Posts categorized “Enrique Martín Ferrera”.

HOMENAJE PERSONAL A FRANCISCO AYALA. In Memoriam (3 de noviembre de 2009). Enrique Martín Ferrera.

Primero fue su nombre en segundo plano, dando razón del traductor, en una edición de Losada de “Los Cuadernos de Malte Laurids Brigge” de Rilke.

Luego su propia obra, ¡qué resplandor!

De toda la abundante y variopinta literatura leída a lo largo de treinta años, creo que “EL HECHIZADO” es uno de esos escasos textos que te hacen sentir escuálido como escritor, que te incitan a mejorar, y a decir soñando, tal vez yo, con mucho esfuerzo, algún día…

Siempre amó la palabra. Una vez le escuché decir: << La literatura es lo esencial, lo básico. Todo lo que no sea literatura no existe. Porque, ¿dónde está la realidad? Un árbol lo es porque uno lo está nombrando. Y al nombrarlo está suscitando la imagen inventada que teníamos. Pero si no lo nombras el árbol no existe. >>

Lúcido hasta el fin.

Sit Tibi Terra Levis.

HOMENAJE A CORTÁZAR: LA NOCHE Y EL AMANECER. Un texto de Julio Cortázar y tres fotografías de Enrique Martín Ferrera (Buenos Aires, 1998).

<< Me desperté y vi la luz del amanecer en las mirillas de la persiana. Salía de tan adentro de la noche que tuve como un vómito de mí mismo, el espanto de asomar a un nuevo día con su misma presentación, su indiferencia mecánica de cada vez: conciencia, sensación de luz, abrir los ojos, persiana, el alba. En ese segundo, con la omnisciencia del semisueño, medí el horror de lo que tanto maravilla y encanta a las religiones: la perfección eterna del cosmos, la revolución inacabable del globo sobre su eje. >>

Julio Cortázar. Rayuela, cap. 67.

CEMENTERIO INGLÉS DE MÁLAGA (DONDE HABITA EL OLVIDO). Por Enrique Martín Ferrera – Octubre 2009.

F-1 Malaga - octubre 2009 004Portada de la entrada al camposanto, realizada por Diego Clavero en 1856. Fotos de EMF

Abandonado a su suerte por los gobiernos de sus graciosas majestades del Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte y del Reino de España, subsiste todavía, a pesar de la incuria y la falta de recursos para su mantenimiento, el Cementerio inglés de Málaga, el cementerio protestante más antiguo de nuestro país, ubicado en la conocida como “Cañada de los Ingleses” (oficialmente Avenida Pries nº 1).

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RECUERDE EL ALMA DORMIDA. Por Enrique Martín Ferrera (Septiembre de 2009).

Jorge Manrique (Casa de la Cultura de Toledo).
Retrato de Jorge Manrique (Casa de la Cultura de Toledo).

 

I

Reclinado sobre el libro, agotando las últimas horas de la preciada luz que penetra por el ventanal, el joven hijo de don Rodrigo lee a Séneca en silencio. Sus ojos devoran ávidamente lo escrito; tal vez no tenga ocasión de regresar de nuevo a la gran Bibliotheca de los Mendoza, y la de su tío Diego se le revela, ahora, tan humilde y desmerecida una vez vislumbrados los muchos tesoros que alcanzó sumar en la suya de aquel palacio de Guadalajara don Yñigo López de Mendoça, primer Marqués de Santillana. Su propio tío, Gómez Manrique, le había encomendado, con la velada finalidad de que pudiera consultar aquella biblioteca que él mismo había frecuentado tanto en vida de don Íñigo, la misión de llevar hasta aquel palacio las ciento treinta y cuatro décimas salidas de su pluma e intituladas Planto de las Virtudes y la Poesía por el Marqués de Santillana, compuestas con motivo de la muerte del marqués en el año 1458 de nuestro Señor, como sentida elegía en honor y alabanza de tan magnífico caballero, insigne poeta y elevado espíritu que hiciera de los libros su divisa.

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ÍCAROS. Por Enrique Martín Ferrera, Mayo 2009.

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M. Chagall
La Caída de Ícaro (Marc Chagall, 1975 – Centro Georges Pompidou de París)

 

El sombrero del ilusionista estaba vacío.

The Crack-Up
(F. Scott Fitzgerald)

Todo se agrietó.

La cera de las alas siempre termina derritiéndose.

Más que la caída, y su dolor, se hace insoportable este runrún de derrota y ruina, casi apocalíptico, que nos llega, como un susurro interminable, en cualquier sitio y a todas horas; esta cantinela que extienden quienes hace muy poco vitoreaban los altos vuelos de tantos Ícaros. Ahora, como Pedro, niegan conocerles, y disimulan vociferando negros vaticinios para un futuro sin esplendores.

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G. Chini
Ícaro (Galileo Chini, 1907 -Roma, Colección particular)

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Desmañados ante ese porvenir pedestre, vagan sin norte, arrastrando los pies, millones de Ícaros en busca, no de otras alas, sino de unos simples zapatos con los que poder seguir su camino.

Porque nos enseñaron que este mundo no pertenece a quienes vuelan bajo.

Porque les creímos cuando nos dijeron que la sencillez, la humildad y el fracaso carecen de dignidad.

Porque alimentaron nuestro hedonismo más grosero.

Porque nos hablaron de la fugacidad de la vida, no al modo de un Séneca o un Montaigne, sino exhibiendo en la otra mano la mercancía que debíamos adquirir.

Porque nos hicieron necesario lo innecesario, inoculándonos en las venas el placentero veneno del consumo más feroz y desmedido.

Porque nos mostraron como gozar de su tecnología, las bondades del último grito en teléfono móvil, lo imprescindible de una pantalla plana para la caja -no tan tonta- de las manipulaciones; y nos hicieron ver las ventajas de desechar los modelos adquiridos el año anterior, ya obsoletos e ineficaces para despertar la envidia del vecino, ese otro sanísimo placer.

Matisse
Ícaro (Henri Matisse, 1944 – Metropolitan Museum, New York)

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Porque nos hicieron creer que podríamos saciar siempre la sed en inagotables manantiales, y que el ahorro ha sido siempre una palabra malsonante que sólo encaja en los chistes de catalanes: para qué hormiga pudiendo ser cigarra.

Porque impusieron la idea del esfuerzo como cosa de necios, encumbrando la sabrosa receta de los logros fáciles y rápidos.

Porque el flautista de Hamelín no quiere hombres, sino ejércitos de ratones que sigan su música, una única música.

Porque la libertad obliga a algo tan, tan molesto: cuestionar la uniformidad que nos impone el pensamiento único, poner en tela de juicio lo políticamente correcto, reflexionar como individuos y tomar decisiones por nuestra cuenta y riesgo…

Porque en el camino renunciamos a ser libres para abrazar la fe de los prosélitos.

Porque elevaron a los altares, como modernos héroes a imitar, a nuestros millonarios deportistas más televisivos, a los cocineros que escriben libros sobre la reconstrucción de la tortilla, a los concursantes del último “reality show”…

Porque hace demasiado tiempo que unos cuantos montaron este burdel, y casi todos aceptamos, dócilmente, ser sus putas.

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M. D. Guerra
Ícaro (Manuel Domínguez Guerra)

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EL DESPERTAR. Por Enrique Martín Ferrera (Mayo de 2009).

 

«La influencia no crea nada, ella despierta».(André Gide)

Munkacsi
Lago Tanganika (1930). Martin Munkacsi

Abrir los ojos y comenzar a ver.

Cuentan quienes le conocieron que en las paredes del estudio de Henri Cartier-Bresson resultaba imposible encontrar alguna foto suya, y sin embargo, siempre mantuvo enmarcada y colgada una instantánea del fotógrafo húngaro Martin Munkacsi. Siendo un veinteañero, se produjo el encuentro, el despertar: Cartier-Bresson descubre precisamente esa fotografía en las páginas de la revista “Photographies”. En 1930, Munkacsi había inmortalizado en el ámbar de su foto a tres niños africanos de espalda, corriendo desnudos por la orilla hacia una ola, a punto de zambullirse en las aguas del lago Tanganyika. Aquel joven Henri, que luego sería llamado “el ojo del siglo”, escribiría después en relación a esa foto de su colega húngaro: << Entendí de pronto que la fotografía puede fijar la eternidad en un instante. Es la única foto que me ha influido. Esa imagen posee tanta intensidad y espontaneidad, tanta alegría de vivir, que aún hoy me deslumbra. La perfección de la forma, el sentido de la vida, un escalofrío insólito… Me dije: ¡Madre mía, así que con una cámara se puede hacer eso! >>

Fue así, en 1932, poco después de sentirse fascinado por aquella obra de Munkacsi, cuando H.C.B. compra una “Leica” en Marsella y se lanza a las calles del mundo para capturar << el instante decisivo >>.

No es raro este género de confesiones en quienes un día sintieron de este modo, con semejante fuerza y por primera vez, la llamada del arte: alguien que siente la necesidad de escribir poemas después de ser iluminado o lacerado por el rayo de unos versos; alguien que toma vehementemente los pinceles después de contemplar con asombro una obra pictórica; alguien que, tras escuchar una melodía milagrosa, decide que en adelante no habrá más camino para él en la vida que el de la composición musical…

Cartier-Bresson
Un joven Henri Cartier-Bresson.

Monet
Montón de heno (1891). Monet

 

Abrir los ojos y comenzar a ver.

Wassily Kandinsky estudió Derecho y Economía, obtuvo su licenciatura en Derecho en 1892, y trabajó en la Universidad de Moscú. Con treinta años abandona por completo el seguro porvenir de ese mundo académico, tan alejado del arte, para dedicarse exclusivamente a pintar. ¿Qué le hizo dar un giro tan radical en su vida? En 1913, el propio Kandinsky, en unos apuntes biográficos titulados “Rückblicke” (“Miradas retrospectivas”), nos hace partícipes de su íntimo despertar al arte, propiciado por dos acontecimientos: una ópera de Wagner, “Lohengrin”, representada en el Teatro Imperial; y la contemplación de un cuadro de Monet, “La meule de foin”, en el marco de una exposición de pintura impresionista francesa celebrada en 1895 en la capital rusa.

Respecto a la música wagneriana, Wassily llega a referirse a esos sonidos del siguiente modo: << podía ver mentalmente todos aquellos maravillosos colores, desfilaban ante mis ojos. Salvajes, maravillosas líneas que se dibujaban ante mí. >>

El cuadro de Monet que alumbró a este nuevo pintor, responsable del futuro salto hacia la abstracción pura, fue una de aquellas sucesivas parvas de heno que insistente y repetidamente, en horas diferentes y con luz cambiante, pintó en 1891 el artista francés en Giverny.

Kandinsky narra así su encuentro con ese lienzo: << Yo sólo conocía el arte realista, casi exclusivamente el ruso; a menudo me quedaba largo rato contemplando la mano de Frank Listz en el retrato de Iliá Repin y cosas por el estilo. De repente vi por primera vez un “cuadro”. El catálogo me aclaró que se trataba de un montón de heno. Me molestó no haberlo reconocido. Además me parecía que un pintor no tenía ningún derecho a pintar de una manera tan imprecisa. Sentía oscuramente que el cuadro no tenía objeto y notaba asombrado y confuso que no sólo me cautivaba, sino que se marcaba indeleblemente en mi memoria y que flotaba, inesperadamente, hasta el último detalle, ante mis ojos. Todo me resultaba incomprensible y era incapaz de adivinar las consecuencias de aquella experiencia. Sin embargo, lo que me resultaba claro era la fuerza insospechada, hasta entonces desconocida para mí, de los colores, que iba más allá de todos mis sueños. De pronto, la pintura cobró para mí una fuerza y una grandeza fabulosas. >>

Kandinsky
Kandinsky en su taller de Neuili sur Seine (1936)

Gabriel Fauré (1845-1924)

 

Abrir los ojos y comenzar a ver.

Es siempre una revelación a la que se es sensible, un despertar propiciado por el destello de un espíritu afín. Todo artista parece tener un íntimo resorte que requiriese, para ser accionado, el encuentro con la obra adecuada de otro creador; como si se tratara de una precisa maquinaria de relojería que esperase un determinado momento, predestinado, para entrar en funcionamiento ayudada por una mano amiga. El artista se nos revela así como una sensibilidad adormecida e insular, que aguarda para enviar sus señales al resto del mundo el mensaje en una botella que otro náufrago lanzara tiempo atrás al océano. El artista en ciernes es esa tierra fértil donde germinará la semilla que hacia él arrastra el poderoso viento del destino o el azar.

Federico Mompou, que, como muchos otros jovencitos de clase acomodada, tomaba lecciones de piano, escuchó a los dieciséis años la pieza decisiva, la música en la que se le revelaría una nueva aspiración, el irrefrenable deseo de ser compositor en lugar de un simple instrumentista o intérprete de las partituras de otros. Con el paso del tiempo, ese hombre nos iba a regalar la calma, el laconismo y la pureza de su << Música Callada >>, ese decir tanto con tan poco, esos sonidos que serían << la voz misma del silencio >>, como escribió el propio Mompou al frente del Primer Cuaderno, tras citar los hermosos versos de San Juan de la Cruz: << La música callada, / la soledad sonora… >>.

Aquel imprescindible encuentro con su vocación ocurre en 1909, en la “Sala Mozart” de Barcelona; donde Gabriel Fauré daba un concierto, interpretando al piano sus propias obras. No olvidaría el músico catalán que a aquella función llegó tarde, que tuvo que oír toda la primera parte de pie, en el pasillo; y sobre todo, que el Quinteto op. 89 del compositor francés le impresionó tanto que ese mismo día se dijo a sí mismo que, en adelante, todos sus esfuerzos estarían encaminados a la composición. Refiriéndose a la citada experiencia, diría luego Mompou: << Sin saberlo, debían de existir en mí unas fuerzas latentes que sólo esperaban un pretexto para despertar. Fauré fue este pretexto… >>

Mompou
Federico Mompou (1893-1987) al piano en su casa.

 

Rubén Darío (1867-1916)

 

Abrir los ojos y comenzar a ver.

El poeta sevillano Vicente Aleixandre decía haber nacido a la luz y a los libros en Málaga, y que ese era << otro modo de nacer, porque allí aprendí a leer, que es el segundo nacimiento >>. A los diecinueve años, cuando pasaba el verano de 1917 en el pueblo de Las Navas del Marqués, conoce a Dámaso Alonso, y de manos de éste recibe prestado un libro que resultará trascendental para aquel que, andando el tiempo, recibirá el Premio Nobel de Literatura: una antología poética de Rubén Darío. Más tarde vendrían los poemarios de Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez, pero del nicaragüense escribiría años después Aleixandre, << fue para mí no sólo la lectura de un gran poeta, sino la revelación de la poesía >>.

Muchos pasaron por la exposición, y miraron el lienzo; o tomaron el libro en sus manos, y leyeron el poema; o fueron al teatro y escucharon, con mayor o menor atención, aquella música; y sin embargo, no vieron, ni sintieron, ni oyeron ese arrebato absoluto, esa llamada. Sólo eran anónimos consumidores de arte. Carecían de la íntima predisposición del futuro artista. Aquel lienzo, aquellos versos, la partitura de aquel concierto; aguardaban otros ojos, otro corazón, otros oídos…

Aleixandre
Vicente Aleixandre visitando la tumba de Miguel Hernández (Alicante, 1952)

 

Dostoievski
Fiódor Dostoievski (1821-1881).

 

El 27 de Enero de 1904, el joven estudiante de Derecho Franz Kafka escribe en una carta contestando a su amigo Oskar Pollak, uno de los pocos compañeros con los que entabló amistad durante los estudios de bachillerato: << Creo que sólo deberían leerse aquellos libros que nos muerden o nos punzan. Si el libro que leemos no nos despierta de un puñetazo en el cráneo, entonces ¿para qué leer? ¿para que nos haga felices, como tú me escribes? Vaya, nosotros seríamos igualmente felices si no tuviéramos libros, y los libros que nos hacen felices podríamos, de ser necesario, escribirlos nosotros mismos. Tenemos, al contrario, necesidad de libros que obren en nosotros como una desgracia con la que sufriéramos mucho, como la muerte de alguien a quien amáramos más que a nosotros mismos, como si estuviéramos proscritos, condenados a vivir en los bosques, lejos de los hombres, como un suicidio; un libro debe ser el hacha que quiebre el mar helado que llevamos dentro. >>

¿Habría leído ya el joven Kafka a Dostoyevski? Yo creo que sí, y que su desgarradora lectura despertó en gran medida al escritor que llevaba dentro. El hacha del que nos habla en esa carta el futuro autor de “La Metamorfosis” y “El Proceso”, ¿no es el mismo hacha que empuñó el atormentado Raskólnikov contra la vieja usurera de San Petersburgo? “Prestuplenie i Nakazanie”, una obra que marca si se lee muy joven, pero también << un placer extraordinario >> si se lee por primera vez en la edad madura, como en general señala Italo Calvino respecto a la lectura de los grandes libros del pasado en su “Por qué leer los clásicos”. Hace algunos años tuve la oportunidad y el acierto de asistir a una conferencia del ya entonces nonagenario Ernesto Sábato. A pesar de su avanzada edad y su fragilidad física, a lo largo de toda la charla aquel anciano demostró conservar una pasmosa lucidez. Aquella tarde, el escritor argentino, que dejó una prometedora carrera científica en favor de la literatura, confesó no haber salido indemne de la primera y lejana lectura de “Crimen y Castigo”: << ¡Cómo ser igual después de leer a Dostoyevski! >>.

Kafka
Kafka en su época de estudiante.

Abrir los ojos y comenzar a ver.

MOZART: RETRATO INACABADO. Por Enrique Martín Ferrera (Julio de 2009).

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Retrato inacabado (1789-1790), por Joseph Lange (Mozart Museum de Salzburgo).

Mas qué verán los ojos -¿niño, hombre?-
que así penetran más allá del límite.

(Revelación de Mozart, Gerardo Diego)

Siempre que miro este retrato – ¿quién podría preferir, por acabado o galante, otro distinto?- pienso en unas palabras dirigidas por Leopold Mozart a su hijo: Cuando estabas inmerso en la música, tu rostro expresaba tanta seriedad…, le recuerda el padre en una carta de 1778.

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LUIS CERNUDA. Trenzando juncos para los asnos. Por Enrique Martín Ferrera (Junio, 2009)

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Cernuda, el exiliado, fumando en pipa.

LUIS CERNUDA

Trenzando juncos para los asnos.

Por Enrique Martín Ferrera.
Junio 2009.

A F.Javier Romero Martín.

Recuerdo que era un ejemplar muy ajado, propiedad de la biblioteca pública, con una cubierta remendada que aún permitía leer su enigmático título: OCNOS. Aquel extraño nombre, que prometía maravillas, y su brevedad –los adolescentes siempre están tontamente muy ocupados-, fueron determinantes entonces en mi elección, entre tantos lomos expuestos al alcance de mi mano.

Leí aquel libro en las postrimerías de un verano, durante una siesta embalsamada y luminosa, sentado bajo el castaño de indias que todavía, cada estío, sigue ofreciendo su sombra a quien alcanza esforzadamente a pie el final de la cuesta de subida al castillo de mi pueblo. Lo leí sin pausas, pero degustando morosamente cada línea, como una de esas delicias de la vida que uno se resiste a abandonar y que hacen que extravíe el reloj y proclame para sí la abolición del tiempo. Recuerdo que me costó devolver a los anaqueles municipales aquel librito, y que supe, desde aquella misma tarde, nada más concluir sus páginas, que Luis Cernuda, con toda aquella belleza surgida de la palabra, me acompañaría en adelante en el camino, alentándome siempre; desde una cercana lejanía, como lo hacen las cartas de un amigo muy querido que se quedó cuando nos fuimos, o se marchó cuando nos quedamos; que todavía nos escribe de cuando en cuando, y al que seguimos reconociendo, y sintiendo próximo, a pesar de la distancia y sus privaciones.

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Goethe.

Los días que siguieron a aquella primera lectura volví una y otra vez a aquel nombre: Ocnos. Porque, ¿quién era Ocnos? Aunque intuía en el uso hecho allí de su nombre cierta referencia a la labor artística, ¿cuál era la exacta relación de aquel personaje y su curioso quehacer con el contenido del libro? Sólo se le mencionaba en la cita de Goethe que abría la obra:

Cosa tan natural era para Ocnos trenzar sus juncos como para el asno comérselos. Podía dejar de trenzarlos, pero entonces ¿a qué se dedicaría? Prefiere por eso trenzar los juncos, para ocuparse en algo; y por eso se come el asno los juncos trenzados, aunque si no estuviesen habría de comérselos igualmente. Es posible que así sepan mejor, o sean más sustanciosos. Y pudiera decirse, hasta cierto punto, que de ese modo Ocnos halla en su asno una manera de pasatiempo.( Goethe, “Poygnots Gemälde in der Lesche zu Delphi”)

Busqué y busqué, en cuantos libros tenía en aquella época a mi alcance, alguna noticia añadida sobre aquel misterioso trenzador de juncos, pero nada pude hallar sobre el mismo: ¿era acaso su ocupación un castigo? Incluso durante algunos años, tampoco tuve certeza acerca de si el artista griego Polignoto, que adquirió prestigio pintando escenas basadas en las obras de Homero unos cuantos siglos antes de Cristo, y al que escuetamente hacía referencia la enciclopedia, era o no la misma persona que aparecía en el título de la obra del gran Goethe. Mis pobres progresos en aquella labor estaban más que justificados por las limitaciones de una pequeña biblioteca municipal de la sierra onubense, en tiempos en los que ni siquiera se oía hablar aún de Internet; circunstancias que me dejaban poco o ningún margen de maniobra.

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Representación sepulcral de Oknos en Puerta Latina (Roma), hallada por Campana en 1832. Museo Pío Clementino.

Comenzó el curso académico. Como seguía rumiando aquel asunto, me dirigí a los nuevos profesores de Literatura y de Historia, tratando de hallar respuestas para mi curiosidad. Pero, ¡ay!, en qué pocas ocasiones encontró uno motivos, a lo largo de sus muchos años de reglados estudios, para sentir orgullo y veneración por sus profesores. A aquellos dos la palabra “maestro” les venía grande: acogieron mis preguntas con perplejidad en el rostro y me despacharon con evasivas y una media verónica para rematar la faena; según ellos el programa de sus respectivas asignaturas era lo suficientemente arduo y espeso para dedicarme a perder el tiempo con aquellas fruslerías. Salí de aquel encuentro con los mismos interrogantes sin respuesta en los bolsillos; y con algo más doloroso, la fundada sospecha de que mi amplia ignorancia de bachiller no distaba mucho de la estrecha sabiduría de aquellos hombres destinados de oficio a ser mis enseñantes.

Eché tierra sobre Ocnos; pero sólo unas cuantas paladas, las justas para permitirme en el futuro desenterrar aquel estímulo repleto de incógnitas, que no iba a permitir agostase la simple y transitoria falta de recursos de consulta, ni la necedad de los consultados. Sólo era una cuestión de medios y paciencia.

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José Ortega y Gasset (1950).

Durante mis años sevillanos de universidad, el azar, aliado con mis desordenadas y compulsivas lecturas, me llevó hasta un texto de Ortega y Gasset que iba a resucitar mi curiosidad por el asunto del trenzador de juncos cernudiano. Se trataba de un ensayo del filósofo español aparecido en el número de Agosto de 1923 de la “Revista de Occidente”, luego recopilado con otros suyos por el propio autor en “Espíritu de la letra”; tomo que habría de caer en mis manos en edición de los años sesenta de la mítica colección Austral. Cómo no devorar ávidamente un texto que llevaba por título “Oknos el soguero”. Paciencia y medios. Un texto siempre lleva a otro, y Ortega me condujo a la “Descripción de Grecia” de Pausanias, a la “Naturale Historia” de Plinio, al “Ensayo sobre el simbolismo sepulcral de los antiguos” del antropólogo y mitólogo suizo Johann Jakob Bachofen; y éstos a su vez a otros innumerables autores y escritos…

Con los mimbres de lo mucho leído a lo largo de los años sobre Ocnos, podría hacer hoy -ya que de trenzadores hablamos- un gran canasto en forma de pomposa y extensa tesis; pero como la enjundia no debe estar reñida con la amenidad, y cuanto huele a tedio me resulta una tortura como lector, mi propio gusto me aconseja bosquejar un limitado resumen. Sigamos en esto también la recomendación que el mismo Cernuda se hacía a sí mismo en su página “Biblioteca”, añadida en la tercera edición de OCNOS: Que la lectura no sea contigo, como sí lo es con tantos frecuentadores de libros, leer para morir.

Y dando ya noticia de lo hallado, la cosa comenzaría así: Siglo II de nuestra era, quinientos años después de que el pintor griego Polignoto pintara unos espléndidos murales en el Lesque de Delfos, el geógrafo y escritor Pausanias visita el lugar, admira el conjunto pictórico todavía existente sobre los muros estucados de aquel edificio público y nos lega una exhaustiva descripción de todos aquellos cuadros, que se convertirá con el paso del tiempo en única y valiosa referencia, una vez perdidos para siempre los frescos originales.

Entre esas pinturas, figuraba un grupo que en sus escritos Pausanias denomina “Descenso de Odiseo al Hades”, evocación de los muertos que aparece en el famoso canto XI de la Odisea homérica. En lo que nos concierne, el interés de esas páginas literarias se centra en este pasaje: Tras ellos hay un hombre sentado, al que la inscripción identifica como Ocnos. Está trenzando una soga y junto a él hay una burra que se va comiendo lo que acaba de ser trenzado. Dicen que este Ocnos debió ser hombre laborioso, con una mujer muy pródiga, que malgastaba de inmediato cuanto el hombre ganaba con su trabajo. Por este motivo piensan algunos que a la mujer de este Ocnos aludía Polignoto. Pero sé también que los jonios tienen un dicho que utilizan cuando ven a alguien esforzándose inútilmente: éste trenza la soga de Ocnos. Los agoreros también denominan Ocnos a un pájaro, que es la más hermosa y grande de las garzas, y a la vez la más rara de las aves.

El moralista griego Plutarco de Queronea, en su pequeño tratado sobre “La Paz del Alma”, hace también referencia a nuestro mítico personaje, al describir una pintura en la que aparece el taciturno soguero Ocnos, afanado en trenzar una soga mientras su asna se va comiendo de seguido su trabajo.

Por su parte, Plinio el Viejo, en su “Historia Natural”, se refiere a Ocnos y nos habla de un indolente, de un holgazán que expía su pecado en los infiernos, ejecutando sin descanso una labor que se sabe estéril de antemano.

Diodoro cita también a Oknos en un testimonio sobre un ceremonial egipcio: Muchas cosas que pertenecen a nuestra mitología se conservan en las costumbres egipcias, y no sólo los nombres, son verdaderas prácticas. Así en la ciudad de Acantho, al otro lado del Nilo, a ciento veinte estadios de Menfis, existía un tonel perforado al que diariamente trescientos sesenta sacerdotes transportaban agua del Nilo. No lejos de allí podía verse realizada la fábula de Oknos en un grupo en el que un hombre trenzaba una larga cuerda, mientras otros la destrenzaban por su extremo sin cesar.

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Representación sepulcral de Oknos descubierta en 1838 en el Columbario de Villa Panfilia (Roma).

Ya en el siglo XIX, el mitólogo y antropólogo J.J.Bachofen, que conoce todos estos testimonios escritos y gráficos de la antigüedad, incluye en su obra “Simbolismo sepulcral de los antiguos” un capítulo dedicado a “Oknos el soguero”, y nos habla de sus visitas al columbario de la ruinas de Villa Panfilia, ubicada ante Porta San Pancrazio, en la antigua vía Aurelia de Roma; y de las pinturas murales descubiertas allí en 1838, entre las que se hallaba una representación tardía de Ocnos, pero bajo una nueva perspectiva. Así la describe Bachofen: Un anciano barbudo se halla sentado sobre un grueso bloque de piedra en un paraje a cielo abierto, dando su espalda a un pequeño grupo de edificios; su actitud expresa el sosiego tras el cumplimiento del trabajo y exhala una solemne gravedad. El manto que recubre su cabeza cae en vuelos sobre la espalda hasta cubrir sus piernas, dejando al descubierto su pecho, los brazos y ambos pies. La mano derecha del anciano sostiene una larga soga que es roída y rumiada por un burro asentado a escasa distancia de él. Su brazo derecho descansa despreocupado sobre la rodilla. Toda la escena irradia paz. Es la calma del atardecer que a todo imbuye, al anciano, al animal, a los edificios. Parece como si el profundo silencio del sepulcro se hubiera apoderado de la imagen.

Aquí no parece haber infierno, ni penitencia, ni condena; sino algo bien distinto: Ocnos el sufridor se ha convertido en el Ocnos libre nos dice el propio Bachofen.

Y, regresando a la que fue mi primera fuente, recordaremos a José Ortega y Gasset, gran admirador de aquel olvidado Bachofen que consideraba a Ocnos un símbolo natural. En aquel ensayo suyo de 1923, el filósofo español urde, siguiendo al mitólogo suizo, esta proposición: Lo que Oknos laborioso trenza, el asna lo va anulando. Representa este animal el poder destructor necesario al ritmo de la Gran Madre. Una creación lograda y perfecta detendría el proceso: es menester que colabore la potencia enemiga, la energía destructora. El trozo de soga que hay entre las manos del soguero y el belfo de la bestia es breve jornada de la existencia que se abre entre el poder de hacer y el de deshacer, ambos eviternos.

Así pues, en cuestión de interpretaciones e hipótesis sobre el enigmático Ocnos, tenemos para todos los gustos, a elegir: la prodigalidad en versión misógina, la esterilidad del esfuerzo como castigo divino impuesto al holgazán, el dualismo de la madre naturaleza, creación-destrucción, vida-muerte, principio-fin…

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Cernuda en burro durante las Misiones Pedagógicas (Burgohondo -Avila- Julio de 1932)

Pero, volvamos a Goethe, y con él a nuestro poeta español más exquisito. La cita del alemán que abre las páginas de OCNOS procedía de su ensayo “La pintura de Polignoto en el Lesque de Delfos”, un trabajo casi inaccesible, tan perdido para los lectores comunes de Goethe como los mismos frescos de Polignoto. En dicho texto, y de la mano de Pausanias, después de reproducir las descripciones que hiciera el escritor griego sobre aquel conjunto pictórico de Delfos, el genio de Weimar añade sus propios comentarios. Supongo que Cernuda consideró demasiado explícito el párrafo de esas glosas que antecede al fragmento elegido por él finalmente para abrir aquel librito suyo: Los antiguos, acertadamente, parece que consideraban como el más duro tormento el esfuerzo estéril. La roca de Sísifo, que vuelve a caer rodando de nuevo hacia abajo; los frutos escurridizos de Tántalo; conducir agua en cántaras rotas, en referencia a las Danaidas; son todos ejemplos que nos indican metas no logradas. No estamos aquí ante un castigo o penitencia en justa correspondencia a una determinada falta. No, estos desgraciados se ven cargando con el más terrible de los destinos humanos: asistir al propio fracaso en los objetivos pretendidos con una labor rigurosa y tenaz.

Año 1942: Luis Cernuda, que tenía entonces cuarenta años y vivía en Escocia, ejerciendo, a cambio de un pobre salario, como “assistant” en la Universidad de Glasgow; logra publicar en Londres aquel magro libro de poemas en prosa. La editorial responsable, “The Dolphin”, era dirigida por otro exiliado español, el catalán Joan Gili. Luego “OCNOS” tendría dos ediciones más, ambas aumentadas: una madrileña de Ínsula en 1949, y otra mexicana de la Universidad de Veracruz en 1963. Esta última vio la luz póstumamente, a las pocas semanas de morir el poeta, que se había ocupado incluso en aquellos meses previos de corregir las pruebas del libro. No hace mucho leí que aquel año, y para aquella tercera edición, Cernuda había escrito una breve nota a petición de la editorial, conservada hoy en los archivos de su familia sevillana; nota en la que mirando hacia su pasado, nos dice:

El librito creció, aunque no mucho, y la busqueda de un título ocupó a su autor, hasta hallar en Goethe mención de Ocnos, personaje mítico que trenza los juncos que han de servir como alimento a su asno. Halló cierta ironía justa en dar el nombre de Ocnos como título del libro, se tome al asno como símbolo del tiempo que todo lo consume, o del público igualmente inconsciente y destructor.

El hombre que ve como el tiempo va engulléndolo todo: Llega un momento en la vida cuando el tiempo nos alcanza. Son las palabras del poeta, aludiendo al final de la niñez, en “El Tiempo”, una de esas breves prosas poéticas del libro. Pero también es Ocnos el hombre consagrado a su arte, que trenza juncos para los asnos: público, crítica, tribu literaria… Ahora tengo la certeza de que es ese, y no otro, el Ocnos de Cernuda.

La contextualización de OCNOS también nos reafirma en ese particular uso o visión cernudiana del mito. Resulta muy reveladora la lectura de otros textos y poemas, como los del poemario “Como quien espera el Alba”, datados entre 1941 y 1944, es decir, en las mismas fechas en las que fue concebido OCNOS. Ahí están los versos de “A un Poeta Futuro”, y los de “Aplauso Humano”, en cuya última estrofa podemos leer:

Mas tus labios hablaron, y su verdad fue al aire.

Sigue con la frente tranquila entre los hombres,

Y si un sarcasmo escuchas, súbito como piedra,

Formas amargas del elogio ahí descifre tu orgullo.

En 1918 ya dedicó todo un libro Rafael Cansinos Assens al “Divino Fracaso”, un sentir sobre el que escribiría también tantas páginas memorables el rumano Emil M. Cioran.

“Ganar perdiendo” es el expresivo título de un texto cernudiano de 1946, en el que el poeta se dice a sí mismo: Hay quienes al llegar encuentran nacido su público y quienes deben aguardar que su público nazca, siendo de estos últimos tú (…)

En la primera versión original del 19 de Enero de 1935 de “Palabras para una Lectura”, escribió también Cernuda: ¿Qué puede el poeta por sí? Nunca como ahora la sociedad ha reducido la vida a tan estrechos límites; vulgaridad y monotonía son nuestro alimento cotidiano. Y también: ¿Quién no recuerda la vida trágica de los grandes poetas? El mismo don lírico que en ellos habita parece impulsarles a la destrucción, para llegar a no sé qué indescifrable libertad, lejos de nuestro sol, de nuestros árboles, de nuestros cuerpos, de nuestro mar, tan terrenos pero tan inmortales.

Y cómo dejar de citar a “Marsias”, otro de sus textos; ideado por Cernuda como introducción a un posible segundo libro de poemas en prosa, que iba a incluir esas páginas que, luego finalmente, acabarían aumentando las sucesivas ediciones de su primer OCNOS. Se alude en este texto al mito de la contienda musical entre el dios Apolo y el mortal Marsias, que resulto despellejado vivo como venganza del dios a causa de la milagrosa melodía que extraía de su zampoña. Una música que el público-jurado de aquella lid no quiso o no supo valorar: Entonces en la mente de Marsias se insinuó aguda y dolorosa la duda de su propio merito. Mas pronto le ahogó con furor creciente un instinto de rebelión contra el fallo. No: eran injustos porque no entendían, y porque eran serviles.

Con razones fundadas o sin ellas, Luis Cernuda sentía haber sido, como Marsias, despellejado vivo en varias ocasiones a lo largo de su vida. Comienzan para él esas afrentas sufridas con la mala o tibia acogida cosechada por su primer libro de poemas, “Perfil del Aire”; tira de piel arrancada que no cicatriza, dolor que no se olvida y que reaparece en uno de sus últimos poemas de ajuste de cuentas: “A sus paisanos”. Un poeta resentido, al decir de muchos. Aunque mejor poeta resentido que poeta destruido.

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Oscar Wilde en San Pedro de Roma (1897), tres años antes de morir, tras haber pasado por la cárcel de Reading. Una foto muy difícil de localizar, de las escasas existentes del Wilde ex-presidiario.

Me pregunto a veces si Cernuda habría logrado superar acusación y prisiones semejantes a las padecidas por Oscar Wilde. A Umbral, en su columna del periódico, le gustaba recordarnos de tarde en tarde cómo aquel preso C.3.3. de la cárcel de Reading acabaría con su finas manos tumefactas de tanto trenzar y destrenzar cuerda de esparto -¿otro Ocnos?- durante el cumplimiento de su condena; aquellos dos años de trabajos forzados en presidio que dejaron al irlandés, además de los físicos, otros destrozos menos visibles, más profundos y de mayor envergadura.

El silencio interminable de la muerte debe ser un alivio para aquellos que vivieron por la palabra y murieron por ella, dejó escrito nuestro poeta en los “Birds in the Night” de su último poemario. Extremadamente sensible, solitario, dolorido Luis… Pedro Salinas le puso el apodo de “Licenciado Vidriera”, diagnosticando con ello a su antiguo alumno la extraña locura que sufriera el protagonista de una de las novelas ejemplares de Cervantes, ese personaje que se creía todo él de vidrio, de pies a cabeza, y que reverenciaba la ciencia de la poesía, pero consideraba al mismo tiempo que del infinito número de poetas que había, eran tan pocos los buenos, que casi no hacían número; como declararía también Cernuda respecto a sus contemporáneos, salvando de la quema sólo a Lorca, Aleixandre y Altolaguirre. Esta ocurrencia de Salinas llegaría hasta el aludido, sintiéndose éste herido profundamente, más si cabe por venir de quien venía aquel mote: el antiguo profesor de sus años de universidad y ¿amigo? (Rf. “Malentendu” -Desolación de la Quimera-).

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Max Aub en su biblioteca, Mexico.

Otro escritor español, Max Aub, que compartió exilio en México con el autor de OCNOS y estuvo entre los pocos asistentes a su entierro en Coyoacán, nos dejó, en su muy recomendable libro “Cuerpos Presentes”, una hermosísima página con una semblanza del Luis Cernuda que él había conocido y tratado. Escrita el 6 de Noviembre de 1963, un día después de su muerte, constituye un retrato que el poso de años de lectura de la obra y vicisitudes del poeta me hace juzgar, aunque no enteramente fiel, sí al menos no muy errado. He aquí al hombre cuyo reflejo se propuso Aub atrapar en unas cuantas palabras:

Fue siempre un hombre distante que parecía no querer marcharse con nada que pudiera dejar rastro. Atildado, elegante, frío. (…) Amaba apasionadamente lo que odiaba: su soledad primero. Vivió atrincherado, rodeado de enemigos, imaginarios, (…) Al perder la fe en Dios perdió la que pudo tener en los hombres. Jamás la recobró; lo que siempre tuvo presente, hechura de él mismo, fue la fe en la hermosura. Hasta el día en que, como de España, dictaminó: “ha muerto”, para darle más vida. (…) Su desprecio era real. Señorito elegantísimo, señor de la verdad: arbitrario; tan buen poeta como el mejor de su tiempo.

Tímido, solitario, tuvo que escribir cuanto no dijo; la palabra viva sólo muerta le salía. Condenado a “gozar y a sufrir en silencio la amarga y divina embriaguez, incomunicable e inefable…”, dijo ese mal como nadie de su tiempo, porque para él nunca hubo diferencia entre la vida y la muerte. ¡Qué solos se quedan los vivos!, pudo haber escrito. (…)

Cernuda, lejano y solo –como dijo o quiso decir alguna vez. “Por todas partes el hombre mismo es el estorbo peor para su destino de hombre”, es decir por todas partes Luis Cernuda mismo fue el estorbo peor para su destino de hombre. Desdichado y solo por las orillas del tiempo, viéndose marchitar mientras se renovaba de hermosura.

Siempre soñó tener una casa y no pudo o no quiso tenerla, extraño entre extraños murió en casa de una amiga –mas no en la suya-; en tierra extranjera, extranjero. (después de todo, el tiempo que te queda es poco y, quién sabe si no vale más vivir así, desnudo de toda posesión, dispuesto siempre para la partida. Emerge el recuerdo de los versos casi idénticos de Antonio Machado).

La palabra que más empleó al hablar de sí fue “pudor”.
Fue entre nosotros, el único poeta romántico.

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Ramón Gaya en París, 1966.

El mal interpretado Luis Cernuda, decía de él mi admirado pintor y escritor Ramón Gaya. Otro hombre difícil, al juzgar de muchos. También exiliado durante algunos años en México; Gaya fue leal amigo del poeta desde la época de aquellas mesiánicas Misiones Pedagógicas de la Segunda República, ese tour que llevó en viejas tartanas por muchos pueblos, hasta entonces sólo conocedores de la indolencia de Dios y los hombres, la utopía en forma de museo itinerante con enormes réplicas -obra del artista murciano y otros dos pintores- de unos cuantos cuadros del Museo del Prado. Trataban de llevar la luz de la cultura a aquellos preteridos lugareños, a quienes Cernuda y el autor de las copias se encargaban de comentar y explicar las pinturas. ¿Cómo encajar esa estampa con la leyenda del hombre desabrido por vocación, del huraño y distante poeta de algunos?

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En la misiones pedagógicas (en Cuéllar, Segovia, en 1932) con un niño en brazos y una copia de un cuadro de Murillo detrás, que el poeta estaría comentando a los lugareños.

Conocí a Cernuda en un jardín, pero en realidad él siempre parecía estar en un jardín. En la calle o en el salón no se le comprende, escribió su amigo, el pintor, en 1955. Cernuda, “el mal interpretado”, que decía Gaya.

Siempre hubo malas y buenas interpretaciones. Entre estas últimas, la del enorme poeta Vicente Núñez, que también hizo de su vida una consagración a la poesía, la grandísima ramera que todo te roba. Núñez escribió unas páginas en el número ideado por “Cántico” como homenaje a Cernuda; y a éste, desde México, el trabajo de Vicente -“Sobre tres temas cernudianos”- le pareció el mejor de los que figuraban en aquella revista, agradeciendo a su autor lo bien escrito con sucesivas cartas. Así, en la primera de ellas, don Luis escribe al entonces joven poeta de Aguilar de la Frontera reconociendo sentirse interesado y sorprendido por su ensayo, y añade:

Leer a un poeta y aceptar sus palabras con el sentido que ellas tienen, y no otro que pretendamos darle, parece cosa sencilla; pero hace tiempo que sé es la cosa más difícil.

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Vicente Núñez (Monturque, 2000).
Foto: Olga Duarte Piña.

En el primero de aquellos “Tres temas cernudianos” de Vicente Núñez, el titulado “La Soledad Cerrada”, el poeta cordobés manifiesta sobre Luis Cernuda esta terrible convicción: Soledad pavorosa, única en la poesía española, a la que entrega el poeta el naufragio de su vida, su desdén íntimo que busca los otros desdenes de la tierra.

Núñez, flecha certera. ¡Qué pocas palabras bastan para condensar un ejemplo irrepetible! He ahí al autor de OCNOS.

Cernuda el estilita, clamando desde una columna, desde esa exigente e insondable soledad, su empozada sensación de disonancia con la realidad, su íntimo “Soliloquio del Farero”.

Luis Cernuda Bidón, exiliado sin billete de regreso, profesor sin vocación, poeta que no puede, y no quiere, cesar en su empeño de hacer versos; que se mira cada mañana en el espejo y ve siempre la dolorosa felicidad del resignado, la imagen del hombre consagrado a trenzar y trenzar, hasta el final de sus días, juncos que terminan en boca de la grey de los asnos.

Cernuda que nos mira, con los ojos sin tiempo de Ocnos, desde unos frescos sólo descritos, inexistentes fuera de las palabras de Pausanias, perdidos, concebidos una vez en forma de pintura por un griego llamado Polignoto.

Luis Cernuda, el soguero, siempre trenzando, trenzando, trenzando poemas; con la fe inmarcesible de quien sabe y sueña a un lector sensible, futuro; de quien cree en la simiente que germinará un día desde la tierra oscura.

Cernuda, el poeta que no transige; desde el volumen que guarda sus versos, aún sigue reclamando al mundo: Escúchame y comprende.

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CERNUDA EN «CARMINA»:
LUIS CERNUDA VA A CUMPLIR AÑOS. Rafael Rodríguez González
Homenaje de «CARMINA» en el 110º aniversario del nacimiento de Luis Cernuda 1902-2012
CARTA DE LUIS CERNUDA A VICENTE NÚÑEZ ACERCA DE SU ARTÍCULO «SOBRE TRES TEMAS CERNUDIANOS»
CARTA DE LUIS CERNUDA A VICENTE NÚÑEZ DONDE SE REFIERE A SU POEMA «ELEGÍA A UN AMIGO MUERTO»
TE QUEREMOS, LUIS. Alberto González Cáceres (1953-2009)
LUIS CERNUDA EN UNA FOTO DE JUAN GUERRERO. Leyenda por Enrique Martín Ferrera
EN «CARMINA» EL 28 DE FEBRERO DE 2012 CON «LOS DÍAS TERRESTRES» DE VICENTE NÚÑEZ Y UNA CARTA DE LUIS CERNUDA (110º ANIVERSARIO 1902-2012)

SHAKESPEARE, EL RUIDO Y LA FURIA. Por Enrique Martín Ferrera (abril, 2.009).

 

1 Shakespeare The First Folio 1623

Grabado principal del “Primer Infolio” o edición de las obras de Shakespeare, en 1623

 

SHAKESPEARE, EL RUIDO Y LA FURIA

Por Enrique Martín Ferrera

 

<< Tale told by an idiot, full of sound and fury, signifying nothing. >>

Macbeth (Acto Quinto, Escena V)

William Shakespeare.

 

¿Qué leemos de un escritor extranjero? No es una pregunta retórica, pues rara vez encontramos traducciones endógenas, elaboradas y ofrecidas por los propios autores. Indudablemente, salvo que el lector forme parte de esa minoría privilegiada de lectores políglotas, lo que leemos de cualquier creador extranjero pasa por ser una obra, más o menos parecida al original, escrita por un tercero que nos sirve de guía y que, al mismo tiempo, se interpone entre el público y el autor; un extraño que habrá elegido los giros, las expresiones y las palabras precisas de entre todas las que encierra el gran baúl de nuestro idioma. Curiosamente, en la mayoría de los casos no nos es posible, o no nos interesa, saber quién es ese valioso intermediario, que puede extraer todo el esplendor del libro que cae en sus manos, o herirlo de muerte con sus malas artes: su nombre habrá sido borrado o, aun estando presente, resultará para la mayoría deliberadamente invisible.

 

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EL VIAJE. Una conversación. Por Enrique Martín Ferrera. Febrero 2009.

 

EL VIAJE

(Una conversación)

Por Enrique Martín Ferrera.

 

<<Con pocos, pero doctos libros juntos

Vivo en conversación con los difuntos

Y escucho con mis ojos a los muertos.>>

(Francisco de Quevedo)

 

E.M.F.: Si meto las manos en los bolsillos, a menudo encuentro una guija de este o aquel litoral; a veces un pétalo, ya seco, de algún sueño cumplido, o el nombre resplandeciente de un lugar por conocer. El entusiasmo fue siempre mi único equipaje: otros rostros y otras lenguas, la fragancia de lo inesperado. Y en todas partes, siempre hermanadas, fealdad y belleza; el mismo caos y una misma perfección, el mismo desconcierto y la misma plenitud. Puertos y estaciones, llegadas y partidas. Viajar, viajar, viajar…

 

Zenón:<<¿Quién puede ser tan insensato como para morir sin haber dado, por lo menos, una vuelta a su cárcel?>>

 

Baudelaire:<<Esos bellos y grandes navíos, imperceptiblemente balanceados –pavoneándose- sobre las aguas tranquilas, esos robustos navíos, con aire perezoso y nostálgico, ¿no nos dicen en una lengua muda: cuándo zarpamos para la felicidad?>>

 

E.M.F.: Ahora, querido Charles, la felicidad –o algo que así rotulan- se vende enlatada, para consumo del turista, ese viajero gregario y domesticado de nuestros días.

 

Baudelaire:<<Los viajeros de verdad son los que parten por partir, corazones ligeros, semejantes a los globos…>>

 

E.M.F.: Feliz aquel que puede soltar amarras, no mirar atrás y sentir el viento soplando en las velas. Llamadme Ismael…

 

E.Canetti:<<Los antiguos libros de viajes, ¡cómo suenan cada vez más inverosímiles, más fantásticos, más espléndidos!>>

 

Baudelaire

 

Elias Canetti. 1973Charles Baudelaire y Elias Canetti

 

E.M.F.: ¿Viajeros? Campean por el mundo los rebaños, los corderos de mirar apresurado; las piaras de exploradores de cartón piedra vestidos de “Coronel Tapioca”… Viajes de trampantojo: conozca usted Roma, Turín, Pisa, Venecia y Florencia en cinco días, reza ese folleto en el escaparate de todas las agencias.

 

Rilke:<<En Italia pasan como ciegos ante mil discretas bellezas para acudir a esas obras que, calificadas oficialmente como dignas de interés, les engañan a menudo, porque en vez de lograr alguna afinidad con ellas, no advierten sino la distancia que separa su despechada prisa del juicio pomposo y pedante del profesor de historia del arte, que el Baedeker respetuosamente aprueba.>>

 

E.M.F.: El arte es un espejo; y qué simple, grosera y embrutecida la imagen que devuelve a tantos. ¿Qué hacen allí, si realmente no les importa un bledo ni el artista ni su creación? Sería un alivio encerrar a esa muchedumbre en su hotel: las calles resultarían más transitables y algunas obras de arte tendrían más posibilidades de ser contempladas, dignamente, por otros que soñaron durante años con ese placer.

 

W. Benjamin:<<La expresión de quienes se pasean en las pinacotecas revela una mal disimulada decepción por el hecho de que en ellas sólo haya cuadros colgados.>>

 

RILKE

 

W.BENJAMIN 3Rainer Maria Rilke y Walter Benjamin

 

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