Foto: LGV 2010
Encontré este relatillo, como tantos otros escritos de más personas, entre los papeles de Alberto González Cáceres. Urbano Uribe de Urvando (1959-1986) fue uno de los más queridos e incesantes amigos de Alberto. Natural de Sevilla, vivió casi sus casi veintisiete años en dicha ciudad, de donde salía a visitar a Alberto como quien dice a cada rato. Físicamente un coloso, era tambaleante en lo anímico. Se suicidó al creer que había contraído el SIDA —lo que resultó incierto, según develó la autopsia—, en aquellos años de puesta en valor de virus escapado de laboratorio en forma de mono verde que muerde a humano. En literatura, admirador furibundo de Julio Cortázar, por más que ese fervor no lograse frutos en sus escritos, como también me pasa a mí. (Mario Cortés)
Me avisaron a tiempo, es aquél, salió precipitadamente y alcanzó a verlo. Ya estaban ambos en el bullicio, pero no se desalentó, puedo pescarlo, menos mal que es alto. Gritarle no serviría de nada, como no sea para llamar la atención de tanta gente que me lanzaría miradas como puntillas, indignada por un comportamiento tan impropio en fechas y circunstancias tan singulares aunque todos los años es lo mismo, y además para espantarlo, lo que no convenía de ningún modo. Tengo que seguirlo, lo cogeré, pues claro que lo cogeré. A ver por qué me he tenido que retrasar quedándome en el bar sabiendo lo que podía pasar, verse cogido en la bulla, lo que odia tanto. Allí está, no lo pierde, ni siquiera puede permitirse distraerse unas décimas de segundo; va ligero, parece mentira que con tanta gente pueda avanzar tanto, pero es que no tiene que estar pendiente como yo de por dónde va y de la gente que hay delante y a un lado y otro. Pero lo cogeré, vaya si lo cogerá. Ahora va por Alfaqueque y de allí a Redes, claro, seguro, pero le da igual que el tío tire por calles cortas y estrechas.
Ya me pasó otro año, verme encerrado entre tanta gente. Allí está, va a entrar por San Vicente, y casi se tiene que quedar parado porque ya están formadas las filas en las aceras, que no dejan pasar a nadie, como si se tratase de soldados preparados para un desfile y el teniente repasándolos con la mirada. Que no, que no se mueven, aunque adviertan la desesperación del que quiere pasar. Es que tengo que cruzar la calle, tengo ya que decir con voz enérgica y hasta amenazante que si van a dejarme pasar ante una pareja inmóvil como todas las demás cuyo varón no es más que un alfeñique sesentón endomingado que cuando ha oído el vozarrón le hace sitio incluso apartando a su mujer, una señora de maquillaje solidificado, escandalizada por el lance igual que la que sorprende al cura con una catequista. Señora, deje de asustar al espejo, está tentado de decirle, pero seguro que le retrasaría.
Como salga a la calle Alfonso doce va a ser difícil seguirlo, si no imposible, porque puede tirar a la izquierda, o a la derecha hacia la Puerta Real, o por la calle Bailén o perderse en la Plaza del Museo, si no se mete en Rafael Calvo. Pero menos mal que se ha quedado parado en la esquina, por qué no él también, es más alto de lo que me pareció y no lo perderé de vista. El tío no ha vuelto la cara en ningún momento, pero podrá identificarlo a cada instante de esta persecución que ya lo está cansando, sobre todo porque me duele la pantorrilla derecha y la planta del pie izquierdo le quema como si andase sobre brasas con pesas atadas a los tobillos, como si fuera de penitencia pero vaya la que me están haciendo pasar estos miles que no me dejan pasar, una penitencia que tal vez pudiera hacer valer ante el Cristo que me va a poner peor la cosa porque ya se ve venir y ha sobrepasado la esquina de García Ramos. Sí, pero ahí va hacia Monsalves; mejor, porque por esas calles debe haber menos gente. Tanta gente que lleva paraguas pero menos mal que ya no hay peligro de lluvia porque si esto se poblara de paraguas abiertos cómo iba yo a seguirlo por muy alto que fuera. Ha de aligerar porque el tío puede irse por Almirante Ulloa y volver a Alfonso doce y entrar en algún urinario de un bar, aunque no intentará nada porque no sabe que le estoy siguiendo aunque me estén matando los dolores; también puede desviarse para San Eloy.
Había supuesto menos gente pero había la misma; otra, pero la misma cantidad, pero ésta, por lo menos, aunque con una pachorra desesperante, se mueve, anda, daba alguna esperanza de alcanzar el objetivo que seguía avanzando como si nada le obstaculizara, como si saltara sobre la gente, como si, más que alto, fuese sobre zancos. No se ha desviado, va a llegar a la calle del Silencio y como tire para Alfonso doce ya la cosa se va a poner imposible aunque él también se quedará atascado porque hacia La Campana no hay Dios que avance como no sea el que viene en el paso. Vamos a seguirlo, dijimos los cuatro pero me he quedado solo y ahora aquí estoy más perdido no que el barco del arroz pero sí que una aguja en un pajar porque de aquí no hay forma de salir ni siquiera siguiéndole a él, a él, porque yo al otro tío no le veo, es que ya ni siquiera recuerdo quién era, porque yo no sé por estas calles, que sacándome de las del polígono ya no sé dónde estoy, y ellos los cabrones se habrán vuelto y estarán celebrándolo a mi costa y a la del viejo, y volver atrás es más difícil todavía que seguir adelante porque es una verdadera marea la que empuja.
Ahí está, no es tan alto cómo me parecía, o será que la demás gente es más baja de lo que a uno le parece. A ver si puedo, pero es que es tan difícil aproximarse, tan trabajoso, hay que emplear los codos, servirse de la envergadura para cargar contra la gente, desplazándoles un poco; al menos se ha quedado parado, La Campana es La Campana. Hay gente que me asaetea con la mirada; sí, ya estoy empleando los codos, mi altura, ¿o es que cada centímetro cuadrado va a ser intransitable porque toda esta gente planta en ellos sus pies durante horas en que no hay artrosis, ni reúma, ni la operación me está molestando, ni ¡ay!, Antonio, que me duele el costado? Pero sea como sea este a mí no se me escapa; ya lo tiene a pocos metros. Algunas veces pido perdón después del empujón, pero será por lo amenazante de mi mirada que nadie dice «pase, pase, no importa», o no, seguramente es porque se creen propietarios de la calle cuando ni lo son de las casas donde viven. Si no fuera de Sevilla todo esto me parecería increíble. O no, porque aquí viene la gente y ve todo esto como lo más natural del mundo, esta inmovilidad, este estatismo, y hace lo mismo, quedarse a pie firme las horas que les echen, que será eso de donde fueres haz lo que vieres.
Yo me voy a arrimar a la pared y aquí esperaré a que se despeje un poco la cosa, sea la hora que sea, hasta que vea una oportunidad de volver o mejor de ir para el barrio, porque como este vuelva al bar si aún le quedan ganas y fuerza y nos encuentre allí a todos se va a formar una buena cuando descubra de qué va la cosa.
Esta me ha dado con el paraguas en la pierna pero no voy a perder el tiempo ni la mirada no sea que ahora que casi le tengo a mano se me pierda porque ha podido salir y ya está a punto de entrar en la calle Tarifa donde ojalá le cayera el puñal que tiró Guzmán el Bueno. Como tire por Lasso de la Vega, sea a izquierda o derecha va a ser peor; si lo hace por Amor de Dios que éste lo ampare porque ya no va a tener escapatoria. Todavía me estorba la cantidad de gente, a momentos casi ni le veo, va ya por Amor de Dios, no sé cómo ahora puedo acordarme de chistes, que encima me está doliendo la barriga, que a un borracho en la Alameda lo quería llevar un municipal al cuartelillo que hubo en la Gavidia, y el borracho le decía «¡Ay, guardia, por amor de Dios!», y el municipal le contesta «No, por Trajano, que cae más cerca».
Más decidido que este no lo he visto nunca, ¡vaya si lo conocen los caras que se han quedado allí! Y yo haciendo el canelo pero ya me voy ahora que el camino se ha despejado aunque sea un poco. Ellos allá; ahora, que yo no voy a aparecer por el bar por lo menos en una temporada.
¡Pero no lleva el paraguas! ¡Y además este hombre no tiene planta de hacer cosas así! ¡Esos mamones se han quedado conmigo y con mi paraguas! ¡Yo me cago en cuantos muertos tienen pero los voy a poner a caldo habas, hijos de puta! ¡Cualquiera sabe lo que han hecho con mi paraguas! ¡Me cago…! ¡Es que me cago! ¿Y adónde entro yo ahora?.