Miguel Hernández y Josefina en Jaén
Marzo
1937
«Ya sé que en esos sitios tiritará mañana mi corazón helado en varios tomos». Cierro el libro y salgo de la biblioteca. Vuela ahora el pensamiento. Le imagino declamando sus poemas en la plaza pública, o en la trinchera, o en la fraternal intimidad de la casa de Velintonia, 3. «He oído a muchos poetas decir sus versos –recordaba Vicente Aleixandre-. Pocos me han dado esta sensación tan completa de hombre expresado en acto, desde la desnuda garganta.». Así le imagino, derrochando ímpetus, entregado a la poesía, sin renunciar al compromiso con todo lo humano: él era viento del pueblo, viento que pasa soplando a través de sus poros.
También le imagino ya cruzada la raya, en su huida camino de Lisboa, menesteroso, vendiendo en Santo Alexo, como último remedio, el reloj de oro que le regalara el amigo el día de su boda, sin imaginar que con el tiempo sería elemento propiciatorio de su fatal detención por la policía salazarista. Le imagino en sus penas, en ausencia del vientre preñado de Josefina, soñando con el rostro del hijo y aguardando la luz y el calor del sol. Le imagino preso, y ya moribundo, en pantomima de forzado matrimonio canónico ante el cura de la cárcel.
Velintonia, 3
La casa madrileña de Vicente Aleixandre
Le imagino otras veces en circunstancias menos adversas, un año antes de la guerra, en la Biblioteca Nacional, copiando durante horas antiguos textos taurinos por encargo de José Mª de Cossío, o escribiendo él mismo las biografías de aquellos viejos toreros (Tragabuches, Espartero, Lagartijo…) Y le imagino en el breve intervalo de libertad de septiembre del treinta y nueve, antes de ser encausado en el sumario 21.001. Ahí está, escribiendo una carta desde la Orihuela de sus cuitas. Va dirigida, como otras, al artífice de la que luego sería celebrada enciclopedia de «Los Toros»: «Pienso en su tierra de Tudanca, y estoy dispuesto a trabajar en ella, a pastorear sus vacas, a lo que sea un trabajo manual, con tal de sacar mi familia, numerosa y necesitada, adelante», le dice a Cossío en una desesperada cuartilla, breve misiva pergeñada con la tinta azul de la maquina de escribir del amigo muerto, Ramón Sijé.
Tudanca. La carretera que baja hasta el valle del recóndito pueblecito montañés es una interminable sucesión de curvas. Es tierra cántabra, de foramontanos; tierra muy alejada de las actuales rutas turísticas. Allí, enclavada en un lugar inefable, sigue estando La Casona, la mansión del XVIII que hizo construir un rico indiano y que luego sería propiedad de José María de Cossío. La casa conserva una atmósfera mágica, las huellas y los ecos de los muchos poetas y artistas que por allí pasaron en vida de su último dueño. En su biblioteca (con más de 25.000 libros y documentos) se conserva, delicadamente encuadernado en media piel, uno de los dos únicos ejemplares que se salvaron de la edición valenciana del treinta y nueve de «El Hombre Acecha», aquella primera publicación que devoró el fuego de los vencedores. Dicen que este libro era estimadísima reliquia para Cossío, más por una cuestión sentimental que por su rareza bibliográfica. Allí, por esas páginas que acariciaba y leía furtivamente el asesor literario de Espasa-Calpe, continúa pasando El tren de los heridos, y desde allí sigue Miguel llamando a los poetas. Es la misma biblioteca que atesora diecisiete de las cartas que dirigiera el oriolano a aquel académico que demostraría ser, junto a Aleixandre, su más fiel benefactor.
Retrato de José María de Cossío, por Gyenes
«¿Quién amuralla una voz?» -nos dice Miguel Hernández en un verso. Él cantó a la vida, al amor y a la muerte. ¿Existen acaso otros veneros? ¿Hay otras heridas sobre las que nos sea posible escribir? «Era confiado y no aguardaba daño. Creía en los hombres y esperaba en ellos.», –dejó escrito de él su amigo y mentor, Vicente Aleixandre. Aunque no alcanzó a cumplir los treinta y dos, en esas escasas tres décadas hizo por la palabra más que muchos longevos escritores y poetas nonagenarios. Ni siquiera en esa pobreza, tan odiada, en la que nació y creció, ni siquiera en las perennes desdichas y penurias padecidas, ni siquiera en sus presidios… Nunca cedió ante el abismo. Aún vuela sobre él con la gracia aérea de un soneto:
Sonreír con la alegre tristeza del olivo.
Esperar. No cansarse de esperar la alegría.
Sonriamos. Doremos la luz de cada día
en esta alegre y triste vanidad del ser vivo.
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