CARTAS A OLGA (3). Por Mario Cortés (2009)

 

 

 

Puede usted estar segura, señora Duarte Piña, de que ni aunque consiguiera convencerme de que a mi vuelta veré Gandul respetado, el castillo en el siglo XVIII y el río como en mi imaginación, podrá lograr que le adelante qué diablos contienen los escritos de Alberto.

            La estancia de Fernando en Madrid parece que no se compuso sólo de somnolientos días en el cuartel, con sus correspondientes y tediosas guardias.

 

 

(…) Si no hubiera sido por el droguero de la calle de Jacinto nunca me hubiera enterado de lo que te pasó aquella tarde. Me pareció mentira, y todavía me resulta inexplicable, que no fueses en mi busca al menos para desahogarte contándome el susto. Ya te puedes suponer que también Jacinto se enteró. «Es menester que el Apolo de Alcalá mire mejor dónde se mete», algo así me dijo. El droguero fue espectador de tu aventura, y lo que me extrañó fue que no llegara a enterarse el coronel de tu regimiento, porque el droguero siempre se dejaba olvidado el freno de su lengua. Yo desconocía que los jardines del Capricho fuera un sitio de «caprichos». Eso de irse allí, un día de permiso, con dos más, soldados los tres, es algo que se explica uno por el calentamiento natural de la sangre, pero se le ponen a uno los pelos de punta al pensar lo que podría haber ocurrido.

            Lo que podría haber ocurrido es que uno de los tres compañeros, o dos, o los tres, resultaran heridos por disparos de la escopeta de un guarda, o lo que fuera, cuya existencia ignoraban los incursores, incluido el que de los tres era madrileño. El escopetero sabía muy bien que disparaba a tres personas, y también qué estaban haciendo, o pretendían hacer, por entre la abandonada floresta.

¡Maricones! ¡Hijos de puta! ¡Maricones! Y dos tiros, eso fue lo que dijo el droguero que pudo ver y oír. Lo que pudo ver. Que no era lo que fue a ver. Yo no creo que fuera un guarda, sino un tiparraco que llevaría allí un tiempo ocupando una de las estancias abandonadas, y que seguramente estaría siempre deseando que entrara por allí alguien «merecedor» de un tiro. Menos mal que nadie salió herido y por eso no se enteraron en el cuartel; que si no, además de las heridas, hubieran venido los arrestos y quién sabe si algo más, como que os hubiesen mandado a los tres a un penal. El droguero ya ha muerto. Entonces tendría más de sesenta años, y eso era lo que al viejo le gustaba: ir a observar los lances de los jóvenes por donde quiera que pudieran producirse. Por aquí le decían «El vigía». Dicen que la mujer, alguna que otra vez, le daba un guantazo de no te menees, no a cuenta de sus irreprimibles tendencias, sino porque se dejaba que se los diera. Cualquier pretexto servía. La señora no podía tenerlo más fácil. Y el otro, siempre con el temor de que ella le saliera por donde podía, a callar y conformarse, el muy cabrón. (…) El cuñado del droguero, hermano de la mujer, es F. D. [un famoso pianista]. Este todavía vive. Decía JB que por qué, cuando actuaba con orquesta, no se llevaba a su hermana para tocar los platillos, aludiendo a los bofetones que le daba a su marido, el droguero. Pues al pianista, casado y con hijos, también le costaba lo suyo reprimir lo ídem. Un clarinetista, tan joven que aún no había entrado en quintas, puso en evidencia a F. D. al contar a otros músicos las proposiciones que el pianista le había hecho. Un poco más y cambia el clarinete por la corneta, para que se enterara todo el mundo. Todos: el droguero, el pianista y el del clarinete, hombres a medio hacer. No tal vez culpables de serlo, pero su ser medianejo era lo que marcaba sus existencias.

            Pianista. Tú sabes que Alberto estuvo detenido unos días por motivos políticos. Tenía entonces dieciocho años. Tú, claro, no lo conociste entonces: de feo, nada. No sé si habría alguien que no le considerara atractivo. Deja la risa, Olga, estoy hablando de Alberto, de Albeeeerto, no de mí. Había entonces algunas chicas que lo hubieran logrado, pero… Hasta que desistían, lógicamente, porque Alberto ya tenía muy claro lo mismo que ahora ha grapado a una carta de Pablo. Me pone malo lo de las grapas.

…que no hay nada mejor que ser lo que se es ya que eso que se es se será siempre y es imposible sobreponerlo, o someterlo, a lo que no se es ni se será, porque la naturaleza debe imperar sobre todas las cosas, salvo cuando es dañina para la propia naturaleza humana ¡para la propia naturaleza humana!, que no es sólo naturaleza, pero que no hay que mediatizar más de lo que ya lo está «naturalmente».                                                                                               

            Pues un músico sevillano, ya septuagenario, que había estado muchísimos años en América, afincado en Alcalá junto a su hija, y que conocía, muy relativamente, a Alberto, preguntó a alguna gente que si la detención había sido por «mariconeo». Y todo sin tener ni la más mínima sospecha de que Alberto fuese de aquella manera, sino porque le gustaba, claro. Después, cada vez que podía, intentaba hablar con Alberto de temas políticos, sin resultado, porque éste lo que hacía era largarse a la menor ocasión. Pero se dio la circunstancia de que Alberto, después de un recital del maestro en el teatro Cervantes, le llevó el piano a su casa, usando un carro de empuje, ayudado por un amigo. Una vez ido éste, y tras dejar colocado el piano (que no era de cola, sino de esos que se arriman a la pared), el maestro le dijo a Alberto que qué quería que le tocara, que tocaría lo que él quisiera. Y tocó uno o dos fragmentos de recreaciones suyas, tan breve como descuidadamente. Lo siguiente que tocó el maestro, con firme paseo de su mano, fue la rotunda espalda de Alberto, desde arriba hasta la rabadilla. Alberto se hizo el loco: «Bueno, maestro, que me voy, que tengo que llevar el carro, adiós». Hay hombres que no parecen tener medida del tiempo, ni de su cuerpo, ni de lo que los demás pueden querer o no querer. Los hay que llevan su simulación al extremo de convertirse en completos remedos: de lo que son y de lo que no son, sin que ni ellos mismos sepan, también porque ni les importe, qué son. Esto último, aunque pueda parecer de Alberto, es mío, no creas que no se me ha pegado algo. Pero yo no grapo papeles.

            Este músico, que había estado en Hollywood, formaba en algunos bares un corrillo de hombres escuchando sus historias sobre esta o aquella artista, incluida Lola Flores cuando estuvo allí: lo «fáciles» que eran y esas cosas, dando a entender además que él se había «beneficiado» vaya usted a saber cuántas. ¡La de gente que ha vivido con la simulación! Y la que hay todavía y seguirá habiendo. Yo soy un caballero, y por eso jamás saldrán de mi boca algunos nombres cuya pronunciación ligada al hecho comprobado correría como la pólvora en Alcalá (la pólvora, mientras va corriendo, lo hace en silencio). Es lo que Alberto escribió a su primo, el de la embajada (la carta no la llegó a enviar, y ahora está grapada a una de Pablo):

Decir que la Iglesia se opone a que los homosexuales se casen es completamente falso: ¡si mediante el matrimonio canónico hay casados la tira de homosexuales! Quieren que se casen, pero con personas del otro sexo. Por lo visto lo que quieren es que pequen. Será para que después, cada vez que desbarran, vayan a confesarse, ¿o ya no se confiesa la gente, primo? Además, los obispos se equivocan si pretenden, que es lo que parece, el monopolio de la hipocresía: un mal tan imprescindible en este tipo de sociedad no puede ser privativo de los católicos, por Dios santo.                                       

            Lo que le molesta a Alberto, y también a mí (pero vamos, que el tema no me causa insomnio), es que haya tantos católicos de esos que desnudan a un nazareno con la vista y que cuando salen esos temas cogen el látigo y la lanza. «Ataca como un cobarde aquello que no tienes la valentía de defender», dice Alberto que le dijo Alejandro a uno de sus generales cuando éste le sorprendió con Accesibilis. El general estaba envidioso, se comprende.

            Hoy me he excedido con los dedos.

                                                                        Mario

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