PABLO Y NÉSTOR. Por Rafael Rodríguez González

 

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Pablo Neruda

12 de julio de 1904-23 de septiembre de 1973

Hace cuarenta años, por estas fechas, Nixon y Kissinger —por citar sólo a dos de los sobresalientes— seguían los mensajes que sus agentes enviaban desde Santiago de Chile. Lo hacían con más avidez que algunos a los pilotos de carreras, o que los futboleros fanáticos a sus astros peloteros, esos que hacen pelotas con el dinero como los escarabajos con la mierda. Pero allí sucedían cosas muy distintas. Se aplastaba la experiencia encabezada por Salvador Allende, e incluso lograban después, con la formidable y continuada ayuda de quienes tendrían que haber hecho lo contrario, que las verdaderas enseñanzas de aquella experiencia y su aplastamiento fueran ignoradas casi por completo.

         Por aquellos días se encontraba muy enfermo Pablo Neruda, el poeta más total que haya conocido mi menesterosa sesera. Ya se apuntó entonces, y se ha confirmado ahora, que, aun siendo grave, no lo mató la enfermedad, sino que la muerte fue ayudada, inoculadamente ayudada, por quienes no podían consentir ni un día más que aquella conciencia permaneciera alerta, creativa, concitadora de adhesión y bienquerencia. Qué otra cosa podían hacer las alimañas que lo tenían entre sus garras, sino asesinarlo.

        De él decían algunos: «Es comunista, pero es bueno». Otros, esto: «Es bueno, pero es comunista». Con el orden de las palabras no pasa como con los factores en la aritmética.

         Estas líneas son simple recordación de aquel septiembre, y la obra de Pablo Neruda nos sirve para, entre otras muchas cosas de altura, insistir en que la verdadera libertad, es decir, no la de unos pocos, necesariamente ha de ir de la mano de la justicia. Lo demás son milongas de rasa estofa. Y, hablando de libertad, me tomo la de reproducir unos versos de un amigo venezolano, Néstor Flavio —que tanto me enseñó de Neruda—, dictados por teléfono meses antes de morir en los sucesos de 1992. Néstor era un hombre íntegro y valiente. Hacen falta muchos así, a qué dudarlo:

 

El primer pecho

que horade una bala

que sea el mío.

Las primeras piernas

que espachurren,

y la primera cabeza

que revienten,

que sean las mías.

Me halagará,

aunque no lo vea,

que en alguna noticia

se diga:

fulanito fue

la primera víctima mortal

en la revolución que acabó

por fin

con la ignominia.

Nadie me quite

el privilegio.

Sé que hay miles

anhelando el título.

 

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