(*) Este texto de Alberto fue escrito poco después del suicidio de Urbano Uribe de Urvando, aquel su amigo que optó por tal salida al creer que había contraído, por vía sexual, el SIDA, lo que creo ya haber referido. (Mario Cortés)
(*) Se trata, muy probablemente, de la última composición (no fechada) del alcalareño Alberto González Cáceres, cuando ya tenía decidido —firmemente— el suicidio. Que éste no llegara a producirse se debió al repentino agravamiento de la enfermedad y la inmediata muerte. (Mario Cortés)
La casualidad hizo que el encuentro, tan proclamadamente buscado, tan proclamadamente ansiado, tan proclamadamente soñado, tuviese lugar en aquel sitio tan imprevisto y, en el pensar de los dos, tan impertinente. Tanto es así que tanto Luis como Víctor, después de tanto tiempo llamarse tanto, de tanto escribirse, de prometerse tanto y tanto esperarse, quedaron tan sorprendidos que acogieron la coincidencia con una extrañeza que les produjo un cierto amargor, una cierta decepción, como si después de tanto esfuerzo, de tanto llamarse, de tanto escribirse, tan sólo el azar, o un improbable si no increíble sino tuviera el poder de reunirlos. Tanto tanto para al final encontrarse tan inadecuadamente.
Luis notó en Víctor un envejecimiento superior al previsto. Después de veintidós años no es que esperara encontrar al mismo joven apuesto —además de inteligente— que acaparaba todas las miradas, pero no había supuesto que el paso de los años por su amigo, o de Víctor por los años (en eso nunca sabía a qué carta quedar) le hubiesen marcado tanto.
Luis, a los ojos de Víctor, estaba tan deslustrado que casi se lo dice. Hubiera sido un crimen después de tanto tiempo, pero a Víctor le gustaba tanto imaginar crímenes, tanto verbales como sangrientos… No lo hizo, claro, no lo hizo, lo suyo era sólo imaginar, imaginar cosas, siempre que sus figuraciones fueran tan rechazables, por cualquiera que pudiera acceder a ellas, que hubiera de tenerlas tan en silencio como una respuesta grosera a alguien que respetar; por ejemplo a un maestro y no digamos a un padre. Se lo había repetido cuando chico su tía Clara: «Tanto monta monta tanto un tío como Fernando», sin que el niño Víctor hubiese podido saber qué quería decir su tía, la rebelde de la familia, salvo que había que respetar a las personas mayores que había que respetar.
Ahora, frente a frente, Luis y Víctor se sentían perdidos. La realidad, la carnal, no era la misma que la escrita, que la transmitida por las ondas y los cables, tan proclamadamente ansiada, soñada, buscada. Era la que era, distinta, única e insalvable, y allí estaban los dos cara a cara, salidos aprisa, aunque queriendo disimular el apuro, de lugar tan momentáneamente indeseado. Se miraban con sincero agrado de verse; pero habían pasado tantos años, tantos años sin nada en realidad, tantos años de ausencia, sin mirarse, sin tocarse, sin experiencias vividas al alimón —o compartidas, como suele decirse, aunque no sea lo mismo—, sin que las secuencias de sus vidas tuviesen nada que ver la una con la otra… Que no, que no, que ya no era lo mismo ni podría serlo. (¡Y a nuestra edad!, pensó Luis). (¡Y a la vejez!, tembló Víctor).
Por el asombroso memorión de Víctor pasaron algunos de los versos desastrados y chulánganos del Luis poco más que púber que, en notitas enrolladas y sujetas con gomillas, hacía llegar a sus primas y a los jovencitos que tenía en poco, sin importarle demasiado que llegaran a manos de los mayores, o de los curas. ¡Qué distinto aquél Luis de este! ¡Cómo cambiamos casi siempre a peor! ¡Qué raro poder mantener la pulcritud! ¡Cómo se torna la gracia en desgracia!.
Para el postre
decoraré las natillas
que tanto a ti te gustan
con pus y con postillas,
sangre, pelos y legañas.
Añadiré también la cerilla
de diez o doce orejas,
cuajadamente amarilla.
Después me acostaré,
y tapado hasta las cejas
con fuerza aspiraré
lo que los chícharos dejan
en forma de pedo cruel.
(Para otros, que para mí
es lo que a ellos la miel).
Tras dos horas de odorífera siesta
nos arreglaremos para la fiesta.
Iremos eructando por los caminos
dejando una huella manifiesta:
«Por aquí fueron los cochinos».
Tú beberás licor de cucaracha
con esencia de gargajera.
Yo, la meada callejera
y los vómitos de una borracha
que arroje bilis y aguacha.
De tapas, penes de ratas
y sesos de ratón metastásico.
También haremos unas catas
de bronquios de cerdo asmático,
y de verrugas de sapo, y un revuelto
de lo que alguien haya devuelto
por un dolor pancreático.
Para ultimar la verbena
tomaremos el cóctel ideal:
grasa de ovarios de hiena
en su mismo fluir vaginal.
Y antes de acostarnos
quiero que limpies
de lombrices mi ano
con espinas de un rosal,
que yo sacaré los bichos
de tu nariz griega
con pinzas de alacrán.
—¿Cómo no me has avisado de que venías a España? —dijo Víctor, aliviado, incluso satisfecho y contento, por haber encontrado una pregunta crucial.
—Porque como he estado dos días, vamos, que me voy ya, no quería molestarte ni ponerte en un compromiso.
«Entonces es que no querías verme», bramó Víctor en sus adentros. Luis se había dado cuenta, al mismo tiempo que le salían las palabras, de la estupidez, seguramente inevitable, de su respuesta.
Como pasa casi siempre, salvo en los paredones, las sillas eléctricas, los patíbulos y demás medios de acabar las cosas casi definitivamente, algo vino, esta vez en forma de llamada megafónica —atrozmente disonante— a modificar la situación: «AVE destino Madrid estación de Atocha hará su salida a las veinte horas, vía seis, vía seis».
—Bueno, Víctor, la próxima vez que vuelva, que puede ser el año que viene, te avisaré con tiempo, estate seguro.
—¿El año que viene? Después de tantos años, venir dos años seguidos…
—Sí, es que tengo que arreglar unos asuntos. Ya te contaré por carta, porque tú sigues sin tener correo electrónico, ¿no?, ¡mira que eres raro!.
Víctor confirmó ambas cosas con la cabeza. «Cualquiera sabe la que tendrás liada por ahí» (**), se dijo al apurar la cerveza y levantarse, al tiempo que intentaba pagar, sin que Luis se lo permitiera. La charla había sido breve, pero, pensó Víctor, ni aunque hubiese durado cinco horas habrían sabido más uno de otro. Un abrazo antes de bajar Luis al andén. Y, en efecto, nunca más supieron el uno del otro.
Atareado en la ímproba labor de rebuscar entre los papeles de Alberto González Cáceres (¡qué dos años!), hallé, para mi sorpresa, un escrito de su hermano Fernando, ese al que apodan «Mimo», el único de la familia que sigue viviendo en Alcalá. Puesto en contacto con él, ha autorizado su publicación. «Sólo si es en CARMINA», me ha dicho. «No, va a ser en Alfaguara», le contesté. El texto se lo dejó a Alberto, según la anotación de éste, en la única visita que le hizo en quince años, pocos meses antes de su muerte, en 2009.
Nos conocimos en el bar de su padre, que yo visitaba a diario. Ella tenía diecisiete, yo diecinueve. Le gusté enseguida. A mí me atrajo, de ella, su gusto por mí, lo que es muy natural, según creo, en esas edades tan egocéntricas. (Por eso los ególatras son unos inacabados).
«Cóbrate lo del marido de mi mujer», le digo algunas veces al camarero cuando Juan Carlos y yo coincidimos, cada uno por su lado, en el bar en que más me conocen, y saben, por tanto, de mi afición a la chanza. Y ello sin que el camarero tenga ni idea de hasta qué punto esas palabras se corresponden con la realidad. «Vaya, hombre, gracias, gracias», replica siempre Juan Carlos. También sucede al contrario. Llego, y enseguida se lleva el índice al esternón. Es la señal para que yo diga: «Esto lo paga el marido de mi mujer».
Pongamos que ella se llama Elisa. Ha sido mi mujer, la única de mi vida. Y Juan Carlos es su marido.
Elisa y yo yacíamos (que es una forma de decir lo hacíamos) de vez en cuando, lo más a escondidas que pueda imaginarse: como un cura y una feligresa, o como el marido que coge dinero de la hucha de su mujer. Su madre quizás sospechara algo, pero nunca le insinúo a Elisa nada que nos hiciera sospechar a nosotros.
Mi mujer supo de mi naturaleza homosexual al poco tiempo de haberse iniciado nuestra relación carnal. Ella ya tenía alguna experiencia en el trato con homosexuales, si bien completamente distinta a la sustentada conmigo: su padre y uno de sus tres hermanos también «lo eran». Lo de su marido (hombre divertidísimo) no lo supo la madre de Elisa hasta que un día lo sorprendió in fraganti. Elisa no tuvo que sorprenderme, ni siquiera sorprenderse ella: se lo dije después de haber terminado una escena heterosexual especialmente satisfactoria para ella. (A mí me satisfacía el cumplir lo que consideraba una misión especial, que antes de empezar a ocurrir me habría parecido una misión imposible).
A ella no le importó gran cosa. Es más, supo enseguida que lo nuestro no correría nunca el riesgo de malograrse por los mismos motivos detonantes que tantas relaciones «normales»: yo era su capricho, su juguete más íntimo y personalizado, y nada más. Ella sabía que sería la única de entre miles de millones de mujeres en tenerme. La única excepción en mi exclusividad. Que me tendrían y yo tendría cualquiera sabe cuántos… vale, pero ella iba a ser la única en retozar con su polichinela de carne y hueso. La verdad es que ni ser o no la única le importaba. Lo crucial para ella era que yo asistiera sus solicitudes.
Juan Carlos hizo su aparición dos años después. Le prendieron la gracia y el desparpajo de Elisa. Mucha gente decía entonces que Elisa se parecía a la Marisol de unos años antes, con una chispa fresca y espontánea, sin moldeado alguno. De hecho, todavía canta y baila más que aceptablemente, y suelta sus decires con el mismo donaire. Dicen que los contrarios se atraen y eso debió de suceder, no porque Juan Carlos fuese, o sea, soso o aburrido, sino porque carecía y sigue careciendo de cualquier atractivo, al menos para mi gusto, ajeno a su bonhomía, a su placidez y templanza. (*)
En cuanto a mí, era imposible que me sintiera celoso. Yo era consciente tanto de mi papel con Elisa como de mi sino sexual-amoroso, fijo e inalterable. Un sino que no impidió que durante muchos más años, aunque con menos intensidad y frecuencia, continuara complaciendo los deseos de Elisa. Creo que ya lo he dicho.
Fue a los dos años de casados cuando Juan Carlos supo lo nuestro. Ya tenían un niño. Y que no haya dudas en cuanto a lo de tenían. Yendo yo por su misma calle —él por la otra acera— Juan Carlos me saludó con la mano, mientras sonreía de un modo raro. Hacía unos minutos que Elisa se lo había dicho. Mientras se lo contaba llegó a llorar, digo ella, pero no por miedo, ni por angustia, sino de emoción, de emoción gratificante, liberadora incluso.
Los días siguientes a la revelación los pasó Juan Carlos queriendo ver el futuro. Cayó al fin en la cuenta de que todo podía seguir igual, dado que hasta entonces en nada le había perjudicado la particular cohabitación de su esposa conmigo. El marido de mi mujer podía estar completamente seguro de que nunca, jamás, de ninguna manera y bajo ningún concepto pretendería yo arrebatársela. ¡A ella!, de la que yo era un servidor del que prescindiría cuando le pareciera. Pretensión que, deducía Juan Carlos con buen fundamento, de cualquier forma hubiese resultado inútil: ella le quería. Y no como la niña a la muñeca o el niño a la equipación de fútbol, sino como al amiguito o la amiguita con que se intima desde pequeñines hasta resultar inseparables para siempre. En este caso, la muñeca, o la equipación, se llamaba Fernando.
Y además y sobre todo lomío era otra cosa.
Juan Carlos la quería tanto como ella a él. (Y han seguido queriéndose). Y el querer hace hacer tonterías. Estando embarazada Elisa por segunda vez, a Juan Carlos no se le ocurrió otra cosa que proponerme que fuese padrino de la criatura que su esposa alimentaba en la barriga.
—¿Y si son dos? —le dije, tratando de disimular con la broma mi estupor.
—¡Qué va! Es uno, o una. ¿Qué, contamos contigo?.
—¿Pero Elisa está de acuerdo? —respondí, intentando tragar saliva.
—Todavía no se lo he dicho, pero ¿no va a estar?.
Por suerte, Juan Carlos iba a Correos, lo que me dio la oportunidad de ir inmediatamente a ver a la preñada antes de que la cosa pasara a mayores. Cualquiera que me conozca aunque sea de perfil sabe de mi mayúscula aversión a cualquier convención o acto público, semipúblico e incluso privado en que mi persona corra el peligro de ser algo relevante o llamadora de atención. Juan Carlos me demostró que no, que no me conocía tanto como llegué a creer. ¿Yo bautizando a un chiquillo? ¿Yo presidiendo un banquete en el que no le arrancarían al homenajeado las tiras de pellejo? ¿Yo prodigando sonrisas falsas, apretones de manos refractarias y saludos insalubres? ¡Quiá! Es lo que le dije, y más, a Elisa. Yo comprendía que la intención de Juan Carlos era complacerla a ella al darme papel tan relevante en hecho tan sobresaliente. «¡Es que no se entera!», dijo Elisa, un poco enfurruñada. Y era verdad, Juan Carlos todavía no era consciente de la naturaleza de la liga Elisa-Fernando. En este lío no podía aplicarse aquello de «Tanto monta, monta tanto, Juan Carlos como Fernando», porque Elisa-Juan Carlos y Elisa-Fernando eran dos conjunciones completamente distintas. ¿Cómo va a ser lo mismo un juguete que un esposo y padre de dos hijos? Elisa convino conmigo en que ella ya tenía decidido que el padrino fuese el padre de Juan Carlos. Y así fue. Cuando el marido de Elisa quiso disculparse por tan imperativa sustitución yo le dije, queriendo hacer un chiste, que era mejor así, no fuera que yo le pegara lo mío al niño desde la pila del bautismo. O no lo cogió o se le atragantaron las realidades, porque ni siquiera esbozó una sonrisa.
Ningún juguete es imperecedero (no pasa lo mismo con los juegos). Hace ya unos años (no los concreto porque no quiero), que nuestra relación, me refiero con Elisa, se limita a sonreírnos cuando nos vemos por la calle, del mismo modo que pueden hacerlo dos amigos que recuerdan sus éxitos como jugadores de futbolín o el día que lo pasaron tan bien en una fiesta, o cuando, borrachos, cambiaron los cubos de la basura ya vacíos de unas puertas a otras. Algunas veces, cuando hemos pasado meses sin vernos, nos preguntamos por la salud, por la marcha económica (me alegro infinitamente de que les vaya bien, no como a mí), y ella alguna vez me pregunta sobre mis actividades en el campo sexual. Mis respuestas, bastante detalladas porque a ella así le gustan, incluyen desde mentiras hasta episodios reales pero exagerados, pasando por realidades que, como es natural, también pueden ser tomadas por mentiras. Pero ella sabe distinguir, ¿no va a saber?.
Juan Carlos sabe perfectamente que desde hace equis años ya no hay relación sexual (ya no soy muñeca, ni equipación deportiva), pero por eso digo a veces, cuando coincidimos en el bar, con todo el cariño, el respeto y la admiración que me causa hombre tan cabal: «Cóbrate lo del marido de mi mujer». Sin que el camarero tenga ni puñetera idea de hasta qué punto esas palabras se corresponden con la realidad. Aún y para siempre.
(*) Juan Carlos es su nombre real. Fernando González me ha hecho notar algo que ya sabía: que el marido de su mujer se parece mucho físicamente a su tocayo el Rey, semejanza que se acentúa con el paso del tiempo, aunque la diferencia de edad entre el Rey y nuestro Juan Carlos sea de casi veinte años. Si pudiera diría los apellidos del marido de Elisa, con lo que hasta al más centrado de ustedes se le ocurrirían las bromas tontas que padece casi a diario Juan Carlos, el de Alcalá.
Yo, ya desde el primer momento, había decidido ir en el coche de Dionisio. No es que José Luis condujera mal; no, qué va, pero a mí me lo parecía tanto, tanto tanto, que me resultaba imposible creer lo contrario, por más que me esforzara en ello. Alguna que otra experiencia me había deparado haber ido en aquel Ford Fiesta de nuestro entrañable amigo: el bordillo que se acercaba a la rueda derecha delantera hasta el punto de golpearla; la raya continua que de improviso dejaba de serlo; el ruido que producía el coche que estaba aparcado al chocar contra el de José Luis cuando éste, de manera impecable, estaba estacionando; el retrovisor que se rompía porque una señal o una esquina había arremetido contra el espejuelo; el despiadado frenazo porque una calle había cambiado de sitio; una farola que, quizás carente de luces, se atravesaba, imprudente y dañina…
De manera que, después de varios intentos de Dionisio por desbloquear las puertas de su Renault14, subimos a bordo del flamante coche Julio, Jorge, Rafael y yo, mientras nuestro admirado maestro de adultos, a la vez que sacaba limpiamente el vehículo para ponerlo en la vía, se desvivía en explicarnos el mecanismo de las puertas de su nuevo automóvil, sin que ninguno de los receptores de sus aclaraciones nos enteráramos de lo más mínimo.
En el otro vehículo, el de José Luis —así mismo maestro de adultos, como todo el mundo sabe—, acometieron la aventura Diógenes, Antonio Ríos («el Carmona»), Rafael Benítez («el Marqués de las Corachas») y Mario Cortés.
«Ea, ya na más que falta ‘La Niña’», dijo el Marqués antes de poder cerrar la casi desvencijada puerta del Ford Fiesta.
Y así fue como las dos «carabelas» emprendieron el viaje nada menos que a Morón de la Frontera. (Enseguida se verá que otra nao, ocupada en solitario por nuestro inolvidable Tomás, había llegado al destino antes que la capitana y su segunda).
Los dos coches y sus diez ocupantes llegaron —llegamos— sin ningún percance digno de reseñarse, si bien el retraso del Ford Fiesta —tres cuartos de hora sobre el horario previsto— nos alarmó a los ocupantes de la Santa María, digo del coche de Dionisio. Después supimos que José Luis, en un despiste extraordinariamente extraño y del todo increíble en él, había tomado la carretera que lleva a El Coronil, en vez de seguir directamente hacia Morón. «¿Qué quieres, si era casi de noche?», fue la respuesta que le dio a Rafael al preguntarle éste sobre cómo diablos había sucedido el extravío.
Encuentro con Tomás y entrada a la fiesta
Aguardamos a José Luis y sus intrépidos acompañantes en Casa Pepe, el lugar convenido. Dionisio, durante tan inquietante espera, nos ilustró sobre las reuniones que allí se habían celebrado con Diego del Gastor y tantos otros personajes —el propio Dionisio entre ellos—, protagonistas de tantas fiestas en las que el flamenco más auténtico resplandecía en toda su esencia.
Una vez reunida la expedición, marchamos todos a pie hacia la calle en que según Dionisio se encontraba la casa donde se desarrollaría la grabación para TVE. Menos mal —¡menos mal!— que en algún momento de nuestro deambular por aquellas apacibles calles de Morón, alguna de ellas más de dos veces transitada en poco menos de quince minutos, nos topamos con Tomás. «Si es por aquí, hombre, si es por aquí», nos dijo, con su sorna amable y comprensiva, riendo a pequeños borbotones. La mayoría miramos de reojo a Dionisio, sin poder explicarnos cómo hombre tan versado, eficiente y confiable a bordo de un automóvil se convertía, echado a tierra —¡y en tierra tan andada por él!— en náufrago recién llegado a una isla. (Supe después, por confidencia de Rafael, del gusto de Dionisio por complicar las cosas, bien entendido que sólo las fáciles de desenredar).
Pues llegamos, no sin antes haber estado en tres tabernas (una de ellas tan pequeña que no pudimos entrar los once de una vez) en las que Dionisio y Tomás conocían desde muchos años antes a sus dueños, o a algún parroquiano. Afortunadamente, Antonio el Carmona y Rafael se encargaron de abreviar cada una de las estancias, porque de haber sido por el propio Dionisio y por el otro Rafael —el Marqués— hubiéramos llegado a la casa de la fiesta ya finalizada ésta. Y no lo digo porque los dos citados bebieran más que los demás; de ninguna manera, lo que ocurría es que el tiempo, para estos amigos, es algo que parece poder detenerse al antojo de cada cual. No sería malo, pero no es posible.
El guitarrista Juan del Gastor, en una de sus facetas
Ya en la puerta de aquella enorme y señorial casona, vimos salir a Juan del Gastor, que se fue derecho para Dionisio y Tomás, amigos, casi hermanos, desde tanto tiempo atrás.
«Se habrá queáo Alcalá vacía», observó el guitarrista, sobrino del gran Diego, ante la nutrida «delegación» que tenía ante sus ojos. «Venga, vamos pa’entro, que esto va a empezar ya». Y allí fuimos aposentándonos, siempre detrás de las cámaras, mientras íbamos reconociendo a Paco del Gastor, Paco Valdepeñas, Fernanda de Utrera, su hermana Bernarda, la Pepa, Joselero… Ya estaban todos convenientemente colocados para iniciar la actuación. Todo bajo la dirección del entonces —y antes y después— industrioso productor Ricardo Pachón.
Yo, asentado en Alcalá desde mi llegada a Sevilla procedente de mi Segovia natal, no había tenido la oportunidad hasta ese momento de asistir a una reunión tan numerosa y excelsa de artistas flamencos, siendo todos ellos, además, de los que a mí me gustaron desde un principio (ya para entonces había desaparecido la mayoría). Pero comprobé enseguida que la emoción embargaba por igual, si no en mayor intensidad, a todos los demás integrantes de aquella «delegación alcalareña», algunos de cuyos miembros habían conocido a verdaderas glorias del flamenco (insisto: algunas de ellas, pocas, todavía presentes allí mismo). Esa noche me ocurrió lo que años antes al escuchar aquellas grabaciones tomadas en reunión de Manolito María, Juan Talega, Tomás Torres, Fernanda, el Borrico, Joselero, Bernarda, Perrate y algunos más: una sensación de refrescante pureza a la vez que de viaje a un tiempo tan grato como inabarcable.
El Andorrano, Paco Valdepeñas…
Aunque se trataba, lógicamente, de algo preparado y previsto, lo que vimos, oímos y sentimos aquella noche fue producto de la conjunción de varios factores. En primerísimo lugar, de la calidad sanguínea de los artistas. En segundo, del ambiente tan favorable que reinaba entre todos los allí reunidos; y en tercero, y a gran distancia, de la capacidad del director de aquella puesta en escena, porque con aquel material humano hubiese sido un crimen no sacar algo bueno. Un crimen imposible, la verdad.
Como se me parta el palo/este torito miura/que va a acabá que con mi caballo, cantaba el Andorrano, volviendo del revés los versos de Villalón, y enseguida su baile, disímil, lento, deslizante y ahora atlético para volver a la parsimonia y acabar en una explosión ralentizada: Soy la gitana Caireles/zahorí de nacimiento/que adivina los quereles/y también los pensamientos. El mayor de los hijos varones de Luis Torres Cádiz (Joselero) parece que baila hacia atrás. Y en parte es así: baila hacia atrás en el tiempo; y vuelve, es un gitano que nos trae lo que el tiempo transmite, sencillamente porque Andorrano tiene disposición para ello. Una disposición que viene de dos elementos fundidos: sangre y sapiencia. A lo que habría que añadir, en el caso de que no estuviese ya contenido en la sangre, el respeto a sí mismo y a su gente. En 1984 (y afortunadamente bastantes años después) aún nos fue otorgado contemplar ese baile p’atrás en los dos sentidos de este Torres Amaya. Magnífico.
Dinero y más dinero/Yo nunca te he peío ná/sino que vengas a verme/de tu propia voluntá, cantaba aún sentado Paco Valdepeñas (que nació en Linares), con su voz distinguible entre los miles de millones de seres humanos, antes de levantarse para hacer un recorrido lleno de letras: Como el carbón que se quema/sin echar humo ninguno/así se estaban quemando/los corazones de algunos; las más, sacadas de canciones de no tengo ni idea de cuándo y dónde, en medio de un baile tan disímil como el de Andorrano, sólo que de una compostura que transita desde la majestuosidad a la sencillez hecha gesto sublime, y viceversa. El que viva en el año dos mil/verá con asombro los tiempos cambiaos/porque no habrá ningún albañil/no habrá goteras en ningún tejao./Las niñeras serán suprimías/porque los chiquillos ya vendrán criaos/y en los parques y en las avenías/ya no las veremos con tantos soldaos… Un Óle gigante, agradecido y eterno para Paco.
…Y Fernanda.
De vuelta a Alcalá
Hacía un fresco muy agradable cuando abordamos la calle, aunque para Dionisio (¡el más friolero del mundo!) pareciera que nos encontrásemos en plena estepa siberiana. Pero el calorcito de la taberna más próxima nos reconfortó a todos, frioleros y no. Al contrario de lo esperado por algunos —Dionisio y Rafael— y deseado por todos, ni Paco ni Juan del Gastor nos acompañaron: sus obligaciones, tanto familiares como profesionales, no se lo permitían. Ese día, claro, porque dos meses después estuvimos algunos casi veinticuatro horas con Paco y algunos amigos norteamericanos —sin relación alguna con la base USA—, una alemana y también un australiano, todos admiradores y discípulos directos de Diego del Gastor. Optamos por irnos de Morón. Aún era temprano y podíamos ponernos de acuerdo para parar en alguna venta.
Antes de introducirnos en los coches, que ahora ya eran tres tras la incorporación de la «carabela» de Tomás, estuvimos en dos bares. En ninguno de ellos se superaron las dos rondas, creo recordar. Comentamos el cante, el baile y el toque que habíamos tenido el privilegio de contemplar. Nos acordamos, inevitable y repetidamente, de Agustín, que de haber estado allí hubiera disfrutado como sería imposible describir. Llevaba dos días sin aparecer por el Duque, ni por el Derribo. «Mañana habrá que llegarse a su casa», dijeron José Luis y Rafael al unísono.
Todos convenimos, por fin, en reunirnos en la Venta Hispalis (abierta toda la noche), a relativamente poca distancia de Alcalá, en la carretera de Málaga (la A-92 estaba todavía en los forros de alguna carpeta). Entonces se operó la redistribución de ocupantes en los coches. Fuese por efecto del vino —que, repito, no era tanto el libado en ese momento—, fuese por el relajamiento que produce un goce como el que habíamos vivido, lo cierto es que las distintas tripulaciones quedaron como sigue. Primer coche: Dionisio, Jorge, el Marqués y Mario. Coche de Tomás: el mismo, Antonio el Carmona y Diógenes. ¿Quiénes quedábamos para ocupar el de José Luis, además del titular?: Julio, Rafael y yo. Cualquiera de los tres hubiésemos podido agregarnos a uno de los otros dos coches, pero de los cobardes nunca se ha escrito nada. Aparte de que, en caso de ocurrir cualquier malajada, más valía ir cuatro que dos: alguno sobreviviría para dar el aviso.
En esta ocasión fue el coche de José Luis el primero en emprender la marcha, convirtiéndose, aunque por poco tiempo, en la Santa María del regreso. Tomás y Dionisio nos adelantaron enseguida, porque, eso sí, José Luis, de correr, nada, por mucho que mis palabras iniciales les hayan podido hacer creer lo contrario. No hay que descartar, ahora que lo pienso, que la poca velocidad de crucero fuese la que pusiera tantas veces al coche de José Luis en algunos aprietos. Quién sabe.
Pero esta vez fue el coche de Dionisio, no obstante habernos sobrepasado antes, el que se demoró, y no poco. La tardanza fue debida a que una liebre atravesó la carretera y fue golpeada por el coche. Y ¡hala!, sus cuatro ocupantes a buscar la liebre en un barbecho, en una noche de luna nueva. Ninguno era lo que se dice largo de vista, y mucho menos en aquellas circunstancias. Si los linces tuvieran el alcance visual de estos cuatro hace tiempo que se hubieran extinguido. Ni que decir tiene que, de la liebre, ni rastro.
Una vez todos llegados y reunidos en la Venta Hispalis, tardó poco para que Julio hiciera que Dionisio sacara la guitarra del coche y comenzara a tocar —me refiero a Julio— como sólo él sabe hacerlo. Y al decir esto no me aparto ni un ápice de la verdad. Sólo Julio sabe hacer lo que hace y cómo lo hace. Que nadie dude de que a la guitarra es un caso único. E inimitable, que es aún más importante.
Pasó el tiempo entre bromas, recuerdos, recitaciones del Marqués, cantes de Rafael por soleá y por tangos (de Joselero), «jaleamientos» y amagos de baile de Jorge, hasta que, después de mucha insistencia por parte de todos, tomó Dionisio la guitarra y pudimos escucharle, tras varios intentos por afinar y vueltas y más vueltas —como en las calles de Morón— un toque por seguiriyas que no se me borra de la memoria.
Iba a seguir tocando, ahora por soleá, pero en ese momento apareció por la puerta la mala potra, la fatalidad más insoportable, el signo de Satán, la mala ventura, la peor de las chambas, el hado maligno, la papeleta maldita de la Tómbola del Mal, el bicharraco perverso, lo más malo que podrían enviarnos nuestras respectivas estrellas si nos odiaran. Yo, hasta ese momento, no había tenido el disgusto de conocer al archiominoso, y ojalá hubiera seguido así por el resto de mis días. Observé en todos mis amigos, sin excepción, que el disgusto afloraba en sus caras, y que, unos más rápidamente que otros, iniciaban movimientos de retirada, si no de fuga. Debido a que el bribón tiene familia en Alcalá, no voy a decir su nombre. Efectivamente, no hizo más que traspasar la puerta la bestia cuando ya estaba metiendo la pezuña. Acabamos por levantarnos, se pagó lo que se debía y salimos. Camino de los coches, casi todos iban diciendo que menos mal que Agustín no había estado allí, porque seguramente habría intentado que alguna silla hubiera dado en la cabeza del bulto molestoso.
Hubo nuevamente cambio de tripulaciones y esta vez coincidimos Rafael, el Marqués y yo en el coche de José Luis. Los dos Rafaeles fueron lanzando durante todo el trayecto tal cantidad de improperios para el cretino que nos había hecho abandonar la Venta Hispalis que es imposible que los recuerde todos. Pero sí que quedé seguro de uno de los significados de esa expresión que tanto he oído desde mi llegada a Sevilla: ser «un tío mierda». Según me explicaron y después pude comprobar dos o tres veces más, el que apareció aquella noche para estropear esa reunión (como ha hecho con cientos) era y es eso: un tío mierda. También recuerdo que los calificativos más finos que le dedicó uno de los Rafaeles fueron los de «hijo de madre distraída» y «buey coceante».
Aunque no era muy tarde ya no había lugar de encuentro posible, al menos deseable, así que… cada mochuelo a su olivo. Pero vine a enterarme a los pocos días de que Dionisio condujo a los ocupantes de su coche (Jorge, Mario y Julio) hasta su casa, y ya dentro de ésta a la habitación donde tenía su gran colección de cintas magnetofónicas de cuatro pistas que contenían (uso el pretérito porque seguramente ya las habrá destruido en alguno de sus arrebatos) horas y horas y más horas de reunión y fiesta en Morón en los años sesenta. Y allí estuvieron hasta por la mañana escuchando una pequeña parte de aquellas maravillas que nunca jamás volverán a tomar carne, porque no eran golondrinas, sino seres de una nebulosa inalcanzable cuyos ecos resonarán, o no, por el Universo: los ya citados y Fernandillo, Anzonini del Puerto, Curro Mairena, su hermano Antonio, Miguel el Funi…
Tres de los grandes: Fernanda, Curro Mairena y Joselero,
en Morón
Es cosa que ustedes sabrán perdonarme el que me permita incluir (hay que estar a bien con todo el mundo) una composición que Mario Cortés hizo a resultas de tan opima noche —hasta la aparición del mal sujeto— y sin duda de otras más, y que tituló como yo lo he hecho con el presente texto: se refería —y yo me refiero— al arte puro.
Buceando en el maremágnum de papeles de Alberto González Cáceres he tropezado con un segundo relatillo de su gran amigo Urbano. Yo, después de leer varias veces el texto, no he dado con la realidad, «desperdigada» o no, que se supone contiene. Será que la torpeza es ya en mí lo preponderante. (Mario Cortés)
Dábamos otra vuelta por donde tantas veces. Joaquín, como siempre, cabizbajo y con gesto compungido. Moreno, con carreras y piruetas impropias de nuestra edad según me decía mi abuelo. Gómez tentándolo todo, plantas, árboles, rocas, como si reuniera en sí una horda de ciegos inquietos queriendo reconocerlo todo a su paso. Vicente andando como si lo hiciera en solitario, como si no oyera lo que decíamos los demás, como si los demás fuésemos no más que hojas que cayeran levemente a su lado. Para mí era tan cargante pero yo conseguía, o casi, que él también se convirtiera para mí en hojarasca, mientras me divertía con los otros. Y Ricardo, con su lengua imparable, gracioso las más de las veces.
Ya entrábamos en el trecho en que árboles, arbustos y matas altas y bajas y espesas nos hacían imaginar –por lo menos a Joaquín, a Moreno y a mí- que nos internábamos en una selva que nunca habíamos visto pero que no nos producía miedo. Tan sólo Vicente seguía su marcha tan derecho como una baqueta, sin observar a su alrededor, con la mirada puesta en un punto que yo imaginaba albergaría una gran selección de espejos de todas clases, también de los cóncavos y convexos, donde contemplarse él, el gran Vicente. ¡Bah!.
Fue entonces cuando aquello apareció ante nosotros. También cabría decir nosotros ante aquello. Paramos en seco, las bocas abiertas salvo para tragar saliva. Yo, he de reconocerlo, era el más dotado para la observación, así que fui el único en darme cuenta de cuanto hacían los demás, de la actitud que tomaban, y todo eso en instantes de segundo y sin perder detalle de lo que nos habíamos encontrado. Todos dimos media vuelta, ya sin que Gómez lo tocara todo, Moreno sin correr pero andando que se las volaba, sin que Ricardo pronunciara palabra alguna, Joaquín con gesto también como siempre triste pero de una tristeza digamos que angustiada. Y Vicente marchando como si algo le quemara el trasero, aunque ni así abandonase su pose engallada, esta vez de pollo amenazado de cazuela.
La abuela Araceli se quitó el delantal, se sacudió la ropa para no dejar ni una pelusilla sobre ella y salió. Su hija y el yerno la siguieron con la vista a través de la ventana, hasta que la esquina lo impidió, pasando inmediatamente a que si para qué, que si por qué, a cuento de qué y demás qués. Cuando la abuela Araceli volvió no dijo nada, se puso el delantal y se fué a la cocina, de donde salió enseguida para meterse en su cuarto. Su hija y el yerno movían las cabezas como peleles, mientras hablaban de lo caro que era el coche y todo lo demás y mirándome de vez en cuando, mientras yo fingía estar embobado con el televisor, con Franz Johan y Herta Frankel.
La moto se le vino encima a Gaspar y los ay y los Dios mío se fundieron en el desvanecimiento aunque antes llegó a oír a alguien esto es grave, esto es grave, vamos a ver, y ya entonces Gaspar no veía nada.
El padre de Gómez, Gómez padre, como le decía Moreno, fue un día a casa de Joaquín. Gómez padre mandó a Gómez a casa de su tía Rosa, a pedirle unas facturas. Cuando Gómez volvió encontró a su madre llorando y a Gómez padre que iba al cuarto de baño a lavarse la cara, en la que Gómez y Joaquín, que le había acompañado, advirtieron algo de sangre. Gómez cogió de nuevo los papeles que había soltado y se fue a casa de su tía Rosa a devolverlos, diciéndole que no eran esos los que quería su padre.
La noche pasó. La mañana, la media mañana, el mediodía. Conrado se puso su único terno y fue al entierro, solo. Si la gente le miraba más o menos le importaba un pito. Y lo mismo a los otros no implicados. Toda la vida siguió naturalmente, corrientemente, con episodios fuera de lo corriente de tarde en tarde.
Vi en el cine a Alfonso y González; pero no por eso, sino porque la película era malísima me salí al poco tiempo de haber empezado. El portero me dijo es malilla ¿eh?, o sea que no se extrañó de que a mi edad alguien se saliera del cine sin acabar la película porque no le gustara, y no porque tuviera que volver a su casa porque le apretara una necesidad y en el cine no se podía por las obras.
Gómez padre, que iba con Gómez, paró en la calle a Gaspar y le preguntó sobre un montón de cosas que no pude oír; pero sí recuerdo que me puse terriblemente colorado, mientras observaba a Gómez que había logrado soltar su hombro de la mano de su padre e intentaba escurrirse sin que lo lograse porque en seguida Gómez padre le dio una voz llamándole, y Gaspar se fue y yo le seguí a cierta distancia.
¡La ocurrencia de Moreno de seguir por la derecha, sabiendo que podía ocurrir lo que fuera! Yo no, yo no, yo no. Pero al pobre hay que perdonárselo todo.
¿Qué es este sabor tan malo, tan amargo? Me estoy ahogando, me duele mucho entre la nariz por dentro y la garganta y veo corpúsculos rojos y azules y quiero que todo esto pase enseguida, enseguida.
Encontré este relatillo, como tantos otros escritos de más personas, entre los papeles de Alberto González Cáceres. Urbano Uribe de Urvando (1959-1986) fue uno de los más queridos e incesantes amigos de Alberto. Natural de Sevilla, vivió casi sus casi veintisiete años en dicha ciudad, de donde salía a visitar a Alberto como quien dice a cada rato. Físicamente un coloso, era tambaleante en lo anímico. Se suicidó al creer que había contraído el SIDA —lo que resultó incierto, según develó la autopsia—, en aquellos años de puesta en valor de virus escapado de laboratorio en forma de mono verde que muerde a humano. En literatura, admirador furibundo de Julio Cortázar, por más que ese fervor no lograse frutos en sus escritos, como también me pasa a mí. (Mario Cortés)
Me avisaron a tiempo, es aquél, salió precipitadamente y alcanzó a verlo. Ya estaban ambos en el bullicio, pero no se desalentó, puedo pescarlo, menos mal que es alto. Gritarle no serviría de nada, como no sea para llamar la atención de tanta gente que me lanzaría miradas como puntillas, indignada por un comportamiento tan impropio en fechas y circunstancias tan singulares aunque todos los años es lo mismo, y además para espantarlo, lo que no convenía de ningún modo. Tengo que seguirlo, lo cogeré, pues claro que lo cogeré. A ver por qué me he tenido que retrasar quedándome en el bar sabiendo lo que podía pasar, verse cogido en la bulla, lo que odia tanto. Allí está, no lo pierde, ni siquiera puede permitirse distraerse unas décimas de segundo; va ligero, parece mentira que con tanta gente pueda avanzar tanto, pero es que no tiene que estar pendiente como yo de por dónde va y de la gente que hay delante y a un lado y otro. Pero lo cogeré, vaya si lo cogerá. Ahora va por Alfaqueque y de allí a Redes, claro, seguro, pero le da igual que el tío tire por calles cortas y estrechas.
Ya me pasó otro año, verme encerrado entre tanta gente. Allí está, va a entrar por San Vicente, y casi se tiene que quedar parado porque ya están formadas las filas en las aceras, que no dejan pasar a nadie, como si se tratase de soldados preparados para un desfile y el teniente repasándolos con la mirada. Que no, que no se mueven, aunque adviertan la desesperación del que quiere pasar. Es que tengo que cruzar la calle, tengo ya que decir con voz enérgica y hasta amenazante que si van a dejarme pasar ante una pareja inmóvil como todas las demás cuyo varón no es más que un alfeñique sesentón endomingado que cuando ha oído el vozarrón le hace sitio incluso apartando a su mujer, una señora de maquillaje solidificado, escandalizada por el lance igual que la que sorprende al cura con una catequista. Señora, deje de asustar al espejo, está tentado de decirle, pero seguro que le retrasaría.
Como salga a la calle Alfonso doce va a ser difícil seguirlo, si no imposible, porque puede tirar a la izquierda, o a la derecha hacia la Puerta Real, o por la calle Bailén o perderse en la Plaza del Museo, si no se mete en Rafael Calvo. Pero menos mal que se ha quedado parado en la esquina, por qué no él también, es más alto de lo que me pareció y no lo perderé de vista. El tío no ha vuelto la cara en ningún momento, pero podrá identificarlo a cada instante de esta persecución que ya lo está cansando, sobre todo porque me duele la pantorrilla derecha y la planta del pie izquierdo le quema como si andase sobre brasas con pesas atadas a los tobillos, como si fuera de penitencia pero vaya la que me están haciendo pasar estos miles que no me dejan pasar, una penitencia que tal vez pudiera hacer valer ante el Cristo que me va a poner peor la cosa porque ya se ve venir y ha sobrepasado la esquina de García Ramos. Sí, pero ahí va hacia Monsalves; mejor, porque por esas calles debe haber menos gente. Tanta gente que lleva paraguas pero menos mal que ya no hay peligro de lluvia porque si esto se poblara de paraguas abiertos cómo iba yo a seguirlo por muy alto que fuera. Ha de aligerar porque el tío puede irse por Almirante Ulloa y volver a Alfonso doce y entrar en algún urinario de un bar, aunque no intentará nada porque no sabe que le estoy siguiendo aunque me estén matando los dolores; también puede desviarse para San Eloy.
Había supuesto menos gente pero había la misma; otra, pero la misma cantidad, pero ésta, por lo menos, aunque con una pachorra desesperante, se mueve, anda, daba alguna esperanza de alcanzar el objetivo que seguía avanzando como si nada le obstaculizara, como si saltara sobre la gente, como si, más que alto, fuese sobre zancos. No se ha desviado, va a llegar a la calle del Silencio y como tire para Alfonso doce ya la cosa se va a poner imposible aunque él también se quedará atascado porque hacia La Campana no hay Dios que avance como no sea el que viene en el paso. Vamos a seguirlo, dijimos los cuatro pero me he quedado solo y ahora aquí estoy más perdido no que el barco del arroz pero sí que una aguja en un pajar porque de aquí no hay forma de salir ni siquiera siguiéndole a él, a él, porque yo al otro tío no le veo, es que ya ni siquiera recuerdo quién era, porque yo no sé por estas calles, que sacándome de las del polígono ya no sé dónde estoy, y ellos los cabrones se habrán vuelto y estarán celebrándolo a mi costa y a la del viejo, y volver atrás es más difícil todavía que seguir adelante porque es una verdadera marea la que empuja.
Ahí está, no es tan alto cómo me parecía, o será que la demás gente es más baja de lo que a uno le parece. A ver si puedo, pero es que es tan difícil aproximarse, tan trabajoso, hay que emplear los codos, servirse de la envergadura para cargar contra la gente, desplazándoles un poco; al menos se ha quedado parado, La Campana es La Campana. Hay gente que me asaetea con la mirada; sí, ya estoy empleando los codos, mi altura, ¿o es que cada centímetro cuadrado va a ser intransitable porque toda esta gente planta en ellos sus pies durante horas en que no hay artrosis, ni reúma, ni la operación me está molestando, ni ¡ay!, Antonio, que me duele el costado? Pero sea como sea este a mí no se me escapa; ya lo tiene a pocos metros. Algunas veces pido perdón después del empujón, pero será por lo amenazante de mi mirada que nadie dice «pase, pase, no importa», o no, seguramente es porque se creen propietarios de la calle cuando ni lo son de las casas donde viven. Si no fuera de Sevilla todo esto me parecería increíble. O no, porque aquí viene la gente y ve todo esto como lo más natural del mundo, esta inmovilidad, este estatismo, y hace lo mismo, quedarse a pie firme las horas que les echen, que será eso de donde fueres haz lo que vieres.
Yo me voy a arrimar a la pared y aquí esperaré a que se despeje un poco la cosa, sea la hora que sea, hasta que vea una oportunidad de volver o mejor de ir para el barrio, porque como este vuelva al bar si aún le quedan ganas y fuerza y nos encuentre allí a todos se va a formar una buena cuando descubra de qué va la cosa.
Esta me ha dado con el paraguas en la pierna pero no voy a perder el tiempo ni la mirada no sea que ahora que casi le tengo a mano se me pierda porque ha podido salir y ya está a punto de entrar en la calle Tarifa donde ojalá le cayera el puñal que tiró Guzmán el Bueno. Como tire por Lasso de la Vega, sea a izquierda o derecha va a ser peor; si lo hace por Amor de Dios que éste lo ampare porque ya no va a tener escapatoria. Todavía me estorba la cantidad de gente, a momentos casi ni le veo, va ya por Amor de Dios, no sé cómo ahora puedo acordarme de chistes, que encima me está doliendo la barriga, que a un borracho en la Alameda lo quería llevar un municipal al cuartelillo que hubo en la Gavidia, y el borracho le decía «¡Ay, guardia, por amor de Dios!», y el municipal le contesta «No, por Trajano, que cae más cerca».
Más decidido que este no lo he visto nunca, ¡vaya si lo conocen los caras que se han quedado allí! Y yo haciendo el canelo pero ya me voy ahora que el camino se ha despejado aunque sea un poco. Ellos allá; ahora, que yo no voy a aparecer por el bar por lo menos en una temporada.
¡Pero no lleva el paraguas! ¡Y además este hombre no tiene planta de hacer cosas así! ¡Esos mamones se han quedado conmigo y con mi paraguas! ¡Yo me cago en cuantos muertos tienen pero los voy a poner a caldo habas, hijos de puta! ¡Cualquiera sabe lo que han hecho con mi paraguas! ¡Me cago…! ¡Es que me cago! ¿Y adónde entro yo ahora?.
con fragmentos de la Sonata en Si menor de Franz Liszt [1]
Todas las mujeres de la familia, madre, abuelas, tías abuelas, tías, primas, primas segundas, amigas de máximo grado y hasta conocidas más o menos cercanas, dijeron lo mismo al verle: «¡Estupendo!». Luciano, el padre, un hombre optimista y confiado, quiso bautizar al niño con ese nombre. Pero, como era de esperar, Luciano topó con la Iglesia. Más concretamente con don Braulio, el párroco. Don Braulio era inflexible. El caso es que, ante la negativa parroquial a bautizar a Estupendo como Estupendo, Luciano y Rosarito tuvieron que elegir otro nombre: «Ea, venga, póngale usted Tadeo mismo». Y es que había nacido el día de San Judas Tadeo. A don Braulio le pareció estupendo.
Pero Tadeo fue Estupendo para todos. Hasta el maestro de la miga, al tocarle levemente con el puntero, decía: «Vamos a ver, Estupendo, vamos a ver…». Y Estupendo fue Estupendo, siempre. En el servicio militar —allá en la Turquilla, tan cerca del pueblo— los cabos, el sargento, incluso el teniente, le llamaban Estupendo. Se dio el caso de que el capitán, una vez que fue a darle un permiso, se dio cuenta y tuvo que rectificar sobre la marcha: «Bueno, Estu…, ejem, ejem…, Tadeo, que usted lo disfrute».
Y como Estupendo era inteligente, sencillo, educado, vigoroso y buen cumplidor de las obligaciones, todo el mundo, al oír pronunciar su sobrenombre, convenía con una sonrisa, mostrando su aprobación.
Como era lógico, Estupendo tuvo que empezar a trabajar mucho antes de entrar en filas: en un molino, en una caballeriza, y, después, en una tienda de tejidos, donde le reservaron el puesto hasta después de venido de la milicia. Ni del molino ni de la caballeriza salió porque su trabajo fuese deficiente, todo lo contrario, sino porque su madre, muy aprensiva —aprejensible, como tan expresivamente se decía— le insistía: «Hijo, que te vas a dejar la salud»; «Estupendo, que te va a matar un caballo de una patá, como le pasó a tu tío Antonio». Estupendo prefería esos trabajos, no en vano era un joven fuerte y no le temía a la tarea. Además, le gustaba bregar con las bestias, «las de cuatro patas», como decía su padre. Pero ni éste quería llevarle la contraria a su mujer ni Estupendo disgustar a la madre. Luciano esperaba poder dejarle a su hijo el puesto de custodio de algunas fincas urbanas y otras propiedades de una buena familia, pero mientras tanto… Así que el mostrador fue el lugar de trabajo de aquel mozo que, sobre todo en las tardes carentes de clientes, con la congoja invadiéndole el alma, sentía como si algo aciago subiera por su garganta. Mala, muy mala edad para la quietud, salvo que se sea un baldragas.
* * *
Una de esas tardes, ya mudada en noche, casi al cierre, ya Estupendo dejándolo todo recogido y en orden (don Francisco, el dueño, se había ausentado como otras veces, confiando totalmente en Estupendo), entró Evaristo. Evaristo y su madre vivían muy cerca de la tienda. A Estupendo le subió la sangre a la cabeza, se le secó la boca y se le alteraron los pulsos. Aquel muchacho, de pocos años menos que él, lo ponía malo. Nunca habían cruzado una palabra hasta ese momento. Pero, miradas, cientos.
—¿Tú cómo te llamas? —inició Evaristo.
—¿Yo? Tadeo.
—¿Y por qué te dicen Estupendo?.
Estupendo encogió los hombros por respuesta. No hubiera sido capaz en aquel momento de pronunciar más de tres o cuatro palabras seguidas. Evaristo —¡si sabría Estupendo su nombre!— le atraía poderosamente. Sus andares, su leve vello asomando, su baja estatura contrastando con la robustez de sus brazos, lo imaginadamente granítico de sus piernas, la mirada insinuante y a la vez esquiva, la amplia frente en contundente cabeza, la boca entreabierta como invitando a ser visitada… Por lo que fuera, pero el caso es que Evaristo lo ponía malo. Estupendo salió del mostrador, cerró apresuradamente la puerta, volvió adentro y apagó la luz. No pasó un instante y ya se le había acercado Evaristo hasta no poder más…
Estupendo asomó la cabeza y miró a todos lados. A un gesto suyo, Evaristo salió como hueso de almeza por cerbatana. Estupendo, preso de un nerviosismo distinto al de minutos antes, pero nerviosismo al fin, repasó la escena, y, por último, guardó en el bolsillo un trozo de tela que hubo de doblar con cuidado, no fuera que… Y fuese.
* * *
La noche tiene más ojos que estrellas. A la mañana siguiente, al ir a abrir la tienda, don Francisco ya era conocedor de «la cosa», como enseguida se dio en llamar a lo sucedido o a lo que se daba por sucedido. Estupendo llegó puntual, como siempre. El propietario se comportó de la manera acostumbrada: pausadamente, dando a cada paso una parsimonia diríase que palaciega.
No eran más de la diez cuando a la madre de Evaristo, Reposo, una viuda cuya vida de casada había dado lugar a toda clase de comidillas —con sus correspondientes digestiones—, se le vio arriba y abajo frente a la tienda. Don Francisco mandó a Estupendo a la botica. Reposo, cuando comprobó que don Francisco estaba solo, entró por fin, haciendo gestos de desesperación.
—¡Ay, don Francisco, qué vergüenza, qué vergüenza más grande!
—Señora, ¿qué es lo que ha pasado? —dijo el tendero, queriendo atenuar lo ocurrido.
—Usted lo sabe, don Francisco, ¡qué vergüenza!, ¡quién iba a decir que ese…! Le dio dinero, don Francisco, le dio dinero y lo asustó, si no ¿cómo iba mi niño…?
—Bueno, ya está bien, Reposo, —dijo firmemente don Francisco, dejando clara su intención de poner fin a la escena— ya lo solucionaré yo esto.
La madre de Evaristo salió, repitiendo una y otra vez lo de qué vergüenza y lo de que quién iba a decir, y cómo mi niño… Estupendo, que se demoró en la calle hasta verla salir, entró en la tienda, rojo como tomate maduro. El temor a la que podría venírsele encima le produjo tal descomposición que no sabía si aguantaría lo que se le estaba viniendo atrás. El patrón, casi sin mirarle, le indicó que se fuera a su casa y que dijese a su padre que hiciera el favor de venir a la suya después del almuerzo.
* * *
Luciano no supo nada hasta que se entrevistó con don Francisco. Éste, con una calma forzada y con los circunloquios que tan bien manejaba, enteró al padre de Estupendo, el hombre optimista y confiado, de lo que parecía que había ocurrido en la tienda la noche anterior, y también de la actitud de la madre de Evaristo, lo único que para él resultaba realmente grave.
—Mire usted, Luciano, a estas horas seguro que lo sabe todo el pueblo, por culpa de esa víbora, que una mala lengua es lo más malo que hay en el mundo. Y la gente sabrá… lo que quiera decirle esa mala madre. ¿Y el hijo? ¡Valiente escamocha!
—Claro, claro —acertaba a decir Luciano, al que habían abandonado optimismo y confianza— ¿Pero qué vamos a hacer ahora, don Francisco? Estupendo…
—Estupendo… Yo hablaré con él esta tarde. Dígale usted que venga temprano, a la hora de abrir. Yo creo que voy a poder solucionar este lío. Y usted, Luciano, anímese, que Estupendo no ha hecho nada del otro mundo; vamos, que son cosas que… Y conste que yo…
—Gracias, gracias, don Francisco, yo lo confío todo a usted; lo malo es Rosarito, que ella…
Don Francisco dio unas palmadas en el hombro de Luciano como aliento y despedida y se puso a pensar —o a darle vueltas a la cabeza; que no es lo mismo, según su propio dictamen.
* * *
Desde su casa a la tienda ya pudo advertir Estupendo los repasos visuales de vecinas y vecinos, el corrillo de las tres o cuatro que hablaban siguiéndole con la mirada, la canción que entonaba el carbonero en la puerta mientras observaba a Estupendo como si fuese la partitura, el guardia que parecía sonreír… Todo, fuese o no con él, lo sentía Estupendo como si le estuvieran asaeteando (de haber conocido lo de San Sebastián se habría sentido el santo).
El encuentro con don Francisco no fue muy largo. El patrón había llegado a una conclusión que expuso a Estupendo con una concisión propia de las circunstancias.
—Eso lo puedes hacer mañana mismo. Y tus padres lo van a sufrir una temporada, pero peor sería que te quedaras aquí, viendo todos los días a esa…, y a ese… Verás como enseguida encuentras trabajo allí, como han hecho tantos. Y ya vendrás por aquí cuando puedas. Ahora, eso sí, tienes que escribir a tus padres, porque si no…
—Claro, claro, don Francisco —repetía Estupendo, igual que su padre al mediodía—, de verdad que estoy de acuerdo —y lo estaba.
—Yo te lo digo porque sé cómo es el pueblo. Lo que hay que ser es un hombre de bien toda la vida de uno. Lo demás…—y tragó saliva don Francisco— concholes, cada uno es como es.
¡Si sabría don Francisco cómo es el pueblo, que su hermano Antonio se fue, casi por lo mismo que ahora lo haría Estupendo, hacía poco menos de cuarenta años! Esto, por supuesto, no se lo dijo al próximo exiliado, al que las últimas palabras de don Francisco le habían provocado las lágrimas.
Al despedirse, don Francisco metió en el bolsillo de Estupendo una cantidad de dinero que hoy en día ya querría para sí cualquier cesante.
* * *
Estupendo llegó a Barcelona, y, tras dos o tres empleos poco duraderos, recaló en San Sadurní de Noya, donde encontró trabajo en las bodegas Codorníu. Así perdió el pueblo a Estupendo, San Sadurní de Noya ganó a Tadeo y éste se libró de vivir una vida malsana, llena de podredumbre y purulencia. Estupendo visitó varias veces a sus padres, a los que nunca dejó de escribir. En una de esas visitas, que fueron tres o cuatro —bastantes para la época—, Estupendo avistó a Evaristo: deforme, aborricado, abotargado —agofalláo, como aún se dice—, privado de cualquier indicio de anterior atractivo. Estupendo pensó que no sólo su cara, sino todo él, era ahora, por fin, el espejo de su alma. Vamos, que hubiera sobrepasado en horror al famoso retrato.
Don Francisco participaba de aquellas visitas, durante las cuales, ya anciano, siempre lloriqueaba un poco, con ese llorar de los muy viejos que ya no da lágrimas, pero sí conocimientos que hay que aprehender… si se es capaz de mirar lejos.
Estupendo no pudo estar en el entierro de sus padres, muertos el mismo día y en las mismas circunstancias: inhalación de humo procedente de un brasero. Dicen que es una muerte dulce ¡quién sabe! Y cuando tuvo lugar el fallecimiento de don Francisco hizo llegar unas flores a su sepultura. Y lloró, pues claro que lloró.
Tadeo se jubiló en 1954, cuarenta años después de haberse colocado en Codorníu. Yo, cada vez que bebo unas copas de cualquiera de sus cavas, me digo: Estupendo, sí señor, estupendo.
Decir Olgo Laurel Verdín es decir palabra. Recuerdo ahora que una tarde, siendo Olgo muy joven, se hallaba con dos amigos tomando café y ligados. Largo plural el de los ligados. A sus amigos, el aguardiente parecía producirles el efecto contrario al acostumbrado, es decir, que habían quedado sin habla y en profunda quietud, limitándose al fumeteo, al libamen y a escuchar a Olgo, a cuya disertación asentían delicada e ininterrumpidamente. Pero Olgo necesitaba ampliar el auditorio, compartir con más humanos sus… lo que fuera. Así que, respetuosamente, como siempre, se dirigió a un arriero (aún los había) que, sentado y cabizbajo, asistía un tanto perplejo al parlamento: «¡Amigo! ¿Qué es para usted la palabra?». El arriero tardó un poco en levantar, y no del todo, la cabeza, y miró al grupo sólo cuando terminó su respuesta: «La palabra es una cosa que si se da hay que cumplirla». Olgo comprendió muy bien aquel día lo de Agamenón y su porquero.
Eso sucedió en aquellos años en que a Olgo le venían como dedil a un dedo estos versos de Rubén Darío:
¡Oh, terremoto mental!
Yo sentí un día en mi cráneo
como el caer subitáneo
de una Babel de cristal.
Unos años después, pocos, estos otros le resultaban pintiparados (mas no se quiera encontrar en el cuarto verso relación alguna con el tabaco ni con el anís tipo Cazalla):
Que lo que diga la inspirada boca
suene en el pueblo con palabra extraña;
ruido de oleaje al azotar la roca,
voz de caverna y soplo de montaña.
POEMARes, CARMINAntes, poemas sueltos, versos libres, senderos abiertos libremente, amores de libro, libros que son amores hasta que la muerte o haberlos prestado los separe, penalismo, acusados, juzgados, reos y absueltos, recuerdos de un polvero de Alcalá, dicha de la poesía dicha, cuerpos y mentes en viajes con destino humano… Dispensen, pero esto es una necrológica, no una biografía, así que no podrán encontrar aquí una relación, ni sucinta ni somera, de los hechos que Olgo llevó a cabo en su relativamente corta vida. Pero sí, ahora reparo en que he dejado sin señalar una de las actividades preferidas por Olgo: la fotografía. Podría haber escrito, por ejemplo: imágenes retenidas en tres retinas... Uno, que lo único que sabe del tema es que en las fotos sale lo que está delante de la cámara, puede sin embargo opinar que sin su compañera Laura Delarte Pimpante, sin la inspiración contagiosa que emana de esta Artemisa verdadera (no como la de Éfeso ni la del Halicarnaso), ama poética y dueña real del realismo mágico fotográfico, difícilmente Olgo hubiera podido alcanzar el nivel que logró. Hay que decir, por si acaso, que jamás Olgo se ufanó de sus realizaciones fotográficas. La modestia siempre casa muy bien con lo comprobable, como ya dijo Pepito Hoys sacudiendo el inexistente polvo del asiento de la Guzzi y sonriendo.
Olgo ha caído, descendido o ascendido, da igual, cuando más estaba aportando a la industria de la comunicación eléctrica en su versión más apropiada para la culturización, si no de las masas populares, sí al menos de algunas masas encefálicas (no confundir esto con la pseudocultura fálica visual que es la única que alguna gente adquiere en internet). Puede que de haber vivido algunos años más, Olgo hubiera conseguido que su Carminante se convirtiera en el Sitio por excelencia. No el sitio para quedarse o para que lo dejen a uno, ya saben a lo que me refiero. Si otros blogs son hechos por y para anacoretas mentales, Carminante, aun contando con elementos anacoréticos, siempre inevitables y a veces saludables, ha sido una verdadera bibliofototeca en la que realmente había libertad, libertad concreta, no abstracta y volátil.
Digámoslo solemnemente: Alcalá ha tenido, hasta ayer como quien dice, un amante que la ha querido con pasión, aun sabiendo que no obtendría correspondencia, que así es como son los amores poetizados, nunca los reales, lo que revela el culmen hasta el que llevó Olgo la poetización de su vida: a la materialización de lo inaudito. Puede comprobarse, si se es capaz de observarlas evitando los médanos del prejuicio, que muchas de las actitudes de Olgo hacen tambalearse no pocas certidumbres con marchamo científico.
Tampoco Olgo aspiró jamás a ser admitido en comilonas de tartas repartidas, ni en banquetes egocéntricos, centrípetos y centrifugados al mismo tiempo, tampoco en desfiles de apariencias. No le iban, no, los círculos que tuvieran más de viciosos que de circunferenciales.
No es que no tenga yo más libros de poesía a que recurrir, pero es que Darío, el Supremo, parece que conoció a Olgo:
Por eso ser sincero es ser potente:
de desnuda que está, brilla la estrella;
el agua dice el alma de la fuente
en la voz de cristal que fluye en ella.
Ahora que ya Olgo Laurel Verdín es conducido hacia la otra orilla por medio de aguas que de tan oscuras y aceitosas han de resultarle familiares, la Poesía no está de luto, ni Olgo será llevado en parihuela de cañas de bambú del este de Kerala envueltas en sedas de Antioquía, ni será cubierto de pétalos de trinitarias de la parte media de los Países Bajos, ni una dama lusitana de larga cabellera le espera, junto a la torre de Belem, con un laúd en las manos para cantarle versos, tristes de tan dulces, este mediodía en que no tiritan los astros ni de cerca ni de lejos ni Laura será de otro como antes fue suya. Ni siquiera podrá producirse la metempsicosis de Olgo en alguien llamado Lautaro o Lauro o Laureano o Laureal o en algún animal intrínsecamente poético como el burro o la gacela o la golondrina. Poesía y Muerte, hermanas y cómplices («¡Ea, hasta la próxima!»), se darán el beso con el que sellan la culminación de otra de sus tantas faenas: se ha cumplido la destilación de otra vida.
De lo que podemos estar seguros es de que mientras ya se desvanecían sus sentidos, cuando el calor último hacía caer por la piquera las postreras gotas de flema, Darío diría, y Olgo oiría, dentro ya de los más recónditos dominios de Falopio:
Ha muerto José Luis de la Avena Nuño, no obstante haber sido un hombre al que nadie hubiera tenido por objeto de tan insalvable tránsito. Tan pleno de vigor y tan falto de incidencias patológicas estuvo toda su vida, que era una persona a la que en cada celebración de su cumpleaños nunca se le dirigía el consabido ¡Y que cumplas muchos más!. Y es que a todo el mundo le parecía obvio que así sucediera. O sea, que siempre se daba por descontado que los cumpleaños se sucederían y se sucederían y se sucederían… eternizándose la sucesión, como si de algunos mandatos políticos al servicio del pueblo se tratase. Tanto es así que las dos únicas indisposiciones por las que pasó, y que para cualquiera hubieran representado un verdadero via crucis, para José Luis fueron como reclamarle a Hacienda la devolución de algún cobro indebido; un asunto molesto, pero resuelto al cabo de un período prudencial; un trámite administrativo, más que un trasiego entre batas y sábanas blancas y verdes, sobre las que resaltaba agradablemente la morenez de José Luis.