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AYER O LA BELLEZA. Un soneto de Enrique Martín Ferrera (1990).

 

transporte de corcho

AYER O LA BELLEZA

Enrique Martín Ferrera.

Eternos montes pueblan mi memoria,

Valles donde te antojas hermosa,

Vida. ¿Quizás un día, generosa,

Negaste el desconsuelo a la historia?

Aislada dicha, origen, infancia;

Tierra de abriles y almendros preñada,

De los dioses prodigio, paz soñada;

Corazón asombrado, encuentro, estancia.

¿Quién besó tus remotas primaveras

En la lejana alborada de la creación?

Con reposo de aguas y espejos, callas.

Y tu estampa es flor, verdad pregonera

De otros cielos, quieta y divina emoción,

Sed y ausencia que me alcanzan donde vaya.

DIÁLOGO SOÑADO ENTRE BORGES Y CIORAN. Por Enrique Martín Ferrera.

DIÁLOGO SOÑADO ENTRE BORGES Y CIORAN

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CIORAN

BORGES: ¿ En qué piensas Emil ?

CIORAN: En ese don, la inutilidad de tus ojos… Y, en algo que me es tan familiar: el hastío de los míos.

BORGES: Ah, esa herida que nunca cicatriza: mirar siempre al abismo, la clarividencia del desesperado… ¿Cabe hallar ojos más lúcidos?

CIORAN: Posiblemente esos que nada puede turbar, esos que nada esperan: ojos de ciego.

PHILIP LARKIN: SEMBLANZA DE UN CRÍTICO DE JAZZ. Por Enrique Martín Ferrera, Diciembre 2008

Portada de la edición inglesa de «Faber & Faber»
del libro «All What Jazz: A Record Diary» (1968), de Philip Larkin
-recopilatorio de sus artículos sobre Jazz publicados en el periódico londinense «Daily Telegraph»

 

En verdad, sólo hay un par de cosas que valgan la pena: el amor, en cualquiera de sus formas, con muchachas hermosas, y la música de Nueva Orleáns y Duke Ellington.

(Boris Vian, «L´ écume des jours», prefacio.)

 

   No significa nada si no tiene Swing.

(Edward Duke Ellington)

1932

 

1 Duke Ellington

Duke Ellington en el «Hurricane Club»
1943

«Pocas cosas me han proporcionado más placer en la vida que escuchar jazz.» Con esta rotundidad se pronunciaba Philip Larkin en el prólogo de 1.968 de «All What Jazz: A Record Diary», un libro recopilatorio de esos artículos que, durante toda una década, fue publicando mensualmente como comentarista de Jazz en el Daily Telegraph. Sin el acierto de esa recopilación y su polémico prólogo, las críticas jazzísticas de Larkin tal vez habrían sido olvidadas, después de haber sufrido la inevitable humillación (o lección de humildad, según se mire) que reserva el destino para todo trabajo periodístico: acabar la jornada en el cubo de la basura o como improvisado envoltorio de sabe dios qué cosas.

            Supe hace mucho tiempo, por otro aficionado al Jazz, de estas colaboraciones en prensa arracimadas en forma de libro; y sentía curiosidad por esta faceta de un Larkin que no era el poeta reconocido -The North Ship, The Less Deceived, The Whitsun Weddings, y High Windows-, ni el novelista retirado de forma prematura –Jill y A Girl in Winter-, ni el bibliotecario solterón, calvo y un poco tartamudo que tratan de ridiculizar sus detractores. Pero no sé el porqué, hasta las postrimerías del pasado siglo XX, centuria que según nuestro protagonista vio no sólo nacer sino, también, morir tempranamente al Jazz; no me decidí a conocer a este Larkin columnista y crítico musical. Como hasta hace poco no ha visto la luz en nuestro país una edición de«All What Jazz» en español (Paidos, 2004), en aquel entonces tuve que hacer el oportuno encargo a unos amigos ingleses de un ejemplar de la edición de Faber & Faber. Leyéndolo descubrí a un Larkin adicto al Jazz, azote de las vanguardias, que exponía de forma apasionada controvertidas opiniones sobre determinados músicos y nuevas corrientes; esos mismos que, merced a la pátina de respetabilidad que otorga el paso del tiempo, se han convertido ya también en figuras y formas clásicas.

          El prólogo que citaba al inicio es una gran pieza literaria que condensa unas pequeñas memorias en poco más de dieciséis páginas; sin desperdicio. Esa introducción ya advierte que nada ni nadie que huela a moderno, sea cual sea la expresión artística elegida, saldrá bien parado en el libro: da lo mismo que se llame James Joyce, Jackson Pollock o Miles Davis. En 1984, un año antes de morir, en nota a la segunda edición, el crítico Larkin aprovecha para renovar sus votos: «Si Charlie Parker parece menos ruidoso hoy que en 1950, ello se debe sólo, como señalo, a que le han sucedido otros todavía más bullangueros; más o menos lo mismo que, “mutatis mutandi”, se podría decir de Picasso y Pound».

 

1 Charlie Parker

Charlie Parker, Monk, Mingus y Haynes
New York, 1953

            La lectura de «All What Jazz» me desconcertó en un principio, pero luego comprendí que las piezas encajaban: en cuestiones poéticas su autor también había dado un portazo a lo que en aquella época se consideraba la modernidad. Estas reseñas jazzísticas, gozosas por sí solas para el amante del Jazz, pueden ser útiles a cualquier lector que desee abordar, con una perspectiva más amplia y fecunda, la obra poética de Philip Larkin; que, por cierto, sería probablemente escrita mientras surgía de un gramófono esa música de la que era forofo.

            «Es verdad, –confesaba Philip, el 20 de Febrero de 1967, en “Credo”, uno de sus artículos para el Daily Telegraph- no me gusta la fantasía que rubrica la época, ni quiero gustillos africanos, latinoamericanos, indios o caribeños; ni solos de bajo, ni el disparate de la Nueva Ola, ni la fatuidad del “free”; de hecho la cosa se ha ido por entero al carajo desde 1945, o incluso desde 1940; pero esto no es más que decir que a mí me gusta que el jazz sea jazz. A.E. Housman dijo que él podía reconocer la poesía porque se le hacía un nudo en la garganta y se le humedecían los ojos: yo puedo reconocer el jazz porque me hace golpear el suelo con los pies, gruñir afirmativamente, e incluso levantarme y brincar alrededor de la habitación. Si no me produce esto, entonces, por muy interesante que sea musicalmente, o atrevido espiritualmente, o digno de alabanza racialmente; no es jazz. Si eso es ser un purista, yo soy un purista.»

            Creo que Larkin nos estaba hablando, en el citado pasaje, del swing, de ese placentero impulso que nos hace seguir el ritmo con el cuerpo, de ese poderoso resorte. Ya lo decía Ellington: «It don´t mean a thing If you ain´t got that swing». En cierta ocasión, un periodista, entrevistando a Louis Armstrong, preguntó a éste qué era el Jazz, y el gran Satchmo le contestó sonriendo, con su trompeta en la mano:«Si tienes que preguntarlo, nunca lo sabrás.» Por esos derroteros se encaminan evidentemente las palabras de nuestro poeta.

 1 Louis Armstrong

Louis Armstrong
París
1965

            Jazz moderno: «El jazz que no es jazz» (The end of Jazz, 15-6-1963). Y es que Larkin no puede dar por buena, como Jazz, una música nada continuista, que hace alarde de la novedad y está dispuesta a romper esos delicados lazos de unión con los sonidos tradicionales:«Parker no siguió a nadie, a diferencia de Armstrong, que siguió a Oliver. Él simplemente apareció.» («Armstrong to Parker», 14-5-1962).

            «Be-bop or not to be-bop, there is no question». Una noche, ya distante, pero memorable gracias a la música, vi un cartel que rezaba así en un Club de Jazz de Praga. Han sido muchos los críticos de Jazz, y los apasionados del Be-bop, del Cool o del Free, que lejos de llamar a Larkin purista o amigo de la tradición, como él se definió; le han tildado de mentecato, reaccionario y fundamentalista; por no citar otras descalificaciones más feroces y groseras.

 1 Pee Wee Russell

Pee Wee Russell
1906-1969

            Cierto es que Larkin se quedó plantado, en cuestiones musicales, en los años treinta; y que le desagradaba, por lo general, todo aquello que no sonara a Rag, a Hot, a Dixieland, a estilo Nueva Orleáns o Chicago, o a las grandes orquestas del Swing: «El Jazz se va muriendo con quienes lo ejercían: Red Allen, Pee Wee Russell, Johnny Hodges.» (Wells or Gibbon?, 15-8-1970).

            Cierto además que, en muchas ocasiones, en esas reseñas periodísticas, el autor parece el abuelo cebolleta fustigando virulenta y despectivamente, con sus comentarios y boutades, las nuevas modas y maneras: «El jazz tuvo su agonía de muerte con Gillespie y Parker…» (Change and Decay, 13-9-1969), «los solos de Coltrane se parecen a los garabatos de un niño subnormal…» (Aretha´s Gospel, 13-7-1968), «Davis es una persona malhumorada y perversa, y a mí su trompeta me afecta del mismo modo…» (Rose-Red-Light City, 13-1-1962).

 John Coltrane

John Coltrane

            Pero esos exabruptos -que también centellean en muchos de sus poemas- no deben empañar el justo valor de estos artículos. En ellos abundan pequeñas piezas maestras que nos dejan ver el buen gusto, la belleza de la prosa de un gran escritor y la pasión empleada por el mismo al comentar la música que amaba. Léanse si no las páginas dedicadas a Bix Beiderbecke, a Jelly Roll Morton, a Pee Wee Russell, a Louis Armstrong, a Duke Ellington, a Billie Holiday, a Fats Waller, a Bessie Smith, a Sidney Bechet…

Fats Waller and his Rhythm 1938

Fats Waller and his Rhythm (1938)

            De este último dice Larkin que es «una de la media docena de figuras principales del jazz». No es esta una afirmación descabellada, y quien haya escuchado a Bechet soplando en Blue Horizon, o en Blues in thirds, o en Shake it and Break it; bien sabe de lo que hablo. Hay tanto swing, una sonoridad tan bella y vitalista en las grabaciones del viejo Sidney. En el penúltimo poemario de Larkin, Las Bodas de Pentecostés, se pueden leer unos versos dedicados al genial clarinetista-saxofonista de Nueva Orleáns: «Tu voz me llega como dicen debería hacerlo el amor, / como un enorme sí».

1 Sidney Bechet

Sidney Bechet. Boston, 1945

            Hay otros poemas en los que nos habla de Jazz, pero nunca únicamente de jazz, como en Reference Back y Love Songs in Age (en «The Whitsun Weddings», 1964), o en esa genial confesión titulada Reasons for Attendance (en «The Less Deceived», 1955). Creo que el cine y la fotografía siempre lo tuvieron más fácil, pero incluir el jazz en la literatura, o hacer buena literatura escribiendo sobre Jazz, es un arte concebido para unos pocos elegidos. Con demasiada frecuencia la pluma deriva hacia un ejercicio de simple charlatanería. No obstante, ahí están, entre otros, Jack Kerouac y los chicos del beat, Boris Vian y sus artefactos literarios, Julio Cortázar y su insuperable capítulo 17 de Rayuela; y en España algunos poetas de la generación del 27: incluso Luis Cernuda utilizó el título de un foxtrot llamado «I want to be alone in the South», para bautizar uno de sus más afamados poemas, «Quisiera estar solo en el sur»; que, dicho sea de paso, no es una evocación nostálgica de Andalucía, como erróneamente se tiende a pensar, según nos aclara el propio poeta en su «Historial de un libro».

Bix Beiderbecke

Bix Beiderbecke

            Volviendo a Philip Larkin, cómo no imaginarle, tras una rutinaria jornada de trabajo en la Biblioteca de la Universidad de Hull, ya en la intimidad de su casa, con batín y zapatillas, el jazz sonando, una copa en la mano; siguiendo el ritmo con los pies o tamborileando sin baquetas sobre una batería imaginaria. Siendo adolescente, Larkin soñaba ser batería de Jazz; así lo asegura en el prólogo de «All What Jazz». La portada del libro, en la edición inglesa de Faber & Faber, donde aparece sosteniendo dos palillos, no es casual. Es una imagen alejada de la solemnidad y del retrato tristón y grave que propagan de él sus detractores; el reverso de ese perfil de un ser depresivo, con un filtro gris en la mirada, que puede hacernos llegar, desatinadamente, una lectura precipitada de su poesía. «El impulso de componer un poema nunca es negativo», dijo Philip a un entrevistador que le preguntaba por su pesimismo.

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            Leyendo el relato que el poeta hace de su juventud en el prólogo de «All What Jazz», tampoco nos cuesta verle en Oxford, in illo tempore, escuchando discos de Jazz junto a un pequeño grupo de estudiantes –Amis padre y compañía-, en alguna habitación del College; divirtiéndose, bebiendo y comentando este o aquel pasaje, elogiando a algún viejo jazzman, discutiendo sobre las preferencias de cada cual… Al leer no hace mucho su magnífica primera novela, «Jill» (Lumen, 2.007), ambientada en ese pequeño mundo universitario de élite; buscaba infructuosamente, pasando las páginas, el Jazz. Pero aquí sólo aparece esbozado, como un perfume invisible que flota en el aire, como un sonido cercano, omnipresente, que nos llega desde el gramófono de la habitación de algún estudiante, cuya puerta nunca llega a abrir para nosotros el narrador. Así se insinúa magistralmente el jazz en esta novela.

            Gloomy?, ¿lóbrego?. Estoy convencido de que Larkin era un tipo alegre y vitalista mientras oía el tipo de Jazz que le emocionaba. A falta de mejores arietes capaces de hacer mella en el muro de su popularidad, ciertos santurrones y defensores de lo políticamente correcto, se han dedicado a airear chismorreos acusadores del tipo Larkin-Racista, o Larkin-Consumidor de pornografía, o Larkin-Misógino. Pero no puede considerarse misoginia la defensa a ultranza de la soltería:«dos pueden vivir tan estúpidamente como uno», decía Philip. Pero soltería no es celibato, pues Larkin no tenía nada de casto y mantuvo relaciones, más o menos estables, con varias mujeres a lo largo de su vida («alcohol, jazz y sexo – todos ellos cosas dulces», reza un poema suyo inacabado). Eso sí, nunca deseó tener hijos. Sobre este último particular dicen mucho los dos últimos versos de «This Be The Verse» (Ventanas Altas,1974).

Placa Larkin

            Del asunto de la pornografía, qué cabría decir a esos hipócritas victorianos, salvo recomendarles la lectura de Henry Miller o, incluso mejor, la visita a la sección X de un buen video club. En lo que respecta a las acusaciones de racismo, Larkin simplemente no soportaba a aquellos nuevos músicos negros que pretendían convertir el Jazz en una cuestión racial, sacando las cosas de quicio al mezclarlo con el black power y maltratando de forma deliberada, según él, las orejas del público blanco con experimentos musicales. Muchos de sus admiradísimos héroes del Jazz eran negros, pero resulta muy sencillo tergiversar interesadamente frases como: «En el jazz, la tensión entre el artista y la audiencia se apagó cuando el Negro dejó de querer entretener al hombre blanco…», o «Partiendo del uso de la música para entretener al hombre blanco, el Negro avanzó con ella hasta el odio hacia aquel.» (All What Jazz, – Introduction-1968).

            A Larkin, estoy convencido, el Jazz y los poemas le ayudaban a soportar la angustia, la sinrazón, la grisalla de la vida… Porque «la vida primero es tedio, luego miedo» («Dockery and Son»- Las Bodas de Pentecostés, 1.964). Esas muletas, la Poesía y el Jazz le acompañaron hasta el final del camino: en la abadía de Westminster, durante su funeral, además de ser leído «An Arundel Tomb», se interpretaron temas de Sidney Bechet y Bix Beiderbecke.

            Poesía y Jazz: dos pasiones íntimamente ligadas en Philip Larkin. Él siempre reivindicó la función social de ambas y reclamó su verdadero público tradicional, tan crecientemente sustituido por especialistas y glosadores.

Larkin 1961

Larkin en 1961

            No encajaba en ese molde del escritor que «ha ganado la feliz posición en la cual puede alabar su propia poesía en la prensa y explicarla dando clases en el aula…» («Required Writing» –The Pleasure Principle- Faber & Faber,1983). Tal vez por su rechazo a ese modelo, y a pesar de la gran fama y prestigio alcanzados como poeta, él siempre conservó su empleo y su salario como bibliotecario. Larkin consideraba una virtud que sus poemas no necesitaran notas explicativas a pie de página para ser comprendidos; aunque no, por abordar asuntos cotidianos o locales –que, como es bien sabido, pueden ser también los más universales-, o por tratar esos temas con palabras y formas, en apariencia, sencillas, sea posible conceptuar el resultado como poesía trivial. Sus versos no aspiran a la vulgaridad. Simplemente, él nunca escribió para académicos, estudiosos o doctores en filología, ni para los críticos literarios; ni siquiera para otros poetas.

            Y cambiando al palo que nos ocupa, tampoco concebía el Jazz como una pomposa incursión solipsista del intérprete, ininteligible, inhumana o desconectada de la audiencia; de espaldas a la necesidad de los oyentes de disfrutar y sentirse estimulados, no confundidos o torturados, por la música.

            Larkin consideraba que leer poesía, o escuchar Jazz, no debe ser nunca para el público una tarea esforzada y exenta de goce, un rompecabezas o un arduo combate.

Larkin en 1982

Larkin en 1982

            En su Jazzbandismo, un funambulista llamado Ramón escribía: «sólo una introducción de jazz puede abrir ciertas almas y que vayan a buscar ciertos libros y comprendan ciertas ideas.» Abrir almas, algo demasiado pretencioso. Pero ojalá alguien, a raíz de esta lectura, se nos una en las trincheras, se aventure y salga en busca de las obras del propio Larkin, de un buen libro de sonetos o de un disco de Jazz de los Grandes; antes de que el mercado, que sólo sabe de frías cifras, decida dejar de dispensar para siempre estos nutritivos bienes; suprimir definitivamente su ya corta tirada, eliminar sus reducidos espacios y colocar más ejemplares del último éxito en ventas de Antonio Gala, o de las sevillanas más populacheras del momento, en los escasos lugares donde todavía puede hallarse algo de Jazz y Poesía, esos arrinconados parientes pobres.

            El Jazz que nos deleita sigue siendo un magnífico lenitivo, una isla para náufragos, una dulce tregua… La buena Poesía también. Puestos a elegir, Larkin confesaba, sin ambigüedades, su predilección en una entrevista aparecida en 1968 en las páginas del diario The Guardian: «Qué dijo Baudelaire, que el hombre puede vivir una semana sin pan pero no un día sin poesía. Se puede decir que yo podría vivir una semana sin poesía, pero no un día sin jazz.».

            Jazz y poemas: en cualquier caso, un día sin ellos es un día a la intemperie.

Philip Larkin Retrato

El poeta y crítico de jazz Philip Larkin

AUBADE de Philip Larkin, una versión en español con nota introductoria de su contrito traductor. Por Enrique Martín Ferrera.

Larkin 1

Philip Larkin en su biblioteca


AUBADE

By Philip Larkin

I work all day, and get half-drunk at night.

Waking at four to soundless dark, I stare.

In time the curtain-edges will grow light.

Till then I see what’s really always there:

Unresting death, a whole day nearer now,

Making all thought impossible but how

And where and when I shall myself die.

Arid interrogation: yet the dread

Of dying, and being dead,

Flashes afresh to hold and horrify.

The mind blanks at the glare. Not in remorse

— The good not done, the love not given, time

Torn off unused — nor wretchedly because

An only life can take so long to climb

Clear of its wrong beginnings, and may never;

But at the total emptiness for ever,

The sure extinction that we travel to

And shall be lost in always. Not to be here,

Not to be anywhere,

And soon; nothing more terrible, nothing more true.

This is a special way of being afraid

No trick dispels. Religion used to try,

That vast moth-eaten musical brocade

Created to pretend we never die,

And specious stuff that says No rational being

Can fear a thing it will not feel, not seeing

That this is what we fear — no sight, no sound,

No touch or taste or smell, nothing to think with,

Nothing to love or link with,

The anaesthetic from which none come round.

And so it stays just on the edge of vision,

A small unfocused blur, a standing chill

That slows each impulse down to indecision.

Most things may never happen: this one will,

And realisation of it rages out

In furnace-fear when we are caught without

People or drink. Courage is no good:

It means not scaring others. Being brave

Lets no one off the grave.

Death is no different whined at than withstood.

Slowly light strengthens, and the room takes shape.

It stands plain as a wardrobe, what we know,

Have always known, know that we can’t escape,

Yet can’t accept. One side will have to go.

Meanwhile telephones crouch, getting ready to ring

In locked-up offices, and all the uncaring

Intricate rented world begins to rouse.

The sky is white as clay, with no sun.

Work has to be done.

Postmen like doctors go from house to house.

Larkin 2

AUBADE de Philip Larkin, una versión en español
con nota introductoria de su contrito traductor
Por Enrique Martín Ferrera

«…y lo mesmo harán todos aquellos que los libros de verso quisieren volver en otra lengua: que, por mucho cuidado que pongan y habilidad que muestren, jamás llegarán al punto que ellos tienen en su primer nacimiento.»

D. Quijote de la Mancha (Parte 1ª, Capítulo 6º)

Miguel de Cervantes


«Aubade», la peculiar albada que escribiera Philip Larkin, sin Romeos ni Julietas despidiéndose morosamente al llegar el amanecer, no formó parte de ninguno de los poemarios publicados en vida por su autor. Este poema apareció impreso en el Suplemento Literario de The Times el 23 de Diciembre de 1.977.  En una ocasión, por esa época, en carta a un amigo, Larkin hizo referencia al mismo con un agudo símil: «Christmas without the baby». Ocho años después, otro mes de Diciembre, la muerte puso fecha, forma y lugar a ciertos interrogantes sobre su propio fin expuestos por él en este poema.

…………«Aubade» sí fue incluido, póstumamente, en «Collected Poems», en edición inglesa de 1.988 de «Marvell-Faber and Faber»; pero no existe ninguna edición española de los poemarios del bibliotecario de Hull que contenga esta brillante reflexión sobre nuestras vidas, escrita sin dejar de mirar de frente, a los ojos, a la propia muerte.

…………En mi concienzudo rastreo no he logrado hallar ni una sola versión española de «Aubade» que me sirviera de referencia. Sólo conozco una genial «Albada» en español, pero fue escrita por otro gran poeta, Jaime Gil de Biedma, varios años antes de que apareciera publicada la de Larkin en el «Times Literary Supplement». Así pues, lo mío, más que atrevimiento, es un doble salto sin red, al que me ha empujado mi admiración por este escritor, tan denostado por algunos, al que apodaron «el corazón más triste del mercado de postguerra». De ese fervor es en buena parte culpable el buen gusto de un viejo y gran amigo, con el que siempre tendré una deuda de gratitud por darme a conocer en una tertulia casera, ya remota en el tiempo, «El edificio» de Larkin: allí se me reveló por primera vez el poeta.

…………Ya lo decía Cervantes por boca del cura, al hacer, junto al barbero, escrutinio para la hoguera en la librería de Alonso Quijano; y a la misma conclusión llegó Voltaire: «Es imposible traducir la poesía. ¿Acaso se puede traducir la música?».

…………Si traducir un poema resulta imposible, versionarlo constituye un verdadero rompecabezas: la búsqueda del difícil punto de equilibrio entre la extrema fidelidad, exenta de gracia, al texto que nos sirve de patrón y el alzar el vuelo libremente, so pretexto de no dejar que se esfume el hálito poético que poseía el modelo. Quién no conoce ese repetido, manido, y todavía acertado adagio: «Traduttore, traditore».

…………Si toda traducción es en el fondo una traición al original, diré en mi descargo que no soy traductor profesional, y parafraseando al propio Larkin, que mi intención era ser –aunque dudo haberlo logrado- el menos traidor. Él, que era «the less deceived», detestaba los engaños; por eso tampoco tenía fe en las traducciones de poesía, de las cuales abominaba. Su exposición sobre este asunto en algunas entrevistas que concedió no deja lugar a dudas, así que es justo, ante todo, pedir disculpas a Philip por esta tropelía. Yo mismo sostengo vehementemente que un poema rara vez sobrevive en el exilio, que, al abandonar esa patria que es el idioma en el que fueron concebidos, esos versos quedan heridos de muerte, marchitos, desafinados…

…………Consecuentemente, si el lector puede afrontar el poema original en inglés que se acompaña, ruego olvide el lastimoso remedo en lengua extraña que sigue tras estas líneas.


ALBADA

Por Philip Larkin

Trabajo todo el día, y medio me emborracho por la noche.

A las cuatro me despierto en medio de una oscuridad insondable.

Fijo la vista. A su tiempo, al filo de la cortina acrecerá la luz.

Hasta entonces veo lo que realmente estuvo siempre ahí:

la muerte sin tregua, ahora un día más cercana,

impidiendo cualquier otro pensamiento, salvo cómo,

y dónde, y cuándo moriré.

Estéril interrogante, más el espanto

de morir y estar muerto,

relampaguea de nuevo para horrorizar, para poseer.

La mente desconcertada por el resplandor. No por remordimiento

– el bien no hecho, el amor no dado, el tiempo que se fue,

desgarrado y sin usar – ni porque, desdichadamente,

se precise mucho tiempo para remontar y liberar

una vida de sus errados comienzos, y puede que nunca se logre;

pero sí por el vacío total y eterno,

la extinción cierta hacia la que viajamos,

y en la que estaremos perdidos para siempre. No estar aquí,

no estar en ninguna parte,

y muy pronto; nada más terrible, nada más verdad.

Es una manera especial de sentir miedo,

que no se esfuma con ningún truco. La religión lo intenta,

ese vasto y apolillado brocado musical

creado para fingir que nunca morimos,

ese rollo engañoso que dice que ningún ser racional

puede temer a una cosa que no sentirá, apartando la mirada

de lo que tememos: no tener ojos, ni oído,

ni tacto, sabor u olor; nada en lo que pensar,

nada que amar o a lo que poder unirnos;

el anestésico del que nadie recobra el sentido.

Quedarse así solamente al borde de la visión,

pequeño borrón desenfocado, con un escalofrío continuo

que debilita y conduce hacia la indecisión cada impulso.

La mayoría de las cosas puede que nunca sucedan: ésta ocurrirá,

y lo certero de su cumplimiento nos hace enfurecer

cuando estamos atrapados en el horno del miedo,

sin compañía, o una copa en la mano. El valor es inútil:

dicho sea, no para que otros se asusten. Ser valiente

no permite a nadie librarse de la tumba.

Lamentada o combatida, la muerte es la misma.

Lentamente la luz se afirma, y la habitación toma forma.

Como un armario, resulta evidente lo que sabemos,

lo que hemos sabido siempre, el saber que no podemos escapar;

y aun así no podemos aceptarlo. Habrá que decidirse.

Entretanto, en oficinas cerradas, los teléfonos agazapados

se preparan para sonar; y todo el impasible,

intrincado y agrietado mundo comienza a despertar.

El cielo es blanco como arcilla, sin sol.

El trabajo nos reclama.

De casa en casa, como médicos, van los carteros.

Larkin 3

Tumba de Larkin en Cottingham, Inglaterra

REGRESANDO A MACHADO (Sobre héroes, villanos y tumbas). Por Enrique Martín Ferrera. Octubre de 2008

(Es foto está considerada como, posiblemente, la última foto del poeta vivo, tomada el 27 ó 28 de Enero de 1939 por su amigo Corpus Barga, en Port Bou, camino de Francia, en esa misma frontera donde un año después se suicidaría Walter Benjamin para no caer en manos de los nazis.)

 

«Piedras ensimismadas vueltas hacia qué patrias del silencio»

(Ernesto Sabato)

Desenterrar a Antonio Machado, hacer que sus huesos crucen de nuevo, siete décadas después, la frontera francesa, caminito del sur. Es la última ocurrencia de algún iluminado del Ayuntamiento hispalense, un prestidigitador que abre el pañuelo y, en lugar de una paloma, echa a volar un silogismo: si tenemos sitio en nuestro cementerio de San Fernando, y si su infancia son recuerdos de un patio de Sevilla, qué diablos hace este hombre en Collioure.

            Para la madre, Ana Ruiz, enterrada junto al poeta, no existe pronunciamiento oficial; aunque esa indiferencia hacia los parientes de la celebridad por parte de las autoridades municipales no debe sorprender a nadie: esos otros huesos, tan poco rentables, que se los queden los gabachos. Eso sí, las gestiones para hacer más cercana y democrática, al alcance de todos, la tumba de don Antonio se iniciarán de inmediato.

            Y Machado es sólo un primer paso, una tesela del mosaico; pues se tiene en mente un proyecto más ambicioso: la creación del parque temático de los poetas andaluces en el camposanto sevillano. El reclamo turístico, amen del mausoleo del susodicho, lo constituirán, según la nota de prensa, las nuevas tumbas previstas para Bécquer, Fernando de Herrera, Al Mutamid, Villalón y Blanco White, entre otras posibles adquisiciones. Ya va siendo hora, habrán pensado nuestros avispados políticos, de poner en valor estas vacas sagradas; incluso después de muertas pueden seguir produciendo leche.

            Se trata en esencia de cosificar a los poetas, simples fetiches convertidos en algo tangible, como la Giralda o la Torre del Oro. No me cuesta nada imaginar ese escalofriante futuro de excursiones organizadas para la tercera edad, de manadas de turistas en pantalón corto, de grupos escolarizados de zopencos en visita obligada… «La repugnancia de las piaras humanas» (que diría Cioran) y el advenimiento en la necrópolis hispalense de un inusitado fervor literario, tan sincero como las flores de plástico.

            Los artífices de este delirio, que no creo sean lectores de Machado, deben ignorar su deseo de ser enterrado en tierras castellanas, en el Espino de Soria, junto a Leonor, donde «el muro blanco y el ciprés erguido». De ello nos habla en uno de sus sonetos de Los Complementarios:

Mi corazón está donde ha nacido,

no a la vida, al amor: cerca del Duero.

            Hace tiempo leí o escuché decir a García Montero que «escribir poemas no es tener ocurrencias o decir tonterías». Le faltó aclarar que para eso ya está nuestra devaluada clase política, que incluye concejales expertos en rentabilizar a los difuntos y miembras del consejo de ministros que ven el fantasma del machismo, agazapado, incluso entre los rudimentos de nuestra gramática.

            Creo que la ocurrencia del consistorio de Sevilla no cae porque sí, llovida del cielo, sino que constituye una secuela más de la progresiva mercantilización de la literatura, una consecuencia de todo este proceso galopante de mercadeo sin alma; del lastimero panorama de los jugosos concursos literarios y del auge del marketing aplicado a las ferias del libro; de la creciente desaparición de los verdaderos libreros, abocados al cierre o la jubilación, sustituidos por tenderos de papel y palabras, por esos sosos dependientes de esta mercadería con tapas.

            En cuanto a motivaciones, también habría que considerar la precipitación de los escritores de hoy, a menudo impacientes y ávidos de riqueza súbita, que no de páginas artesanales y perdurables. En el parnaso del siglo XXI no está de moda escribir una obra maestra, sino ganar el premio gordo de la rifa planetaria. Lo que se lleva ahora es tener un nombre -aunque esté hueco- y amigos agradecidos en el lugar adecuado; garabatear en demasía, siempre pensando en el público, pues hay que acomodarse a sus gustos, aunque resulten infumables, burdos o morcilleros; y vender muchos, muchos ejemplares, por supuesto.

            Qué preciso se nos hace en estos tiempos de industrialización de las letras recordar las palabras de Rilke: «Se debería esperar y saquear toda una vida, a ser posible una larga vida; y después, por fin, más tarde, quizá se sabrían escribir las diez líneas que serían buenas.» (Los Cuadernos de Malte Laurids Brigge).

            Así las cosas, entre naufragio y estercolero, va siendo hora de replantearse el dogma de fe de las bondades de la lectura. Sé que, al decir esto, algunos querrán quemarme en la hoguera, por bárbaro o heterodoxo; pero quiérase o no, es cierto: leer puede resultar contraproducente, sobre todo si lo que leemos son principalmente ocurrencias o tonterías.

Tumba de Brodsky 
Cementerio de la isla de San Michele
(Venecia)

            El poeta Joseph Brodsky sostenía, en su ensayo Cómo leer un libro, que no se puede leer a ciegas, pues «todos somos moribundos y leer libros consume tiempo». Hay que escoger con acierto. Pero cómo no errar al hacerlo. El nobel nos enseña que «la brújula para navegar por el océano de lo publicado es educar nuestro propio gusto», y finalmente, pues siempre se debe arrimar el ascua a la sardina de uno, que «el modo de conseguir un buen gusto literario consiste en leer poesía». Entiéndase el consejo referido a la gran poesía, pues no creo recetara el poeta ruso la lectura de ripios destinados a enaltecer al santo o a la patrona de la villa; ni el consumo de rimas baratas, boberías versificadas, letrillas para lerdos y otros estupefacientes. Así pues, leamos sólo poesía con grandeza para cultivar un buen gusto que nos sirva de lazarillo; y volvamos a Don Antonio Machado.

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Entierro de Antonio Machado
Collioure
1939

            Quienes han estado en el recoleto cementerio galo de Collioure, saben que el camino no está indicado (también es placentera la búsqueda); que no suele haber turistas haciendo cola ante la tumba del español y su madre; y que hasta allí, salvo en esporádicos intentos de politizar su figura, sólo llegan peregrinos, atraídos no por la fama de un nombre huero; sino por amor a una obra, leída y admirada.

            No se va hasta el viejo camposanto del pueblecito de los fauves por necrofilia o por curiosidad morbosa; no por una pose (lo habitual será hallarse a solas), no para narrar luego gestas y andanzas al vecino (abriría mucho los ojos y se mofaría luego en privado de tus extravagancias). En cuestiones así, mejor el recato: de nobis ipsis, silemus.

            Entre el homenaje y la elegía, hay tantas motivaciones personales para visitar esa tumba en Collioure… Uno siente que acompaña a alguien que nos es, al mismo tiempo, tan respetado como querido y familiar; porque sus libros están en nuestro casa, porque nos proporcionó horas placenteras de lectura; porque nos dejó ver el resplandor de esa luciérnaga que llamamos Arte; nos dio a probar ese bebedizo y nos hizo participes del enigma…

 

Tumba del poeta y su madre

            Quienes formamos parte de esta cofradía de lunáticos (sin sede ni censo de asociados) sufrimos algún serio trastorno del sentido de la utilidad, pues no nos importa emplear algunas horas -aunque la estancia en Venecia dure menos de lo deseado- recorriendo la isla-cementerio de San Michele, en busca de la tumba del denostado Ezra Pound, donde la hiedra se alimenta de sus silencios; o tratando de localizar la losa en basto mármol blanco que tiene escrito el nombre de Brodsky, para leer ese epitafio grabado al dorso, Letum non omnia finit; esa verdad de la que damos fe cada día sus fieles lectores.

 

Donde Kafka yace 
Praga

            Tarde o temprano, el peregrino de Collioure ampliará sus horizontes, y puede que llegue hasta el distrito de Strasnice, a las afueras de Praga, y que pise por fin ese otro cementerio judío – el que no sale en las postales, ni recibe cientos de turistas cada hora- para poner una piedrecita en la tumba de Kafka, o para dejar algún insulto sobre la del supuesto amigo, Max Brod. Y llegará un día también para tocar al timbre del Cimitero Acattolico de Roma, en busca de esa placidez rodeada de gatos donde yace cierto poeta inglés, «uno cuyo nombre está escrito en el agua».

 

Keats
Cementerio protestante
Roma

            O se pateará de arriba abajo el parisino Cimetière du Montparnasse, para hablar un rato a solas con Cortázar sobre jazz, sobre literatura, o sobre la pintura de Piero di Cosimo… O buscará, en ese mismo espacio, el último refugio elegido por una norteamericana llamada Susan Sontag, a la que querrá agradecer sus ensayos, o sus películas, o su ejemplo de vida; y comprobar con sus propios ojos que es cierto, que desde su tumba se puede ver la de Baudelaire: ¿cabría pedir mejor acompañante para la eternidad?.

Tumba Ezra Pound. San Michele. Venecia

Los torturados huesos del poeta estadounidense Ezra Pound
Isla de San Michele
 Venecia

            Andando el tiempo, los más enganchados al jaco de la literatura, se aventurarán subiendo a los Alpes, para alcanzar el pueblecito de Rarogne, en el cantón suizo de Valais. Querrán ver con sus propios ojos el escudo labrado, y estremecerse leyendo en la piedra aquello de «Rose, oh reiner widerspruch…» Antes del fin, también tuvo tiempo de detenerse en ese rincón del mundo el poeta catalán Marià Manent, tan exquisito como poco leído y recordado. Allí escribió un hermosísimo poema titulado, sencillamente, La Tomba de Rilke. En el nos habla del «viento alpino que barre la nieve», del «miedo y el azul» de unos ojos de niño, y de «un pecho que ignoraba la paz».

Tumba de RILKE. Rarogne -Valais- SUIZA

Tumba de Rilke
Rarogne
(Valais)
Suiza

            Supongo que a Manent, de estar vivo, y a todos los que forman ese club de viajeros siempre dispuestos a encontrar la tumba de un artista que les es caro; estas ocurrencias del Ayuntamiento de Sevilla, este andar trasladando huesos y proyectando parques temáticos para los poetas muertos, les parecerá un insulto, un asalto de felones; cosa de villanos.

            La tumba de don Antonio que conocemos hoy (que no es la original donde recibió sepultura un miércoles de ceniza del 39 y donde permaneció de prestado casi dos decadas) fue construida en 1.958, en suelo donado por el consistorio de Collioure, cuando los franceses se convencieron, a la vista del tiempo transcurrido, del desinterés de España por aquellos restos; cuando además el viejo enterramiento era ya solicitado por sus legítimos propietarios, a los que también iba llegando su postrera hora. Al coste de este nuevo sepulcro se hizo frente con una colecta, contribuyendo al buen fin de la iniciativa gente como Pau Casals, Albert Camus y André Malraux. Es una tumba nacida del afecto, del respeto y de la admiración. No es fruto de la mercadotecnia aplicada a la promoción de las modernas metrópolis, ni fue excavada en aquel lugar por un interés bastardo.

Cementerio de Montparnasse

El cementerio de Montparnasse desde la Torre del mismo nombre
París

            Y Machado, qué pensaría Machado de todo esto. Dicen que, en las últimas y desoladoras jornadas de su reciente exilio, le gustaba salir del modesto hotel Bougnol Quintana para dar cortos paseos hasta la playa, donde se quedaba contemplando el Mediterraneo en silencio, largo rato. Cuentan también que pocos días antes de morir, mirando ese mar, dijo a su hermano José: -«¡Quién pudiera quedarse aquí, en la casita de algún pescador, y ver desde una ventana el mar, sin más preocupaciones que trabajar en el arte!».

            «¿Oyen los muertos lo que los vivos dicen luego de ellos?», se preguntaba Cernuda en un verso de sus Birds in the night; ese poema, áspero y de afilados cuernos, que creo escribió un dolido Luis pensando en sí mismo, aunque cambiara su propio nombre por el de dos libertinos poetas franceses, Verlaine y Rimbaud. También él, sevillano de nacimiento, reposa muy lejos, al otro lado del Atlántico, en tierra mejicana; así que no podemos descartar alguna nueva propuesta de nuestras autoridades políticas para darle una despedida con mariachis, hacerse con sus huesos y regresarlos a la ciudad de Sevilla; esa que se convirtió muchos años atrás para el poeta en una arcadia del pasado, sin nombre y sin ruta de retorno.

            Ocurrencias, paparruchas, necedades… Ya difunto, tanta murga sobre uno debe resultar un fastidio; así que, una vez muerto, mejor se pierda, por lo menos, el oído. Aunque para sordos, los del Ayuntamiento. ¿Alguna vez oyeron en la Casa Grande aquello que decía Machado a través de su Abel Infanzón? Qué dura sentencia, más cuanto aciertan a hacer buena, año tras año, la experiencia y los hechos, los vicios de unos y las culpas de otros, el narcisismo de la ciudadanía y las pifias de quienes les gobiernan:

¡Oh maravilla,

Sevilla sin sevillanos,

la gran Sevilla!

PANEGÍRICO CONTRA EL DESALIENTO (A propósito de lo que prometía ser una exposición de Ressendi). Por Enrique Martín Ferrera. Octubre, 2008.

 

Las tentaciones de San Jerónimo

<<Tenemos el arte para no morir de la verdad>>, decía un viejo filósofo.

Como para mí esas palabras siguen vivas hoy, la buena nueva del periódico me sorprendió bastante a estas alturas, ya resignado como todos a la grisalla del paupérrimo panorama cultural sevillano.

En las páginas del diario se prometía una generosa dosis del único bálsamo que puede hacer soportable el resto: Arte con mayúsculas, una gran exposición de Ressendi, ¡en Sevilla!, patrocinada por la Bienal de Flamenco para “ilustrar” las nuevas composiciones de un afamado guitarrista, al que esos lienzos, parece ser, habían servido de inspiración.

Confieso que me relamí de gusto imaginando aquel festín de pintura para ‘gourmets’. Bienaventurados los pacientes, porque ellos serán saciados, me dije, poseído por un arrebato de optimismo.

Aquella euforia mía estaba más que justificada si se tiene en cuenta que uno es devoto del artista en cuestión desde los años ochenta, cuando la fortuna puso ante sus ojos un boceto al óleo de sus “Tentaciones de San Jerónimo”.

Consideremos además que los museos –incluido el sevillano de Bellas Artes- ignoran concienzudamente a Ressendi, que su obra sólo sabe de lonjas para subasteros y colecciones privadas, y que esa circunstancia hace inalcanzable su contemplación para el común de los mortales.

Y añadamos un detalle intimista, quien esto escribe no se daba a la gula, en lo que al gran Baldomero se refiere, en muestra-banquete de envergadura, desde 1.992, léase Sala Imagen y Caja San Fernando; dejando a un lado esas modestas, y no por ello menos honrosas, exposiciones auspiciadas en años más recientes por la Fundación de aparejadores hispalense (qué mérito, a ver si toman nota otros colegios profesionales) y el Ayuntamiento alcalareño; simples entrantes para abrir el apetito.

El locutorio de S. BernardoEl locutorio de San Bernardo

Otro autorretratoAutorretrato

Así, jubiloso y confiado, me encaminé una mañana de septiembre hasta el Real Alcázar de Sevilla. A sus puertas, la ausencia de cartelería que diera cuenta de la exhibición no presagiaba nada bueno.

Una gitana se empeñó en venderme una ramita de romero, mientras otra me acosaba para que le comprara una banderita española con el toro de Osborne. -El payo esaborío no es guiri-, dijo por fin la primera, y me zafé sumándome a una manada de disciplinados japoneses que entraban en palacio, encabezados por su cicerone, una pelirroja rolliza que caminaba a ritmo marcial, abriéndose paso entre los demás turistas, con un paraguas en alto. Yo miraba su ancho culo y maldecía una vez más esta detestable forma de viajar, domesticada, que hace furor en nuestros días.

La danza de los pavosLa danza de los pavos

 

En el control de acceso abordé a una joven azafata reclamando información. ¿Ressendi?, jamás había oído hablar de ese señor. ¿Pinturas?, ella no sabía nada de ese asunto. Desconcertado insistí, pues el recorte del periódico, que yo le mostraba con contenido enojo, no dejaba lugar a dudas. Además, las guías culturales lo confirmaban: cuadros de Ressendi, Sevilla, el Alcázar, Sala Alta del Almirante… Se fue para regresar poco después acompañada de un hombre que me espetó con sequedad que aquel “evento” se había anulado. Ante mi protesta –venía desde fuera expresamente para ver la exposición y aquello me parecía una broma pesada- el sujeto se encogió de hombros y me dedicó una mueca sardónica. Opté por una retirada pacífica para no hacer el ridículo, pues mi ofuscación iba ‘in crescendo’ y podía terminar, en el mejor de los casos cumplimentando una absurda hoja de reclamaciones, y en el peor voceando improperios contra los responsables del chiringuito, con un público surrealista formado por aquellos dóciles nipones que sonreían al pasar a mi lado.

Quise calmarme, apagar los rescoldos de mi indignación con un café, así que me fuí hasta lo que queda del antiguo Bar Laredo. Sentado en una de sus mesas se me ocurrió pasar de regreso por el Casino de la Exposición del 29. Supongo buscaba culpables y quería volver a quejarme, pues había oído que allí se hallaba la sede principal de la Bienal. ¿No eran acaso sus organizadores los responsables últimos de aquella frustración?.

Sí, eso creía; así que me fuí para allá y, sin preámbulos, nada más entrar en el gran salón del Casino, en un ‘stand’ que ofrecía folletos informativos le solté a un joven con patillas de bandolero y gafas de intelectual:

-¿Me puede decir usted qué ha pasado con lo de Ressendi?

-Espere, que voy a consultar la programación –dijo-. Ressendi, Ressendi, Ressendi… ¿cantaor o bailaor?

Reflexioné antes de contestar: frutos tan maduros sólo pueden proceder de nuestra actual Universidad, así que para qué esforzarse. Le diría que se trataba de un guitarrista, o mejor aún, de un palmero; y volvería a salir por la misma puerta que había cruzado instantes antes, sin aspavientos, estoicamente.

Los condenadosLos condenados

 

Pero, al volverme, vislumbré al fondo del salón lo que bien podían ser unos cuadros. Y presentí el milagro, echando a andar hacia ellos, sin despedirme de aquel lumbrera. Pude reconocer de inmediato la autoría (no era difícil) de aquellos cinco lienzos de buen tamaño, junto a dos pequeñas ‘gollerías’, como Ressendi las llamaba. La iluminación prevista para las obras no es que fuera inadecuada, simplemente no existía. Podía pensarse que los cuadros habían sido dejados allí, sin más, como restos sobrantes de un decorado que nadie sabe donde ubicar.

No cesaba de entrar gente, pues acababan de anunciar la presentación a los medios del nuevo espectáculo de algún artista flamenco. Público, turistas y curiosos se movían por allí sin reparar en aquellas pinturas solitarias, colocadas sobre unos caballetes, al igual que una serie de reproducciones de antiguos carteles de la Bienal; desmerecidas por tan hostil disposición, sin luz, sin un mísero panel explicativo, sin un folleto o simple listado, sin ni siquiera una plaquita que las acompañase para dar cuenta a neófitos y admiradores de su procedencia, del título, de la fecha en que salieron del taller de Ressendi.

El papa negroEl Papa negro

Allí estaban aquellos cuadros, pobres, aunque sólo en número, y sin más abrigo que la gran cúpula de aquel salón desangelado: el asombroso lienzo de Los condenados, con el desgarro de unos rostros que surgen de la oscuridad y miran hacia un cielo demasiado lejano; El Papa Negro, retrato, ya de viejo, del matador Manuel Mejías “Bienvenida”, con su capote sobre los hombros, enorgullecido de la faena de su vida, iluminado por el halo de la gloria del ayer, esa que aún trata de sujetar firmemente con sus manos; y otro torero de perfil con un cigarro en la mano, creo que era “El Chimenea”; y dos autorretratos del propio pintor, uno de ellos el del barbudo con grandes gafas que nos mira con los ojos alucinados de quien ha visto antes, dentro de sí, el relámpago de aquello que después se esforzaría por llevar a su obra.

Autorretrato ojos alucinadosAutorretrato con gafas

No había más, fin de la cacareada gran exposición. Eran escasos cuadros, mostrados en terribles condiciones, pero aun así, cómo se defendían por sí solos, qué poderoso aliento residía en ellos, qué capacidad para remover las entrañas del observador.

En los lienzos de Ressendi nunca hallaremos amables escenas de costumbres, ni bucólicos paisajes concebidos para decorar las paredes del buen gusto; pero sus pinturas poseen esa plenitud, ese absoluto, esa fuerza sin imposturas, esa verdad que uno siente palpitar también en las mejores páginas de Shakespeare, en los personajes atormentados de Dostoyevski, en las melodías infinitas de Wagner, en el saxo de Charlie Parker –Bird y sus ‘jam sessions’-, en esa belleza que extrajo del mármol el divino Miguel Ángel, o en las esculturas de ese asceta del Arte llamado Alberto Giacometti.

Ya se sabe que <<el arte es largo y la vida breve>> (Rf. Hipócrates), pero qué infame trato institucional el que allí se dispensaba al más grande pintor que vio nacer Sevilla después de Velázquez y Valdés Leal; cosa que hay que atreverse a decir, aun a riesgo de ser tachado de sedicioso, ignorante o desmemoriado por los miopes, los mecenas de la mediocridad y los que hace tiempo se sienten dueños del huerto.

Sí, el gran Romero Ressendi, ese perfecto desconocido cuya excelencia sólo ha sabido apreciar (suena a tópico) una inmensa minoría. Pintor deslumbrante, concibió varias obras maestras, cumplida expresión de su genialidad: qué valentía hay en su Locutorio de San Bernardo, qué lección de técnica y anatomía en su Flagelación de Jesucristo, o en el Descendimiento; y qué libertad artística reivindica su humanizado y provocador San Jerónimo de Las Tentaciones…

ToreroTorero

Un pintor cuya obra apenas puede ser vista, salvo en fotografías. Además, se cuentan por ahí chascarrillos y anécdotas, reales e inventadas; pero qué se ha escrito sobre él y su pintura. Casi nada. Buscar en librerías o bibliotecas algo sobre Ressendi resulta descorazonador.

Para mayor afrenta, hace pocos meses, en la sección de libros de saldo de unos céntricos grandes almacenes sevillanos, se vendía por una quinta parte de su precio original el hermoso libro de Covelo editado por Guadalquivir. Es la única monografía dedicada al artista que se ha publicado hasta el día de hoy. Oferta especial, rezaba el cartel encima de la portada de La danza de los pavos. Profeta en su tierra, un tratado a liquidar que no tuvo los esperados compradores en la ciudad natal del pintor. Sobra decir que aproveché para hacerme con ejemplares adicionales al que ya atesoraba en casa, desde que había aparecido en unas pocas librerías de la ciudad ocho años atrás. Ahora pensaba regalar aquellos a unos cuantos amigos que sabrían apreciar en su justo valor un libro así. Precio y valor, la lección machadiana ejemplificada una vez más en los libros de lance.

Flagelación de Jesucristo

Pobre Baldomero, pensé, mientras echaba una última mirada a cada uno de aquellos cuadros suyos. Qué desdén oficial tan feroz. Oprobio e indolencia es el pago que recibe aquí tu genio, me dije. Contemplando su autorretrato se me iluminaron en la cabeza, como en un fogonazo, aquellos versos que Cernuda dejó escritos a sus paisanos: <<sujeto -se decía en ellos el poeta- al viento del olvido que, cuando sopla, mata>>. Así se recompensa en Sevilla a los grandes, y luego, con los años, alguna moda foránea o conveniencia de mercaderes termina por hacer surgir <<la farsa elogiosa repugnante>>.

Al dejar el Casino de la Exposición, sentí primero rabia, como ese personaje ressendiano, el del cráneo desnudo que se muerde la mano tras la reja del locutorio; luego, caminando, me dominó una tristeza resignada, una pena de borracho ahíto que acorcha sus sentidos para no seguir viendo cómo esta ciudad, monstruoso Saturno, devora fieramente a otro de sus mejores hijos.

DescendimientoDescendimiento