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JUAN TALEGA EN CUATRO ADARMES. Por Ramón Núñez Vaces

A Jesús Vázquez Luna, que huele a humo

Ahora en diciembre habría cumplido ciento veinte años, y en julio hizo cuarenta que murió. Da igual: valga cualquier pretexto para recordarlo, para invitar al disfrute de su cante natural y sapientísimo.

            Yo, con o sin el permiso del respetable, y mal que me pese, sostengo que cualquiera no está facultado para apreciar el cante de Juan Talega (ni el de otros y otras, añado), porque, como dijo un gran sabio, «para tener gracia se han de reunir muchas circunstancias». Y lo del cante gitano, lo de estar y ser en ello, es una gracia. Una Gracia, más bien. Despreciada por muchos, adulterada por otros, desconocida por los más. Una gracia que se tiene o no se tiene, ni más ni menos. O que te atrapa un buen día para no soltarte jamás. Pero, ojo, hablo de aquel cante gitano, de ese que murió porque no tenía más remedio, que así es la muerte natural: nada había ya que lo sostuviera, que le diera nuevas células, que le hiciera rebrotar. Nada puede vivir fuera de su medio natural (el hombre metido a astronauta sí, pero ¿es eso vida?). La consunción era inevitable, por mucho que algunos quieran, de buena fe o por los euros —no pocas veces, misteriosamente, se compaginan ambas cosas— alargar de forma artificial una apariencia de vida representada por seres y cantes que no son más que maquetas sin nervio.

     

            Juan Fernández Vargas nació en Dos Hermanas. Su padre, hermano de Joaquín el de la Paula, se había trasladado a pueblo tan pródigo en aparceros (mayetos), al resultarle más favorable para el trato de caballerías, porque Agustín Fernández Franco («Agustín Talega»), que también cantaba, y bien, era un tratante ni muy chico ni muy grande, pero por lo menos lo suficientemente dotado para sacar adelante la familia sin demasiadas estrecheces. Que Juan viviera ochenta años, diez más que su primo Enrique y casi veinte que su otro Manolito María, puede que se debiera, entre otros factores, a que sus años de niñez y adolescencia lo fueron, por lo menos, de mejor alimentación, e incluso mejor aireados. 

            El padre de Juan era tan aficionado al cante como su hermano Joaquín. Pero si éste era la «anarquía vital» —en cuanto tenía dos perras gordas ya estaba en Triana—, Agustín tenía casa donde recibir a otros cantaores gitanos de renombre, amigos suyos, de manera que Juan aprendió «lo que no había en los escritos», y nunca mejor dicho. Fue así que Juanito supo de Tomás el Nitri, de los Cagancho, de la Andonda, del Fillo, de la Serneta, de Paco la Luz… Con su tío Joaquín y Manuel Torre la relación fue, como diríamos ahora, en vivo y en directo, ¡qué maravilla, qué sueño! Vamos, que tuvo un aprendizaje igualito que el que ahora se quiere dar en los colegios a unos niños super alimentados y  ansiosos por llegar a casa y encender el ordenador, sin absolutamente nada que ver, no ya con la sociedad en que surgió el flamenco, sino incluso a años luz de la que le contempló durante algo más de cien años. O que el que pretenden impartir algunos «talleres» de flamenco para adultos (el término entrecomillado espanta, por muy léxicamente correcto que sea), a treinta y seis euros la hora.

            Juan siguió con el oficio de su padre, ocupación que fue yendo a menos a medida que pasaban los años. Camiones, furgonetas y tractores fueron sustituyendo a las bestias de carne y hueso y cuatro patas. Ya por entonces a Juan lo buscaban para cantar en reuniones y fiestas, reclamado por señores —señoritos y no— verdaderamente aficionados al cante bueno de los gitanos. Esta dedicación, durante los años cuarenta y primeros cincuenta, hizo, por un lado, que Juan, siempre admirado (mas no siempre igualmente recompensado), pudiera llevar a su hogar un dinerillo bastante necesario; por otro, que su prestigio cantaor fuera creciendo, hasta llegar a ser considerado como el heredero, o el transmisor, de los grandes cantaores gitanos de la «media antigüedad»; sobre todo, que no únicamente, por soleá, seguiriyas y tonás. 

            Pero ni se arrimaría uno a ser justo si a Juan Fernández Vargas se le calificara, e instituyera, simplemente como gran heredero y excelente transmisor. Porque si el medianillo, el imitador, el falto de sello propio, puede permanecer a caballo de la historia por unos cuantos años —y ni uno más—, los cantaores que cuando cantan sienten la sangre en la boca perdurarán para siempre en la memoria y el paladar de los aficionados (distingamos siempre entre aficionados y público).

            Porque Juan Talega aportó al cante gitano, como muy pocos otros, ese «algo» que eleva a los intérpretes a un lugar destacado, a distancia del común. Valgan unos pocos ejemplos. ¿Quién podrá cantar las bulerías de Manolito María, aquellas que empiezan: «Coje una silletita, por Dios primita, siéntate enfrente…»? (letra ésta tomada de unas sevillanas antiquísimas). ¿Quién tendrá en la voz y en el sentío el poderoso quebrao de Manuel Torre? ¿Quién como él, «el acabareuniones», la facultad asombrosa de hacer que algunos esperaran decenas de horas con tal de «cogerle bueno», es decir, enloquecedor? ¿Quién como Fernanda Jiménez Peña aquello de «en la ventanita, dejaba yo las llaves…»? ¿Y lo que le salía por soleá y por seguiriya a Juanito Mojama? Ya sabemos la respuesta, ¿verdad? Pues pasa igual con Juan Talega: él era de esos pocos que para cantar no tenían más que abrir la boca, ¡y encima siempre cantaba bien!, y muchas veces mucho mejor que muy bien. Y ni a Juan ni a esos otros hay que darles mérito alguno: cantaban así, como el agua brota del manantial. ¿Quién como él podría decir aquello de «Oleaítas del mar, que fuerte venéis…»?.

            El cante de Juan estaba ensamblado en mimbres tan  fuertes y flexibles como los de los cantaores más arriba mencionados, lo que pasa es que los grandes hacen con lo recibido de otros su sello propio, así, sin más, sin ni siquiera saberlo, dotados de cabo a rabo de su personalidad. Todo el mundo tiene personalidad, ¡pues claro que sí!, pero no todo el mundo la tiene a un nivel tan alto, encumbrado y olímpico.

***

 

 

Las majaderías que se han escrito sobre el flamenco y sus personajes no cabrían en los cajones de dos o tres cómodas de las antiguas. Una de ellas la he leído recientemente: ¡que Juan Talega no aprendió a cantar con guitarra sino ya maduro, casi viejo! Aun siendo un gran disparate merece la pena refutarlo, porque será hacerlo sobre una visión del flamenco (y me estoy circunscribiendo al gitano) que es casi la imperante, incluso entre algunos que pasan por eruditos. Visión de corto alcance, antievolutiva, de piñón fijo, de llave 10/11. Es decir, de menos vuelo que una gallina clueca.

            Está clarísimo que el cante gitano existía mucho antes de que la bajañí entrara en escena, en esa escena. La guitarra se fue incorporando al cante y al baile por medio de elementos no gitanos a medida que los calés asentados en pueblos y ciudades fueron abriéndose al resto de la población, y viceversa: lugares comunes en que se vivía, relaciones laborales y comerciales, etcétera. Como no podía por menos que ocurrir, unos y otros se influyeron, y así fue desarrollándose una correspondencia que durante poco más de ciento cincuenta años produjo, entre otras cosas, esa especie de regla de aligación, magnífica y profunda, entre cante e instrumento.

            Pero conste que al cante nunca le ha sido imprescindible el acompañamiento de la guitarra, como se puede demostrar en cualquier momento. Fueron los tocaores los que se adaptaron, en un ejercicio más que admirable, al cante; los que, inspirados en el sentir sonoro del cantaor, lograron tan inmensamente bella aportación al arte flamenco, abriendo un gran diorama del que hemos podido disfrutar durante tantos años.

            Un amigo mío añadiría que lo bueno y lo malo siempre conviven en todo tiempo y en toda forma viviente, y que por consiguiente la aportación de los guitarristas también ha servido para acelerar la deformación que, seguramente inevitable, se ha ido produciendo hasta nuestros días. Y que ha habido y hay guitarristas, famosos y no, pa matarlos. Por mi parte, y en cuanto a la trabazón cante-toque de la que han podido disfrutar aficionados y público, he de reconocer, a pesar de tener que coincidir con mi amigo, que actualmente y desde hace ya bastantes años, gran mérito tiene el cantaor que logra cantar a compás cuando es acompañado por un guitarrista que se esfuerza (¡es que se esfuerzan!) en no tener ni ritmo, ni compás ni nada de nada. Y cuando el cantaor es de la misma cuerda que el tocaor, ¡apaga y vámonos! Como diría mi amigo: transmiten menos que un cable desenchufao.

            En fin, esa atrocidad, la de afirmar que Juan no supo cantar con guitarra hasta bien entrado en años, es, por supuesto, totalmente absurda, pero es que no se tiene en pie en cuanto le escuchamos: tanto la guitarra más torpe y mostrenca como la más enjundiosa enloquecían de placer acompañando a Juan, guiándose por él, llevando a sus cuerdas el compás, la sencilla frondosidad, la cadencia y la Harmonía de su cante. Pero bueno, algunos han pisao la flor de la tontería, qué le vamos a hacer.

***     

Lo que no llegó a hacer hasta avanzada edad fue impresionar su voz. La admiración y el interés que Antonio Mairena tenía por sus cantes «transmisibles» hizo que pudieran llegar al conocimiento de los aficionados, aunque en número escaso de grabaciones; sometidas éstas, además, a las condiciones nada favorables de los estudios, tan extrañas para nuestro personaje. Sin embargo, el cante de Juan nos estremece por igual: ¡el manantial siempre fluía, puro en cualquier circunstancia! También quedó Juan registrado en aquella memorable colección de la casa Ariola que en tantas personas de mi edad hizo surgir el enamoramiento por ese arte. La participación de Juan en los festivales que entonces cobraban vida afirmó el aprecio de cuantos descubrían la figura venerable de aquel portador de la verdad flamenca.

            La relación que desde mucho antes había tenido Juan con Diego del Gastor se hizo prácticamente cotidiana en los años sesenta, cuando el antiguo tratante se convirtió en uno de los más asiduos de las fiestas, o reuniones, o juergas, que se celebraban en Morón de la Frontera, tanto en la finca del norteamericano Pohren como en Casa Pepe y otros lugares cuyas paredes, aún hoy, parecen querer transmitirnos algo de lo que presenciaron. Las grabaciones realizadas en aquellos recintos, domésticas pero de gran calidad, dan fe del capítulo más glorioso del cante gitano antes de su definitivo ocaso.

***

Ahora voy a referirme al orgullo, al amor propio que algunas veces cualquier persona ha tenido que dejar de lado porque las circunstancias obligan. Estando Juan al borde de la despedida, llegó a verlo un señorito, conocedor del trance que en poco tiempo Juan estaba llamado a cumplir. Cuando el moribundo oyó el nombre del visitante se negó rotundamente a recibirle: que no entrara, que se fuera, que no, que ni pensarlo, que de ninguna manera.

            El motivo de tan drástico rechazo se remontaba a años atrás, cuando Juan, siendo un hombre más que maduro, fue lanzado a una alberca por tres o cuatro borrachos, después de una fiesta en la que había estado cantando, como dice la letra, «por lo que me quieran dar». Uno de los «bromistas» fue el señorito que ahora quería ser recibido, puede que sintiendo un sincero arrepentimiento. Yo no lo sé. Lo que sí sabemos es que tuvo que irse sin verlo.

            La persona a la que oí el relato del suceso decía comprender la actitud de Juan, pero sólo «hasta cierto punto», pues le parecía dura en exceso, demasiado tajante, incluso desagradecida. Mas yo digo, ¿es que ni a la hora de la muerte puede uno plantarse y mandar al diablo servidumbres enojosas?.

«33». Poema de Sandra Dugan (Gibraltar 1942-Madrid 2001). Moscú 1994-1997

Revisando el diario de Sandra Dugan, para extraer otro fragmento que pudiéramos publicar en esta revista[ESCAPARATE], encontramos una fotografía junto a una hoja suelta con el poema. Justo en las páginas donde están guardados aparece el relato de su estancia en Moscú. Sabemos que permaneció allí por tres años, desde 1994 a 1997, trabajando en la biblioteca del departamento de español de la universidad de Lomonósov.

«En el mes de agosto se empezaron a vender los libros de la biblioteca. Las autoridades universitarias habían anunciado que no tenían fondos y pretendían hacer dinero poniendo en  venta los libros con los que los distintos departamentos habían ido formando sus bibliotecas.

»Recibí una llamada telefónica para que fuera seleccionando aquellos que podían incluirse en lotes y sacarse a subasta. También los que pudieran venderse a los interesados que se acercaran por allí. Esa tarde salí de la universidad disgustada. Al pie de la escalinata una vieja me ofreció una matrioska, que por unos rublos compré. Me pareció hermoso el color azul que la decoraba y los trazos blancos que la dibujaban. Cuando la abrí vi que sólo tenía tres piezas, faltando el resto. Presentí que esas tres piezas eran los tres años que yo ya había pasado en Moscú.

»La avenida tan rectilínea que siempre me conduce a mi casa hoy se hunde bajo mis pies. Siento que Moscú se acaba para mí.»

Este apunte está escrito detrás del poema no datado. Intuimos que al estar junto a la foto podemos pensar que fue escrito en ese verano último de Sandra Dugan en Moscú. Algún lector avezado en poesía podría pensar que no parece el texto propio de una escritora de cincuenta y cinco años, pero ha de indicarse que la obra poética de nuestra autora, además de breve, casi toda ella consistió en poesía experimental, más propia de la vanguardia de la primera mitad del siglo pasado cuando los jóvenes poetas europeos ocupaban su tiempo tratando de encontrar nuevas formas para la expresión de la literatura, en contraposición con los postulados métricos y estéticos de la tradición clásica. Sandra Dugan siguió la tradición vanguardista.

Olga Duarte y
Lauro Gandul

1

VAN a entrar en sus avenidas

Muchos vehículos como desde hace muchos años

Muchos vehículos van a entrar en una ciudad

Cualquiera

Muchos vehículos han salido


Es de noche mas la autovía está bajo las luces

De sus focos alumbrada

Veloces pasan miles de vehículos

Por cada carril miles

Es de noche

Regresan cansados los conductores

A algunos los acompañan pasajeros

Quisieran dormir

Están fatigados del día

Pero aceleran pisando el pedal correspondiente

Aceleran fascinados como ciegos

Proyectados hacia la gran curva

Que se los traga a todos

En la ciudad cualquiera se distribuyen


Van a dormir

Rápido rápido rápido

Van a parar

Van ciegamente rápido rápido

La curva se los traga a todos

En la ciudad arde oscura la llama del viejo carbón.


2

FUEGO que quema

Sol

Fuego de carbón

Arde el carbón

Llama

Quema la hoja del sol

La hoja del uno

Rápido rápido rápido

Arde la hoja del sol

Arde la hoja del uno


Aceleradamente arden

Rápido rápido rápido

La curva se traga sin atragantarse

Como una enorme tráquea capaz

Los vehículos

Rápido rápido rápido


El viejo carbón vegetal como donde se cruzan las avenidas

Húmedos los transeúntes

El asfalto

Los vehículos ardientes

Rápido rápido rápido


Arde la hoja de las estrellas

Arde la hoja del ojo

Arde la hoja de la llave

Rápido rápido rápido


Arde la hoja de la ventana

Arde la hoja del árbol

Arde la hoja de la mano

Arde la hoja del ave

Arde la hoja del muñeco

Arde la A

Arde la hoja del coche

Arde la hoja de la mujer desnuda


Arde la hoja de la boca

Arde la hoja de la espiral

Arde la hoja del corazón

Arde la hoja del libro abierto


Arden arden arden

La hoja de la hoja

La hoja del cálculo imposible

La hoja del limón

La hoja de la botella y el vaso

Rápido rápido rápido


Arde la hoja de un dios

Arde la hoja de un garabato

Arden las avenidas húmedas


Arde el pie su hoja

Arde la música su hoja

Arde la rueda su hoja

El teléfono


Arden el león

El mar

La margarita

El 33

El 33

El 33

El 33

Rápido rápido rápido

Tan rápido como lento el pálpito de la ceniza del infinito


Noche espectralmente eléctrica

Rápido rápido rápido

Otra vez el 33

Otra vez el 33

Otra vez el 33


Arde la luz de los semáforos

De los rótulos

De los focos que alumbran desde…

***

A PROPÓSITO DE SANDRA DUGAN (1942-2001). Por Lauro Gandul Verdún y Olga Duarte Piña

AURELIA VIŞOVAN INTERPRETA AL PIANO A GEORGE ENESCU. Con apunte de «Páginas de un diario rumano» por Olga Duarte Piña

Zarabanda para suite op. 10
George Enescu
1881-1955
Aurelia Vişovan
al piano

En aquellas visitas a la aldea rumana de Vadu Izei conocimos al padre Marius Vişovan. Era el párroco de la iglesia greco-católica. Todas las tardes nos visitaba y conversábamos en la terraza de los Virsta, donde nos alojábamos. Una día nos llevó a su casa. Quería que conociéramos a su familia.

            Esta semana, escuchando a Edvard Grieg recordé a Aurelia Vişovan, hija mayor del Marius y Mercedes que entonces tendría unos doce años y estudiaba piano en Cluj Napoca, muy lejos de la pequeña casa parroquial donde vivía su familia. Su padre le pidió que interpretara para nosotros «En la gruta del rey de la montaña».

            Pues como decía, esta semana me acordé de ella y, casualmente, localicé a Aurelia en internet, interpretando a Liszt y a Enescu, con la misma delicada fuerza con la que la conocimos.

NACH, UN POETA AUDIOVISUAL

 

Nach

EL ENCUENTRO (*). Urbano Uribe de Urvando (1959-1986)

La casualidad hizo que el encuentro, tan proclamadamente buscado, tan proclamadamente ansiado, tan proclamadamente soñado, tuviese lugar en aquel sitio tan imprevisto y, en el pensar de los dos, tan impertinente. Tanto es así que tanto Luis como Víctor, después de tanto tiempo llamarse tanto, de tanto escribirse, de prometerse tanto y tanto esperarse, quedaron tan sorprendidos que acogieron la coincidencia con una extrañeza que les produjo un cierto amargor, una cierta decepción, como si después de tanto esfuerzo, de tanto llamarse, de tanto escribirse, tan sólo el azar, o un improbable si no increíble sino tuviera el poder de reunirlos. Tanto tanto para al final encontrarse tan inadecuadamente.

            Luis notó en Víctor un envejecimiento superior al previsto. Después de veintidós años no es que esperara encontrar al mismo joven apuesto —además de inteligente— que acaparaba todas las miradas, pero no había supuesto que el paso de los años por su amigo, o de Víctor por los años (en eso nunca sabía a qué carta quedar) le hubiesen marcado tanto.

            Luis, a los ojos de Víctor, estaba tan deslustrado que casi se lo dice. Hubiera sido un crimen después de tanto tiempo, pero a Víctor le gustaba tanto imaginar crímenes, tanto verbales como sangrientos… No lo hizo, claro, no lo hizo, lo suyo era sólo imaginar, imaginar cosas, siempre que sus figuraciones fueran tan rechazables, por cualquiera que pudiera acceder a ellas, que hubiera de tenerlas tan en silencio como una respuesta grosera a alguien que respetar; por ejemplo a un maestro y no digamos a un padre. Se lo había repetido cuando chico su tía Clara: «Tanto monta monta tanto un tío como Fernando», sin que el niño Víctor hubiese podido saber qué quería decir su tía, la rebelde de la familia, salvo que había que respetar a las personas mayores que había que respetar.

            Ahora, frente a frente, Luis y Víctor se sentían perdidos. La realidad, la carnal, no era la misma que la escrita, que la transmitida por las ondas y los cables, tan proclamadamente ansiada, soñada, buscada. Era la que era, distinta, única e insalvable, y allí estaban los dos cara a cara, salidos aprisa, aunque queriendo disimular el apuro, de lugar tan momentáneamente indeseado. Se miraban con sincero agrado de verse; pero habían pasado tantos años, tantos años sin nada en realidad, tantos años de ausencia, sin mirarse, sin tocarse, sin experiencias vividas al alimón —o compartidas, como suele decirse, aunque no sea lo mismo—, sin que las secuencias de sus vidas tuviesen nada que ver la una con la otra… Que no, que no, que ya no era lo mismo ni podría serlo. (¡Y a nuestra edad!, pensó Luis). (¡Y a la vejez!, tembló Víctor).

            Por el asombroso memorión de Víctor pasaron algunos de los versos desastrados y chulánganos del Luis poco más que púber que, en notitas enrolladas y sujetas con gomillas, hacía llegar a sus primas y a los jovencitos que tenía en poco, sin importarle demasiado que llegaran a manos de los mayores, o de los curas. ¡Qué distinto aquél Luis de este! ¡Cómo cambiamos casi siempre a peor! ¡Qué raro poder mantener la pulcritud! ¡Cómo se torna la gracia en desgracia!.

            Para el postre

            decoraré las natillas

            que tanto a ti te gustan

            con pus y con postillas,

            sangre, pelos y legañas.

            Añadiré también la cerilla

            de diez o doce orejas,

            cuajadamente amarilla.            

            Después me acostaré,

            y tapado hasta las cejas

            con fuerza aspiraré

            lo que los chícharos dejan

            en forma de pedo cruel.

            (Para otros, que para mí

            es lo que a ellos la miel).

            Tras dos horas de odorífera siesta

            nos arreglaremos para la fiesta.

            Iremos eructando por los caminos

            dejando una huella manifiesta:

            «Por aquí fueron los cochinos».

            Tú beberás licor de cucaracha

            con esencia de gargajera.

            Yo, la meada callejera

            y los vómitos de una borracha

            que arroje bilis y aguacha.

            De tapas, penes de ratas

            y sesos de ratón metastásico.

            También haremos unas catas

            de bronquios de cerdo asmático,

            y de verrugas de sapo, y un revuelto

            de lo que alguien haya devuelto

            por un dolor pancreático.

            Para ultimar la verbena

            tomaremos el cóctel ideal:

            grasa de ovarios de hiena

            en su mismo fluir vaginal.          

            Y antes de acostarnos

            quiero que limpies

            de lombrices mi ano

            con espinas de un rosal,

            que yo sacaré los bichos

            de tu nariz griega

            con pinzas de alacrán.

            —¿Cómo no me has avisado de que venías a España? —dijo Víctor, aliviado, incluso satisfecho y contento, por haber encontrado una pregunta crucial.

            —Porque como he estado dos días, vamos, que me voy ya, no quería molestarte ni ponerte en un compromiso.

            «Entonces es que no querías verme», bramó Víctor en sus adentros. Luis se había dado cuenta, al mismo tiempo que le salían las palabras, de la estupidez, seguramente inevitable, de su respuesta.

            Como pasa casi siempre, salvo en los paredones, las sillas eléctricas, los patíbulos y demás medios de acabar las cosas casi definitivamente, algo vino, esta vez en forma de llamada megafónica —atrozmente disonante— a modificar la situación: «AVE destino Madrid estación de Atocha hará su salida a las veinte horas, vía  seis, vía seis».

            —Bueno, Víctor, la próxima vez que vuelva, que puede ser el año que viene, te avisaré con tiempo, estate seguro.

            —¿El año que viene? Después de tantos años, venir dos años seguidos…

            —Sí, es que tengo que arreglar unos asuntos. Ya te contaré por carta, porque tú sigues sin tener correo electrónico, ¿no?, ¡mira que eres raro!.

            Víctor confirmó ambas cosas con la cabeza. «Cualquiera sabe la que tendrás liada por ahí» (**), se dijo al apurar la cerveza y levantarse, al tiempo que intentaba pagar, sin que Luis se lo permitiera. La charla había sido breve, pero, pensó Víctor, ni aunque hubiese durado cinco horas habrían sabido más uno de otro. Un abrazo antes de bajar Luis al andén. Y, en efecto, nunca más supieron el uno del otro.   

____________________ 

(*)   Gentileza de Mario Cortés.

(**) Luis era abogado (ejercía en Londres). 

FLIP&HUM. Xopi, Vicente M. Rus y Alberto Gutiérrez (Grupo MALEGRO)

HOMBRES SOLOS. Xopi, Vicente M. Rus y Alberto Gutiérrez (Grupo MALEGRO)

¡A LA COLA! Por Rafael Rodríguez González

 

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—¿Quién es el último?

—Yo.

—Entonces va usted detrás de mí.

—¿Cómo?

—¿No es usted el último?

—Sí, pero ahora es usted.

—Ah, bueno, pero es que yo creía que usted estaba aquí de último. O se es o no se es. Ea, venga, pase usted, que ya le toca.

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—¿Quién es la última?—pregunté al llegar a una cola en que todos eran varones. Me miraron de reojo, sin que ninguno contestara.

—Bueno, entonces soy yo la primera.

—No, no, no, usted es el último.

—¡Ah, que es que no había ninguna persona en la cola!

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Aquella vez que fui el último me alegré mucho: al maestro ya no le quedaban fuerzas para pegar.

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En la cola de un banco, casi desde el primero hasta el último está en las últimas.

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Lo mejor que tiene ser el último es que el empleado te mira con cara de alivio. De lo peor, que el empleado te diga que qué lástima, que ya se ha ido el interventor, y encima que eso no se puede dejar para última hora, ¡tras una de espera!.

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Cuanto más nos alejamos del macaco, más colas tenemos.

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Lo último que te puede pasar en una cola es ser el primero.

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El primero, o la primera, siempre es tío o tía. «Vaya tela la tía esta». «Mira que va a echar tiempo el tío ese». «Yo no sé a qué hora hay que venir aquí, que vengas a la que vengas hay un tío de estos». «Tiene cojones, la tía esa».

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A los siguientes siempre les parece que los de delante han venido para cosas innecesarias. Y que los que vienen detrás son tontos.

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—¡Uy, qué de gente!—dijo la señora.

—¿Y usted no se cuenta?—espeté. Puso una cara…

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Una vez, cuando aquellas colas para cobrar el paro, llegó un amigo mío, y como llegó el último fue el último hasta que llegó otra persona. Pero antes de que esto sucediera, un guasón que le conocía se giró y dijo: «¡Maricón el último!».

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Cuanto más lentamente avanza una cola más y mejor se observa a los «coleros». La pinta de esta, la gordura de aquella, lo desastrado de aquel… También se observan buenas figuras, incluso prometedoras, pero la mayoría de las veces el desengaño es total cuando vuelven la cabeza y les vemos las caras.

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—Buenas, ¿usted es el último?

—Sí.

—Bueno, pues ya vendré mañana. Siempre me pasa lo mismo.

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DESDE QUE MURIÓ AZORÍN. Vicente Núñez

No, no necesito los periódicos. Desde que murió Azorín, que escribía en la tercera de Abc ya no he vuelto a leerlos. No los necesito. Además, yo ya no leo; desleo. Ahora, para mí, mirar es leer y escribir es olvidar.

CALEIDOSCOPIO ÍNTIMO. Vicente Núñez

 
 
 

Hay muchos yoes. El concepto yoísta de Freud  o el de Adler no, no me interesa, pero el yo dividido y partido y vulnerable de Laing, ése sí. El yo sólo sirve para dividirlo, partirlo, descuartizarlo, averiguar qué hay en su caleidoscopio íntimo…

             El yo no esconde nada. Reflejos, luces, cine. El yo es cine (…). El pañuelo, el reflejo del sol… le quitas el pañuelo a tu caleidoscopio y ves tu propio corral.

             Todo pasa, como el río, somos fluviáticos y, yo, aparte de fluvial, vivo en un pueblo de frontera.

              Un carruaje es un borraje, es un borrar el ser. Hoy la gente va a borrar el ser y yo me empeñaba en defender mi ser. Todavía no he conseguido matricularme en el ser, pero sí es verdad que he conseguido defenderme del borraje. A la muerte ha de llegarse sin nombre; para gastarlo en vida. En ser.