Posts from julio 2013.

ENTRÉ EN MI CASA. Poema de Lauro Gandul Verdún

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CANTO NEÓGENO AL CETÁCEO FÓSIL DE ALCALÁ DE GUADAÍRA. Poema de María del Águila Boge

 

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Donde tiempo ha el cetáceo fue hallado

Foto: Manuel Verpi La Aceña

ribera del río Guadaíra

2013

 

Aquí quedó varada tu inquieta singladura
de anfibio transatlántico de mundo adolescente.
Hace cinco millones de años.
Cuando el neutrón y el electrón se fisionaban
para continuar la evolución de las especies
y el hombre de Atapuerca aún no era antropófago.

Del plancton primigenio te nutrías.
Al emerger saltabas ágilmente como un delfin ingrávido.
Padre Sol te acariciaba los flancos chorreantes.
Como un Tritón te sumergías en las profundidades
del Dios del Mar Poseidón-Neptuno.

Entre arrecifes de corales algas medusas e hipocampos
esquivabas tiburón y pez-espada siguiendo a una Sirena.
Tal vez tu esperma de joven ballenato
para poblar la Tierra
gozosamente inseminaba a una congénere.

Mas yo te hago, ballena, ilustre antepasada Madre nuestra.
Jonás de nuestro Pueblo de Mar aterrizado.
La alcalareña entraña de alberos y lianas
donde te rescataron, Oceánica Reina,
en rumor de caracolas guarda
tu acuática música de Händel
de Sílfides de Atlántida y Mar de Debussy.

Telúrico fetiche, Diosa Madre,
Tótem de nuestra Tribu.

 

UN EXTRAÑO SIN NOMBRE NI SIGNOS. Poema de Lauro Gandul Verdún

 

 Al poeta Juan Enrique Espinosa Flores


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¿HAY QUIEN SE ASOME A LAS VENTANAS? Fotografía de Manuel Verpi (Sevilla 2013)

 

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El fotógrafo Manuel Verpi en «CARMINA»

 

EL AMO. Por José Manuel Colubi Falcó

 

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Demarato, rey de Esparta

(desde el 515 hasta el 491 a.C.)

 

Ha habido batallas cuyos efectos perduran hoy y, por más que sean muchos los siglos transcurridos, siguen siendo recordadas por la trascendencia que han tenido. Es el caso de Maratón (490 a.C.), Termópilas, Salamina, Platea (480 y 479 a.C.), todas libradas frente al persa, sin las cuales la sociedad occidental no estaría presidida por los ideales de Libertad, Derecho, Justicia, Igualdad. Es lo que resalta Heródoto en su Historia VII, 101-104:

         En un diálogo entre el persa Jerjes y el griego Demarato, aquél, que prepara la conquista de Grecia, pregunta a éste si los griegos osarán hacer frente a su numerosísimo ejército; el desterrado demanda si debe contestar con verdad o con halagos, y atendiendo al ruego del rey, describe el carácter y conducta del pueblo heleno: aunque la pobreza ha sido siempre compañera de la Hélade, una excelencia cultivada con sabiduría y leyes firmes hace libres a sus pueblos de la penuria y del despotismo, y de ahí que elogie a aquellas gentes, si bien en su relato hará referencia sólo a los lacedemonios. Éstos —dice— no aceptarán sus condiciones, porque traen la esclavitud a Grecia y se enfrentarán a él en la batalla, sin importarles sin son mil, si más o menos. El persa se ríe de lo que considera una tontería: ¿cómo podrían mil, diez mil o cincuenta mil hacer frente a una hueste tan numerosa como la suya, siendo, además, libres por igual, no bajo el mando de uno sólo que pudiera inspirarles temor y forzarles a luchar aun a latigazos? Pues aunque los lacedemonios fueran cinco mil, los persas —dice— suman más de mil por cada uno. Es más, en su guardia personal hay hombres capaces de enfrentarse a tres griegos a la vez. La respuesta que Demarato da a un Jerjes incapaz de entender la libertad es premonitoria: «¡Oh rey!, desde el principio sabía que si hablaba con veracidad, no diría cosas agradables para ti; mas como me obligaste a decir las palabras más veraces, referí lo concerniente a los espartiatas… Los lacedemonios a nadie son inferiores en combates singulares, pero juntos en formación son los mejores de los hombres todos. Porque, aun siendo libres, no son libres del todo: sobre ellos hay un amo, la Ley, al que temen mucho más que los tuyos a ti, y hacen lo que les manda, y les manda siempre lo mismo: no les permite huir de la batalla ante ninguna multitud, sino permanecer en el puesto hasta vencer o morir». Y así sucedió en las batallas mencionadas.

 

ES LA LUZ, SÍ. Poema de Lauro Gandul Verdún

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EL EXTRAÑO CASO DEL NIÑO MONJE. Por Rafael Rodríguez González

 

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San Hugo en el refectorio de los Cartujos

Francisco de Zurbarán

1598-1664

 

Son muchas las ocasiones en que los mayores hacen con las criaturas cosas deleznables. Con las suyas propias, quiero decir. Eso trae como consecuencia, en multitud de casos, unos resultados abominables. Es lo que pasó con Manuel Pobre Zapato. Ruego no se rían de los apellidos del aquel entonces muchacho. Porque la cosa es realmente seria, con independencia de lo chusco que resulte el nombre.

            Fue que a Manolito, a la hora de hacer la primera comunión, lo vistieron de fraile. A un niño de apenas siete años. De fraile. No le pusieron barba, ni le raparon para hacerle un cerco en la cabeza, al estilo del que lucía fray Junípero Serra, o, salvando las distancias, el renegado Tomás de Torquemada, pero lo vistieron de fraile. De fraile. Hay que tener malas entrañas para vestir a un niño de fraile. Esa es mi opinión y de más gente, prácticamente de cuantas personas se enteran del caso. Dejando aparte lo que esos padres creyeran querer a su hijo.

            ¿Es que alguien puede siquiera soportar la idea de vestir a un niño de fraile? Porque no es lo mismo vestirse o que lo vistan a uno de monaguillo, o de seise, o de esos que no sé cómo le dicen que sueltan el sahumerio, o, en fin, con alguno de esos tantos hábitos ropajes como hay. Porque vestirse o que te vistan de fraile imprime carácter, que diría Ortega. Y más cuando no se han cumplido siete años. A esa edad, un pantalón y una camisita bien planchados y sin ninguna costura delatora de remiendo. No un manteo de fraile. Por Dios santo. Si ni a Marcelino, el de Marcelino, Pan y Vino, lo vistieron así…

            Y con la calor que ese niño pasaría a últimos del mes de mayo.

           

            Que por mayo era, por mayo,

            cuando hace la calor,

            cuando los trigos se encañan

            y están los campos en flor,

            cuando canta la calandria

            y responde el ruiseñor

 

            Que escribió uno del que no se conoce el nombre. Y menos mal que no le pusieron capucha. En todo caso, lo del calor no revestiría mayor importancia. Lo que realmente la tuvo fue la afectación del hecho sobre la psique de Manolito. Es decir, sobre su personalidad al completo. Como también diría Ortega. Y tal vez Freud, no sé. (Cuando menciono a Ortega no me refiero a Ortega y Gasset, sino a un barbero muy borracho que había en el pueblo de Manolito, y que era un filósofo y ensayista mucho más agudo y atinado que don José, dónde va a parar. «Aquí estoy ensayando una borrachera», solía proclamar en la taberna. Ni que decir tiene que cada ensayo era un éxito).

            Manolito siguió yendo a la escuela después de aquel episodio, pero ya nunca fue el mismo. Su abuelo, un cabrero famoso en el pueblo, dijo cuando lo vio de fraile: «El Demonio tiene más formas que plantas tiene el campo. Pero ésa no la querrían ni las cabras». El abuelo de Manolito era célebre por sus exageradas sentencias, pero en este caso no le faltaba algo de razón. Y dijo también: «Dicen que el hábito no hace al monje. Menos mal». 

             Pero estas últimas palabras fueron fatales. Está probado que al ser pronunciadas se desató una tormenta seca y se fue la luz eléctrica durante un día entero. Fuera por designios de Hípnos, o por los de Hermes, o por los de Yseff, el hermano pequeño de Yhavé, lo cierto es que Manolito fue presa del hábito. O preso del hábito, como también puede decirse. Y lo fue durante toda su vida. Presa y preso. (Yhavé, también llamado Jehová, era el mayor de doce hermanos. Después le  seguían o no, según Jataré, Loharé, Ambras, Jacé, Sejó, Siés, Noés, Nato, Canane, Péate y el pequeño Yseff, que era el que más poderes tenía, pero todos malignos. Esto lo supe por el propio Manolito). Además, los padres de Manolito estuvieron de pelea una semana entera.

            Debido al poder de quien fuera pero algo pasó ese día después de que su abuelo dijera aquello.

            Ensimismado y totalmente absorto en pensamientos que ni siquiera los maestros de escuela más severos eran capaces de hacerle revelar, Manolito apenas si llegó a aprender las cuatro reglas y a manejar una ortografía más que incierta. De Historia no conocía más que la que llaman sagrada, y si de Geografía, los alrededores del Mar Muerto. Todo lo demás parecía que se encontraba tras un muro infranqueable para Manolito. Más que infranqueable, ajeno por completo. Manolito no es que fuera raro, Manolito es que era lo más extraño que pudiera conocerse, si es que el verbo conocer pudiera ser de aplicación en este caso.

            El caso se iba dando a conocer —ya ésta es una acepción distinta— entre la comunidad educativa, aunque entonces no existía; y entre la gente corriente las cábalas tomaban voz. «Ese niño tiene encima un hechizo de cojones», aseguraba algún perspicaz observador; «Dios quiera que vaya cambiando con la edad», manifestaba un optimista; «¿no será hijo de un cura?», osaba decir alguna mujer tan ligera de lengua como de cascos. Manolito no jugaba al fútbol, ni a la pídola. No iba al río a bañarse, ni pedía que le dejasen subir en bicicleta. No tenía amigos. Ni peleaba con nadie.

 

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San Serapio

Francisco de Zurbarán

1598-1664

 

            Por aquel entonces murió su padre, y Manolito quedó, como es normal, junto a su madre y sus cuatro hermanos, tres varones y una niña. La familia tiró para adelante gracias a que el mayor de los hermanos (trece años, todo un hombre) comenzó a trabajar, y a la ayuda que prodigaban una tía paterna y su marido.

            Manolito empezó a preocupar seriamente a su madre. Cuando volvía de la escuela, Manolito se iba al corral, se sentaba en una piedra y allí permanecía, con la cabeza entre las rodillas, hasta que la madre llamaba voz en grito: «¡Niñoooos, venga a comer!». Eso sí, Manolito comía, y no poco, aunque no parecía aprovecharle mucho. «Este niño tiene que tener una solitaria», le decía la madre a las vecinas. Cuando una de éstas sorprendió a Lorenza espiando a su hijo a través de la puerta del retrete común, no dudó en espetarle:

            ¿Tú eres tonta? ¡Si no tiene edad para eso, me cago en la masa del pan y en las esteras del molino!

            Llevaba razón, porque el espíritu de Onán no podía aún encarnarse en aquel cuerpo. De si llegó a hacerlo después y si fue que sí con qué intensidad no he llegado a saberlo, que esas cosas no se preguntan entre hombres de verdad.

            «Pero, niño, ¿a ti qué te pasa? Ni juegas, ni corres… ¿Tú estás alelao o qué? ¡Me cago en la leche que mamó Juanete!».  La madre de Manolito no sabría lo que era un tratamiento de shock, pero de que lo practicaba no hay ninguna duda.

            Cierto día acusaron a Manolito, siendo ya un muchachito de doce años, de haber agredido a un bergante algo mayor que él. Lo que de verdad había pasado es que el supuesto agredido se había acercado a Manolito, le había cogido la mano e intentado besársela, a modo de lo que por aquel entonces se hacía con los curas al cruzarse con ellos por la calle. Fue en ese momento cuando Manolito, al rechazar la operación, golpeó sin proponérselo al jocoso, haciéndole sangrar por la nariz. El otro era alto y fornido, al contrario que el enclenque y bajito Manolito, pero el tal era uno de esos bravucones que a la menor descarga muestran la popa y toman rumbo a la nave nodriza. Y además contando embustes, que es lo más feo que puede hacer un mozalbete. Si lo sabrá el que escribe. Me refiero a otros que escriben.

 

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Calle Guzmán el Bueno

Sevilla

(postal antigua)

 

            A raíz del incidente, la madre se decidió a llevarlo a un buen médico. Que los había, como incluso los hay ahora. Entre lo poco que tenía junto y lo que aportaron su cuñada y el marido reunieron lo suficiente. Al séquito de Manolito les impresionó la casa de don Salvador Agüero, en la sevillana calle de Guzmán el Bueno, porque este doctor de tan esperanzador nombre tenía la consulta en su propio domicilio. Más o menos como todos en aquélla época. Como estaban en pleno julio y eran las cinco de la tarde, el fresco que desprendían el zaguán y el patio, todo de mármol y con la vela por debajo del lucernario, a los mayores les pareció entrar en la gloria, y así lo dijo Fernando, el marido de la tía de Manolito. Y entonces habló el niño, que era lo que nunca, o casi, hacía: «El camino de la gloria no es tan corto ni tan fácil». Mientras la amanuense del doctor, a quien no se le había escapado el detalle, les invitaba a tomar asiento en unos sillones de mimbre dignos de hacerles una reverencia después de ser usados, Fernando se cagaba para sí en la madre que lo parió, en la madre de su mujer y en la de Manolito, que era la única madre presente. «¡Vaya el niño, vaya el niño!», se decía Fernando, mordiéndose la lengua.

            La señorita hizo entrar en el despacho de Agüero a la madre de Manolito. A los diez minutos salió Lorenza y entró el niño. Pasó media hora. Y otra media. La madre, su cuñada y su concuñado se miraban, inquietos. Por fin, Manolito apareció y con él don Salvador, que hizo pasar a los mayores, mientras el pre-púber se sometía a las preguntas de la asistenta: «¿Quieres agua?» «¿Y caramelos?». A los dos ofrecimientos se negó. (Si le hubieran hecho un tercero podría haberse sentido Cristo en el desierto).

            Don Salvador no fue muy prolijo, pero sí taxativo: «Lorenza, su hijo padece  una congestión vehicular de índole cenital, producto de una intensa exposición a elementos transcendentes». Lorenza se quedó como la que ha perdido el tren. El doctor agregó: «Tengo que decirle que esa dolencia no tiene tratamiento, ni siquiera paliativo. Pero seguramente irá desapareciendo en el transcurso de su vida». La madre de Manolito pensó en ese momento si en la de su hijo o en la de la suya. Volvieron al pueblo, y nada, a aguantar.

            Por aquellos días, algún diablillo hizo circular entre la chiquillería una letrilla inocente. Inocente pero molesta, lo cual no sé cómo se conjuga.

 

            Manolito lito lito,

            Manolito lito lán,

            es un niño tan bueno

            que lo llevan al altar

 

            Pasaron los años, que esos nunca dejan de pasar, y Manolito, de la mano de su hermano mayor, se hizo pintor. No es que fuera el Velázquez de la brocha gorda, pero sí adquirió cierto prestigio entre ciertas familias, sobre todo porque de él nunca salían blasfemias, ni juramentos, ni palabras malsonantes. Manolito era una balsa de aceite. O de pintura de aceite. Sus colegas, casi todos gente de muy distinto proceder, le apodaban «Manolito el misionero». Desde luego, no les faltaba algo de razón, porque este pintor, en cuanto tenía a su alcance a los hijos de los dueños de la casa, les lanzaba admoniciones sin descanso, lo que tampoco caía bien  a algunos padres, que habían contratado a un pintor, no a un padre monje que se dedicara a predicar brocha en mano. También había hecho el servicio militar. Fue en Melilla, en Regulares. Manolito (el diminutivo le acompañó toda su vida) se hizo famoso entre jefes y tropa por ser siempre el que ayudaba a misa, y por ser el único soldado de Regulares que no se comportaba con la misma regularidad que los demás.

            Los años otra vez los años fueron ablandando el caletre de Manolito, que fue pasando de una ortodoxia propia del Concilio de Trento a la adoración de la mitología no cristiana ni judía más errabunda que pensarse pueda. Porque, como ya han podido comprobar en el caso de Yhavé y sus hermanos, Manolito recibía revelaciones de ultratumba, o de donde fuera. Y se le aparecían dioses, oráculos y semidioses. Y sus correspondientes hazañas. Aunque hay que reconocer que casi siempre se hacía un lío con las revelaciones. Como antes con la religión católica.

            Nunca se le vio en compañía de mujer, salvo su madre y su hermana. Manolito vivió siempre en una nube religiosa y mitológica que seguramente le ahorraba dedicaciones más terrenales. Aunque es de suponer que alguna que otra vez se vería obligado a bajar de la nube. Quién sabe.

            Las arrugas surcaron su cuerpo, y la endeblez se hacía patente a pasos agigantados. Pero no por eso dejaba de trabajar. Yo me acostumbré a su compañía, porque a pesar de que teníamos caracteres muy distintos me resultaba agradable escuchar sus prédicas, e incluso oír sus suspiros frailunos, que me hacían evocar los pocos atrios que he pisado.

            Una mañana de domingo, paseando por el campo, cayó muerto a mis pies. ¿Se lo llevó Hermes, directamente al Tártaro? Imposible. ¿Tal vez fue el malvado Yseff, en una de las suyas? No. Yo tengo el convencimiento de que fue su abuelo, el célebre cabrero. Que dijo: «¡Ea, ya está bien de tonterías!». Y desde allí le pegó fuerte con la garrota.

 

 Sobrevivió la escultura de unos zapatos

(Budapest 2006)

Foto:  ODP

 

VADU IZEI. Dibujo de Lauro Gandul Verdún 2004

 


3 Vadu Izei 2004

 

PARÍS. Dibujo de Lauro Gandul Verdún 2005

 

A Leonor

 

París Enero 2005

 

PROMETEO. Por José Manuel Colubi Falcó

 

PrometeoJosédeRibera

Prometeo

José de Ribera

1591-1652

 

En todas las mitologías hallamos siempre personajes paralelos —lo mismo cabe decir de los escenarios y de los acontecimientos que en ellas se narran—, unos seres míticos cuyas funciones son esencialmente idénticas y se ejercen en cada una de aquéllas por ser básicas para el conjunto. Así, las figuras del benefactor y de su opuesto, la del artesano, también aquélla —la mujer— que es causa de los males que aquejan al hombre, la del justo —a veces en su papel de juez en el Más Allá—, la del custodio de las puertas del mundo infernal…

         Entre los griegos, el personaje benefactor del género humano es un titán, Prometeo (el que piensa primero), hermano de Epimeteo (el torpe que acoge feliz a la causante de las desgracias humanas, Pandora) y de Atlas, que sostiene sobre sus hombros la bóveda celeste (recuérdese la voz atlas). A él debemos el adjetivo prometeico, indicativo de amor al hombre, y de él se dice que es el hacedor de los hombres, cuyas figuras modela en barro, y su instructor en el trabajo de la madera, del ladrillo, de los tiros de carros y arados, de la navegación; que tiene el don de la profecía, de ahí que indique a Heracles (el Hércules romano) cómo conseguir las manzanas de oro de las Hespérides, y a su hijo Decaulión cómo salvarse del gran diluvio.

         En la Edad de Oro, hombres y dioses conviven en perfecta armonía, nadie conoce la fatiga, el hambre, la enfermedad, la vejez; mas cuando unos y otros intentan cerrar esa amistad mediante un sacrificio, Prometeo, el maestro de ceremonias, sacrifica un buey, con sus carnes y huesos hace dos montones —uno, el de éstos, bajo un vistoso disfraz— y da la elección a Zeus, quien no duda en elegir el último, dejando el otro para los humanos. El dios, encolerizado, niega el fuego, universal artífice, a los hombres, y lo guarda en los cielos, pero el Titán roba unas chispas del Sol y las entrega a éstos a escondidas en una férula. Por ello Prometeo sufre un terrible castigo: encadenado en el Cáucaso por toda la eternidad, un águila devora su hígado, que se regenera de noche. Mas la llegada de Heracles pone fin al tormento: el héroe mata al ave con su flecha y libera al titán, mientras Zeus asiente a la gesta de su hijo.

         El barro, el paraíso, Pandora, la caída y el castigo, el diluvio…