En el IV aniversario de mi hermano Rafael María, con recuerdo y cariño.
EN el doméstico
y habitual empleo de los claustros,
turno inicial que –como el del sereno
que apresta asilo y leña y verifica
en su interior el tramo adjudicado-
ni se habitúa aún ni aún quebranta
la regla inaugural de las tinieblas,
tu luz, la lamparilla del primer recorrido,
avanza ajena al foso de mis daños.
Esas tareas, noche que se deja
cerrar y adormilar, ronda y llaveros,
madre perenne en el embozo oscuro
de cada celda allí distribuida,
¿qué valen para mí que, desde inmensas
cerrazones, usurpo
el casi libertino mandil de tus servicios,
el reglamento de esa luz tan tenue
y erguidamente insomne,
siempre prudencia, cerradura y vela
que, a fuerza de vigilias, nos perturban
como la antorcha exangüe de una diosa?
Madre que así te veo,
madre en quien me compruebo
igual que el parricida que, en la luna fulmínea
de su puñal, descubre
su limitado celo y su vileza:
los que en un salto hicimos
conquista y gloria vamos
al inseguro ayer, inverso
el pie por un tenor distinto
de majestad abyecta y ya perdidos.
Claustro, recinto, tapias coronadas
de ruindad partícipe de yedras,
adarajas mortíferas,
silbos y guiños cómplices,
¿quién me sorprenderá desprevenido
que, encalando, rindiera doblemente
muro y ladrón a una en el acecho?
¿Quién sino tú, señora,
la parpadeante rosa de tu paso?
El viento, un día, transformó su curso
y, a mitad de camino, dejó el mío,
con su cesar, por siempre detenido.
No hubo confín ni ajuste ni demencia:
un abrazo en alto sin saber adónde
y una labor a medias entre extraños.
Con las duras faenas,
bajo un sol implacable,
la carne entre sus ropas se reveló contraria.
En el tesón diario que, nocturno,
otro cíngulo ajusta a tu fragancia,
hábito de una pieza que se ciñe
como un olor de flores misturadas,
no hay otra carne que la de esos cuerpos
talares, triunfalmente
sumisos a incambiable desnudez, que no alteran
los desencadenados disfraces de la tumba.
Pero yo, que, desnudo
y a los desnudos hecho;
que, cual ellos, disperso
lejos también de mi amor, si lo tuviere,
a lo mucho y a lo poco
me expone el cuerpo cada día.
E igual que las riadas,
que agregan a su móvil caudal los elementos
y de un nivel a otro
y de uno a otro límite
regresan más henchidas y conformes,
tu colmas la clausura,
lo indesbordable, el frente
de duras correrías
irreductible casi a los cilicios.
¿Debo dejarte ahí mi libertad, vasija
a turno tan incierto,
humilde chirimbolo con las alas caídas,
y aguardar el disanto, el fasto, el centenario,
la colación en fechas de profesas y votos
bajo el ampo nupcial de las novicias?
En esa ligereza ocultaría,
ágil señora, por la tuya, el alma.
Mas cesante en el tiempo, entre licencias
el industrioso corazón antiguo,
¿a qué remesa lo destinaría
como la herrumbre inútil de un recuerdo?
No faltará quien halle y aproveche
su material, sus mermas, su demora.
Pues quienes las tuvieron a través de los días
uno cualquiera fueron
a manos del sepulcro.
Y cuando regresaron, como Julieta, nunca
prevalecer supieron.
Un solo abrazo a ambos
vino a unirlos por siempre:
inmóvil libertad a la que aspiro,
tú que, flotante, velas.