UN HOMBRE SE ENFRENTA AL VESUBIO. Por José Manuel Colubi Falcó

 

9 Nubes

Nubes sobre un cerro

[Foto: LGV Alcalá 2008]

 

Año 79 d.C., día 24 de agosto, siendo Tito emperador, casi a la hora séptima, no mucho después del mediodía, una mujer indica a su hermano que a lo lejos aparece una nube inusitada por su magnitud y aspecto. El hombre, almirante de la flota romana anclada frente al cabo Miseno, al norte de la bahía de Nápoles, se dedica a sus libros tumbado en un lecho, y ante tal indicación pide las sandalias y sube a un lugar desde donde puede contemplar mejor el portento: un nubarrón sale de no se sabe qué monte —después se supo: el Vesubio—, de la forma del pino, de tronco muy largo que allá en las alturas despliégase en diversas ramas, blanco o lleno de manchas y sucio por tierra y cenizas.

   Un portento digno de ser conocido, y el hombre manda que le preparen una nave ligera e invita, sin éxito, a su sobrino, otro estudioso, a que lo acompañe, y cuando está a punto de salir recibe una nota de una mujer en demanda de auxilio. Aquél combina su afán de saber con la magnanimidad: unas naves de guerra parten hacia la zona de la que todos huyen, para socorrer a la mujer y a cuantos puedan, y él, embarcado, , libre de miedo y con espíritu científico, va dictando, según perciben sus ojos, los movimientos y figuras del fenómeno y hace que el notario tome nota.

   La ceniza ya cae en las naves, más caliente y densa a medida que se acercan a tierra —fragmentos de piedra pómez, de rocas quebradas por el fuego, negras, quemadas—, hasta que aquéllas corren riesgo de encallar. El hombre duda, mas como «Fortuna ayuda a los fuertes», pone rumbo a Estabias, al sur de la bahía, donde puede abrazar, calmar, consolar a su amigo, donde se da un baño y cena con alegría, infundiendo tranquilidad a los temerosos mientras el Vesubio ruge y un mar de llamas refulge en medio de las tinieblas nocturnas: hogueras abandonadas por los paisanos, dirá, y se sumerge en profundísimo sueño. La lava, las piedras ardientes llegan, se oyen los bramidos del volcán, hay temblores de tierra continuos, las casas se tambalean arrancadas de sus cimientos, y el grupo delibera: en nuestro hombre es cosa de razones, en los demás, de temores.

   Es ya de día, pero allí reina la noche más negra y densa de todas, aliviada por intermitentes fulgores, y deciden dirigirse al mar en busca de cobijo: es imposible. Él, recostado sobre una colcha, pide una y otra vez agua fría, y duerme; las llamas y el olor de azufre ponen en fuga a los otros, lo despiertan y, puesto en pie, apoyado en dos siervos, cae y muere asfixiado. Al tercer día hallan su cuerpo, sin daño alguno, con sus vestidos, más parecido a un durmiente que a un muerto.

   Fue Gayo Plinio Secundo, Plinio el Viejo, militar, político, escrupuloso, hombre de ciencia, en cuyas aras sacrificó su vida, capaz de «hacer cosas dignas de ser escritas y de escribir cosas dignas de ser leídas» —su Historia natural—, y el autor de esta narración, el hijo de su hermana, Plinio el Joven, el que no quiso acompañarlo, en la carta 16 del libro VI de su epistolario.

   Pero la historia sigue. Hacia 1740, siendo rey de Nápoles el futuro Carlos III de España, se inician las excavaciones regulares de Herculano y Pompeya, el rescate de sus monumentos —teatro, templos, odeón, biblioteca, villas, estatuas, frescos— y de los moldes de muchos desdichados a quienes sepultó la lava.

 

[La voz de Alcalá, octubre de 1996, año VI, segunda etapa, nº 2]

 

Baño en Pompeya

Giuseppe Barbaglia

1872

(Fuente: The Archeology)

 

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