CARTAS A OLGA (4). Por Mario Cortés (2009)

«Praça do Giraldo» con perrito

Foto LGV

Évora, 1991

Alberto murió el martes, en Évora. Cinco días ha estado en el hospital, que era donde ya únicamente le podían ayudar a no pasarlo mal. Sabes que desde el primer momento, en cuanto conoció el diagnóstico, hace ya año y medio, se negó a todo tratamiento. Hace tanto tiempo que yo lo tenía asumido, y tan compenetrado estaba con Alberto en sus deseos y su voluntad, que en realidad no me encuentro tan mal como cabría creer, después de la muerte de un amigo de esta clase tan superior. Me quedan de él tantas cosas vivas y palpables, que siempre estarán conmigo, que Alberto no se me ha ido. Voy a dejar el tema, que, si no, me pongo a decir cosas para las que no estoy preparado y que además son totalmente prescindibles.

                    Ya casi no tengo espacio ni tiempo para seguir con las cartas de Pablo Osorno; ya veremos, una vez en Alcalá, como ya te dije, qué hacer con ellas, si publicarlas todas o qué sé yo. Mira lo que decía Pablo sobre Benavente.

Cuando fue recibiendo premios, distinciones y nombramientos, y adquiriendo una fama como no se recordaba hubiera tenido en vida un dramaturgo, y los compromisos sociales le ocupaban todo el tiempo, a la fuerza me tenía que molestar que las nuevas amistades, o simples relaciones, le fueran apartando, no sólo de mí, sino también de otros amigos sinceros, tuvieran o no que ver con lo que ya sabemos; gente modesta por lo general. Y en sus obras de teatro también se notó: ya no eran críticas ni contenían el relativo sarcasmo de antes, que fue precisamente lo que le dio celebridad. Tenía poco más de cincuenta, una edad que yo ahora sé de sobra que no es buena para mudanzas y cambios, salvo para admitir los que imponen los años. Pero JB casi se hizo otro.

            ¡Pues vaya que si Pablo hubiera llegado a conocer al Jacinto Benavente de después de la guerra! Porque con la vejez le afloraron todos los defectos que, qué duda cabe, tenía dentro de sí. Ya sabes eso de que el que es, por ejemplo, tonto, cuanto más viejo, más tonto. Menos a la guapura (a la feúra sí) y a las facultades físicas, ese dicho se le puede aplicar a todo, a todo. Yo me lo aplico a mí mismo, y así no me voy desconociendo. «Conocerse es condición necesaria para la imprescriptibilidad», me dijo Alberto que decía Fabrizio Cobertori Ilmanta, el autor piamontino, compañero de Garibaldi. No se sabe cuándo murió Pablo. Fernando murió en 1950, cuando tenía sesenta y poco, en un accidente en el que volcó el coche en que viajaban él y su patrón camino de Los Palacios. El patrón salió herido, pero sin mayores consecuencias. Benavente murió a los ochenta y ocho, en 1954.

Uno de los hechos que más influyeron en el total retraimiento de JB para con sus amistades «peligrosas» fue la detención de Jaime H.G., íntimo de Jacinto, alto cargo en el Gobierno de Eduardo Dato. Ya se sabía de este Jaime que era asiduo de una casa cuyo dueño, o al menos el tipo que la regentaba, era un tío bastante raro y se decía que proclive a los niños. Aun así parece que, o Dato no sabía nada, o valoraba en tanto a su apadrinado político que no tuvo en cuenta el detalle. El caso es que para el señor H. G., que fue puesto en libertad inmediatamente, la carrera política acabó de repente y para siempre. Si se trató de una celada, o no, ¿cómo saberlo? E igualmente si el alto cargo era «aficionado» a guarrerías de esas. Jacinto, desde luego, no lo era, eso puedo asegurártelo. Muy al contrario, las aborrecía a muerte. Él sabía de las andanzas y aficiones del tal Jaime, ya te digo que muy amigo suyo, por lo que creo que sí, que se trató de una celada, de una conspiración, puede que por parte de gente de Romanones. Otros dijeron que de García Prieto. De hecho, el tío de la casa no estuvo ni un mes encerrado. Y después se fue de Madrid. A partir de ahí Jacinto sólo recibía, y frecuentaba fuera, nada más que a personas de «intachable» conducta en lo sexual y en todo lo demás. Al menos eso creía él, o quería creerlo.

            Bueno, Olga, ya sé cómo le llegaron a Alberto las cartas. No te lo había dicho: son en total veinticinco; datadas entre 1925 y 1928. En 1925 es cuando Pablo y Fernando reanudan su relación, gracias a la visita profesional que le hace a Fernando, en el almacén de aceitunas, un madrileño amigo, sólo amigo (¡sólo!) de Pablo, que le transmite los saludos de éste y sus deseos de que le escriba. Pablo supo que Fernando se encontraba trabajando allí gracias a una visita anterior del madrileño y el posterior comentario de éste a Pablo sobre la actitud galante de Fernando hacia él.

            Alberto y yo, pero por separado, conocimos a Mariano, hijo y nieto de almacenistas de Dos Hermanas, que era unos años mayor que nosotros. No estoy seguro de si fue el padre o el abuelo el que fue alcalde de Dos Hermanas. Seguramente fue el padre. Este Mariano murió hace cuatro o cinco años de una cosa mala en un sitio por el que, según él, nunca pecó y que rima con su nombre, perdóname la broma tan basta. Yo lo conocí en los Jardines de Murillo, de los que era habitual en aquellos años en que todavía se podía disfrutar, en un sentido amplio, de las noches jardinescas. Por aquel entonces, esa clase de enemigos de la libertad que son los atracadores estaban acabando con aquel y otros espacios al aire libre, los mejores y más propios para aquellos encuentros, fuesen más afortunados o menos, eso ya depende de otras cosas. Puede que encuentros parecidos en lugares como ese inspiraran a Cernuda cosas como aquella que comienza así: «No decía palabras/ acercaba tan sólo un cuerpo interrogante…». A Alberto le rompieron una clavícula, y a mí, otro día y en otro sitio, me hirieron, muy poco, con una navaja. Por defendernos, por no hincar la rodilla, porque ni él ni yo llevábamos más que cuatro duros. Y tú sin saber que soy un héroe.

            Mariano charlaba y charlaba, hasta que yo me ponía de pie y, fuese cierto o no, le decía que había visto a alguien que posiblemente… eso. Porque es que si no… Nunca supimos nuestras profesiones, aunque yo creo que era un rentista y nada más. De mí me decía que parecía abogado, y yo, ante tamaña acusación, le reconvenía: «Un respeto, Mariano, un respeto». Alberto y él se conocieron en el mismo lugar, lo que pasa es que como Alberto y yo jamás coincidimos en los de Murillo (y en ningún otro sitio tan de medio ambiente (y no es ocioso el término): parece que teníamos un GPS impremeditado), Mariano no pudo saber que Alberto y yo éramos amigos. Mariano me habló de Alberto en más de una ocasión, y lo mismo hacía de mí con Alberto. La única explicación que le encuentro a lo de las cartas es que a la muerte de Fernando Brenes las recogió el abuelo, o el padre, de Mariano. Y de ahí, muchos años después, fueron a parar a Alberto. Desde luego que me parece totalmente acertado que Mariano le diera las cartas a Alberto, era el más indicado para ello. Todos conocemos a algunos que cualquiera sabe lo que formarían con las dichosas cartas.

            En la próxima ya tenemos los escritos de Alberto. El misterio te será desvelado.

                                                                                                            Mario

Jardines de Murillo

Sevilla

CARTAS A OLGA (3). Por Mario Cortés (2009)

CARTAS A OLGA (5). Por Mario Cortés (2009). Con «Nota Preliminar» a los «Tres avances fúnebres» de Alberto González Cáceres

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