Posts categorized “Enrique Martín Ferrera”.

PIERO. Por Enrique Martín Ferrera (Diciembre, 2010)

 

La muerte de Procris
Piero di Cosimo, hacia el año 1500
(National Gallery, Londres)
 
«Son las otras artes las que
me han enseñado a escribir»
STENDHAL
 

I

Se levantó y fue hacia el postigo. Amanecía. En el cielo no quedaba rastro alguno de la tormenta que con tanta furia reventara horas atrás. Los truenos y los ladridos de Laelaps le habían tenido inquieto y desvelado en el lecho buena parte de la noche, hasta que cedió al cansancio, quedándose dormido de nuevo, con la vela encendida, el libro de Ovidio en el regazo y el último verso leído en los labios: pectore Procris erat, Procris mihi semper in ore. De madrugada había vuelto a aquel sueño. Apresado estaba otra vez dentro de aquella Capilla romana, atrapado para la eternidad entre sus muros, junto al paisaje salido de su mano en el que Cristo da el sermón de la montaña. Era la perspectiva, o el recuerdo difuminado de ella, que el maestro Cosimo, llamado con otros por el Papa Sixto para decorar las paredes de aquel rincón del Vaticano, había confiado al ingenio y destreza del discípulo, aún no cumplidos por éste los veinte. Ha pasado tanto tiempo. Ya ni siquiera recuerda algún detalle de los paneles de Perugino y Ghirlandaio que flanqueaban la obra de Rosselli en la que participó. La memoria sólo retiene la imagen lejana de su propia labor en el mural. Nunca sus ojos se volvieron a posar en realidad sobre aquella escena que incluía una porción de su pintura, temprana muestra de las capacidades de su pincel. Jamás había vuelto a poner los pies en Roma; demasiado mármol para su gusto, demasiado ruido, demasiadas campanas…

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LARKIN: 25 AÑOS DESPUÉS. Por Enrique Martín Ferrera

 

 

Larkin: Autorretrato

 

Hace ya 25 años, otro 2 de Diciembre, como éste que hoy nos toca vivir a nosotros, en un hospital, como el que le sirviera una vez de inspiración para escribir El Edificio, murió el gran poeta británico Philip Larkin. Ningún eco de ese aniversario ha llegado hasta nuestro país. Era de esperar. Aquí, lo contrario habría sido un milagro, algo tan sorprendente como encontrar en una librería alguna de las traducciones al español de sus libros. En Hull, la anodina localidad de Inglaterra donde vivió y trabajó como bibliotecario la mayor parte de su vida, llevan veinticinco semanas conmemorando, con más o menos acierto, su figura y su obra; una obra que desde los años noventa del pasado siglo había sufrido cierto ostracismo, a raíz de la publicación de su epistolario y la consiguiente caída en desgracia de la reputación del propio Larkin, tachado por los defensores de lo políticamente correcto de racista, misógino, aficionado a la pornografía y otras lindezas. Las cualidades de su obra literaria devinieron irrelevantes, dejaron de importar, eclipsadas por la mala fama póstuma del escritor. Cosas del moderno mercado de la literatura, donde todo integra el mismo paquete con bonito envoltorio de colores que se trata de vender al consumidor: el hombre -con su personalidad- y sus libros.

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RAMÓN GAYA. Por Enrique Martín Ferrera

 

Nada tan presuntuoso como la ignorancia, ni tan falso como el arte pretencioso que deja a un lado la humildad eterna del arte y se empina sobre zancos que no son pies ni tocan la tierra ni lo humano.

José Antonio Muñoz Rojas

«Dejado Ir»

(Anotación de 18-5-1979)

 

Las grandes obras son las que no son jaulas de cosas, sino nidos, nidos de donde nace y se levanta mucha más vida que la depositada en ellos.

Ramón Gaya

«Insistencias»

Ramón Gaya en Venecia
Foto: Juan Ballester
 

Hoy, 10 de Octubre de 2010, se cumplen cien años del nacimiento de Ramón Gaya.

Hay artistas limitados, cultivables como ciertas setas, artistas de vuelo gallináceo, artistas que se dejan arrastrar cómodamente por el viento de turno de los tiempos. Su luz, si alguna vez brillaron, es tan efímera como el manifiesto de moda que suscribieron. Pero existe, afortunadamente, otra minoría de artistas, de artistas plenos, flores agrestes, que buscan el milagro, lo intemporal e inagotable de la creación, al consagrarse a su arte. Y lo hacen a pesar de que ello suponga, además de sacrificio y dolorida aspiración,  nadar contracorriente; aunque el camino sea pedregoso, aunque haya que volar cual «pájaro solitario»… Gran pintor y enorme escritor -su escritura resulta sorprendentemente tan límpida y gozosa como su pintura-, Ramón Gaya es una de esas aves no gregarias que pertenecen, sin duda, a la segunda categoría citada: la de los creadores hondos, trascendentes, tocados por la gracia, dotados de una especial sensibilidad, esa sensibilidad que nuestro artista consideraba «el buen don de unos dioses…menores, pero que  no es algo a ejercer, a explotar, sino a ir…siéndola, llevándola buenamente, y nada más. Sin presumir.» (Rf. Diario de un Pintor – apunte de 26-4-1953, París)

Toda la obra de Ramón Gaya es por naturaleza propia un incondicional a la Pintura, afirmación de su presencia y su posibilidad, de su continua resurrección frente a la barbarie y el ruido, contumaz recordatorio de la misión espiritual del hacedor.

La Lámpara
Ramón Gaya
Habitación del artista
Méjico

1955

 

Bien significativa, respecto a sus pretensiones en cuestiones artísticas, resulta la cita de los Dichos de Luz y Amor de San Juan de la Cruz que eligió para encabezar su insuperable ensayo sobre Velázquez: «Las condiciones del pájaro solitario son cinco: la primera, que se va a lo más alto; la segunda, que no sufre compañía, aunque sea de su naturaleza; la tercera, que pone el pico al aire; la cuarta, que no tiene determinado color; la quinta, que canta suavemente.»

En otro trabajo suyo de 1975, Naturalidad del arte (y artificialidad de la crítica), nos dice el pintor: «El arte creador -no el arte artístico, pues éste es más bien, como se sabe, una simple prueba de talento, de ingenio, incluso de genio algunas veces-, el auténtico arte creador, hacedor de criaturas, es siempre un acto natural, un acto original, un acto principio, y quiérase o no,  sagrado, es decir fatalmente emparentado con la religión, pero…sin serla.»

Tanto pintando como escribiendo, Gaya siempre huyó de la petulancia, de la retórica, de la charlatanería, de los ropajes superfluos, de las ocurrencias ingeniosas, del adorno innecesario, de los decorados, del galimatías hueco, de las mixtificaciones, de la mentira… En suma, lo que él despreciaba eran esas cualidades tan al uso, hace tiempo, en el moderno laberinto de la estética contemporánea.

Las Meninas
(Homenaje a Velázquez)
R.Gaya
1996
 

En  El Taller de la Gracia de Juan Pedro Quiñonero, que tanto y bueno viene regalándonos, en páginas memorables, sobre su paisano, el pintor de Murcia, podemos leer: «A través de su obra escrita, Gaya también nos recuerda, así mismo, otra cosa esencial: el Museo clásico tiene algo de casa del ser de un pueblo. Sin el Museo del Prado, dice Gaya, España sería algo mucho más deshilachado,  absurdo, incomprensible.»

La pinacoteca madrileña atesora algunas de las pinturas más queridas -y homenajeadas- por el artista murciano. Por eso, no es de extrañar que en aquel mismo ensayo ya referido (el dedicado a la naturalidad del arte) completara Gaya su declaración de principios artísticos, mirando atrás y compartiendo esta reflexión en la que se rebela contra la deriva de sonambulismo y sordera que aún hoy aqueja al Arte: «La decisión que se tomara, al empezar el siglo XX, de procurarnos a toda costa un arte…en sí mismo, desasido, desentendido de la realidad -un arte inventado, ideado, imaginado, fantaseado, colocado encima, pegado encima, puesto, superpuesto, postizo, añadido, o sea, un arte, cuando mucho, pergeñador, confeccionador de cosas-, pudo parecer entonces, hace setenta y tantos años, una vívida acción purificadora, salvadora, que nos libraba para siempre del tontísimo y tristísimo realismo, pero nos damos cuenta hoy, a la vista de tanta basura artificial como ha ido acumulándose, que era tan sólo una decisión estúpida, y también, quizá, un tanto…satánica, juguetonamente satánica, de un satanismo estéril, infantil, pueril.»

 

Ramón Gaya ante «Las Hilanderas» de Velázquez
Foto: Juan Ballester, 1992
 

Lejos de emplear sus días en esos frívolos juegos artificiales, Gaya, como aquel pájaro del que nos hablaba San Juan de la Cruz, se iría a lo más alto, solo, poniendo el pico al aire, resistiendo con firmeza y fe los embates de los múltiples vientos de vanguardias y moderneces, tirando por un sendero donde los demás sólo veían maleza y espinos, por la vieja senda que una mayoría, ciega y domesticada, juzgó como un acto y un empeño absurdos: un querer trillar los campos ya agostados del realismo. De nuevo el eterno malentendido, pues para nuestro pintor «la realidad no es más que un punto de partida, pero no hacia una estilización, sino hacia una trascendencia.»

Gaya sólo aspiraba, estaba obligado, a la naturalidad, a la verdad más honda, al misterio sacro de esa criatura que es la obra de creación viva, ese venero inacabable al que siempre se puede regresar para saciar nuestra sed de eternidad; a esa obra a la que el artista trata de ir sin violencias, poco a poco, desnudando y mostrando por fin el alma de las cosas, para hacerla suya y habitarla. A esa búsqueda de un mundo propio, al hallazgo de la obra redentora, se refiere Ramón Gaya en uno de sus sonetos, donde trata de hacerse comprender por los demás a través de la poesía. Escúchale, es su corazón quien te habla y, luego, olvida las palabras y sólo siente, aquello que te susurraba esa voz por dentro, cuando te asomes al brocal de sus cuadros y te aventures empozándote sin miedo en el universo vivo del pintor, todo luz y levedad, que sigue latiendo en su pintura.

Ramón Gaya leyendo su poema «De Pintor a Pintor»
en un museo que lleva su nombre
Murcia
18 de mayo de 2001
 

DE PINTOR A PINTOR

«El atardecer es la hora de la pintura.»

Tiziano

Pintar no es ordenar, ir disponiendo,
sobre una superficie, un juego vano,
colocar unas sombras sobre un plano,
empeñarte en tapar, en ir cubriendo;

pintar es tantear -atardeciendo-
la orilla de un abismo con tu mano,
temeroso adentrarte en lo lejano,
temerario tocar lo que vas viendo.

Pintar es asomarte a un precipicio,
entrar en una cueva, hablarle a un pozo
y que el agua responda desde abajo.

Pintura no es hacer, es sacrificio,
es quitar, desnudar; y trozo a trozo,
el alma irá acudiendo sin trabajo.

 

Ramón Gaya en el hotel de la Rue Bonaparte
Foto: Isabel Verdejo
París
1995

CACELA VELHA: ÉRASE UNA VEZ UN POEMA. Por Enrique Martín Ferrera (Septiembre de 2010)

 

Foto EMF

 

Al alba, cuando las primeras luces hacen surgir de la nada los perfiles del poema.

 

            A mediodía, cuando las chicharras hacen sentir, con la monótona prosodia de su canto, la extrema sequedad de la tierra; cuando casi nos ciega la luz algarvia y nos deslumbra el espejo de la cal; cuando todos los versos comienzan y concluyen con la palabra pureza.

 

            Al ocaso, cuando nuestros ojos, exangües como el sol que declina más allá de los límites de la Ría Formosa, se posan, ahítos de azul, sobre la perfección de una línea sostenida en el horizonte.

 

            A medianoche, con sombras de luna llena, en el altozano aledaño a la fortaleza, frente al albor de un mar calmo, hechizante; espejismo encalado al que cantan en su sueño los grillos.

 

             Pero siempre la misma Cacela, el mismo poema, moldeado por el tiempo; la misma música limpia, repetida con pequeñas variaciones, que, en aria da capo, retorna siempre al principio. 

 

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ME LLAMO BARRO AUNQUE MIGUEL ME LLAME. Centenario de un nacimiento: 1910-2010. Por Enrique Martín Ferrera (Julio de 2010)

Miguel Hernández y Josefina en Jaén
 Marzo 
 1937 

 «Ya sé que en esos sitios tiritará mañana mi corazón helado en varios tomos». Cierro el libro y salgo de la biblioteca. Vuela ahora el pensamiento. Le imagino declamando sus poemas en la plaza pública, o en la trinchera, o en la fraternal  intimidad de la casa de Velintonia, 3.  «He oído a muchos poetas decir sus versosrecordaba Vicente Aleixandre-. Pocos me han dado esta sensación tan completa de hombre expresado en acto, desde la desnuda garganta.». Así le imagino, derrochando ímpetus, entregado a la poesía, sin renunciar al compromiso con todo lo humano: él era viento del pueblo, viento que pasa soplando a través de sus poros.

            También le imagino ya cruzada la raya, en su huida camino de Lisboa, menesteroso, vendiendo en Santo Alexo, como último remedio, el reloj de oro que le regalara el amigo el día de su boda, sin imaginar que con el tiempo sería elemento propiciatorio de su fatal detención por la policía salazarista. Le imagino en sus penas, en ausencia del vientre preñado de Josefina, soñando con el rostro del hijo y aguardando la luz y el calor del sol. Le imagino preso, y ya moribundo, en pantomima de forzado matrimonio canónico ante el cura de la cárcel.  

  

Velintonia, 3
La casa madrileña de Vicente Aleixandre

            Le imagino otras veces en circunstancias menos adversas, un año antes de la guerra, en la Biblioteca Nacional, copiando durante horas antiguos textos taurinos por encargo de José Mª de Cossío, o escribiendo él mismo las biografías de aquellos viejos toreros (Tragabuches, Espartero, Lagartijo…) Y le imagino en el breve intervalo de libertad de septiembre del treinta y nueve, antes de ser encausado en el sumario 21.001. Ahí está, escribiendo una carta desde la Orihuela de sus cuitas. Va dirigida, como otras, al artífice de la que luego sería celebrada enciclopedia de «Los Toros»: «Pienso en su tierra de Tudanca, y estoy dispuesto a trabajar en ella, a pastorear sus vacas, a lo que sea un trabajo manual, con tal de sacar mi familia, numerosa y necesitada,  adelante», le dice a Cossío en una desesperada cuartilla, breve misiva pergeñada con la tinta azul de la maquina de escribir del amigo muerto, Ramón Sijé. 

             Tudanca. La carretera que baja hasta el valle del recóndito pueblecito montañés es una interminable sucesión de curvas. Es tierra cántabra, de foramontanos; tierra muy alejada de las actuales rutas turísticas. Allí, enclavada en un lugar inefable, sigue estando La Casona, la mansión del XVIII que hizo construir un rico indiano y que luego sería propiedad de José María de Cossío. La casa conserva una atmósfera mágica, las huellas y los ecos de los muchos poetas y artistas que por allí pasaron en vida de su último dueño. En su biblioteca (con más de 25.000 libros y documentos) se conserva, delicadamente encuadernado en media piel, uno de los dos únicos ejemplares que se salvaron de la edición valenciana del treinta y nueve de «El Hombre Acecha», aquella primera publicación que devoró el fuego de los vencedores. Dicen que este libro era estimadísima reliquia para Cossío, más por una cuestión sentimental que por su rareza bibliográfica. Allí, por esas páginas que acariciaba y leía furtivamente el asesor literario de Espasa-Calpe, continúa pasando El tren de los heridos, y desde allí sigue Miguel llamando a los poetas. Es la misma biblioteca que atesora diecisiete de las cartas que dirigiera el oriolano a aquel académico que demostraría ser, junto a Aleixandre, su más fiel benefactor.

 

Retrato de José María de Cossío, por Gyenes

               «¿Quién amuralla una voz?» -nos dice Miguel Hernández en un verso. Él cantó a la vida, al amor y a la muerte. ¿Existen acaso otros veneros? ¿Hay otras heridas sobre las que nos sea posible escribir? «Era confiado y no aguardaba daño. Creía en los hombres y esperaba en ellos.», dejó escrito de él su amigo y mentor, Vicente Aleixandre. Aunque no alcanzó a cumplir los treinta y dos, en esas escasas tres décadas hizo por la palabra más que muchos longevos escritores y poetas nonagenarios. Ni siquiera en esa pobreza, tan odiada, en la que nació y creció, ni siquiera en las perennes desdichas y penurias padecidas, ni siquiera en sus presidios… Nunca cedió ante el abismo. Aún vuela sobre él con la gracia aérea de un soneto:

    Sonreír con la alegre  tristeza del olivo.

Esperar. No cansarse de esperar la alegría.

Sonriamos. Doremos la luz de cada día

en esta alegre y triste vanidad del ser vivo.

 Aleixandre

Vicente Aleixandre
ante el nicho de Miguel Hernández,
donde le escucharon pronunciar aquellas palabras: 
«Tú, el puro y verdadero, tú, el más real de todos, tú, el no desaparecido.»
Alicante
1952 

DIEZ RELATOS Y UN CASTILLO (Cortegana, 2010)

 

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BORGIANA CON «HAPPY END». Por Enrique Martín Ferrera (mayo, 2010)

 

 

 

A veces bostezan, o sestean, aburridos… Otras parecen eufóricos. Tendrán sus razones, aunque éstas no sean imaginables para la estupefacta y cada vez más desafecta ciudadanía.

 

 POLÍTICOS EN EL SENADO EL 25 DE MAYO DE 2010

           

            Nada cabría objetar a tan festivo sarao si los que aplauden de forma gregaria, los que gritan, los que jalean, los que se ríen a carcajadas y los que golpean con las manos sus escaños no se empeñaran en llamarse a si mismos nuestros representantes;  y si no fuera porque los excesos de ese jardín de infancia, donde tanto parecen divertirse, recién dotado de traducción simultánea a todas las lenguas de las Españas (a falta, se diría, de una común por todos hablada), se costean con cargo a los bolsillos de los contribuyentes.

            ¿Por cuánto tiempo?

            Un día, algún día, todo esto será un lejano recuerdo en la memoria colectiva. Un recuerdo triste, sólo eso; ya habrá pasado la náusea.

            Tal vez como consecuencia de que, restaurada la guillotina en la plaza pública, no quedó títere con cabeza; o porque, como en la «Utopía de un hombre que está cansado», aquel cuento futurista de Borges, los antiguos gobernados optaron simplemente por olvidarse de tan ridículos personajes.

            En su encuentro con alguien, el hombre del mañana de este relato, el narrador, un tal Eudoro Acevedo, ve saciada su curiosidad con la única respuesta que hoy, visto lo visto, se nos antoja lógica:

-¿Qué sucedió con los gobiernos?

-Según la tradición fueron cayendo gradualmente en desuso. Llamaban a elecciones, declaraban guerras, imponían tarifas, confiscaban fortunas, ordenaban arrestos y pretendían imponer la censura y nadie en el planeta los acataba. La prensa dejó de publicar sus colaboraciones y sus efigies. Los políticos tuvieron que buscar oficios honestos; algunos fueron buenos cómicos o buenos curanderos. La realidad sin duda habrá sido más compleja que este resumen.

«Utopía de un hombre que está cansado»                                                                

(El libro de arena,  1975)

Jorge Luis Borges 

 

Publicación en el diario bonaerense «La Nación» de 5 de Mayo de 1974 del cuento de Borges «Utopía de un hombre que está cansado», que un año después se incluiría en su recopilación de relatos «El libro de arena».

LA LITERATURA COMO BLUFF. Por Enrique Martín Ferrera (Mayo de 2010)

 

Foto:  EMF

 

 Al principio era el verbo, al final, la verborrea.

Stanislaw Jerzy Lec

 

 

 ¿Cómo olvidar que los bosques enteros son talados

para abastecer la hoguera saturnal de las industrias

 de la nadería y la incultura…?

 Juan Pedro Quiñonero (El Taller de la Gracia)

 

 

            Hágase escritor en seis meses. No es chanza; es el lema del anuncio que leía ayer mismo, al pasar junto al escaparate de una academia donde se enseñan no sé cuántas disciplinas y ocupaciones varias. Hoy, que todo el mundo siente la necesidad y el sagrado deber de decir algo en voz alta (yo mismo, al escribir esto), no es de extrañar que existan empresarios dispuestos a explotar ese nicho de negocio, organizando cursos o talleres intensivos donde se expiden certificados que nos capacitan para reconocernos como escritores y que nos reconozcan como tales.

 

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CUESTIÓN DE «TEMPO». Por Enrique Martín Ferrera (Noviembre, 2009)

La Persistencia de la Memoria. Salvador Dalí

«BEATUS ILLE QUI PROCUL NEGOTIIS, …»

Quintus Horatius Flaccus

Molto vivace, Presto… Estos son los Tempi de nuestros días,  jornadas en las que no parecen tener ya cabida el Adagio, el Andante, el Larguetto… Tiempos Modernos -que ya retratara Chaplin- en los que sólo cabe correr, desplazarse y hacer aceleradamente, de la mañana a la noche, de la noche a la mañana. La velocidad nos encandila y nos subyuga, y de paso elimina la contemplación, la reflexión, el gusto por el detalle… Habitamos en el vértigo de lo premuroso, trabajamos al ritmo inhumano de la máquina, decidimos precipitadamente,  respondemos sin meditar…

«El hombre del siglo XX ha perdido la alegría de andar» decía César González-Ruano. Yo diría que los hombres del siglo XXI han perdido otras muchas alegrías, desterrando del diccionario de sus vidas no sólo la palabra caminar, sustituida por otra más eufónica a su moderno oído y adecuada a sus nuevos intereses: avanzar. Ahora se habla también del provechoso engordar en lugar del anticuado madurar y se prefiere el simple mirar al engorroso ver; cayó en desuso vivir, superado por conseguir, y se arrinconó la paciencia, pues ya todo es urgencia.

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CITANDO A VILA-MATAS. Por Enrique Martín Ferrera (Marzo, 2010)

 

ENRIQUE_VILA-MATAS_16_MARZO_2010 Sevilla -Hotel Alfonso XIII                                                                       Foto: EMF, 2010

Vieja y sobradamente conocida es esa manía de Enrique Vila-Matas, tan criticable para algunos y tan de agradecer para otros, de colocar la literatura dentro de la literatura; ese gusto por la construcción de artefactos literarios concebidos al modo de una matrioska que nos quisiera ir desvelando, poco a poco, los innumerables libros y escritores que encierra en sus interiores; unos libros y unos escritores que, a fin de cuentas, son un solo libro y un solo escritor, ese que todos perseguimos y nunca hallamos, víctimas de la fragmentación, del desconcierto que nos provocan los límites de cada porción de lo múltiple y lo diverso. Así pues, ¿por qué no comenzar aquí también citando a Vila-Matas, cuando cita a Fernando Savater, a propósito de las citas, en cierto pasaje de su “Dietario Voluble”?:

<<…las personas que no comprenden el encanto de las citas suelen ser las mismas que no entienden lo justo, equitativo y necesario de la originalidad. Porque donde se puede y se debe ser verdaderamente original es al citar. (…) Plenamente de acuerdo con Savater cuando dice que los maniáticos anticitas están abocados a los destinos menos deseables para un escritor: el casticismo y la ocurrencia, es decir, las dos peores variantes del tópico. Citar es respirar literatura para no ahogarse entre los tópicos castizos y ocurrentes que le vienen a uno a la pluma cuando se empeña en esa vulgaridad suprema de “no deberle nada a nadie”. Y es que, en el fondo, quien no cita no hace más que repetir pero sin saberlo ni elegirlo. Los que citamos, dice Savater, asumimos en cambio  sin ambages nuestro destino de príncipes que todo lo hemos aprendido en los libros (y ahí va otra cita disimulada, ja,ja, larvatus prodeo…). >>

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