LA DESTRUCCIÓN. María del Águila Barrios

 
 
  
 
 

[Foto: LGV, Sevilla 2015]

 
 
 

¿Prestigia destruir? Una no reconoce que haya de premiarse al destructor, pero una está sola… ¡Maldición, estamos rodeados de destructores! ¡Y están muy organizados! No en bandas de asalto, como en otras épocas, sino en auténticos partidos o corporaciones de naturaleza dispar.

   A éstos por sus destrucciones les reconoceréis, pues, además de competir intensamente entre ellos, desde sus asientos conquistados democráticamente, sus castillos en dádiva a los que mucho corrieron para convertirse en siervos de alcaides con más fuste y fusta. Como aceptaron su propia ruina humana sólo aspiran a ruinar el pueblo al que además fustigan con sus podercillos asignados.

   El prestigio de los poderosos consiste sobre todo en la mayor cantidad de dinero con el que se cobran lo suyo en un periquete. Destruir acrece sobremanera el capital de los poderosos que promueven las demoliciones. Aunque luego no saben donde gastarlo en una ciudad que soporta el asedio de los que ostentan su representación y que sólo buscan devastarla, convertir en escombros su cultura, como los que se amontonan por las excavadoras en las construcciones que ordenan echar abajo, por muy bellas que sean y por mucho que muchos les pidan que no lleven a efecto su tropelía. También practican la destrucción por abandono vil. O arruinando el campo de placas solares.

   De progreso nos empachan con sus soflamas cuando algo se traen entre manos, sus negocios, sus planes secretos, sus maquinaciones. Se manejan muy bien con los micrófonos y no les importa hablar impropiamente, porque ellos son así de populares y de sociales. Ni les importa hacer lo que haga falta para vestir el muñeco, para apañar sus fines que en fraude de ley se cubren con la bruma de la estafa y la confusión.

   Están muy estimulados los destructores y tienen un punto de romanticismo, realmente del maldito, que podría denominarse el espíritu del pionero que lo arruinó todo y a él le corresponde levantar plazas sin árboles, monumentos estúpidos a panaderos y aceituneras donde no han dejado en pie ni una sola panadería ni almacén de aceitunas. Realmente, los que nos han echado de nuestra casa común del encuentro, los que han quemado los cuartos donde la vida se creaba en familias y canciones, para no sustituirlo por nada nuevo que fuera mejor que aquella arquitectura o aquel urbanismo.

   Cuando sólo se trata de ser originales se aleja el ser humano tanto de su origen que se convierte en un monstruo que derrocha y consume, y que vive a fuer de impulsos irracionales y no de ideas que iluminen el camino…

 
 
 

[La voz de Alcalá, 2020]

 
 
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