MANOLILLO EL TONTO Y EL CARRO ROBADO. De la serie «Herramientas de trabajo». Por Rafael Rodríguez González

«La Bodega» de la calle de La Mina un día de riada (1960)
Archivo de La Voz de Alcalá

Vaya por delante que no sé cuáles eran sus apellidos, ni la fecha de su nacimiento, tampoco la de su muerte, ni cómo llegó a ser empleado en la fábrica de anises, coñacs y otros licores que Rafael Beca Ferraro (padre del archinombrado Rafael Beca Mateos) tuvo en la sempiternamente conocida como calle de la Mina. En realidad, no sé apenas nada de Manolillo el tonto, el tonto de la Bodega.


Si al apenas le restamos el nada (¿o es al nada el apenas?), sí puedo decirles que cuando mi abuelo le compró en 1923 el negocio a Beca Ferraro —pero no el inmueble, lo que hizo años después—, Manolillo entró en el traspaso (perdón por la expresión). Sé también que siguió conservando una habitación en la casa, porque Manolillo siempre vivió en la Bodega, si descontamos los años de su niñez. De modo que continuó con sus labores: llevar garrafas aquí y allá, volver con las vacías, lavarlas, ayudar en la descarga de la leña que alimentaba la destilación, apilar los sacos de matalahúva (ligeros por muy abultados que fuesen), los de azúcar, ya estos bastante más pesados, meter los bidones de alcohol, y, en fin, cuantas faenas eran propias de un peón de briega, salvo algunas que su natural tosquedad le impedía: rellenar los barriles del vino, los del coñac y los bocoyes en que se hacía el vinagre, modular la intensidad del fuego, participar en la delicada elaboración de los licores de cacao y de menta, embotellar, poner tapones y etiquetas… Vamos, que Manolillo trabajaba, pero no era apto para todo, a diferencia de Petra, aquella famosa criada que nos dio Escobar.


También sé que decía, en el momento en que se le ponía la comida en el plato: «No eches más, no eches más». Pero cuando la que sería después mi abuela, o la criada, iba a cumplir su manifestado deseo, Manolillo cambiaba súbitamente: «¡Échalo tó, échalo tó!». Una fotografía de cuello para arriba, que cualquiera sabe dónde estará si es que aún está, pude ver de Manolillo, ya bastante mayor: gran nariz aguileña, grandes orejas, ojos de persona extrañada de posar, escaso e hirsuto pelo y, sobre todo, una expresión de inocencia abrumada y abrumadora.



Cuando la cantidad de envases a repartir, o la distancia a recorrer lo aconsejaban, Manolillo echaba mano de un carro de empuje de tres ruedas y plataforma de recia madera, instrumento de perfecto apaño para la tarea. Ruedas aquellas, que conste, pioneras en Alcalá y sus contornos en lo que se refiere a carros de empuje, y no digamos de tiro, pues eran neumáticas (con cámaras, para que algunos me entiendan).


Lo que me contó mi abuela y ahora les refiero ocurriría a finales de la década de los veinte, o, como mucho, a comienzos de los años treinta, dado que la madre de mi padre hacía referencia en su relato a la corta edad de sus cuatro vástagos: Manolo, Enrique, Guadalupe y Rafael.


Manolillo salió aquel día a repartir a tres o cuatro tabernas, a las diez y media o las once de la mañana. Cuando llegó a la última, situada en lo que por aquel entonces se dio en llamar Barrio Nuevo (denominación más exacta no cabía), nuestro laborioso paisano descargó las vasijas y depositó las vacías en el carro. Volvió a la taberna porque le llamó el dueño, Joselito «Pringá», un hombre generoso y afable, que siempre obsequiaba a Manolillo con algún tabaco y a veces con una copilla de aguardiente, elixir que el mandadero de la Bodega jamás probaba en ésta, pero que, como también el vino, no rechazaba en sus obligadas visitas a los establecimientos expendedores de tan espiritosos y frecuentados líquidos.


Como siempre, los presentes le entretuvieron con preguntas que eran bromas y con bromas sin preguntas. Pero cuando Manolillo salió de nuevo a la calle se encontró con que el carro no estaba. A Manolillo no es que se le cayera el mundo encima, sino que el mundo empezó a darle vueltas, y vueltas, y más vueltas, hasta que Manolillo se cayó del mundo y hubieron de recogerlo del suelo.


Cuando volvió en sí a punto estuvo de desplomarse otra vez, pero el tabernero le animó como pudo y se las apañó para que Manolillo volviese a la Bodega y contara lo que había pasado: que le habían robado el carro, ni más ni menos.


Mi abuelo no montó en cólera, ni le recriminó a Manolillo el descuido. A fin de cuentas, lo perdido eran el carro y las vasijas vacantes, nada más. Y reñirle… ¿cómo y para qué? Pero Manolillo se afectó a más no poder. Ya no decía aquello de «¡échalo tó, échalo tó!», sino que apenas comía. Andaba triste, ensimismado, siempre reinando en el carro robado. Había que repetirle varias veces a qué establecimiento o casa particular tenía que suministrar las garrafas o las botellas. Una vez, tal era la confusión en que se hallaba el tonto de la Bodega, llevó a casa de los Ibarra una garrafa de media arroba de anís seco, mientras que lo que correspondía a tan distinguida y encaramada casa —siete botellas de anís dulce y otras tantas de coñac, la ración de una semana— lo había arrimado a la taberna de Pascualito, en la Plazuela.

Y allá que iba cargando con sus errores.

Manolillo, durante los casi treinta días que duró el entuerto, ni siquiera se dirigía, cariñosa e inocentemente, a los hijos de los dueños. «¡Manolillo, que te llamas como yo, sinvergonzón!»; «¡Enriquillo, qué bueno eres, chiquillo!»; «¡Guadalupita, mira que eres bonita!»; «Rafaelillo, ¡qué rubio tienes el flequillo!». Mi abuela se reía con las simplicidades de Manolillo, al que le salían espontáneas tan secas rimas. ¡Qué triste estaba Manolillo! ¡Qué se acordaba del carro! ¡Qué disgusto haberlo perdido, posiblemente para siempre!.

Molino de La Aceña
Alcalá de Guadaíra
2012

Una mañana llegó a la Bodega una pareja de guardias municipales. Era para decirle a mi abuelo que el carro de su propiedad estaba en las proximidades del molino de la Aceña. No dieron más detalles: ni del estado del vehículo ni de cómo había llegado a tan distante paraje; mucho menos de quién o quiénes habían sido los escamoteadores. Simplemente lo habían visto allí y allí lo habían dejado. Como vemos, de aquélla a esta época no es que haya habido mucha diferencia en el comportamiento de los municipales. Llegado mi abuelo con un su amigo conduciendo un carro de tiro hasta cerca del citado molino, devolvieron el carro a la Bodega. Salvo que las ruedas estaban casi vacías, y que los envases habían desaparecido, ninguna alteración se echó a ver en el plaustro.


En cuanto el vehículo estuvo nuevamente con él, Manolillo volvió a ser el mismo. Ahora ya bromeaba con los niños, y comía tan abundantemente como siempre, y silbaba, fuerte y monótonamente, cuando conducía el carro, sobre todo cuesta abajo.


Hasta meses después del robo no se supo quién fue el autor: un muchacho que acababa de perder a su madre la noche anterior al suceso que tanto transtornó a Manolillo. El joven, apenas de diecisiete años, huérfano de padre desde algunos antes, era tan pobre que sólo tenía el día para pasar hambre y la noche para no dormir de hambre que tenía. Le pasaba como a un hombre que conocí, que cuando chavalillo se quedaba insomne mirando las tablas del techo del soberao, imaginando que las manchas producidas por las filtraciones de agua eran bistecs, cosa ésta que había visto en algún sitio alguna vez y que sólo masticó ya de mayor (era de los que a los cuarenta aún tenían «tripas por estrenar»).


Aquel muchacho robó el carro para llevar a enterrar a su madre durante la noche, lo que hizo cerca del lugar en que hallaron el vehículo (allí predomina la tierra blanda). Según decían, su carácter le impedía implorar ayuda, ni admitir lástima ni caridad. También podría ser, se me ocurre a mí, que a lo largo de sus pocos años no hubiera detectado la existencia de cosas tan raras.


Por supuesto que Manolillo nunca fue informado de que su carro había servido para transportar a una persona muerta: nadie sabía cómo podría haber reaccionado el tonto de la Bodega ante tan fúnebre revelación.


Por su parte, el hijo de la transportada siguió paseando su hambre durante el día. (Por la noche la acurrucaba junto a su orgullo).

5 comments.

  1. Magnífico el relato. Refleja muy bien la sociedad de la época. Sólo una pequeña apreciación por si quiere corregirla: creo que es la casa de los Ybarra, con y griega. Un saludo.

  2. Muchas gracias por la loa. En cuanto a lo otro, hay que tener en cuenta que muchos apellidos vascos (p. ej., Usobiaga y Usabiaga, que quiere decir “la paloma que vuela”, o algo así)se han venido escribiendo, y pronunciando, de distintas formas, siendo válida cualquiera de ellas. Es lo que pasa en este caso concreto: yo, desde chico, he visto escrito Ibarra (el Ybarra de la mahonesa -¿cómo es: mahonesa o mayonesa?- es el mismo apellido que Ibarra) Aparte de esto, los famosos Ibarra no tenían ese apellido, pues eran González Fernández-Palacios. Yo me quedo, porque se puede elegir, con la i, esa latina que me cae más cerca. Estrecho tu mano (te tuteo porque soy más viejo que usted, digo que tú)

  3. Estimado Rafael Rodríguez González:
    El apunte sobre la Y me viene del director de ABC de Sevilla, Álvaro Ybarra, que me comentó que su tio-abuelo o abuelo (ya no me acuerdo muy bien) compró esa casa por una prescripción médica. Padecía de un problema respiratorio y su médico le recomendó “cambiar de aires”. Después de mucho resistirse vendieron sus propiedades en Sevilla capital y se trasladaron a Alcalá. Una vez instalado aquí, no duró ni quince días, falleció. Pero la familia siguió en la casa porque eran muchos hijos. Pero tiene razón, los apellidos juegan muchas veces a confundirnos. Y más si tienen raíces distintas al español latino. Un saludo.

  4. […] el mundo sabe dónde está la casa de los Ibarra, pero serán menos quienes hayan entrado en ese medio palacio cuando ya sólo vivían en él, que […]

  5. Hemos hecho un enlace a otras historias de R.R.G. en nuestra revista, una de las cuales se refiere a la casa de I(o Y)BARRA. Esperamos que contribuya a enriquecer esta cuestión de la casa de denominación vasca de la Cuesta de El Águila de Alcalá de Guadai(í)ra.

    Los Editores

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