LA PISTOLA DE BELTRÁN. Por Rafael Rodríguez González (De la serie «SUCESOS», Homenaje tardío a «EL CASO»)

Eduardo se llamaba —murió hace unos años— el protagonista del suceso, del escalofriante suceso. Si ustedes son capaces de verse imaginariamente en esa misma situación verán que no exagero.

            Una tarde de Febrero de 1976, Eduardo, que entonces tendría treinta y seis o treinta y siete años, entró en la sede de la Confederación Nacional de Sindicatos (el sindicato vertical), sita en el mismo edificio que hoy ocupa CC OO, en la sevillana Plaza del Duque. Eduardo trabajaba en las oficinas de la empresa harinera La Modelo, y era enlace desde Mayo de 1975, cuando las elecciones sindicales habían dotado de numerosos representantes a las ilegales Comisiones Obreras, tanto en las empresas como en los sindicatos locales y provinciales, alcanzando el tan prometedor nuevo movimiento obrero unas posiciones que le permitían agudizar las contradicciones y movilizar a cada vez más trabajadores, valiéndose del propio entramado del régimen. Eduardo también había sido elegido por los demás enlaces vocal del sindicato provincial de su gremio.

            Nuestro hombre, ya también muy ligado al PCE en Alcalá, era un entusiasta de la tarea de acentuar las contradicciones, de manera que muchas tardes las pasaba en el edificio de la Plaza del Duque: reuniones, asambleas, agitación, difusión de textos… Eran momentos en que había que tomarse algunas libertades «por la cara». Si no…, aún andaríamos escondiéndonos para hablar de política o de la subida del jornal o de la luz.

            Eduardo era, pues, un elemento molesto. Persistentemente molesto. La Brigada Político-Social aún campaba a sus anchas, aunque ya le era imposible entregar al Tribunal de Orden Público a cuanta gente se movía (casi toda de la misma cuerda). Más bien se dedicaba a capear el temporal manteniendo dentro de ciertos límites aquel sindicalismo de rompe y rasga.

            Nuestro paisano, tengo forzosamente que detenerme en ello, lucía un cabello extraordinariamente primoroso. Abundante, levemente ondulado, peinado con mimo, cortado con esmero. Eduardo, además de con la labia y la simpatía, había contado siempre con su pelo para las conquistas, y no me estoy refiriendo a las sindicales.

            Aquella noche estábamos Diógenes Domínguez Rodríguez y yo en la puerta del bar de Baltanás, charlando un poco. Vimos aproximarse a Eduardo. Ni antes ni después he visto una cosa igual, ni creo que la veré en lo que me quede de vida. Eduardo empezó a contar. Yendo por un pasillo del edificio ya mencionado, el jefe de la Brigada Político-Social de Sevilla y otro agente le empujaron hacia un cuarto. Beltrán —así se llamaba el jefe, un individuo enorme, cuyo fondo de espíritu se resumía en unos ojos negros y punzantes en los que asomaba el infierno— le hizo sentarse y le introdujo en la boca el cañón de su pistola: «Como vengas más por aquí te va a salir la bala por la nuca», le dijo al sindicalista. Y lo dejaron ir.

            Cuando Eduardo nos contaba el indignante hecho, casi tres horas después de haber sucedido, nuestro amigo y hermano de lucha aún tenía los pelos de punta, totalmente de punta, erizados totalmente, como un cepillo, atiesados a más no poder. Yo fui comprobando, y lejos de mí en este momento la menor chanza, que el pelo de Eduardo comenzó entonces su deterioro, encaneciendo prematuramente.

            Eduardo no dejó de ir por el edificio de la plaza del Duque de la Victoria. Demostró aquello de que el valiente no es el que no tiene miedo, sino el que lo vence. En este y en tantos casos, con la ayuda que da el ver claro y lejos.

 

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