CONTRA LA ESCUELA (UN RECORTE AMPLIADO). Pablo Romero Gabella

 

shakespeareandcompanyParísLGV2010Shakespeare & Company

(Foto: LGV París 2010)

 

         Los libros no se leen, a veces, ellos te leen a ti; te leen el pensamiento y se atreven a decir lo que tú no te atreverías a expresar. Los libros son peligrosos, tal como dejó constancia de ello Ray Bradbury en Farenheit 451. Tanto es así que en estos días releyendo un edición de Nikoláy Gogol  Almas muertas (1843), encuentro como apéndice una carta del autor  que comentaba lo siguiente:

«¡Pues es una tontería pretender, como hacen nuestros grandes espíritus, que el hombre se corrige solo en la escuela y no puede luego cambiar el menor de sus rasgos! Una afirmación tan absurda solo ha podido nacer en el estúpido pensamiento de un hombre mundano.»(pág. 503).

En los tiempos que corren, más o menos desde que Kant intentó explicarnos lo que era la Ilustración, decir lo que dijo el meláncolico-depresivo ruso (llegó a quemar la segunda parte de su exitosa novela) es un anatema. ¡Cómo se atrevía! La escuela, ¡por Dios!, si es la base del progreso de la sociedad, si es el pilar de nuestra civilización, si es el pedestal de nuestra democracia, de la ciencia! La sacrosanta institución que nos saca de la barbarie y de las tinieblas de la ignorancia, la madre de todos los males. Y si además es pública, universal y de calidad, pues más aún. Si hasta la tan discutida ley educativa que hoy combatimos en España se titula ley de calidad y en su preámbulo nos dice que no somos nada sin ella. Si las mareas verdes claman en nuestras calles y salas de profesores por ello. ¿No estaremos sacralizando en exceso nuestro papel como profesores y maestros?

Volvamos a los libros (¡ah los libros!). En este caso a un autor contemporáneo y antiguo profesor, Daniel Pennac que en su Mal de escuela (2007) nos dice:

«Honrando en exceso a la escuela, te halagas a ti mismo [al profesor] como quien no quiere la cosa, te presentas más o menos conscientemente como el alumno ideal. Y al hacerlo disimulas los innumerables parámetros que tan desiguales nos hacen en la adquisición del saber: circunstancias, entorno, patologías, temperamento…¡Ah, el enigma del temperamento!» (pág. 228).

¿Somos tan realmente indispensables los maestros y profesores? Eso pensaron Bouvard y Pécuchet, los dos protagonistas del último e incloncluso libro de Gustave Flaubert, allá por el 1881. Dos tipos que hoy llamaríamos frikis y que se propusieron gastar la herencia de uno de ellos en ser los mejores en cualquier campo del conocimiento: arquitectura, arqueología, botánica… y por supuesto en pedagogía (curiosamente escribiendo este capítulo Flaubert pasó a mejor vida y no pudo terminarlo). Pues tras fracasar en otras esferas científicas emprenden la honrosa tarea de fundar una escuela basada en la pedagogía moderna. Los resultados, como no podían ser de otra manera, son desastrosos. Leamos  una de sus conclusiones al respecto:

«Para los niños el futuro no existe. Era inútil saturarlos de esta máxima: “El trabajo es honorable y los ricos suelen ser desdichados”. Habían conocido trabajadores nada honrados y recordaban el castillo donde la vida parecía buena. Los suplicios del remordimiento les eran pintados con tanta exageración que olfateaban la burla y desconfiaban del resto.» ( pág. 265).

¿Exageramos el poder transformador de nuestro trabajo? Esto es justamente todo lo contrario de lo que nos dicen los medios de comunicación (en campañas financiadas por editoriales) y nuestros gobernantes. Todo lo contrario de lo que pensaba la escuela regeneracionista que comenzaba con el axioma de Joaquín Costa de despensa y escuela, y que continuaron probos intelectuales como Francisco Giner de los Ríos («¡por una senda clara!») u Ortega y Gasset, que nos decía en 1910, para solaz de los constructivistas actuales:

«La pedagogía, en cuanto ciencia, puesto que trata de modificar el carácter integral del hombre, halla ante sí dos problemas: es el uno determinar la forma futura, aquel tipo normal de hombre en cuyo sentido ha de intentarse variar al educando: éste es el problema del ideal educativo… El pedagogo comparte con los demás hombres la responsabilidad de lo actual; pero además , como es el preparador de lo futuro, pesa también el porvenir sobre su responsabilidad. Nosotros somos lo que en los sueños de nuestros padres y maestros se movía oscuramente: los padres sueñan a los hijos y un siglo al que le sucede» ( pág. 46).

¡Ah la pedagogía! Base angular del proyecto social. Al respecto Pennac escribe (y algo sabrá de eso, digo yo):

«Sucede con la pedagogía como con todo lo demás: en cuanto dejamos de reflexionar sobre casos particulares (pero, en este campo, todos los casos son particulares), para regular nuestros actos, buscamos la sombra de la buena doctrina, la protección de la autoridad competente, la caución del decreto, el cheque en blanco ideológico» (pág. 118).

¡Dadnos un punto de apoyo (ley, decreto, orden, programación didáctica) y transformaremos el mundo! Porque al fin y al cabo lo que muchos buscan es el asidero legal para justificar su tarea heroica en su lucha contra la ignorancia. ¡Dadnos un Pacto por la Educación que salve al país!… y por supuesto, dadnos un buen sueldo. A fuerza de halagos estamos perdiendo el sentido de la educación ¿o del aprendizaje? ¿Qué somos: enseñantes o educadores?

Defendiendo y sacralizando la educación nos envolvemos en las grandes ideas de la Ilustración que no nos dejan ver la realidad diaria en las aulas. Dejemos por un momento nuestro halo prometeico y veamos la realidad. Nuestro trabajo es, sin duda, importante pero no depende en exclusiva de nosotros, no nos halaguen unos y otros para hacer todo lo contrario: eludir la responsabilidad que cada uno tiene. Porque también producimos monstruos. Es curioso señalar que en la novela Sin novedad en el frente (1929) de Erich Maria Remarque, el personaje malvado (además de los barrigudos generales sin sentimientos) es el profesor, el señor Kantorek. Este personaje es el que lleva a sus pupilos, en agosto de 1914, de los pupitres a la oficina de reclutamiento. Y el autor nos dice:

«Ese género de educadores lleva casi siempre preparado su patetismo en el bolsillo del chaleco, para distribuirlo en cualquier momento, en forma de lecciones.» ( pág. 15).

Lo mismo que hace el profesor-reclutador en la novela de ciencia-ficción Starship Troopers  (1960) de Robert A. Henlein y que Paul Verhoeven llevó al cine en 1997.

Y si siguiéramos en un hipotético catalogo de profesores malvados,  siempre (al contrario que muchos compañeros de mi generación) me ha parecido particularmente empalagoso el personaje del profesor protagonista de la película El club de los poetas muertos (1989). Sí ,el de «¡Oh capitán, mi capitán!». Como vemos no todos los profesores somos unos héroes como el que representa Fernando Fernán Gómez en La lengua de las mariposas (1999). Y no les voy a destripar el final de la película.

Bajemos del Olimpo educacional al que falsamente nos han encumbrado con zalamerías ilustradas, y pensemos lo que les dice a sus alumnos el maestro de esa película tan poco vista por televisión (¡donde va a parar si la comparamos con la de Michel Pfeifer dando mandobles en Mentes peligrosas!) que es La piel dura (1976) de François Truffaut:

«La vida no es fácil, es dura, y es importante que aprendáis a endureceros para que podáis enfrentaros a ella, ojo, endureceros no ser insensibles… Más adelante tendréis hijos, y yo espero que vosotros los queráis y que ellos os quieran. En realidad, ellos os querrán si vosotros los queréis. Si no, traspasarán su amor o su afecto, su ternura, a otras personas o a otras cosas. Porque la vida está hecha de ese modo: no podemos vivir sin querer y ser queridos»

Y aunque suenen estas palabras un poco cursis o trasnochadas en ellas hay una gran certeza. La misma que guía a los últimos ejemplos de maestros que citaré  y que son mis preferidos: los del profesor Gao y su sustituta la maestra interina Wei que enseñan en una mísera escuela (sin pizarras digitales, ¿es esto posible?) en el interior de la China rural, en la película de Zhang Yimou Ni uno menos (1999). Si han tenido paciencia para llegar a este punto, veanla… se lo dice el profesor.

[Libros citados:

FLAUBERT, G., Bouvard y Pécuchet, Tusquets, Barcelona, 2009 (traducción de Aurora Bernárdez).

GOGOL, N., Almas muertas, Edaf, Madrid, 2006 (traducción de Rodolfo Arévalo).

ORTEGA Y GASSET, J. «La pedagogía social como proyecto político», en Escritos políticos, Alianza Editorial, Madrid,1990.

PENNAC, D., Mal de escuela, Debolsillo, Barcelona, 2011 (traducción de Manuel Serrat).

REMARQUE, E. M., Sin novedad en  el frente, Ed. Orbis, Barcelona, 1999 (traducción de Aurelio Garzón y Fermín Soto).

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EN «CARMINA» LEA, TAMBIÉN, AL AUTOR EN:

La serie «RECORTES» de Pablo Romero Gabella

2 comments.

  1. Muy curioso artículo, conozco los personajes incluidos el maestro Gao y la pequeña Wei. Esa música y la niña llorando…
    Muchas gracias por el artículo, Maestro.

  2. Gracias a tí Manuel, y ciertamente cuando Wei sale en la tele pidiendo que vuelva su alumno es que es un momentazo, como dicen…Gracias de nuevo por tu lectura y comentario. Un abrazo.

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