LAS MEJORES INTENCIONES (O NO). Pablo Romero Gabella

 

Erik_Bergman (1)

Erik Bergman

Padre de Ingmar

(1886 – 1970)

 

Ingmar Bergman (1918-2007) al escribir Las mejores intenciones no sólo narraba de forma literaria cómo se conocieron sus padres y cómo llegó él mismo al mundo, sino que plasmaba, como pocas veces se ha hecho, la realidad frente a la idea, el ser y deber ser. En 1992 dicha obra fue guionizada por el propio Bergman y el director danés Bille August le dio forma cinematográfica dando por resultado una película (y serie de TV) enorme.

         La historia transcurre en la ciudad sueca de Upsala entre 1909 y 1918, un periodo crítico en la historia de Suecia por su gran conflictividad social (al igual que el resto de Europa) y que la Revolución rusa acentuaría en la zona báltica con la sangrienta guerra civil finlandesa. En ese contexto Henrik Bergmam (un estudiante de teología pobre y maltratado por la vida) y Anna (una niña bien de una acomodada familia) se enamoran y posteriormente se casan, a pesar de la oposición de la familia de ella. Pudiera parecer una historia romántica más, una bonita lucha por el amor entre clases sociales dispares. No obstante, la historia avanza: la pareja se establece en un pequeño pueblo al norte de Suecia donde es enviado Henrik cuando es ordenado pastor de la iglesia luterana sueca. Allí lo agreste de la naturaleza y de una sociedad polarizada entre trabajadores pobres y un empresario despótico, el señor (Nordenson) hace mella en la pareja. Henrik toma partido por los obreros, e incluso cede su iglesia para sus reuniones durante una huelga, y se enfrenta al patrono. Su religiosidad se vuelve ascética en busca de una pureza de ideales que le permita redimir a su comunidad. Anna se ve desplazada a un segundo lugar, dedicándose a auxiliar a su marido en su trabajo de asistencia social a sus fieles y a darle dos hijos. Además de esto, se harán cargo de Petrus (un niño triste y abandonado por su padre) que encuentra en Henrik, Anna y su hijo a su familia. La austeridad de Henrik frente a lo mundano se refuerza al rechazar el cargo de capellán de un moderno hospital para necesitados que la reina Victoria va a fundar en Estocolmo, donde incluso la pareja irá requerida por la mismísima reina.

         La actitud cada vez más fanática de Henrik en su idea religiosa y moral de desapego al mundo abre una brecha profunda en la pareja que hace que Anna decida abandonar a su marido, embarazada de su segundo hijo,  y volver con su familia a Upsala. Al final, Henrik tras sumergirse en el pozo más profundo de la soledad en busca de una pureza que no llega alcanzar, se rinde al mundo: acepta el puesto en Estocolmo y vuelve a reunirse con su mujer e hijos.

         Bergman nos plantea la diatriba entre el ideal y la realidad. Y como ya hizo en Fanny y Alexander, una década antes, apuesta por la realidad que representa Anna. Es ella la que le dice a su marido que lo deja por «responsabilidad» con sus hijos, que esa vida que le proporciona él los está destruyendo en pos de un ideal absurdo. El propio Henrik en la escena en la cual charla con el padre de Anna, le confiesa que su «fe es infantil». Un infantilismo que encubre la realidad de un hombre confuso, marcado por la miseria en su infancia, por el desprecio por parte de la rica familia de su padre y que le lleva a convertirse en un ser resentido y vengativo. Toda las vestiduras de futuro clérigo no hacen más que ocultar a un hombre que no sabe el verdadero valor del perdón. Cosa que sí aparece en el personaje (en un principio negativo) de la madre de Anna.

Bergman podría haber presentado a su padre como un hombre idealista, desprendido, que proviene del pueblo, que ayuda a los obreros y que acoge a los necesitados. Pero la realidad no es el ideal y es esta la lección máxima de esta grandiosa obra: no por tener las «mejores intenciones» llegamos al bien, al contrario. En muchas ocasiones, como dijo el filósofo del principios del siglo XVIII Bernard Mandeville, los propósitos más despreciables producen consecuencias valiosas y viceversa. Esta idea es la que nos suscita «una mezcla variable de escándalo, fascinación, morbosidad y pavor, pero que es la que en el fondo sostiene y hace funcionar a nuestras sociedades modernas capitalistas del bienestar» (J. María Ruiz Soroa,«¡Claro que era bueno!», El País, 13 diciembre de 2012).

Nos escandaliza que un teórico hombre «bueno e íntegro» no sea más que la otra cara de su rival: el anticlerical y, no obstante, patrono Nordenson, el cual acabaría suicidándose. Se podría pensar que los feligreses de Henrik deberían agradecer que se mantuviera en su pueblo perdido en los bosques boreales al rechazar su ascenso a Estocolmo. Sin embargo, Bergman nos cuenta como esos mismos feligreses, que lo apoyaron en sus comienzos, al saber de su renuncia, lo desprecían porque han entendido su juego. Lo mismo que Tolstoi nos cuenta con su personaje central de Resurrección.  Éste, un rico terrateniente, en un arranque de misticismo les cede todas sus tierras a sus campesinos. Éstos las rechazan porque entienden que si el «amo» hace eso es porque le conviene más a él que a ellos mismos. Esto mismo hacen los feligreses de Henrik: comprenden que su pastor sigue con ellos para demostrarles su superioridad, lo que supone un desprecio para sus humildes vidas. Está con ellos para considerarse «mejor» que ellos, un mártir que lleva al sacrificio a su joven mujer y a su hijito. Esta idea que nos expone Bergman me parece tan valiente y esclarecedora que ilumina muchas acciones de todos aquellos laicos y religiosos que con «las mejores intenciones» han intentado hacer un paraíso en la Tierra y han hecho todo lo contrario, lo han convertido en un infierno.

         Para Anna, que representa al pragmatismo, el mundo debe estar regido por el sentido común y no por martirios en vida, que no hacen otra cosa que provocar sufrimiento. Bergman a través de Anna y su familia, hace una defensa del mundo acogedor de la familia burguesa (tal como hizo en Fanny…). Frente a progresistas amantes hipócritas de la precariedad, Bergman apuesta por el confort que proporciona la familia. Un canto a algo tan vilipendiando como es la burguesía. Porque, al contrario de lo que muchos dicen, no hay dignidad en la pobreza, sino en la lucha por salir de ella. Y no solo en lo referente a la miseria material, también a la miseria espiritual a la cual se ve abocado Henrik.

         Tal como ha visto el articulista José María Ruiz Soroa con el caso de Robespierre, igualmente nos podría servir el de Henrik para el tiempo en que vivimos, tan crítico como el que le tocó a él vivir:

«El mundo se ha desbocado e, incapaces de soportarlo, caemos en la tentación de la moral implacable como remedio a sus defectos. Acabemos de una vez con los vicios, con los zánganos, con los egoístas, con las hipotecas, con los bancos, con los políticos, con los ticos, y así sucesivamente. Todo el mundo se vuelve moralista intransigente a la vista del desastre…Pero cuidado…recordemos que la buenas intenciones virtuosas engendran monstruos.»

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