I
Reclinado sobre el libro, agotando las últimas horas de la preciada luz que penetra por el ventanal, el joven hijo de don Rodrigo lee a Séneca en silencio. Sus ojos devoran ávidamente lo escrito; tal vez no tenga ocasión de regresar de nuevo a la gran Bibliotheca de los Mendoza, y la de su tío Diego se le revela, ahora, tan humilde y desmerecida una vez vislumbrados los muchos tesoros que alcanzó sumar en la suya de aquel palacio de Guadalajara don Yñigo López de Mendoça, primer Marqués de Santillana. Su propio tío, Gómez Manrique, le había encomendado, con la velada finalidad de que pudiera consultar aquella biblioteca que él mismo había frecuentado tanto en vida de don Íñigo, la misión de llevar hasta aquel palacio las ciento treinta y cuatro décimas salidas de su pluma e intituladas Planto de las Virtudes y la Poesía por el Marqués de Santillana, compuestas con motivo de la muerte del marqués en el año 1458 de nuestro Señor, como sentida elegía en honor y alabanza de tan magnífico caballero, insigne poeta y elevado espíritu que hiciera de los libros su divisa.
Allí, en la estancia donde permanece tantas horas sentado el joven Manrique, absorto en la lectura, están las obras del propio marqués, junto a las de Juan de Mena y otros grandes trovadores de la época admirados por don Íñigo, como mosén Jorde de Sant Jorde, o mosén Ausiás March, con quien la muerte eligió danzar hace escasas jornadas, secando para siempre su pluma. Todo caduco, inconsistente y pasajero; todo sujeto a continua mudanza –reflexiona el aprendiz de poeta- y al término barro quebrado y polvo, que sólo en libros y gestas nos sobrevive la fama. Una fama como la de aquellos otros autores cuyas obras, bien dispuestas y ordenadas, reposan también en aquel lugar, gracias a don Íñigo, aguardando al invitado: las páginas de Dante, de Petrarca, de Boccaccio, de Homero, de Platón, de Aristóteles, de San Agustín, de Tucídides, de César, de Salustio, de Quintiliano, de Ovidio, de Virgilio, de Polibio, de Cicerón, de Lucano, de Séneca… Muchos de aquellos títulos de la antigüedad, traídos expresamente de Italia en sus mejores versiones, han sido traducidos al castellano por mandato del que hasta hace poco fue señor de aquella asombrosa biblioteca, para suplir y remediar la conocida flaqueza de su instrucción y conocimiento en cuestión de latines. No se escatimaron ni dineros, ni traductores, ni copistas para ello. La Biblioteca del marqués, se comenta entre nobles y letrados caballeros, supera con creces a aquella tan afamada del mismísimo Enrique de Villena que ordenó quemar un bárbaro monarca de Castilla y lloró Juan de Mena en su Laberinto. Hay tanto por leer en esta enorme colección del de Santillana, se dice excitado Jorge Manrique; daría su espada y su caballo por poder permanecer más tiempo del previsto en la casa de los Mendoza, cuyo escudo de armas figura como ornamento en los incontables manuscritos miniados, dando noticia de pertenencia de toda la sabiduría escrita que allí se atesora.
Danza de la Muerte (Lübeck)
Jorge, cuarto hijo del Conde de Paredes, don Rodrigo Manrique, no recuerda el rostro de su verdadera madre, muerta cuando él contaba apenas cuatro años, y su padre es el único espejo en el que quiere mirarse, ansiando que el que un día fuera Maestre de Santiago le confíe pronto el mando de tropas, que él espera conducirlas con arrojo y buen temple en la batalla a fin de lograr gloria en altas empresas contra moros o enemigos de la Corona a la sirven los herederos de la Casa de Lara. Ha crecido entre armas y soldados, pero la sangre y las hazañas de guerra, a las que todo caballero que se precie está destinado, no le hacen desdeñar las letras, convertidas en algo más que un pasatiempo; verdadera afición vital que debía mucho a don Diego, su tío, que siempre le citaba la máxima que el Marqués de Santillana había puesto al frente de aquellos Proverbios dirigidos al joven príncipe don Enrique: que la sçiencia non embota el fierro de la lança, ni faze floxa la espada en la mano del cavallero.
No ha mucho que Gómez Manrique ha dado a leer a su sobrino sus últimas composiciones, además del Bías contra Fortuna que concibió aquel excelso y claro varón de Santillana, donde se menosprecian las cosas mundanas, se elogia la virtud del saber y se advierte de la brevedad de la vida. Ahora el joven Jorge, cobijado bajo el techo palaciego del marqués, apenas descansa; olvida que, además del espíritu, el cuerpo también tiene necesidad de alimento. El tiempo no existe, salvo cuando tiende a no ser, según le ha revelado San Agustín recientemente. Encerrado en aquella estancia, lee sin tregua. Ha conseguido hacerlo ya serena y placenteramente, una vez superada la inquietud inicial producida por las dimensiones de aquella biblioteca. Sólo interrumpe su labor involuntariamente, cuando el seso corre como corcel desbocado hacia laberintos de hondas meditaciones, espoleado por cuanto va descubriendo en las recientes lecturas que más le placen. A pesar de sus pocos años, lo vivido y lo leído resultó ya suficiente para tomar justa conciencia de la finitud del hombre y de la veleidad de la fortuna, que hoy te enaltece como favorito del Rey y mañana te decapita, ajusticiado en la plaza pública, como había ocurrido a aquel enemigo de su familia, el Condestable don Álvaro de Luna.
Le duelen los esforzados ojos cuando, ya muy tarde, decide retirarse a dormir unas horas, tras alcanzar la última línea del De Senectute de Marco Tulio Cicerón.
Biblioteca medieval.
II
Aquel sueño, la visión del joven poeta rodeado de libros en la biblioteca del Marqués de Santillana, asaltaba y poseía con frecuencia a Carlos Valbuena. Tantas noches le había visitado en su lecho durante los últimos meses que, a fuerza de costumbre, aguardaba ya impávidamente el antes temido final, cuando Manrique levanta la vista del libro que está leyendo y le mira de frente, en silencio, con unos ojos inquisitoriales que hieren más fieramente que el filo de su espada o el peor de los reproches expresado con palabras. En la última semana aquella alucinación le perseguía incluso en horas de vigilia.
Valbuena llevaba casi un año sin escribir nada, sintiéndose árbol seco, engañando mes tras mes a sus editores respecto a la existencia de una nueva novela siempre a punto de ser concluida. Los médicos le habían prescrito, como remedio para su extraña locura, reposo, un periodo sin libros y varios frascos de píldoras, unos fármacos que él había decidido arrinconar en un cajón y dejar de tomar al poco, hastiado de vegetar durante días, sin más conciencia que una lechuga, por efecto de aquellas pastillas de colores. Comía poco y pasaba mucho tiempo sentado frente a la gran pantalla del televisor, siempre encendido, tratando de ahuyentar aquellas persistentes e inexplicables visiones. Y así dejaba correr horas y jornadas, mirando, sin ver, como paisajes en tránsito de un aburrido viaje, los documentales sobre el éxodo del ñu en África y el apareamiento del escarabajo pelotero, las enjundiosas tertulias en torno a la simetría y el nuevo volumen de los pechos de la más reciente novia del descerebrado hijo de cualquier celebridad, o la última rueda de prensa, convocada por alguno de esos sofistas que se desplazan en coche oficial y se dedican al gobierno de la “cosa pública”, para dar esquivas explicaciones sobre el penúltimo caso de corrupción y rapiña destapado en cualquier ministerio o ayuntamiento. Imágenes televisivas, alucinaciones y pensamientos; todo era ya para Valbuena una misma sustancia viscosa en la que flotaba ingrávidamente. Y, sin embargo, a pesar de todo aquello, no tenía la sensación de estar trastornado, sino que se consideraba más lúcido que nunca.
Edición de Glosas de las Coplas de Jorge Manrique (Biblioteca Nacional-Madrid).
Taciturno, Valbuena piensa en un único proyecto, y planea mil formas diferentes de ejecutarlo, aunque su debilidad y falta de carácter le impiden siempre llegar hasta el final cuando se decide a poner en práctica cualquiera de los métodos ideados. ¿Cuándo se había vendido por primera vez? Nunca hasta ahora había sentido remordimiento o se había cuestionado Carlos Valbuena el rumbo elegido, pero recordaba con bastante exactitud el día que dejó de ser escritor. Desde entonces no tuvo más dedicación que la de cocinar, siguiendo dócilmente las instrucciones de la editorial, una serie interminable de productos aliñados al gusto del mercado, con temáticas y pitanza ajustadas a unos paladares poco exigentes. Aquellos abultados paquetes de páginas que el envoltorio obligaba a llamar libros, aunque eran simple mercadería con tapas, gozaban de una eficaz distribución y envidiables ventas gracias a la destreza y manejos de tahúr del propio Valbuena juntando palabras, a las mañosas artes del equipo de charlatanes de feria que ideaba las pomposas campañas universales de presentación de aquellas obras suyas y a la bien engrasada maquinaria de seducción de unos pastores sin alma, congregados en consejo de administración, siempre dispuestos a publicar bajo su sello aquellas naderías que la multitud de ovejas lectoras demandaba para su entretenimiento. Valbuena, en suma, formaba parte de los engranajes envilecidos de un próspero negocio, aparentemente inocuo.
En el pasado, se decía a si mismo, cuando era tan joven como el Jorge Manrique que se me aparece en sueños, tuve fe en la gran literatura, concebida como algo más que una simple distracción, y llegué a reverenciar la palabra que nos eleva, luz sagrada de aquellos gozosos días de insolvencia y escritura inédita; ahora –proseguía en su monólogo- qué soy sino una ramera que envejeció ejerciendo el más lamentable oficio, una puta bien remunerada durante demasiados años por sus habilidades, meretriz presa en su angostura que no cambia ni se redime de la noche a la mañana. Ya es tarde, concluía: Tempus fugit irreparabile.
En las Coplas que el aparecido caballero compusiera en otro tiempo, en una época tan diferente y a la vez tan semejante a la suya, que ninguna mudanza hubo con el paso de los siglos en las pasiones que anidan en tripas y entrañas de hombres y mujeres; en esas inquietantes estrofas que ahora Valbuena relee una y otra vez, hay unos versos que le obsesionan: << Mas cumple tener buen tino / para andar esta jornada / sin errar. >>
Aún recuerda las palabras de otro poeta nacido cinco siglos después, citadas a menudo con deleite por el que fuera en la universidad su mejor profesor de literatura; asintiendo también él a esa rotunda certeza que dejó expresada Cernuda al afirmar que otros podían tener más sensualidad, como Garcilaso; más esplendor, como Góngora; más pasión, como Bécquer; pero ninguno tan perfecto dominio del pensamiento sobre la palabra como Jorge Manrique.
Sentado en su escritorio, rodeado de libros, Valbuena repasa ahora los títulos salidos de la pluma de ese otro Carlos Valbuena que lleva su nombre y en el que no se reconoce desde hace unos meses. Veinte años de escritura dieron para muchas páginas. Sus gruesos lomos le miran desde los anaqueles de la enorme librería, donde se repite una y otra vez su nombre junto a las estatuillas y placas de los premios cosechados. Desde el otro lado, Manrique también levanta de cuando en cuando la vista de un libro, y Valbuena siente que le mira y le juzga, sin piedad, desde esa otra dimensión en forma de gran biblioteca, orgullo en vida de don Íñigo López de Mendoza.
El nuevo Valbuena cavila y cavila. A veces se levanta y se dirige a su propia y bien nutrida colección de libros, toma uno en las manos y relee durante una noche entera la historia de la Orden de Santiago o las crónicas de la Casa de los Trastamara. No recuerda si las visiones comenzaron antes o después de contemplar aquel sepulcro, cuando estuvo en el Monasterio de Uclés, como conferenciante invitado en unos cursos de verano; pero qué más da, la cuestión es que Jorge Manrique viene a verle a su casa y le mira ya a todas horas, y que él no puede dejar ahora de pensar en el belicoso y cruento siglo XV que vio nacer a aquel joven y aguerrido poeta, sepultado en ese monasterio, junto al padre, ya inmortal merced a unas cuantas estrofas. Valbuena medita sobre el privilegio que en aquel tiempo entrañaba el acto de leer, sobre la magia y la rareza que encerraban entonces los libros, su sacra posesión; sobre los pocos elegidos a los que les era dada la dicha y el alcance de componer cantares de heroicas gestas, poemas morales, canciones amorosas o dolientes elegías; sobre aquella escritura que era una acción inconcebible sin un ideal virtuoso o un fin noble que le sirviera de aliento y guía, como el de homenajear con unos versos al padre muerto mientras se reflexiona de camino sobre fama y fortuna, sobre vida y muerte…
Después de un largo día de búsquedas y enojoso inventario, rastreando en olvidados rincones y removiendo piedras del ayer, ni en su vida ni en sus escritos logro hallar Valbuena nobleza o virtud; y todo, en la una y en los otros, se le revelo, una vez acabado aquel desolador escrutinio, tan indigno como insufriblemente banal.
Best-sellers en librería
III
Hacía más de una semana que el magistrado Gregorio Lucena había ordenado levantar el cadáver de aquel hombre, y aunque sus muchos años de profesión le habían proporcionado la preciada facultad de conseguir, nada más salir por la puerta del juzgado, dejar a su espalda, flotando en transitoria desmemoria, las disputas, los latrocinios, los homicidios y las mil y una villanías protagonizadas a diario por la mefítica especie humana; aquella supuesta nota de suicida intrigaba a aquel juez instructor incluso en la intimidad de sus horas de ocio, haciéndole sentir el aguijón de su frustrante incapacidad para desvelar, sin espacio para las dudas, el sentido de la extraña despedida que se había molestado en idear y escribir aquel desgraciado.
Fue la señora encargada de la limpieza quien lo encontró una mañana, metido en la bañera, desnudo y cubierto hasta el pecho por el agua teñida del rojo de su propia sangre. Junto al cuerpo de la víctima, en el suelo, se halló también una navaja de afeitar abierta y, sobre el lavabo, sujeta al espejo con un trozo de esparadrapo, aquella nota, tan escueta y desconcertante, que luego formaría parte, junto a la declaración de aquella mujer, de las diligencias abiertas por el juez Lucena para averiguar la verdad y, dado el caso, hacer humana justicia. Todo estaba en orden, nadie había forzado puertas o ventanas, no existían signos de violencia en el interior de aquel domicilio; y aun así, la policía no descartaba ninguna hipótesis, pues aquella nota era poco explícita y, además, no dejaba de resultar extraño aquel gran montón de ceniza y restos de papel chamuscado que cubría completamente la mesa de trabajo del difunto. Alguien había estado metódicamente arrancando y quemando cientos de páginas en aquella improvisada pira. En una portada a medio quemar aún podía leerse el nombre del autor de uno de aquellos libros destruidos por el fuego: Carlos Valbuena.
Como estaba curado de espanto y sorpresa en lo que a extravagancias de suicidas se refiere, el juez, guiado por su buen ojo y certera intuición, no veía enemigos o venganzas en aquella hoguera de papel impreso. Tras recibir los resultados de la autopsia, tomar algunas declaraciones complementarias a un psiquiatra, a algún familiar y a varios conocidos, y constatado por sus manifestaciones que el difunto sufría una repentina y profunda depresión, había decidido sin más archivar provisionalmente aquel caso. Sólo era otro legajo que engrosaba el número del sinfín de asuntos que recaían todos los años en aquel juzgado servido por Lucena, tan sobrecargado de expedientes como cualquier otro.
La Muerte de Marat. Por Jacques-Louis David – 1793
Sin embargo, mientras cenaba a solas en casa, el magistrado tendría que escuchar de nuevo, en los informativos de la noche, el nombre del desaparecido Carlos Valbuena. Las noticias hablaban de la reciente multiplicación de las ventas de los libros de aquel hombre, de un auténtico fenómeno de masas alimentado por una editorial que alentaba los rumores y las especulaciones en torno a las extrañas circunstancias de la muerte del que durante años había sido uno de sus mayores escritores de best-sellers. Sus viejos amos trataban ahora de envolver en un lucrativo manto de leyendas la figura de su extinto y más rentable autor. Lucena sonreía escuchando aquellos disparates sobre asesinato, rencillas y envidias en el seno del mundillo literario, y sobre las sospechas de los editores de Valbuena de que, justo antes o después de su muerte, alguien había sustraído de su escritorio el último manuscrito inédito del escritor, que debía ser hallado para su publicación póstuma a toda costa. Aquella obra, aseguraban, no tenía precio, fuera cual fuera su contenido.
Sentado en su despacho, a la mañana siguiente, Lucena ordenó a un funcionario que bajara al oscuro y polvoriento cuarto donde almacenaban bajo llave, como alimento para los bichos y metáfora de su deseable preterición, los asuntos archivados. Quería revisar de nuevo el magro expediente que contenía las diligencias instruidas a raíz de la muerte del escritor. Una vez en sus manos, el juez buscó y halló aquella nota manuscrita que había visto por primera vez en casa de Valbuena, colgada en aquel gran espejo que reflejaba, duplicando la macabra visión, la sangre y el cuerpo sin vida de quien horas antes había pergeñado aquellas cuatro palabras sobre el blanco papel. Era el primer verso de una composición de época medieval que Gregorio Lucena había reconocido de inmediato. Ahora, la evocación fragmentaria de aquel antiguo planto le hacía rememorar un lejano y luminoso domingo de abril, cuando acompañó por vez primera a su padre hasta la sevillana Iglesia de la Hermandad de la Santa Caridad, sin más objeto que contemplar un par de lienzos que colgaban en la oscuridad del sotocoro: las inolvidables Postrimerías que pintara Valdés Leal por encargo de Mañara, << In Ictu Oculi >> y << Finis Gloriae Mundi >>. Qué ingenua y plácida felicidad nos proporciona nuestra complaciente ceguera, el pasar de largo o volver la cabeza durante un tiempo ante estas pinturas, pensó entonces aquel joven y barbilampiño Gregorio. Ahora era el respetado juez Lucena quien, sin pretenderlo, se veía de repente repasando su propia vida, cavilando sobre sus ya abundantes canas, sobre sus primerizas ilusiones al ingresar en la carrera judicial, tan cercenadas, carcomidas por el gusano de la realidad y la experiencia; sobre la euforia que hacía tanto le había abandonado, sobre los rostros de todos esos muertos que había tenido que ver por razones de oficio, sobre la vanidad que demostraban al toparse con él algunos compañeros de profesión que habían llegado más alto en el escalafón judicial; sobre su incapacidad para retener a una mujer a su lado, sobre la insignificante huella que dejaría en este mundo su nacimiento, sus pasos y su desaparición; sobre los hijos que no tuvo y que jamás podrían cantarle u honrar su memoria, ni con coplas fúnebres de alabanza, como las que Jorge Manrique dedicó a su padre, don Rodrigo, ni de ningún otro modo…
Justo antes de que llamaran a la puerta de su despacho, el magistrado leía en voz alta la nota exhortativa dejada por Carlos Valbuena: << Recuerde el alma dormida >>.
Desconcertado, escuchó los repetidos golpes que solicitaban su permiso para entrar. Esperó unos instantes antes de hacer pasar al secretario del juzgado, sintiendo gran alivio al comprobar que requería su atención para otros asuntos; encendió y aspiró pausadamente el humo de un cigarrillo y cerró con mano firme aquella carpeta de suicida, arrojándola para siempre –al menos en ese final confiaba- al légamo del salvador pozo del olvido.
Finis Gloriae Mundi (Valdés Leal)
In Ictu Oculi (Valdés Leal)
Donde se ponga Amancio que se quite Ibáñez.
http://www.letralia.com/206/0331manrique.htm
Saludo.
Posted by melómano on septiembre 26th, 2009.
Melómano:
Ignoraba la existencia de ese ambicioso proyecto de Amancio Prada para musicar y cantar íntegramente las Coplas de Jorge Manrique. Hasta ahora músicos y cantantes, con la salvedad de la pequeña incursión en las Coplas atribuible a Paco Ibáñez, parecían no tener interés en los versos manriqueños.
Veo que la noticia esta fechada en marzo de este año. ¿Es ya una realidad esa grabación de A.Prada, seis meses después? ¿Podrías enviarnos algún fragmento, si dispones de el?
Aquí dejo, por mi parte, un enlace a la versión de Ibáñez, limitada a un puñado de coplas salteadas: http://www.youtube.com/watch?v=C4cP7lq2mhQ
Posted by Enrique Martín Ferrera on septiembre 27th, 2009.
De nuevo por aquí, puro azar.
Buen cuento, pero nada nuevo bajo el sol. Ya lo denunciaba en su época Charles Baudelaire:
“-Mi lindo perro, mi buen perro, mi querido perrito, acércate y ven a respirar un excelente perfume comprado en la mejor perfumería de la ciudad.
Y el perro, agitando la cola, lo que es, creo, entre esos pobres seres, el signo correspondiente a la risa y la sonrisa, se aproxima y posa curiosamente su nariz húmeda sobre el frasco destapado; después, reculando de improviso con espanto, ladra contra mí a manera de reproche.
-¡Ah! miserable perro, si te hubiese ofrecido un paquete de excrementos, lo hubieras olfateado con delicia y quizás devorado. Así, tú mismo, indigno compañero de mi triste vida, te pareces al público, a quien nunca hay que ofrecer delicados perfumes que lo exasperan, sino inmundicias cuidadosamente elegidas.”
ES LO QUE HABÍA, LO QUE HAY Y LO QUE HABRÁ.
Posted by Federico on septiembre 30th, 2009.
Federico,
No estoy de acuerdo EN ABSOLUTO ni contigo ni con la cita. Para mí no existe el público, sino el otro. Ese otro al que tengo que tratar como yo quisiera que me trataran a mí. Un artista no puede pensar así como tú expresas. Lo de las ‘inmundicias cuidadosamente elegidas’ es, tal vez, lo propio de los medios de incomunicación para masas (de los que los dirigen y de quienes ejecutan las instrucciones de la fecalidad), de los políticos actuales (sobre todo los ibéricos), de las filantropías subvencionadas, de la radicalidad por encargo, etc.
Lauro.
Posted by Carmina on septiembre 30th, 2009.
Sobre Watteau, Eliae Faure dice lo siguiente: << Había situado lo más pasajero en lo que nuestra mirada reconoce como más permanente: el espacio y los grandes bosques. >>. Mi transcendencia, va en el siguiente sentido: el sol, baudelaire, el perro, su cola, y sobre todo los excrementos.
A.L.A.
Posted by Carmina on septiembre 30th, 2009.
Federico:
Nada nuevo bajo el sol, efectivamente. El cuento sólo es otra cara del prisma, una expresión más de lo que antes ya dijeron y repitieron otros; gritar en la otra oreja a quienes, confiamos, aún no han perdido del todo el sentido del oído.
En 1962, en su ensayo “El poeta y la ciudad”, escribía W.H.AUDEN: “El único arte que existe hoy es el arte de élite. Lo que los medios de comunicación de masas ofrecen no es arte popular sino entretenimiento; como un plato de comida, se consume para ser reemplazado por otro plato de comida. Esto es malo para todos; los muchos pierden el sentido del gusto y los menos se convierten al esnobismo cultural.”
¿Nos pides resignación para el futuro ante las “inmundicias cuidadosamente elegidas” que cita Baudelaire? Lo siento, pero NO. Mejor pedir, como hace José María Álvarez en uno de sus poemas, “una cuchilla sobre tanta mediocridad como hoy se escribe y se piensa”.
No creo que lleve a buen puerto el barco de las naderías, ese continuado ejercicio de la banalidad por la banalidad, de lo populachero, del destierro de la cultura para tratar de ganar y fabricar más lectores zopencos. Pero no me malinterpretes, mi modo de ver la cuestión no pasa por el desprecio del lector-pueblo llano, de ese “Otro” del que hablaba Lauro; ni por el elogio del hermetismo en literatura o en cualquier otra manifestación artística, ni por la receta del barroquismo innecesario y carente del sentido de la oportunidad. Esos condimentos no añaden valor a una obra; posiblemente sólo traten de ocultar su esencial insignificancia y el propio miedo del autor.
Dickens fue en vida un escritor de éxito, pero ¿quién que se moleste en acercarse a sus páginas podría juzgarle un escritor banal? La dificultad estriba como siempre en la capacidad para ver, perseguir y alcanzar el equilibrio.
Hace ya tiempo que el austriaco ERNST FISCHER (1899-1972) expresó muy acertadamente (en “The Necessity of Art”) esa imprescindible aspiración:
“En la época en que Goethe escribía Fausto, el noventa por ciento de los habitantes del Gran Ducado de Weimar eran analfabetos. El arte y la literatura eran un privilegio de una minoría muy reducida.”
¿Ha cambiado esto? -se pregunta Fischer con retranca, para constatar seguidamente que “el mundo capitalista ha descubierto grandes posibilidades de beneficios produciendo estupefacientes artísticos. El productor de estos estupefacientes parte del supuesto de que la mayoría de los consumidores son trogloditas y de que debe satisfacer sus instintos bárbaros”.
Fischer concluye: “La distracción no debe significar estupidez, como tampoco el arte serio debe significar tedio; deben impedirlo la educación del público y la conciencia social del artista.”
Lo dicho, Federico, NADA NUEVO BAJO EL SOL, como tú bien indicabas; aunque no debemos rendirnos incondicionalmente (como pareces proponer), ni capitular, ni dejar de repetir siquiera a través de un cuento -que tan poco puede-, esas viejas verdades.
Posted by Enrique Martín Ferrera on septiembre 30th, 2009.
¡Ay, el escozor que produce el arrogante desdén hacia el público de Baudelaire, su sinceridad y su expresión sin ambages!
Posted by Federico on octubre 1st, 2009.
Federico,
No es escozor, es sólo desacuerdo con la consecuencia de tu decepción (con la llamada ‘cultura’ de hoy en día, en España y sus Autonomías heterónomas) en tu propuesta (por supuesto, legítima). Respecto de Baudelaire, si hubiera escrito el texto que citas después de nacidos Ortega o Canetti tal vez hubiera llamado a ese ‘público’ con un nombre más correcto: MASA.
Lauro.
Posted by Carmina on octubre 1st, 2009.
Asiento con la cabeza, como hacía el perrito decorativo del añorado seiscientos de mi padre, a este quejido …. ¿y para cuándo clamor?… también globalizado, contra esta podredumbre que la gran industria editorial viene trabajándose de largo.
En Latinoamérica ven el asunto preñado, por añadidura, de COLONIALISMO.
Craso error, porque la basura circula en grandes contenedores reciprocamente, en uno y otro sentido, desde y hacia uno y otro lado del Atlántico. Puro intercambio editorial. Veamos, Baudelaire lo expresaría así: mi mojoncito europeo a cambio de tu cagada americana.
Hablar de países, continentes o hemisferios inocentes es pura candidez voluntarista. Las multinacionales no saben de fronteras y para ellas el dinero huele igual de bien hasta en el rincón más apestoso del planeta.
Para los ociosos con tiempo, este es el Editorial COMPLETO del 29 de Diciembre de 2008 (con felicitación navideña para España incluída) del DIARIO MEJICANO EXCELSIOR:
http://www.exonline.com.mx/diario/editorial/458456
Y un extracto, con la traca final (¡pobre Alatriste!), superando cualquier exaltada Arenga de un Martí o un Bolívar:
“Esa es la literatura que hoy circula en ferias, escuelas y bibliotecas y se enseña en las universidades de América Latina y que las avorazadas editoriales españolas y sus empleados venden risueños mientras hacen sonar sus infectas cajas registradoras. El libro de temporada se vende como producto de supermercado y con fajillas coloridas que por lo regular mienten, quieren hacernos creer que el nuevo autor es siempre el genio sucesor del patriarca de turno y así cada temporada descubrimos a uno o dos genios nacionales que se inflan, porque lo patético del marketing es que la mentira no sólo la cree el estafado comprador, sino el supuesto autor que del semianalfabetismo premiado pasa a creerse, en un abrir y cerrar de ojos, el nuevo Homero, Conrad, Faulkner o Hemingway de turno.
El escritor y el lector adolescente es por fortuna mucho más rebelde y lúcido y sabe calibrar entre la oferta lo que sólo es engaño publicitario. La gran literatura abre caminos, viaja por senderos desconocidos y no por caminos trillados, molesta antes que ofrecer un producto que alimente las ideas fanáticas del momento. Por eso el lector adolescente es el que puede rebelarse contra la estulticia ambiente manipulada desde los centros de pilotaje de las editoriales multinacionales de hoy en el mundo y en particular las españolas que deciden entre eructos de chorizo el grado de genialidad de la literatura en sus súbditas colonias.
España, como decía el cruel pacificador gachupín Pablo Morillo al pobre sabio neogranadino Caldas antes de fusilarlo, “no necesita de sabios”. Entonces que los estafadores españoles se regresen con sus Pérez Reverte y sus genios coloniales hechos al vapor cada año y nos dejen a los latinoamericanos seguir la herencia de Rubén Darío, Huidobro, Vallejo, Neruda, Felisberto Hernández, Borges, Rulfo, Carpentier, Lezama, García Márquez, Cortázar, Onetti y Paz, entre otros muchos. No necesitamos que las editoriales españolas nos fabriquen con mañas de tenderos nuestros geniecillos dominicales en sus oficinas de Madrid o Barcelona. Que se vayan con su corrupto e infame negocio a otra parte.”
MORAJEJA: Los ex-pañoles, ¡Qué tocapelotas! ¡Siempre haciendo las Américas!
Posted by Aloysius on octubre 2nd, 2009.
Existen y existían artistas que no hubieran sido tal (reconocidos) si no hubieran sido tan agresivos con el público… quizá una forma de jerarquía? quizá una forma de actuar en consecuencia a su espíritu decadente (de el mismo o de la propia “masa”)? en consecuencia a la prepotencia, al vacio..? también podría ser una forma de dependencia y castigo al rechazo…?
Por mi parte, lo único que lleva al éxito (personal sobretodo) es aceptar cualquier forma de pensar y, aceptando, elegir la PROPIA… Nunca hay que subestimar al Público, sólo hay que dar el justo valor. Y a todo esto: ¿Qué hay de “Recuerde el alma dormida de Henrique Martín Ferrera?
Posted by gema on octubre 2nd, 2009.
Gema,
Tal vez uno de los problemas radique en que la palabra ‘público’ tiene un significado indeterminado a los efectos que nos ocupan. Yo sugerí ‘el otro’ para destacar que si no combinamos ‘público’ y ser humano, pareciera que lo primero no incluyera lo verdaderamente importante que es lo segundo. Creo que la finalidad primordial de un artista es la comunicación, la verdadera, la que nos conduzca a convivir y no coexistir; la que nos funda, no la que se limite a yuxtaponernos o tolerarnos, sino la que nos lleve a amar.
En cuanto ‘Recuerde el alma dormida…’ sólo puedo decir que cuando una obra literaria admite una pluralidad de lecturas, como las que he hecho de este cuento de Enrique Martín Ferrera, y que en cada una de ellas se me descubran desde el texto pistas o claves para comprender mejor el mundo, contenidas en un lenguaje bello y rico, en este caso de gran cultura y conocimiento de nuestra tradición literaria más excelsa, percibo que estoy ante un acto de estilo, porque lo bello ha vencido a lo monstruoso (Rf. Q.). Además, la dimensión metaliteraria del cuento le añade un valor de ensayo al de ficción.
PD: Esperemos que el autor cuando lea estos comentarios amplíe la respuesta a tu pregunta final.
Saludos.
Lauro.
Posted by Carmina on octubre 2nd, 2009.
No esperaba yo este encendido debate.
Gracias, Gema, por recordar a todos que puse un cuento en sus manos y lo extraviaron en el camino.
En cualquier caso no seré yo quien le salga “al quite”. Como Cortázar, yo también soy de la opinión de que los libros (los cuentos en este caso) deben defenderse por su cuenta. Me resulta muy poco ejemplarizante escuchar a un autor perorando como abanderado de su propia obra
Tampoco trataré de explicar el sentido o las pretensiones del “Recuerde…” Sería una torpeza por mi parte, y lo que es más grave una falta de consideración hacia cualquier lector.
Sólo diré que los comentaristas se han centrado en la piel más gorda del cuento, en lo más visible o superficial (ojo, que no digo menos importante), limitándose a discutir sobre el trato que merece “el público” y a constatar la preocupante dimensión de eso que en algún comentario se ha llamado “la podredumbre de la gran industria editorial”.
Pero el cuento tiene más capas, como la cebolla, e incluso un enorme hueso incomestible; o al menos eso es lo que pretendía lograr que se percibiera o intuyera cuando lo escribí.
Posted by Enrique Martín Ferrera on octubre 2nd, 2009.
Aloysius,
Nada impide a los hispanoparlantes o iberoparlantes del lado de allá seguir a Rubén Darío, Huidobro, Vallejo, Neruda, Felisberto Hernández, Borges, Rulfo, Carpentier, Lezama, García Márquez, Cortázar, Onetti y Paz… NADA. Si así es, porque debe ser, los del lado de acá estamos tranquilos porque las obras de los hombres que tuvieron esos nombres siguieron con lealtad, como no podía ser de otra manera, a Góngora, a Camöes, a Valle-Inclán, a García Lorca o a Pessoa. La Literatura no tiene Estados ni Naciones, sólo idioma, palabra, voz y… Libertad.
Saludos,
Lauro.
Posted by Carmina on octubre 7th, 2009.
Para los indolentes que pasaron de largo por la sevillana calle Temprado, y para quienes no tuvieron aún la oportunidad de pasar por allí: Visita virtual a la Iglesia de la Caridad
http://www.youtube.com/watch?v=QW9UJRFnBq4
Y para los más curiosos: Documental sobre los jeroglíficos de las Postrimerias de Valdes Leal
http://www.youtube.com/watch?v=zeKtH8GYPXc
Posted by EMF on octubre 7th, 2009.
EMF,
Gracias muchas.
L.
Posted by Carmina on octubre 8th, 2009.