PINGAJOS. Por Alberto González Cáceres (1953-2009)
Riña a garrotazos
1746-1828
Para los dos es un tormento desde el primer día, pero es tan fuerte lo que mantiene aquello que ninguno puede influir ni una pizca en su contra. El odio, el odio redoblado, el odio tercamente cebado. El odio inculcado por las madres a los hijos, a las cuñadas, a los primos, a los sobrinos. El odio realimentado incluso en el circuito de las amistades de una y otra familia, que les animan a seguir odiando, y a no arriesgarse a quedar como los trapos. En sus mujeres se encendió el odio y en ellas sigue ardiendo con la impetuosidad del carbón vegetal y la persistencia del de piedra. El odio propagándose año tras año, llenando los días.
En contra del odio sólo están, más cansadas que viejas, que ya es decir, las madres de ellos. Ellas, con tantos motivos para odiar, sólo sienten compasión, y una amargura honda, dilatada a lo ancho y a lo largo de sus entecos cuerpos. De vez en cuando se lamentan de tanto emperramiento. Entonces los hijos bajan la mirada y las nueras apuntan a las viejas con acrimonia, como perdonándoles la vida, unas vidas que ya no precisan de muchos empujones para culminar el camino de la extinción. No como el odio, como el infatigable odio que renueva sus fuerzas cada jornada sin tener que esforzarse, ni siquiera para su multiplicación.
Ni uno ni otro tienen la certeza, pero las raras veces en que se cruzan sin que les observen, porque cuando uno percibe ser observado se anulan o aflojan algunas facultades, ambos notan que por dentro del otro no corre el manantial de inquina que suponen y exigen sus mujeres y quienes las acompañan en la paranoia. Ay, si pudiésemos hablar. Pero cómo, si no dejan ni un solo día de recordarme el motivo, la trascendencia, los detalles. Y de acecharme, y de no dejarme solo. Y lo mismo le pasa al otro.
Les separa el muro infranqueable del odio azuzado, del qué dirán, del cómo que hacer las paces, del tú qué te has creído, del si tú no tienes pantalones los tengo yo, del ¿pero tú eres tonto? Qué tontería, piensan los dos cada uno por su lado. Pero cuán insoportable, trágica y nauseabunda.
Ni uno ni otro creen en los milagros, pero soñar por ejemplo que la niña de este se arregla con el mío más chico, o que a cualquiera de los dos le toca un premio de los grandes y puede mudarse lejos, muy lejos… Pero eso no es solución, sino odiar a distancia, y eso si la mujer de al que le toque no forma la de San Quintín, o la del rosario de la aurora, o la marimorena, porque se le ocurra cargarse cualquier faena valiéndose del dinero. No, no. Soñar, vale, pero es que hasta soñando te asalta la pesadilla del odio, es que hasta estando en el váter, o bajo la ducha, y en el almuerzo, y en la cena tienes el odio de pie, vigilante, obligándote a presentarle tus respetos. Está en cada cosa que haces o te hacen o te dejan hacer.
Qué asco de odio, qué macabra alienación la de quienes lo siembran, lo riegan y extienden hasta donde pueden. ¿Llegará este horror a los nietos cuando lleguen?
Hay que hacer algo. Pero qué, pero cómo. Los dos estamos en sillas de ruedas, los dos dependemos de esas que viven en y para el odio, el odio envolviéndolas, el odio entrando y saliendo por sus poros, el odio que convierte el aliento en miasma, el odio que hace arpón cada palabra. ¿Cómo hacer algo, si no somos más que pingajos a los pies del odio?