Posts categorized “Cine”.

SÉNECA Y LOS ESCLAVOS. Por José Manuel Colubi Falcó

En la epístola número 47 que dirige a Lucilio, Séneca felicita a su amigo porque vive familiarmente con sus siervos, hecho acorde con su prudencia y conocimientos. El filósofo recurre a un diálogo ficticio: «Son siervos», dice y repite un anónimo interlocutor, y él responde: «Sí, y también hombres, y camaradas de habitáculo, y amigos humildes, y compañeros de esclavitud (conservi, «consiervos») si consideras que a Fortuna le está permitido lo mismo respecto de unos y otros, de siervos y libres». Y se ríe del necio que considera torpe cenar con su siervo. «Tantos enemigos tenemos cuantos siervos», dice el refrán, pero el cordobés insiste: «No los tenemos como enemigos, sino que los hacemos». Y así sucede que hablan mal del dueño esos a quienes no es lícito hablar delante del amo, mientras que «aquellos cuya boca no era cosida, que hablaban no sólo en presencia del dueño sino con los mismos dueños, estaban dispuestos a ofrecer su cuello por el amo y desviar hacia su cabeza el peligro que le amenazaba; hablaban en los convites, pero en el tormento callaban.»

             Y Séneca prosigue: «Tú quieres pensar que ese a quien llamas siervo tuyo ha nacido de las mismas simientes (que tú), disfruta del mismo cielo, respira igual, vive igual, ¡y muere igual! Tanto puedes verlo tú a él ingenuo (libre) como él a ti siervo… Ésta es la esencia de mi precepto: vive con el inferior tal como quieras que el superior viva contigo. Siempre que te venga a la mente cuánto te es lícito respecto del siervo (tuyo), venga también a ella que lo mismo le está permitido a tu dueño respecto de ti. “Mas yo –dices- no tengo ningún amo”. Buena es tu edad: quizá lo tendrás. Vive clementemente con el siervo, amablemente también, admítelo también a tu conversación, y a tu consejo, y a tu intimidad… “¿Qué, pues? ¿Llevaré a mi mesa a todos los siervos?” No más que a todos los libres. Yerras si crees que yo rechazaré a algunos so pretexto de que su trabajo es más sórdido, por ejemplo, al mulatero, al boyero. No los valoraré por sus servicios, sino por sus valores morales: cada uno se da su moral, los servicios los asigna el azar…No hay razón para que busques un amigo sólo en el foro o en la curia; si te fijas diligentemente, lo hallarás también en casa… “Es un siervo.” Pero quizás libre de espíritu. Muestra quién no lo es: uno lo es de la lujuria, otro de la avaricia, otro de la ambición, todos de la esperanza, todos del temor…»

COLOQUIOS (68). Gabi Mendoza Ugalde

– Como soy pobre no tengo ni nombre ni pasado. Igual que la canción de Atahualpa Yupanqui: «Preguntan de dónde soy/ Y no sé qué responder/ De tanto no tener nada/ No tengo ni de adonde ser».

– ¡Pero de este destino nos han de arrancar! ¡Reivindico radicalmente mi cultura de pobre!

– Antes hay que derogar la que sólo viene autorizada por la arbitrariedad del poder dominante.

***

– Sin raíces y sin fe, expulsados de la historia, sobreviven en la geografía.

– ¿Sobreviven?

– Sólo solos. Porque la palabra en los vastos espacios, donde el viento borra su huella y deja la tierra desnuda, apenas puede sostener al ser con escasos vínculos.

***

– Sólo aceptando la soledad puede el yo resistir la opresión. Sólo ese yo se adecúa a la acción literaria.

– Claro: Una literatura contra biografía.

– No: Según la biografía, nunca la psicología. Te hablo de hechos, es decir, de pura desposesión del yo.

***

– La cultura dominante no es culta porque es sierva de la tiranía o de la democracia mercantilizada.

– Entonces ¿por qué se la designa como cultura?

– Porque cada régimen tiene sus propios bufones enmascarados de artistas y cubiertos de privilegios y concesiones.

ESPEJISMOS. Antonio Medina de Haro (1936-1997)

Como siempre me ocurre cuando las cosas se mueven al unísono, yo ante los fenómenos de amor universal, deseos de paz y bondades sin límite, me pregunto con miedo: ¿qué hay de auténtico en todas estas manifestaciones?

             Para no ser destructivo puedo empezar por fiarme de todos los sentimientos íntimos de cada cual. Pero para que yo me convenza de esto, tendría que ver que nuestra manipulación deja de funcionar y que el latir de los corazones no está acelerado por los impulsos expresivos de una información llena de connotaciones muy estudiadas para la situación y el contexto social.

             La misma literatura me decepciona. Aunque ella no es culpable de nada porque es fruto del que la hace. No puede rebelarse y asiste impotente a la trágica alucinación, o al espejismo de que estamos pero no somos.

             Lo accidental y anecdótico siempre se diferencian de lo esencial y trascendente. Perdonen que me ponga tan serio, pero siento un profundo disgusto cada vez que contemplo el espectáculo y la mascarada de nuestras intenciones. No nos cansamos de mentir y somos auténticos maestros en crear instituciones, valores, personajes que se encargan de encarnarlos, con una falacia solemne, incluso, una imagen exultante de la realidad aun a sabiendas de que no hay correspondencia con la verdad.

             Hacemos ver lo que no es… es el arma histórica de las fuerzas y eminencias grises, que siempre han sido las dominantes e interesadas en conducirnos. No es fácil renunciar al determinismo y es, verdaderamente desesperante, ver lo bien montado que está todo, para que la historia no cambie y se pueda decir con absoluto convencimiento aquello de: donde manda patrón no manda marinero.

COLOQUIOS (65). Gabi Mendoza Ugalde

– Llegó de tan lejos que todos creían que guardaba un secreto, extraño e incomprensible.

– ¿Por qué?

– Porque era como un aventurero que regresara de ultramar.

– ¿Y el secreto?

– Ya te lo desvelará si lo conoces. El afán de saber es de los niños.

– ¿Qué me quieres decir, que los sabios no lo tienen porque no son niños?

– No. Porque sí lo son.

COLOQUIOS (51): «UN HOMENAJE A TANTOS MUERTOS». Gabi Mendoza Ugalde

– Ella ya no estaba allí cuando entré en su cuarto.

– Estaba en el océano o en las sierras…

– ¡No!: En mí. Muy dentro de mí.

EL MARIDO DE MI MUJER. Por Fernando González Cáceres «Mimo»

Atareado en la ímproba labor de rebuscar entre los papeles de Alberto González Cáceres (¡qué dos años!), hallé, para mi sorpresa, un escrito de su hermano Fernando, ese al que apodan «Mimo», el único de la familia que sigue viviendo en Alcalá. Puesto en contacto con él, ha autorizado su publicación. «Sólo si es en CARMINA», me ha dicho. «No, va a ser en Alfaguara», le contesté. El texto se lo dejó a Alberto, según la anotación de éste, en la única visita que le hizo en quince años, pocos meses antes de su muerte, en 2009.

(Mario Cortés)

Nos conocimos en el bar de su padre, que yo visitaba a diario. Ella tenía diecisiete, yo diecinueve. Le gusté enseguida. A mí me atrajo, de ella, su gusto por mí, lo que es muy natural, según creo, en esas edades tan egocéntricas. (Por eso los ególatras son unos inacabados).

            «Cóbrate lo del marido de mi mujer», le digo algunas veces al camarero cuando Juan Carlos y yo coincidimos, cada uno por su lado, en el bar en que más me conocen, y saben, por tanto, de mi afición a la chanza. Y ello sin que el camarero tenga ni idea de hasta qué punto esas palabras se corresponden con la realidad. «Vaya, hombre, gracias, gracias», replica siempre Juan Carlos. También sucede al contrario. Llego, y enseguida se lleva el índice al esternón. Es la señal para que yo diga: «Esto lo paga el marido de mi mujer».

            Pongamos que ella se llama Elisa. Ha sido mi mujer, la única de mi vida. Y Juan Carlos es su marido.

            Elisa y yo yacíamos (que es una forma de decir lo hacíamos) de vez en cuando, lo más a escondidas que pueda imaginarse: como un cura y una feligresa, o como el marido que coge dinero de la hucha de su mujer. Su madre quizás sospechara algo, pero nunca le insinúo a Elisa nada que nos hiciera sospechar a nosotros.

            Mi mujer supo de mi naturaleza homosexual al poco tiempo de haberse iniciado nuestra relación carnal. Ella ya tenía alguna experiencia en el trato con homosexuales, si bien completamente distinta a la sustentada conmigo: su padre y uno de sus tres hermanos también «lo eran». Lo de su marido (hombre divertidísimo) no lo supo la madre de Elisa hasta que un día lo sorprendió in fraganti. Elisa no tuvo que sorprenderme, ni siquiera sorprenderse ella: se lo dije después de haber terminado una escena heterosexual especialmente satisfactoria para ella. (A mí me satisfacía el cumplir lo que consideraba una misión especial, que antes de empezar a ocurrir me habría parecido una misión imposible).

            A ella no le importó gran cosa. Es más, supo enseguida que lo nuestro no correría nunca el riesgo de malograrse por los mismos motivos detonantes que tantas relaciones «normales»: yo era su capricho, su juguete más íntimo y personalizado, y nada más. Ella sabía que sería la única de entre miles de millones de mujeres en tenerme. La única excepción en mi exclusividad. Que me tendrían y yo tendría cualquiera sabe cuántos… vale, pero ella iba a ser la única en retozar con su polichinela de carne y hueso. La verdad es que ni ser o no la única le importaba. Lo crucial para ella era que yo asistiera sus solicitudes. 

            Juan Carlos hizo su aparición dos años después. Le prendieron la gracia y el desparpajo de Elisa. Mucha gente decía entonces que Elisa se parecía a la Marisol de unos años antes, con una chispa fresca y espontánea, sin moldeado alguno. De hecho, todavía canta y baila más que aceptablemente, y suelta sus decires con el mismo donaire. Dicen que los contrarios se atraen y eso debió de suceder, no porque Juan Carlos fuese, o sea, soso o aburrido, sino porque carecía y sigue careciendo de cualquier atractivo, al menos para mi gusto, ajeno a su bonhomía, a su placidez y templanza. (*)

            En cuanto a mí, era imposible que me sintiera celoso. Yo era consciente tanto de mi papel con Elisa como de mi sino sexual-amoroso, fijo e inalterable. Un sino que no impidió que durante muchos más años, aunque con menos intensidad y frecuencia, continuara complaciendo los deseos de Elisa. Creo que ya lo he dicho. 

            Fue a los dos años de casados cuando Juan Carlos supo lo nuestro. Ya tenían un niño. Y que no haya dudas en cuanto a lo de tenían. Yendo yo por su misma calle —él por la otra acera— Juan Carlos me saludó con la mano, mientras sonreía de un modo raro. Hacía unos minutos que Elisa se lo había dicho. Mientras se lo contaba llegó a llorar, digo ella, pero no por miedo, ni por angustia, sino de emoción, de emoción gratificante, liberadora incluso.

            Los días siguientes a la revelación los pasó Juan Carlos queriendo ver el futuro. Cayó al fin en la cuenta de que todo podía seguir igual, dado que hasta entonces en nada le había perjudicado la particular cohabitación de su esposa conmigo. El marido de mi mujer podía estar completamente seguro de que nunca, jamás, de ninguna manera y bajo ningún concepto pretendería yo arrebatársela. ¡A ella!, de la que yo era un servidor del que prescindiría cuando le pareciera.  Pretensión que, deducía Juan Carlos con buen fundamento, de cualquier forma hubiese resultado inútil: ella le quería. Y no como la niña a la muñeca o el niño a la equipación de fútbol, sino como al amiguito o la amiguita con que se intima desde pequeñines hasta resultar inseparables para siempre. En este caso, la muñeca, o la equipación, se llamaba Fernando.

            Y además y sobre todo lo mío era otra cosa.

            Juan Carlos la quería tanto como ella a él. (Y han seguido queriéndose). Y el querer hace hacer tonterías. Estando embarazada Elisa por segunda vez, a Juan Carlos no se le ocurrió otra cosa que proponerme que fuese padrino de la criatura que su esposa alimentaba en la barriga.

            —¿Y si son dos? —le dije, tratando de disimular con la broma mi estupor.

            —¡Qué va! Es uno, o una. ¿Qué, contamos contigo?.

            —¿Pero Elisa está de acuerdo? —respondí, intentando tragar saliva.

            —Todavía no se lo he dicho, pero ¿no va a estar?.

            Por suerte, Juan Carlos iba a Correos, lo que me dio la oportunidad de ir inmediatamente a ver a la preñada antes de que la cosa pasara a mayores. Cualquiera que me conozca aunque sea de perfil sabe de mi mayúscula aversión a cualquier convención o acto público, semipúblico e incluso privado en que mi persona corra el peligro de ser algo relevante o llamadora de atención. Juan Carlos me demostró que no, que no me conocía tanto como llegué a creer. ¿Yo bautizando a un chiquillo? ¿Yo presidiendo un banquete en el que no le arrancarían al homenajeado las tiras de pellejo? ¿Yo prodigando sonrisas falsas, apretones de manos refractarias y saludos insalubres? ¡Quiá! Es lo que le dije, y más, a Elisa. Yo comprendía que la intención de Juan Carlos era complacerla a ella al darme papel tan relevante en hecho tan sobresaliente. «¡Es que no se entera!», dijo Elisa, un poco enfurruñada. Y era verdad, Juan Carlos todavía no era consciente de la naturaleza de la liga Elisa-Fernando. En este lío no podía aplicarse aquello de «Tanto monta, monta tanto, Juan Carlos como Fernando», porque Elisa-Juan Carlos y Elisa-Fernando eran dos conjunciones completamente distintas. ¿Cómo va a ser lo mismo un juguete que un esposo y padre de dos hijos? Elisa convino conmigo en que ella ya tenía decidido que el padrino fuese el padre de Juan Carlos. Y así fue. Cuando el marido de Elisa quiso disculparse por tan imperativa sustitución yo le dije, queriendo hacer un chiste, que era mejor así, no fuera que yo le pegara lo mío al niño desde la pila del bautismo. O no lo cogió o se le atragantaron las realidades, porque ni siquiera esbozó una sonrisa.

            Ningún juguete es imperecedero (no pasa lo mismo con los juegos). Hace ya unos años (no los concreto porque no quiero), que nuestra relación, me refiero con Elisa, se limita a sonreírnos cuando nos vemos por la calle, del mismo modo que pueden hacerlo dos amigos que recuerdan sus éxitos como jugadores de futbolín o el día que lo pasaron tan bien en una fiesta, o cuando, borrachos, cambiaron los cubos de la basura ya vacíos de unas puertas a otras. Algunas veces, cuando hemos pasado meses sin vernos, nos preguntamos por la salud, por la marcha económica (me alegro infinitamente de que les vaya bien, no como a mí), y ella alguna vez me pregunta sobre mis actividades en el campo sexual. Mis respuestas, bastante detalladas porque a ella así le gustan, incluyen desde mentiras hasta episodios reales pero exagerados, pasando por realidades que, como es natural, también pueden ser tomadas por mentiras. Pero ella sabe distinguir, ¿no va a saber?.    

            Juan Carlos sabe perfectamente que desde hace equis años ya no hay  relación sexual (ya no soy muñeca, ni equipación deportiva), pero por eso digo a veces, cuando coincidimos en el bar,  con todo el cariño, el respeto y la admiración que me causa hombre tan cabal: «Cóbrate lo del marido de mi mujer». Sin que el camarero tenga ni puñetera idea de hasta qué punto esas palabras se corresponden con la realidad. Aún y para siempre. 

(*) Juan Carlos es su nombre real. Fernando González me ha hecho notar algo que ya sabía: que el marido de su mujer se parece mucho físicamente a su tocayo el Rey, semejanza que se acentúa con el paso del tiempo, aunque la diferencia de edad entre el Rey y nuestro Juan Carlos sea de casi veinte años. Si pudiera diría los apellidos del marido de Elisa, con lo que hasta al más centrado de ustedes se le ocurrirían las bromas tontas que padece casi a diario Juan Carlos, el de Alcalá.

(Mario Cortés)

TOIROS, AMOR E GLÓRIA. Museo de Marvão

HACE HOY 100 AÑOS NACIÓ MARIO FORTINO ALFONSO MORENO REYES «CANTINFLAS» EN LA CIUDAD DE MÉXICO

            En 1967   Mario Moreno «Cantinflas» concede una entrevista a   Jacobo Zabludovsky  de la televisión mexicana.  Fue  retransmitida con motivo de la muerte del genio cómico en el Programa 24 Horas, en 1993

 

 

PUERTA , JOVEN (EL PORTERO)

1949

COLOQUIOS (38). Gabi Mendoza Ugalde

– El llanto de los niños me ha provocado, siempre que me sorprende, una tristeza, en cierto modo, profunda e innombrable.

– Bueno, pero hoy los niños lloran por todo.

ESPAÑOLES DE AYER Y DE HOY. Antonio Medina de Haro (1936-1997)

 

Hoy me he encontrado en un libro de Miguel Herrero García «Ideas de los españoles del siglo XVII» la opinión de que los españoles tenemos poca conciencia de nación, desde hace tiempo inmemorial. Hacía tiempo que yo me lo barruntaba…

             Ningún mapa, como el nuestro, ha sido tan castigado por las invasiones. Desde ligures, camitas, semitas, fenicios, celtas, cartagineses, griegos, romanos, suevos, vándalos, alanos, árabes y los que no sabemos…, hasta nuestros días, hemos sido –históricamente o económicamente- pasto de la codicia de los otros; y, consecuentemente, por una parte, nos hemos ido despersonalizando y, por otra, recluyéndonos en nosotros mismos, individualizándonos, con un desprecio galopante hacia los demás. La división ha sido nuestro caldo de cultivo y, coherentemente, resultamos distintos, variadísimos y riquísimos en desigualdades…

             Hemos sufrido la parcelación espiritual y, como he dicho al comienzo, la casi anulación de la idea de nacionalidad en la conciencia española. También encontramos que no ha sido el pueblo inculto quien ha llevado a cabo esta diversidad, sino que en el ambiente universitario, desde el mismo siglo XVII lucían las discrepancias. Esto trajo consigo un aislamiento espiritual y podemos afirmar con M. Herrero que: «los españoles del siglo XVII ni se entendían entre sí ni se entendían con los demás».

             Cualquier reflexión sobre los españoles de hoy nos lleva, sin el más mínimo esfuerzo a conclusiones parecidas: no hay manera de que triunfe la lucidez ni el progreso en ningún sentido.

             En el Centro de Estudios Históricos nos encontramos con textos como el presente, describiendo las especies estudiantiles en el siglo XVII. Testimonio de variedad sobre todo. Hoy, no obstante, estamos tan cerca del texto que…, me apuesto un pulso a que no me refuta nadie.