La casualidad hizo que el encuentro, tan proclamadamente buscado, tan proclamadamente ansiado, tan proclamadamente soñado, tuviese lugar en aquel sitio tan imprevisto y, en el pensar de los dos, tan impertinente. Tanto es así que tanto Luis como Víctor, después de tanto tiempo llamarse tanto, de tanto escribirse, de prometerse tanto y tanto esperarse, quedaron tan sorprendidos que acogieron la coincidencia con una extrañeza que les produjo un cierto amargor, una cierta decepción, como si después de tanto esfuerzo, de tanto llamarse, de tanto escribirse, tan sólo el azar, o un improbable si no increíble sino tuviera el poder de reunirlos. Tanto tanto para al final encontrarse tan inadecuadamente.
Luis notó en Víctor un envejecimiento superior al previsto. Después de veintidós años no es que esperara encontrar al mismo joven apuesto —además de inteligente— que acaparaba todas las miradas, pero no había supuesto que el paso de los años por su amigo, o de Víctor por los años (en eso nunca sabía a qué carta quedar) le hubiesen marcado tanto.
Luis, a los ojos de Víctor, estaba tan deslustrado que casi se lo dice. Hubiera sido un crimen después de tanto tiempo, pero a Víctor le gustaba tanto imaginar crímenes, tanto verbales como sangrientos… No lo hizo, claro, no lo hizo, lo suyo era sólo imaginar, imaginar cosas, siempre que sus figuraciones fueran tan rechazables, por cualquiera que pudiera acceder a ellas, que hubiera de tenerlas tan en silencio como una respuesta grosera a alguien que respetar; por ejemplo a un maestro y no digamos a un padre. Se lo había repetido cuando chico su tía Clara: «Tanto monta monta tanto un tío como Fernando», sin que el niño Víctor hubiese podido saber qué quería decir su tía, la rebelde de la familia, salvo que había que respetar a las personas mayores que había que respetar.
Ahora, frente a frente, Luis y Víctor se sentían perdidos. La realidad, la carnal, no era la misma que la escrita, que la transmitida por las ondas y los cables, tan proclamadamente ansiada, soñada, buscada. Era la que era, distinta, única e insalvable, y allí estaban los dos cara a cara, salidos aprisa, aunque queriendo disimular el apuro, de lugar tan momentáneamente indeseado. Se miraban con sincero agrado de verse; pero habían pasado tantos años, tantos años sin nada en realidad, tantos años de ausencia, sin mirarse, sin tocarse, sin experiencias vividas al alimón —o compartidas, como suele decirse, aunque no sea lo mismo—, sin que las secuencias de sus vidas tuviesen nada que ver la una con la otra… Que no, que no, que ya no era lo mismo ni podría serlo. (¡Y a nuestra edad!, pensó Luis). (¡Y a la vejez!, tembló Víctor).
Por el asombroso memorión de Víctor pasaron algunos de los versos desastrados y chulánganos del Luis poco más que púber que, en notitas enrolladas y sujetas con gomillas, hacía llegar a sus primas y a los jovencitos que tenía en poco, sin importarle demasiado que llegaran a manos de los mayores, o de los curas. ¡Qué distinto aquél Luis de este! ¡Cómo cambiamos casi siempre a peor! ¡Qué raro poder mantener la pulcritud! ¡Cómo se torna la gracia en desgracia!.
Para el postre
decoraré las natillas
que tanto a ti te gustan
con pus y con postillas,
sangre, pelos y legañas.
Añadiré también la cerilla
de diez o doce orejas,
cuajadamente amarilla.
Después me acostaré,
y tapado hasta las cejas
con fuerza aspiraré
lo que los chícharos dejan
en forma de pedo cruel.
(Para otros, que para mí
es lo que a ellos la miel).
Tras dos horas de odorífera siesta
nos arreglaremos para la fiesta.
Iremos eructando por los caminos
dejando una huella manifiesta:
«Por aquí fueron los cochinos».
Tú beberás licor de cucaracha
con esencia de gargajera.
Yo, la meada callejera
y los vómitos de una borracha
que arroje bilis y aguacha.
De tapas, penes de ratas
y sesos de ratón metastásico.
También haremos unas catas
de bronquios de cerdo asmático,
y de verrugas de sapo, y un revuelto
de lo que alguien haya devuelto
por un dolor pancreático.
Para ultimar la verbena
tomaremos el cóctel ideal:
grasa de ovarios de hiena
en su mismo fluir vaginal.
Y antes de acostarnos
quiero que limpies
de lombrices mi ano
con espinas de un rosal,
que yo sacaré los bichos
de tu nariz griega
con pinzas de alacrán.
—¿Cómo no me has avisado de que venías a España? —dijo Víctor, aliviado, incluso satisfecho y contento, por haber encontrado una pregunta crucial.
—Porque como he estado dos días, vamos, que me voy ya, no quería molestarte ni ponerte en un compromiso.
«Entonces es que no querías verme», bramó Víctor en sus adentros. Luis se había dado cuenta, al mismo tiempo que le salían las palabras, de la estupidez, seguramente inevitable, de su respuesta.
Como pasa casi siempre, salvo en los paredones, las sillas eléctricas, los patíbulos y demás medios de acabar las cosas casi definitivamente, algo vino, esta vez en forma de llamada megafónica —atrozmente disonante— a modificar la situación: «AVE destino Madrid estación de Atocha hará su salida a las veinte horas, vía seis, vía seis».
—Bueno, Víctor, la próxima vez que vuelva, que puede ser el año que viene, te avisaré con tiempo, estate seguro.
—¿El año que viene? Después de tantos años, venir dos años seguidos…
—Sí, es que tengo que arreglar unos asuntos. Ya te contaré por carta, porque tú sigues sin tener correo electrónico, ¿no?, ¡mira que eres raro!.
Víctor confirmó ambas cosas con la cabeza. «Cualquiera sabe la que tendrás liada por ahí» (**), se dijo al apurar la cerveza y levantarse, al tiempo que intentaba pagar, sin que Luis se lo permitiera. La charla había sido breve, pero, pensó Víctor, ni aunque hubiese durado cinco horas habrían sabido más uno de otro. Un abrazo antes de bajar Luis al andén. Y, en efecto, nunca más supieron el uno del otro.
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(*) Gentileza de Mario Cortés.
(**) Luis era abogado (ejercía en Londres).