PALOMADAS. Por Rafael Rodríguez González

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Palomadas

A Rafael González Jiménez siempre le conocimos como Rafael Palomo. Tan columbino mote le venía de su abuelo paterno, un segoviano al que apodaron así no sé por qué, y todos sus hermanos, casi todos sus tíos y primos recibían el mismo apelativo. Una de sus tías, Reyes, era mi abuela, la Reyes Palomo. Con él pasé las mañanas y tardes de muchos días de muchos años, y a su lado aprendí lo que pude, como le ocurre a todo el mundo al lado de quien le toca. La casa de vecinos en que vivía era conocida como Palacio Palomo, porque todos los hermanos, cuatro, la siguieron habitando ya casados y con hijos, hasta que los palomos, unos, como Rafael, levantaron el vuelo hacia lo más alto, y otros hubieron de cambiar de palomar o asentar su propio nido.


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Averías

En La Bodega se esperaba al fontanero desde hacía cinco o seis días. El grifo de la pileta donde se lavaban las botellas y algunos útiles de trabajo ya no se avenía a los arreglos, bien que mañosos pero ya insuficientes, que proporcionaba Rafael, el polifacético y ya veterano empleado. Más grave era lo que le sucedía al tubo para llenar el corbato, elemento tan imprescindible para fabricar el aguardiente. Como el fontanero habitual lo era igualmente en tardanzas e incomparecencias, se había llamado además a otro: alguno de los dos aparecería. Y en eso que Rafael ve entrar a un hombre, tal vez treintañero, con una bolsa al hombro, serio y le parece a Rafael que despistado. Los buenos días de rigor y ya Rafael le indica pasa por aquí, aquí está la pileta, este es el grifo, yo le he puesto… Pero el hombre de la bolsa mueve la cabeza y le dice a Rafael que él viene a ver a doña Guadalupe. Insiste Rafael, que no, si arriba no hay nada que arreglar, es este grifo, y lo de… El otro, dándose cuenta de la persistencia del empleado en el error, le aclara que es el médico, que viene a ver a la señora. Sí, claro que fue un error de Rafael, pero cometido al haberse guiado de la apariencia de don A.M., un doctor que por su aliño indumentario, incluido en éste el descuido de su abundante cabello, así como sus maneras de llevar la bolsa, idénticas, maneras y bolsa, a las de los fontaneros, provocó la confusión al voluntarioso Rafael.

A la mañana siguiente, y con la autorización del patrón, Rafael va a casa del fontanero habitual, que está cerquita, y le dice a la mujer que Joselito le ha dicho que le dé la bolsa de las herramientas, que le hace falta para un trabajo en La Bodega. Y, no inmediatamente, pero sí al mediodía siguiente, Joselito se persona en La Bodega, coloca un grifo nuevo y restaña el tubo del corbato, recuperando entonces las herramientas por un día rehenes.

«La Bodega» de la calle de La Mina un día de riada (1960)
Archivo de La Voz de Alcalá

La alberca

De la casa conocida como Palacio Palomo ya van saliendo los excursionistas con sus bicicletas. De los hermanos Julio, Manolo y Rafael, sólo Julio no sale este domingo: ya no está él para pedaleos. Ya estamos todos en la calle, en la calle Salvadores: tíos, hijos, padres, sobrinos, primos, sobrino segundo, primo segundo, tanto parentesco para ser sólo seis personas. ¿Qué toca hoy? Ya veremos, otros domingos vamos a tiro hecho por cabrillas, otros a por blanquillos, los hay que por espárragos… Los jefes de la patrulla, Rafael y Manolo, como es habitual, empiezan a discutir que si por aquí que si por allá. Julio, siempre tan nervioso, también interviene, sin mucho éxito por mucho que manotee y sus ojos amenacen con salirse. Todo se lo toma a pecho, hasta esto, aunque no vaya. Por donde fuera, lo que recuerdo es que después de parar para comer lo que cada uno llevaba en su talega y luego pedalear un largo trecho, llegamos a un lugar en el que una alberca como cualquier otra, casi llena, llamó la atención de Rafael. Después que la hubo observado de cerca y ver que la suciedad reinaba en el agua, en el fondo y en las paredes, tomó una decisión que no nos extrañó a ninguno: todos, hasta los más jóvenes, sabíamos que Rafael no podía soportar tener a la vista algo sucio y descuidado, con mugre fuese poca o mucha. Su hijo y el de Julio quedaron con él y los otros dos chavales seguimos con Manolo, parando aquí y allá, hasta que la tardanza de los rezagados nos hizo desesperar y volvimos a Alcalá a esperarlos en el Palacio Palomo. Yo, por fin, me fui a mi casa.

El lunes me enteré de lo al cabo acontecido. Rafael mandó a Julito que quitara un tapón de la alberca, con lo que en poco tiempo desapareció toda el agua, yéndose por una leve pendiente hasta llegar a un naranjal donde quedó casi toda ella en la superficie: tanta era la humedad de la tierra desde antes de la suelta hecha por Rafael. Vacío el agrario estanque, Rafael se aplicó a la limpieza: tiró afuera papeles, hojas, plásticos, palitroques, cáscaras y yerbajos, y valiéndose de la navaja y de una tabla arrancaba la verdina, cuando… apareció un campesino con los brazos abiertos, sin articular palabra porque la sorpresa lo más que le dejaba era enrojecer más y más a cada paso que daba en dirección a la albuhera ahora vacía y en proceso de escamonda. La color de Rafael también cambió, pero para tornar a la lividez. La sangre, a diferencia del agua de la alberca, no corrió, ya digo que ni por la cara de Rafael. En definitiva, que aquel hombre, que era el hortelano, y que a buen seguro siguió sorprendido el resto de su vida, se encontró de manos a boca con que el agua que tenía destinada a regar una porción de terreno distinta del poblado de naranjos la había perdido, sin ton ni son, a manos del que seguramente era un loco caprichoso, por lo que tendría que llenar otra vez la alberca, a esa hora y con los escasos recursos que el pozo le proporcionaba, como explicó cuando pudo recuperar el habla.

Durante los días siguientes, Rafael contaba el episodio mostrándose consciente de su falta, pero sin arrepentirse de que su afán de limpieza le hubiera llevado a cometerla. De nada valía decirle que una alberca no es ni tiene por qué ser una patena. Lo que sí tuvo que reconocer es que, como un amigo de su patrón le decía, tuvo la suerte de que aquel campesino fuera de lo más parecido a San Isidro labrador. Pasado el tiempo, yo hubiera dado no sé qué por haber escuchado a aquel hombre contarle el asunto a los suyos y a sus amigos, lo que seguramente habría comenzado diciendo algo así como “¡Po no que estaba allí el tío tan tranquilo…!”, y “¿A él qué mierda le importa si estaba sucia o no estaba sucia…?”. Todos los mayores se alegraron de que a Julio no le hubiera cogido allí. No habría sido de extrañar que hubiera quedado en el sitio.

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Señoritos en su ocaso

Todo el mundo sabe dónde está la casa de los Ibarra, pero serán menos quienes hayan entrado en ese medio palacio cuando ya sólo vivían en él, que yo recuerde, Alfonso y una de sus hermanas. En la época en que fui algunas veces, Alfonso hacía años que no salía a la calle a periquear, ni estaba nunca a la vista de quien accediera a tan en otro tiempo peripuesto domicilio. Con doce o trece años acompañé en varias ocasiones a Rafael Palomo, porque él solo no podía de una sola vez con la carga de bebidas alcohólicas que había que subir hasta la casa de los Ibarra, que en realidad eran los González Fernández-Palacios. Haciendo memoria y echando cálculos, después estuve seguro de que todo no podía ser para Alfonso. Por mucho que bebiera aquel hombre, ocho botellas de coñac, no sé cuántas de vino y dos cajas de cervezas “medianas” cada semana o semana y media era demasiado para una sola persona, aunque consumidores más largos se han conocido (yo he visto, también por aquella época, a uno al que apodaban El Indomable, beberse diez copas de ginebra y una caja de botellines en veinte minutos; después salir del bar, soltar dos o tres eructos y decir que se iba a trabajar).

A la hermana de Alfonso tampoco la llegué a ver. Siempre salía a recibir la mercancía la criada, una criada con cofia, medias blancas y delantal enterizo con bordados. No la vi, pero sí la oí. Todas, absolutamente todas las veces, la señorita gritaba como nunca más he oído hacerlo a nadie. ¡Vaya con la señorita! ¡Y lo que decía en sus gritos! La pobre fámula era la destinataria única de todas las imprecaciones. No sé lo que las sirvientas durarían en esa casa de los gritos. Por la calle, según me contaron después, era completamente distinta, es decir, una dama de respeto. Pero en la soledad de su casa no le importaba gritarle a la muchacha estando nosotros presentes. Lo más probable es que nos considerara también como sirvientes. Y en cierto modo no le faltaba parte de razón. Claro que su concepto de cómo tratar a los sirvientes no coincidía con el nuestro.

Ya he dicho que, de Alfonso, ni rastro, salvo el que nosotros recogíamos en forma de botellas vacías. Poco después, cuando ya la casa estaba abandonada, los chavales entraban por las dependencias para curiosear y llevarse lo que les pareciera. Fue cuando tuve en mis manos una fotografía de Alfonso en su juventud, siendo la única vez que vi su faz, si exceptuamos el autorretrato que colgaba en casa de mis abuelos, en el que el autor se caracterizaba de podenco, con sus gafas caídas a media nariz y una botella de vino rota en el suelo. Un paraguas, igualmente roto, completaba el cuadro. Su pintura era toda ella dedicada a los perros y a los caballos, con jinetes elegantemente vestidos a la inglesa en idealizadas e inocentes escenas de caza. Todos sus cuadros traslucían la devoción de Alfonso por un mundo pasado y que seguramente no pudo llegar a conocer directamente salvo en algunos de sus restos, o en forma de sucedáneo.

En sus cuadros, hasta cierto punto recorridos de puerilidad, no aparecían armas, a pesar de la temática imperante en ellos. Sí habían estado presentes, sin embargo, en la vida de Alfonso. Que era o había sido practicante de la caza, al igual que sus hermanos, estaba claro. Pero la relación de Alfonso con las armas por la que resultó más conocido en Alcalá fue la que mantuvo desde el comienzo del alzamiento de Julio de 1936 hasta que se agotaron las necesidades. Alfonso se convirtió desde el primer momento en un asiduo de todo tipo de batidas, urbanas y rurales, en las que se detenía y a veces, sin más, se ejecutaba a los contrarios.

Claro que esas incidencias no mermaron en absoluto la candidez de sus cuadros. Siempre hubo quien sostuviera que su adicción a la bebida era consecuencia de sus posibles remordimientos por su participación en hechos tan lamentables. No digo ni que sí ni que no, cómo saberlo, ni yo le he preguntado después al perro que era él en su autorretrato ni él me lo ladró, digo me lo dijo, pero El Indomable, que antes he citado, nunca había matado a nadie, como era y es el caso de tantísimos alcohólicos y adictos como uno ha tratado y que no se dieron a la bebida por remordimientos, ni para olvidar. Eso son cosas de fandangos baratos. Pero recuperemos a Rafael Palomo que está aquí contándole a tres de confianza que la hermana de Alfonso llamó un día a los pintores. El principal de éstos, después de haber estampado durante cuatro días mil y una pruebas, las mismas de las que la señorita se mostró insatisfecha, se atrevió a pedirle que le indicase, si no era mucha molestia, algo que tuviera un parecido con el color que ella prefería. Color de tórtola muerta, fue la respuesta. Y Rafael cuenta que le dijo al pintor cuando éste le contó el capricho de la dama: “Bueno, y qué, ¿no la tienes a ella de modelo?

columnas de casa ibarra

Casa de Ibarra, 2008

2 comments.

  1. […] mi pariente, amigo y compañero Rafael Palomo el que le puso el mote a aquella muchacha cuya cara se asemejaba a la de tan precioso animal. Lo […]

  2. […] o las botellas. Una vez, tal era la confusión en que se hallaba el tonto de la Bodega, llevó a casa de los Ibarra una garrafa de media arroba de anís seco, mientras que lo que correspondía a tan distinguida y […]

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