POSESIÓN MUSICAL O CÓMO FUI INVITADO A UN AQUELARRE. Pablo Romero Gabella

 

DesnudoporRafael  Luna

Desnudo

Rafael Luna

 

El musicólogo británico Raymond Monelle escribió:«la música no es un objeto natural, es fundamentalmente social [no son] solamente sonidos y partituras» (The Sense of Music, 2000). Ese producto social que es la música hace que obras que en su tiempo fueron repudiadas (por críticos, público y/o gobernantes) reaparezcan tiempo después con la fuerza de lo nuevo y seamos seducidos por ellas; como aquella chica que no nos parecía especialmente guapa o atractiva y que más tarde nos produce la sensación de cómo habíamos podido vivir sin ella. La seducción es también un producto social, y la música se compone no solo de sonidos y partituras sino igualmente de sugerencias, turbaciones y obsesiones. Esto mismo creí vivir (porque la vida es en muchas ocasiones un espejismo de lo que creemos sentir) el 24 de octubre pasado en el 4º concierto de la R.O.S.S. en el Teatro de La Maestranza. Y por lo que leo y oigo, no sólo el que esto escribe creyó sentirlo.

   Bajo el título de La fuerza del acero, el director Pedro Halffter propuso tres obras de sendos músicos rusos (Mosólov, Chaikovsky y Prokofiev) que en su origen fueron rechazadas, si no directamente repudiadas.

   Por educación y gustos musicales mi atención se fijó en el famoso Concierto para piano y orquesta nº 1 de Chaikovsky (1874). Sin embargo, no advertí que aquello era sólo el cebo para la celada. Era la puerta de acceso (a través del perturbador romanticismo, para otros simplemente academicismo) a un aquelarre al cual no pensaba estar invitado.

   Como prólogo Halffter recibió al público con tres minutos del apabullante expresionismo futurista-soviético de «La fundición de acero» (1926), único trozo superviviente del espurgo stalinista del ballet El acero de Alexander Mosólov. Algo inquietante y perturbador fue inoculado (tal como hacían los íncubos y súcubos) en el público con aquella recreación del progreso soviético. Aún sobrecogido por los vapores industriales, el Concierto de Chaikovsky me pareció (a mi pesar) algo fláccido, falto de pasión (empero el hacer industrioso de la joven pianista ucraniana Regina Chernychko). Las bellas melodías románticas me parecieron un interludio de algo que iba a acontecer (no sabía exactamente qué).

   Tras el descanso llegó el aquelarre, aquella orgía musical que fue el alfa y omega del concierto: la Sinfonía nº 3 de Sergei Prokofiev, titulada «El ángel de fuego» (1919-1927). Una música inicialmente realizada para una ópera que contaba la historia (nada soviética) de una jovencita poseída por espíritus y que finalmente acabaría en la hoguera, pasando antes por un exorcismo. Lo que pudiera parecer, a ojos del siglo XXI, como una mezcla programática entre El sexto sentido y El exorcista y que le llevó al músico casi un década de trabajo, se basaba en una novela decadente de final de siglo que obviamente no fue muy del gusto de Stalin (el hecho de acero). Pero lo que Prokofiev hizo fue una obra de atmósfera de oscurantismo (como así fue el stalinismo) y de un violento componente erótico (en palabras de Martín Llade en sus certeras notas al programa).

   Los oyentes (como la crítica, por lo que he leído) fueron seducidos por aquel pandemónium de «desquiciantes juegos tímbricos y armonías demoníacas» (Llade dixit). Halffter, tal como si fuera el oficiante de aquel brujeril rito, como aquel macho cabrío de La semilla del diablo, abandonó la luminosidad chaikovskiana y comenzó su particular exorcismo de aquella música antaño repudiada. Nos descubrió el sentido de aquel concierto: adentrarnos en una música de una fuerza arrebatadora, subyugante y a la vez de desasosegadora modernidad. Sus gestos (como si fuera un exorcista) contagiaron a la orquesta (a la sazón en rebeldía profesional con su quehacer como director) y se rindió al aquel vértigo demoníaco. Puro maquiavelismo musical.

   Al finalizar el concierto Pepe Galeote, profesor y compañero al cual debía mi presencia en aquella batahola, nos llevó al grupo de profesores a saludar al director; y éste directamente nos preguntó qué nos había parecido la sinfonía de Prokofiev. La máscara había caído, el exorcismo había tenido éxito, y rendidos sólo pudimos afirmar que nos había encantado. Había caído seducido como Rose Marie al ver su criatura demoniaca en aquel apartamento de los Castevet.

 

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«EL AQUELARRE» DE GOYA (1823) POR RAFAEL LUNA

 

3 comments.

  1. Genial mi amigo. A.L.

  2. Gracias AL, como al parecer dijo Nietzsche “la vida sin música sería un error”.

  3. Pablo, tu también nos has seducido con tu texto. Eres admirable.

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