena opinión de profesores y demás gente de ese tipo, pero Salinas (Solines, pronunciaba el inglés) era un caso aparte. Será que en todo hay excepciones.
Con los demás, la camaradería que siempre les ligó trabóse en las calles de Sevilla, en sus tabernas y colmados. Y en la tienda de los bichos. Fue en ella donde Alfred se hizo amigo de Carlos Casaravilla (Merevilla, decía Alfred), un uruguayo viajero como él solo hasta que llegó a Sevilla, de donde ya nadie le sacó, y de Miguel Cervato, un amanuense retirado después de haber perdido la mano derecha a resultas de un atraco. A los dos les encantó aquella tienda.
—Ahí el que falta soy yo—dijo Casaravilla, consciente de su cara, la primera vez que se asomó, acompañado de Miguel Cervato.
—Y yo. ¿O es que tú te crees que habrá un bicho manco?—terció el escribano.
Luis Sevilla Bidón y Alejandro Salva eran dos asiduos de los establecimientos de bebidas, pero también de las librerías que se desparramaban por la zona más próxima a la tienda del inglés. Estos dos se las daban de poetas. Como no ha quedado vestigio alguno de sus hipotéticas composiciones no podemos emitir juicio acerca de ellas. Eso que nos  ahorramos.
A Manuel Alexandre Fernán-Gómez lo conoció Crazy a la salida del teatro, cuando unos energúmenos vejaban al actor. Alfred, a quien le había agradado la obra —Historia de una acera, de Bueno Callejo—, también la actuación del protagonista ahora acosado, sirvió de escolta al cómico hasta su domicilio. Pararon en cada taberna que encontraban a su paso, sólo para comprobar si les seguían. Protector y protegido, espectador y comediante fueron inseparables desde ese momento. Alfred tuvo más amigos, pero los citados eran los fetén. Los chachi. Los chachi piruli.
Tuvo que ser el actor, y no alguno de los dos «poetas», el que dedicara unas rimas a Alfred y su tienda:

Rendido tienes al planeta,
¡oh fabulosa Gran Bretaña!
[Mas corroboro, sin chufleta,
que Gibraltar es de España].

A Sevilla la graciosa
un hijo has obsequiado.
Dación tan cara y preciosa
su pueblo agradece, honrado.

Sir Alfred, maestro honorario,
nos alumbra y esclarece,
sin importarle el horario
en que la lección empiece.

Ahora, la entomología es
ciencia corriente en casa:
si anda o volando pasa
sabremos qué especie es.

Tenemos la crisopa, el falso piojo,
el saltamontes y el gorgojo,
el tábano, el escarabajo
—con las pelotas arriba y abajo—;

la avispa pepsis, el zapatero,
el ciervo volante, la termita,
la mosca verde y la monjita,
que vuelve loco al arriero;

la abeja, la mantis casuárida,
la priápica mortal, que es la cantárida,
la cochinilla, los grillos
—¡ay, la crueldad de los chiquillos!—.

De mariposas… la tira: la gitana,
la fantasma, la duende, la vulcana,
la gota de sangre, la bejuqueda,
la tigre, la monarca, la de la seda…

El odonato, el insecto hoja
—encaramado en la coscoja—,
la hormiga culona, la tijereta,
amenazante y pizpireta…

Valgámonos, para acabar,
del zumbador abejorro,
pues disuelve cualquier corro
haciendo a todos marchar.

(Preciado Crazy como cosa suya,
los sevillanos exclaman: ¡Aleluya,
Dios salve a Jorge V!
Y que el destino de Alfred no sea distinto).


Iglesia de Santa Catalina
Sevilla

Vayamos al casorio. María del Águila Bono Morillo era hija de Manuel Bono Morillo y Dolores Morillo Bono. Lo más probable es que los padres de Aguilita fuesen parientes lejanos (aunque al casarse pasaron a ser de lo más próximo). Manuel era repartidor de pan en Sevilla, y Dolores también había trabajado en la floreciente industria panadera. El que iba a convertirse en suegro de Alfred era de los Bono de Alcalá de toda la vida. Lo que pasa es que en nuestro bonísimo pueblo había unos Bono bastante acomodados, y otros, los menos, que no tenían más remedio que buscar acomodo en lo que fuera. Manuel era de estos últimos.

La ceremonia tuvo lugar en la sevillana iglesia de Santa Catalina (Alfred no tuvo inconveniente en declararse católico, aunque era más ateo que Lord Byron). Asistieron muchos más invitados —y no— de los que el templo era capaz de albergar, con lo que el alboroto en las calles adyacentes fue de aúpa. El ágape se celebró en la Venta de Eritaña, ocupando la concurrencia el interior y toda la extensión de los jardines. No faltó el gracioso que dijera: «A ver si de primer plato nos van a poner bichos, y de segundo más bichos».

El pan era de Alcalá, el jamón de Jabugo, el queso de Castilla. El vino de Jerez y de Montilla. El cabrito, las langostas a la sartén y los huevos con caviar sobre puré de coliflor y guarnición de níscalos fueron preparados por los hermanos Méndez Patio, los mejores cocineros que se han conocido en Sevilla desde los tiempos en que Julio César fue alcalde de Hispalis. O como le llamaran los romanos a ese cargo.
Los únicos bichos que pudo haber en el convite serían los que llevaran consigo algunos invitados. Que los habría.
Madrina fue la suegra de Alfred, y padrino Pedro Salinas Cádiz. Que éste fuera profesor universitario calmó las prevenciones de la familia alcalareña, que había asistido preocupada por las rarezas que pudiera encontrar. Por cierto que Salinas estuvo roneando todo el tiempo con las señoras, diciéndoles que además de padrino era patricio. La verdad es que nadie le entendía, que es lo que suele pasar con los profesores, siempre tan carentes del sentido de la oportunidad. Y de otros.
La feliz pareja no emprendió viaje de novios. Aquella noche inauguraron su vida de casados en el palacete que Alfred había adquirido meses antes en la calle Placentines.
El criado egipcio pasó a serlo de la pareja. La convivencia de Ven con los demás integrantes del servicio no es que fuera digna del sugerente estribillo de Sarita:

Ven, y ven, y ven,
chiquillo vente conmigo…

pero pudo sobrellevarse gracias a las buenas artes de Águila. De Águila Bono Morillo, la alcalareña. Así la llamaba todo el mundo. Y de ella decían: «Más buena que el pan». De Alcalá, naturalmente.

Tres años después de su inauguración, la tienda registraba un nivel de visitas muy considerable. Las ventas no eran morrocotudas, pero como llegaba gente venida de otros sitios de España, también de Francia y Portugal, lo que se hacía de caja venía a compensar el gasto.
Sólo una vez tuvo que sufrir Alfred un menoscabo en su orgullo comercial. Fue cuando un comandante de artillería largo tiempo destinado en Marruecos le pidió un ejemplar de Myrmeleontidae, ¡y no lo había!.
El ingeniero cesante lo pasaba en grande con sus amigos. En la tienda y en los colmados. Entre las historias que Alfred contó a sus leales destaquemos esta vez la referida a ciertas religiones que el inglés conoció en algunos de los países que fue llenando de cables y auriculares.
A los parmelatos se les prohibía trabajar un día sí y otro no. O se les permitía trabajar un día no y otro sí. Alfred aseguraba que había llegado a conocer un amplio movimiento a favor de reformar calendario tan tortuoso, de manera que los días de prohibición fuesen de corrido, y, lógicamente, también los de trabajo. Pero parece que todo siguió igual. Hoy sí, mañana no, y así.
A los caunóquinos, pertenecientes a una tribu neozelandesa compuesta de individuos de una fineza extraordinaria, les estaba terminantemente prohibido que los jueves pusieran el sexo en funcionamiento. Las mujeres de este credo se decían cuando peleaban: «Anda que te quedes fija en jueves y te caiga encima un lobo». Al decir lobo se referían al marino, con lo que pesa.
A los fieles masfetantes se les permitía cazar y comer insectos —una de sus tres fuentes alimenticias— todos los días del año, salvo los quince en que la décima luna llena del año masfetante hace que los insectos, alados o no, se muevan a mansalva. Los sacerdotes masfetantes sí tenían bula para cazarlos (lo cierto es que era el único privilegio de que gozaban).
Los yerbatólidos, de Australia, eran vegetarianos absolutos. Creían que todos los animales eran reencarnaciones de sus antepasados. Y que ellos se comieran a sus antecesores no agradaría a los doce dioses que tenían. Digamos en su disculpa —decía Alfred— que como consecuencia de su extremado vegetarianismo cumplido generación tras generación, las dotes intelectuales de estos individuos se encontraban prácticamente al mismo nivel que las de sus ancestros convertidos en cuadrúpedos.
No menos curiosos eran los carasorantes. Los miembros de esta secta, que habitaban entre Sudán y Egipto, se decían cristianos, aunque eran sobre todo bíblicos. Lo demuestra el hecho de que llevaban al extremo aquello de «ganarás el pan con el sudor de tu frente». Los carasorantes sólo comían pan si previamente habían sudado. Pero como siempre y en todo hay algún truquillo, esta gente podía comer cualquier otra cosa aun sin haber sudado. Tendría que ser un Sínodo el que resolviera si tan adaptable literalidad de la Biblia está dentro de los límites de la ortodoxia.


No podemos dejar out-of-band una de las principales actividades que el inglés desarrolló en Sevilla. Alfred era un gran aficionado al football, cosa de la que no hay que extrañarse, dado el lugar de nacimiento de ambos. A la llegada de Crazy, en 1910, el Sevilla FC era ya un club consolidado. El deporte del puntapié y el cabezazo causaba furor entre la gente joven, y Alfred y su amigo Merevilla se encargaron de formar grupos de hooligans que acompañaban al equipo en todos sus partidos, dentro y fuera de la capital. Téngase en cuenta, no obstante, que esos hooligans sevillistas en nada se parecían a sus colegas ingleses de entonces y de décadas posteriores: algunos forofos eran brutos, pero bastaba la mirada de Crazy —o la de Ven, que siempre acompañaba a los dos amigos— para que se pensaran más de una vez el hacer algo indigno de seguidores de deporte tan caballeresco.
La dedicación de Alfred al football tuvo la malajá de provocar los únicos rasponazos habidos entre la alcalareña y el inglés. Águila no llegó a cantarle a su marido aquello de

Por qué, por qué
los domingos me abandonas por el fútbol

porque Rita Pavone tardó casi cincuenta años en hacerlo, pero sí que le cantaría las cuarenta. Tanto es así que a la tercera advertencia ya le había dado Alfred un patadón al rollo de los hoolingans más propio del rugby que del football.
Es muy probable que en el proverbial sevillismo de todos los Bono de Alcalá, pasados y presentes, acomodados o no, haya tenido alguna influencia el de Crazy, a través, naturalmente, de su unión con Águila Bono Morillo. Pero es que con la mayoría de los Morillo pasa igual: sevillistas hasta los calzones. Podríamos decir hasta la médula, pero dejemos ésta para cosas más serias.

Digamos, para terminar esta reseña, la cual he abordado sólo por dar a conocer someramente a otra de las personas extranjeras relacionadas con Alcalá, que nuestra pareja dio a este mundo otros tres seres. Fueron, por este orden, Solita, Segunda y Zaguero. Dos hembras y un varón que siempre mantuvieron viva la llama del alcalareñismo auténtico, no del patoso y falso sostenido en aspavientos.
Los cinco —Ven cayó víctima de un fuego cruzado en julio de 1936, en el barrio de San Julián— salieron de España en 1938, ayudados por el representante del Reino Unido ante la Junta de Burgos, gracias a que el primo de Crazy hizo las oportunas gestiones. Alfred le había manifestado el profundo disgusto que a toda la familia le producía vivir en aquella España. Menos mal que el pariente no se lo tomó a la tremenda.
Segunda y Zaguero murieron en 1942 durante uno de los bombardeos sobre Londres. Solita, que residía con su marido en Bradford, llevó consigo a sus padres. Alfred falleció en 1948 y Águila en 1952. Ambos habían sobrellevado la pena uniéndola a la de tantos otros.
Sépase, por fin, que mucho de lo expuesto procede del testimonio de John Deere Crazy, único hijo de Solita, que estuvo en Alcalá en julio de 2010, acompañado de un su hijo y dos sus nietas. Y de cosas aparentemente sueltas que me contaba Fernando Morillo Pallarés, sobrino segundo de Águila Bono Morillo, en aquellas tardes-noches en que iba a charlar con mi padre.