Posts from junio 2011.

LORENZO Y EL SALTO. Por Rafael Rodríguez González (De la serie «SUCESOS», Homenaje tardío a «EL CASO»)

Foto: ODP 2011

 Si lo ocurrido en la puerta del bar Garvi no mereció la atención ni siquiera de los medios locales (y todo porque no hubo víctimas que lamentar gracias a mi temple), la misma suerte corrió lo que enseguida cuento, y eso a pesar de que en este caso sí hubo una víctima, por más que el muerto, para todo el mundo, no llegara a alcanzar tal consideración.

            No puedo dar detalles. Ni nombres ni localizaciones puedo señalar, porque el caso (que, ya digo, periodísticamente nunca llegó a serlo) podría reabrirse y encontrarme así yo en una situación que, primero, nada resolvería a estas alturas; en segundo lugar, que me perjudicaría tanto como pueden ustedes imaginar: molestias mil, habladurías, preguntas por la calle, visitas de la policía, idas y venidas al juzgado…

            Lorenzo (vamos a llamarle así) era un hombre viejísimo. Piel y huesos formaban ya  en él un todo casi único, si no fuera por las vísceras que aún mantenían en pie el conjunto. Si tenemos en cuenta que fue sargento en la Guerra de España (elevado a ese grado porque sabía leer y escribir), y que murió en 2009, podemos hacernos una idea de su edad final. No obstante, sus palabras evidenciaban una lucidez, si no Joseluisampendrina, sí mayor que la de muchos seres de mucha menos edad. Lorenzo había vivido siempre solo. Su vida laboral no ocuparía, la verdad, ni una milésima parte de la mitad de un A-4, y su afición más conocida era dar de comer a un gran número de gatos. (Es curiosa la coincidencia, que no será más que eso, coincidencia, de que casi todas las personas más que abúlicas tengan tanto cariño a los gatos, los abúlicos por excelencia). Por otra parte, Lorenzo tenía fama, como tantas otras personas de parecido estilo de vida —en algunos casos ha resultado cierto— de guardar una buena morterá, cuya procedencia nadie, entre quienes le asignaban tanto dinero oculto, sabía determinar. 

            Como yo pasaba a diario por la calle en que tuvo su penúltimo domicilio, y desde siempre nos habíamos tratado, a veces me llamaba para que le ayudara a cambiar la bombona, o para cualquier otra pequeña faena que requiriera de alguna fuerza física superior a la suya, es decir, de cualquier fuerza física. Al entrar en aquella casa me daba la impresión de que si yo diera un salto, al caer, con mis cien kilos largos, caerían también por lo menos algunos tabiques y hasta un techo que siempre evité tener encima ni por un momento. Recuerdo perfectamente que comenté a varias personas ese detalle, o impresión, de que parte de la casa podía caerse tan sólo con pegar un salto.

            Aquella casa se vendió y Lorenzo estuvo a punto de quedarse en un sitio tan acogedor como lo es la calle. Por consejos jurídicos que le dieron, el propietario saliente arrendó para Lorenzo dos habitaciones dentro de una casa destinada a la demolición en cuanto lo exigiera la posibilidad de edificar. Era una casa sin vecinos próximos, aislada; podríamos decir que casi en medio de un desierto residencial. Pero, como ya remitía la fiebre edificadora, Lorenzo habitó en aquel reducto dos años más.

            Desde entonces no vi más a Lorenzo por la calle. Antes me lo encontraba a la salida del supermercado más próximo, cargado con unas bolsas semivacías, que, aun así, me parecían excesivas para aquellos brazos tan escuálidos, en los que lo único que sobresalía eran las venas cansadas de sangre y sobre todo de serlo. «Oye, ¿sabes algo de Lorenzo?», preguntaba a algunos conocidos. Nada sabían. Lorenzo hacía mucho tiempo que había pasado al departamento del olvido colectivo. Casi todos ni siquiera caían en la cuenta de quién era o había sido. Bueno, alguno decía: «¡Ese tiene que estar criando malvas desde hace unos cuantos años!».

            Un día lo sacaron, después de varios de fallecido, de entre los escombros de aquella su última residencia (que estaba lo mismo de ruinosa que la penúltima). ¿No creen ustedes, como yo, que alguien pudo saltar, haciendo caer algunos de los elementos de la casa? Pero, ¿cómo encontrar al culpable ahora, después de tanto tiempo? ¿Cómo dar con el desaprensivo que creyera lo de que Lorenzo estaba «forrado»? Pero lo que más me ha impulsado a escribir sobre esto es el despecho que me produce que un caso como este no se haya tratado en la prensa y haya pasado prácticamente inadvertido. Desde luego, en otros tiempos no hubiera ocurrido así. Pero como ahora hay tanto material fácil en la televisión y en los demás medios, no hay espacio para estos casos tan enigmáticos.

 

MANOLITO. Por Rafael Rodríguez González (De la serie «SUCESOS», Homenaje tardío a «EL CASO»)

LA TERMAS ROMANAS. Por José Manuel Colubi Falcó

Baño en Pompeya
Giuseppe Barbaglia
1872
(Fuente: The Archeology)

 

Séneca (epístola 86, 12) cuenta que los romanos de dos siglos y medio antes limpiaban a diario sus brazos y piernas de la suciedad del trabajo y lavaban todo su cuerpo los días de mercado (o sea, cada nueve), y que desde la invención de los baños limpios la gente era más puerca: «Bucilo huele a pastillas». Esos baños limpios, elegantes, son las termas.

             La palabra terma es griega (thermà loutrá, baños calientes), pero fueron los romanos quienes le dieron celebridad. Hay que citar las inauguradas por Trajano, y, sobre todo, las de Caracala, con capacidad para 3 000 personas y con 1 600 asientos en el caldarium. Veamos, pues, qué eran las termas.

             Había baños privados, algunos explotados como negocio, pero los más importantes eran estatales, las termas, que solían ser arrendadas a un particular, que cobraba una módica cantidad como entrada, aunque a veces un rico o un magistrado pagaba al arrendatario una cantidad global y obsequiaba al pueblo con entrada gratuita durante cierto tiempo. Abiertas a mediodía y cerradas al oscurecer, podía tener dos secciones, masculina y femenina, y, en caso contrario, se recurría al doble horario.

             El edificio del balneario o termal constaba de: horno subterráneo, llamado hypocausis, que calentaba el agua y difundía aire caliente por tubos situados bajo el pavimento y por cavidades de las paredes; vestuario, con bancos y nichos para objetos personales (apodyterium); frigidarium (sala de baños de agua fría, con piscina); tepidarium (estancia con bancos, preparatoria del baño caliente, de temperatura tibia); caldarium (sala de baño caliente, con bañeras o piscinas) y, aunque no en todos, los assa, sudatorios (laconicum, assa sudatio), la sauna, con disco de bronce en la cúpula que permitía graduar la abertura y la temperatura. Y como anexos, el sphaeristerium (local para la práctica de gimnasia o juego de pelota), el unctorium (sala para ungir el cuerpo), el destrictorium (para la limpieza corporal después del deporte y la unción del masajista) y, al aire libre, las tiendas de comidas y bebidas. La gente, naturalmente, llevaba a las termas aceites, cremas, toallas, etc.

             Como se ve, nihil nouum sub sole, no hay nada nuevo bajo el sol.

 

SOL. Lauro Gandul Verdún

RETROCEDO. Lauro Gandul Verdún

COLOQUIOS (20). Gabi Mendoza Ugalde

 

 

– La cocinera alemana, al salir, nos ha mirado raro.

– Como si fuéramos fantasmas ¿verdad?

– Tal vez se haya extrañado de que sigamos vivos.

– ¡Ay, hasta ha olvidado cómo usar, efectivamente, sus venenos!

 

MANOLITO. Por Rafael Rodríguez González (De la serie «SUCESOS», Homenaje tardío a «EL CASO»)

Foto: LGV 1996

 

Lo de creerse alguien, sea en el ámbito o parcela que sea, es cada día más común, de manera que de aquí a poco apenas quedará alguien que no sea alguien. A uno a quien llamaremos Manolito le fue dado ser alguien una vez que le invitaron a cantar saetas en Sevilla. Y no es que hasta entonces Manolito no se hubiera esforzado en ser alguien. Bien al contrario, Manolito estaba siempre metido en cuantos certámenes y concursos de saetas se prodigan en nuestro pueblo y en tantos otros, si bien la mayoría de las veces sin haber podido subir al escenario. Pero Manolito no perdía oportunidad de cantar saetas: en los bares en que se lo permitían, en guisos a que asistía, y hasta en la Feria y en comuniones. Lo más notable —quizás lo único— en el cante de Manolito era lo estruendoso de su sonoridad. Diríase que los órganos vocales y bucales y los pulmones de Manolito fuesen animados por el dios Pan en uno de sus frecuentes enfados. Tanto era así que cuando la Hermandad del Santo Entierro recuperó la figura de «La Canina», Manolito quedó avisado: «No le cantes a La Canina, que seguro que la desbaratas».

            Y como nunca faltan personas que creyéndose listas —otra forma de ser alguien— rondan a las para ellas más o menos deficientes, tres o cuatro llevaron a Manolito a Sevilla una mañana de Martes Santo. «Le vas a cantar a la del Cerro», le habían dicho la tarde anterior. Aparcaron donde pudieron y a eso de las doce del mediodía ya estaban en la puerta de un bloque de pisos de la avenida Ramón y Cajal. Subieron a la novena planta y allí les abrió la puerta del piso nada menos que un tal Pepín, célebre en Alcalá y en más sitios precisamente por ser alguien. Alguien infausto y deleznable, un señorito caduco, de aquella malvada estirpe de señoritos caducos. Algunas copas, muchas copas, demasiadas copas, algunas rayas —Manolito no—, mientras el regocijo de los cuatro o cinco crece: las consabidas carcajadas lacrimosas, las seudofrases pletóricas de la más baja chacota…

            Ya suena la música, ya está aquí la procesión. Manolito, venga, que esta es la tuya, a triunfar. Y Manolito, rodeado de los cuatro o cinco, se asoma al balcón, sin que la jumera le eche para atrás; al contrario, está lanzado: por fin va a cantar en la Semana Santa de Sevilla. La altura le parece excesiva, nada menos que un octavo piso. Pero él tiene fuerza para eso y para más. Ya está ahí abajo —¡qué de abajo!— el paso de Cristo, y Manolito empieza su saeta. Se esfuerza como nunca. Manolito se inclina hacia adelante, se rompe su garganta con el cante hecho grito. Y el aire con su grito también se rompe. Nadie puede sujetarlo y tampoco intentarlo. Manolito, alto, delgado, cae al vacío y se estrella, abajo, tan abajo, en medio del horror de los congregados. (Ver la edición de El Correo de Andalucía, o la de ABC, o la de Diario16, del 18 de Abril de 1984).

 

TORERÍA. Por Rafael Rodríguez González (De la serie «SUCESOS», Homenaje tardío a «EL CASO»)

 

«PANEM ET CIRCENSES». Por José Manuel Colubi Falcó

  

“Pan y circo”, expresión célebre de Décimo Junio Juvenal (Sátira X, 81) con la que el poeta latino denuncia con tristeza y dolor el ideal y las aspiraciones del romano decadente: reparto de trigo y espectáculos circenses (todo gratuito, por supuesto). La frase ha alcanzado fortuna por su concisión y exactitud, e incluso permitido adaptaciones y sustituciones según el momento histórico: “Pan y toros” hemos oído decir con amargura a nuestros abuelos, y, hoy, “Pan y fútbol”, dichos que se comentan por sí mismos.

             Los espectáculos circenses, que los emperadores ofrecían con generosidad (así obviaban problemas), tenían por escenarios el circo (Máximo, Flaminio) y el anfiteatro Flavio (Coliseo), y sus protagonistas eran los gladiadores (de gladius, espada), quienes, reclutados entre prisioneros y condenados a la pena capital o a trabajos forzados –para redimirse haciendo méritos en la arena durante cierto tiempo-, combatían con fieras (uenationes o cacerías) o entre sí con armas distintas (con red, puñal y tridente los reciarios; otros, con escudo, espada, lanza, casco, sobre carros, a caballo, etc), hasta que caía herido el rival, cuya suerte dependía del público: los pañuelos significaban el perdón, el puño con el pulgar hacia abajo, la muerte. Fácil es adivinar los gritos: “¡Mátalo!, ¡machácalo!” y otras lindezas. También eran protagonistas los reos de pena capital, cuyas ejecuciones deleitaban a la masa envilecida; pocas veces de desaprobación (entre ellas, la de Séneca) se levantaron contra degüellos, crucifixiones y despedazamientos por bestias salvajes.

             Pero el espectáculo más atractivo para la masa era la carrera de carros, con tiros de dos (bigas) o de cuatro caballos (cuadrigas), bajo la dirección de aurigas (esclavos o libertos), en el circo y con la participación de cuatro equipos (blanco, verde, rojo, azul); consistía en dar varias vueltas, desde la carcer o salida, a la esquina del mismo, venciendo la dificultad de la curva de la meta, en el otro extremo, hasta alcanzar el número fijado. Y el poeta añade que el griterío le hacía deducir el triunfo de los verdes (de la plebe), y el silencio, el de los azules (de los patricios). Igual que cuando marca un gol el equipo local… o el visitante.

SI NO CABE MÁS DICHA. Lauro Gandul Verdún

A CUALQUIERA LE PASA. Antonio Medina de Haro (1936-1997)

Foto: LGV 2008

 

Hay veces que el colmo de la vida se pone al alcance de la mano por cualquier menudencia. No obstante hasta lo anecdótico se transforma en trascendente cuando te hiere en lo más profundo.

             Ahora bien, si uno se pregunta por la importancia de lo instrascendente… a mí se me ocurre responder con estos versos de León Felipe:

 Aventad las palabras

Y si algo queda todavía,

Eso es poesía.

             Es decir, que hasta una brizna te roce, algo bien entendido, es suficiente para producir la sensación de que estamos en medio del océano más atlántico de todos los océanos…

             ¿Qué hacer? Laisser faire-laisser passer. La inexorabilidad, perogrullesca y cambiante del tiempo, resuelve mansamente todas las cosas.

             A mí me gustaría tener alas para luchar en estos duelos, pero me rindo y a veces creo que la energía del pensamiento está erosionada o que el corazón late a ritmo asmático y lento…

 

A PESCA NA VILA DE OLHÃO. Lagoa Henriques (1923-2009)