Pero llegó el hampa
con carta blanca, alentada,
protegida por sus cómplices,
colocando a mansalva
drizas fuertes, enganchadoras
como perchas de caza
que dejan colgados
pájaros ilusos, torpes,
fáciles como trofeos infantiles.
Los de abajo, más que nunca,
hubieron de cubrirse
de las tinieblas, huir
de los espectros de carnes huidas
y seso habitado por estalactitas de pus.
Arriba, algunos, no, muchos
amasaban el fruto
del espanto, de la sangre podrida,
del dolor de cada madre,
de la ignominia desatada
sin límites visibles.
Fue la explosión que ahogó
juventud y rebeldía,
el boom que sirvió
de freno a tantas cosas.
De nariz vesánica y vena alanceada,
Madrid no fue ya capital
de la gloria sino el infierno.
Hombres y mujeres, barrios enteros
acabaron ocupándose
de aquello que no tenía remedio,
de aquello que arruinó
vidas, las vidas, todas las vidas.
Pero no las de los de arriba.
Por si fuera poco,
de un lugar nebuloso, satánico, evasivo,
lleno de frascos y probetas,
de dólares ponzoñosos,
de microscopios que sólo ven
lo que conviene ver,
de cobayas aún no humanas,
vino, no, nos trajeron,
a nosotros, a todos,
potente, laberíntico, esvástico,
un virus nuevo, novísimo,
el último grito en virus.
Lo hicieron y lo soltaron, eso pasó.
Es lo que nos ha pasado, lo que nos pasa.
¿Qué merecen sus autores, de profesión asesinos?
El Nobel, y colgarlos.
(*) Este texto de Alberto fue escrito poco después del suicidio de Urbano Uribe de Urvando, aquel su amigo que optó por tal salida al creer que había contraído, por vía sexual, el SIDA, lo que creo ya haber referido. (Mario Cortés)