Codicia voraz
(Foto: Manuel Verpi [Alcalá 2014])
Poco a poco, la codicia ha ido devorando un pueblo ya convertido, pretendidamente, en ciudad aunque ahora se quiera «Uno más». Un pueblo que destacaba en la provincia desde tiempo inmemorial, cuando aún ni siquiera existía el concepto de provincia ni el de pueblo; puedo así remontarme al Neolítico y pensar en el espacio de Gandul o al Medievo e imaginar la importancia del castillo y su dominio. Sin embargo, desde que llegó la última democracia la codicia se ha encarnado en quienes gobiernan la cosa pública y convierten a la cosa en eso, en «objeto inanimado, por oposición al ser viviente», tal y como define el diccionario de la RAE este término, una cosa en su más mínima expresión, un anecdotario de ora un acto en el auditorio, ora unos pintores en la ribera del Guadaíra, ora un festival de flamenco en una plaza…; ellos, los auténticos pseudopolíticos, a los que se unen los pseudofuncionarios, los pseudoempresarios, los pseudotécnicos, los pseudoperidodistas y los pseudociudadanos. Ellos, los codiciosos, tienen el afán excesivo de la apariencia y el aparente deseo de hacer algunas cosas buenas, el absurdo del derroche sin pensar en el beneficio de todos sino en el de unos pocos. Y no escribo ahora en clave de «Podemos» o de «Ganemos» sino en clave «DeAlcaláSemos». En Alcalá, lo que los auténticos pseudos codician no es el espacio ni el tiempo sino el dinero que les renta la destrucción de todo eso: han conseguido la destrucción de un tiempo donde Alcalá fue referencia artística, cultural, paisajística, política, empresarial y la destrucción de un espacio, el lugar donde conviven y transitan, pasean y disfrutan los alcalareños, aunque, en nuestra desesperación, digamos: «siempre nos quedará Oromana».
¿Y por qué la inteligencia en oposición a la codicia? Pues porque la inteligencia en el gobierno de la cosa pública se podría definir como definen sus ciudades y pueblos el vecino Portugal o la vecina Francia. Conservando costumbres y tradiciones, alejando el capricho y la veleidad, por ejemplo, de construir una escuela de flamenco donde ya está consolidada una Escuela de Idiomas o tirando la tapia de la Harinera del Guadaíra para colocar barras de metal galvanizado y, en definitiva, apoyando las verdaderas trayectorias culturales, en su concepción y construcción más amplia, dándoles vida. Que cualquier ciudadano para mantener o emprender una iniciativa no tenga que pagar un auténtico pastizal (de pasta, dinero), a fin de cuentas, pasto para las bestias que nos gobiernan.
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