LAS MUJERES DE MI VIDA (CON VOCES SISADAS A PABLO NERUDA). Por Rafael Rodríguez González

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«El baño turco»
por Rafael Luna
(detalle)


Cuando ya se acerca, inexorable, apremiante, el fin de los días de uno, no de uno cualquiera, sino de mí, estimo que puede constituir un buen ejercicio recordar las mujeres que han afectado la vida de uno, en este caso de mí, sea en mayor o menor grado y en cualquier sentido. A estas alturas de la existencia todo lo pasado hay que considerarlo provechoso. Incluso si se trata de mujeres.

…………La única persona que he visto muerta en mi vida, y ojalá siga siéndolo, fue sor Rafaela. A esta hermana de la Caridad la expusieron en la capilla del «colegio de las beatas», y por allí pasé yo, no recuerdo si de la mano de mi madre o de la de alguna de las abuelas que me quedaban. El cadáver de sor Rafaela me convenció, a tan temprana edad, de que todo el mundo se muere: hasta las beatas más buenas, que, según decían, eso era sor Rafaela. Yo, que vivía al lado mismo del colegio, seguí viendo después a la gente que  iba a dar su adiós a la hermana. Pero sor Rafaela, en su catafalco, con una de aquellas tocas que casi obligaban a coger por otra calle cuando dos beatas avanzaban de frente, ya no podía disfrutar de las reverencias. La muerte es así de imperfecta: no permite gozar de ella. Ni los faraones lo lograron.

…………Otra hermana de la Caridad hubo que marcóme para toda la vida: sor Catalina. Con ella, como tantos otros a lo largo de tantos años, aprendí a leer y escribir (no faltará quien la maldiga por ello). Recuerdo especialmente su dulce didáctica, sus indicaciones precisas y apacibles… Y a su lado, siempre, María. Esta mujer, seglar, o lega, no lo sé, fallecida ha pocos años, era la perfecta auxiliar de la religiosa. María, inteligente, sagaz, poseedora de una energía singular, podía parecer a primera vista excesivamente seria, incluso desabrida, pero no, era el águila que sobrevolaba la clase, que distinguía rápidamente al torpón, al más despierto, al necesitado de tal o cual ayuda. Y a cada cual daba lo suyo.

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Foto de Karol Kállay
(1926-2012)

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.…………Será por casualidades de la vida que no pueda recordar a muchos maestros o profesores que me hayan enseñado algo medianamente importante. (La vida en sí no es más que una casualidad absurda, por mucho que esté sujeta a leyes inapelables. Esto no tiene mucho que ver con lo que estoy contando, pero tenía que decirlo). Del colegio salesiano, donde los castigos corporales, con motivo o sin él, eran práctica común, y en el que la enseñanza del francés y del latín eran de lo más deficiente, sólo puedo recordar con gratitud a don Julio, el profesor de Ciencias Naturales. No era cura, por supuesto. Pero volvamos a las mujeres. Para enseñar, lo que enseñaba una profesora del instituto: si su asignatura la hubiera enseñado igual que sus muslos, lo que hacía a conciencia y a todo volumen, todos los alumnos habrían alcanzado el sobresaliente. El director, Fernando Durán Grande, que era del Opus Dei, por lo visto nunca llegó a entrar en ninguna de las aulas en que aquella dama exhibía sus babillas, así que cómo iba a saberlo, si en los institutos nadie se entera de nada.

…………Del instituto también recuerdo, y otra vez me aparto de las mujeres, al profesor de matemáticas, además jefe de estudios, a quien varias veces vimos tirar el cigarrillo recién encendido, mientras se quedaba con la cerilla en la mano. Todo un síntoma de cómo andarían sus logaritmos cerebrales. Fue el mismo que procedió a expulsarme durante una semana debido a mis repetidas «rabonas». Curiosa forma de castigar al abstencionista la de darle cinco días de regalo.

…………Nada de todo esto tiene que ver con mis nulos rendimientos académicos: sin aplicación no puede haber provecho. De modo que de sor Catalina y de María aprendí casi lo único en mi de todos modos corta y entrecortada vida escolar: leer y escribir. Y aunque sé que no hacían más que cumplir con su obligación, continuamente les doy las gracias. Tu(s) recuerdo(s) es(son) de luz, de humo, de estanque en calma.

…………Carmelita la monja, pequeña, surcada de incontables arrugas, de negro desde el cuello a los tobillos, simpática y dicharachera, natural de Almendralejo, había intentado ingresar en la Orden de Santa Clara, antes llamada Orden de las Clarisas Pobres. Pero como Carmelita era pobre, pobrísima, no pudo aportar la preceptiva dote, de modo que fue rechazada por esas infieles al legado de Francisco de Asís. Pese al repudio, Carmelita siempre estuvo ligada al convento: mientras pudo, que fue hasta pocos días antes de quedarse dormida para siempre, ejerció cuantos encargos le hacían las monjas titulares. De vez en cuando aparecía trayéndonos suspiros de canela a los nietos de Guadalupe, con la que Carmelita, desde su llegada a Alcalá, mantuvo una amistad provechosa. En algunas de esas ocasiones nos contaba historias que nos asombraban, por lo menos a mí. Puede que refresque algunas si me lo permite la apremiante e inexorable. Y la memoria menguante.

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Copa de agua con una rosa sobre bandeja de plata
Zurbarán
1598-1664

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…………En mi casa no faltaba la comida, ni la por comer, pero un día Carmelita me invitó a almorzar, lo que realizó con toda la zalamería que corresponde hacerle a un chiquillo. Y allí fui, a un «soberáo» de la calle Fernán Gutiérrez, esa que se vuelca en el Derribo desde las alturas del barrio de San José una vez recogido el afluente de las Corachas (son arroyos menores la calle Ángel y la de Isidoro Díaz). En aquella habitación sin ventanas, a la que se accedía desde el patio tras subir unos cuantos escalones de gran peralto, Carmelita tenía una cama tan estrechita como ella, una gran cruz sin figura humana, una mesa como las primeras que se habrían hecho a las orillas del Éufrates, dos sillas y algunos cacharros. De las tablas del suelo subía el olor a lejía, y las paredes refulgían de blanco, a pesar de que del sol sólo llegaban allí los reflejos del patio.

…………Yo, que era capaz de comerme las cuatro esquinas de la Giralda, y de segundo el lagarto del Patio de los Naranjos, me encontré con un huevo duro, un trozo de pan y cuatro o cinco lonchas… de tomate, rociadas de sal, sin aceite. Hubo postre: un suculento plátano. Deseoso como estaba de llevarme algo más a la boca después del banquete, tardé un rato en volver a casa, porque Carmelita me contó una o dos de sus historias y yo era dócil y atento a las palabras de los mayores, hiciera o no caso después. Siempre he sospechado que mi padre tuvo algo que ver con la invitación gastronómica de Carmelita. Él tenía de vez en cuando sus inspiraciones didácticas. Y la esperanza de que todo el mundo poseyera su misma capacidad de aprender.

…………Qué se festejaba aquella tarde no lo sé. En mi casa estaban todas mis tías por parte materna, una de mis abuelas por la misma rama, dos mujeres más y uno o dos hombres, también de la familia. Sonaba la radio: coplas, flamenco. Bailó mi tía Angelita, que parecía gitana; otras hicieron sus «esplantes», hasta que Carmelita se levantó, tomó el cigarrillo que fumaba uno de los hombres, le dio dos chupadas y se pegó dos o tres vueltas de baile, dejando en pañales a todas las demás. Acogedora como un viejo camino. Te pueblan ecos y voces nostálgicas.

…………Hablo ahora de una mujer a la que mientras viva —quiero decir mientras viva yo, viva o no ella— estaré agradecido a más no poder. Fue su interés por que colaborara con ella en las responsabilidades políticas que acababa de asumir lo que hizo posible que, al cabo del tiempo, mi conciencia política tuviera la oportunidad (aprovechada, declaro ufano) de llegar a más altos desarrollos, hasta el punto de hacerme abandonar la dedicación militante que venía ejerciendo desde los diecisiete años (a lo que cuento tenía cuarenta y uno). Probablemente también hubiese llegado a las mismas conclusiones de no haber mediado las circunstancias que propició esa mujer, pero la realidad es que fue gracias a mi elevación orgánico-partidaria que empecé a ver más claro.

…………Hay quien sube un escalón y enseguida olvida críticas y objeciones que sostenía hasta ese momento, y ya todo le parece bien. No es que yo sea mejor, pero como lo que siempre me ha interesado es saber más para actuar más y mejor, a mí me pasó lo contrario: desde uno o dos escalones más arriba tuve la oportunidad de contemplar la panorámica y lo que tenía a los pies y a los lados. Abreviando, porque esto no puede convertirse en un tratado sobre política revolucionaria: durante aquellos pocos años escalones arriba llegué a ver con claridad (ayudado por lecturas totalmente imprescindibles) que el proceder de la hasta entonces mi organización no se guiaba por el método apropiado ni conducía a ningún sitio deseable desde el punto de vista revolucionario (lo que no tiene nada que ver con la inmediatez ni con el extremismo). Ella, una criatura más lista que inteligente, de una soberbia garrafal, desprovista de los más esenciales elementos de la teoría y del conocimiento histórico-práctico, permaneció durante años dedicada al combate interno camino a ninguna parte, hasta que acabó fuera de la organización porque ya no había en ésta recursos para todos, ni lugar para todas las soberbias. Uno o dos años después estuvo unos meses escribiendo en el diario «El País», periódico tan denostado por ella en otros tiempos. También apareció como tertuliana en Canal Sur, pero no por mucho tiempo. Cualquiera sabe si se fue o si prescindieron de ella, tanto en uno como en otro medio. Ya sé que todo esto puede resultar un tanto críptico, así que quien quiera que me pregunte, si es capaz de localizarme. Y yo contestaré si me parece, como es natural. Por eso pude revivir, empeñado en mi testimonio y en mi esperanza irreductible.

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Isabel, La Lirio
Foto de Fernando Trigo
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…………Yo la quise, y a veces ella también me quiso. Me atraía su rostro tumefacto de alcohólica integral de sufrida vida. Y aquellos brazos con aquellos bultos. Y sus andares como de ir subida en un caballito de tiovivo. Su tristeza redonda y cabal. Sus ojos sin mirada, sin voluntad de ver, vacíos de objetivo. La Lirio era, de entre tantos posibles, un monumento a la vida. ¡Cuántas mañanas, a las seis, se asomaba a la puerta del bar, con semblante grave, aterida y lacrimosa! ¿Me dejará entrar? ¿Me pondrá el café?, se preguntaba, aun a sabiendas de lo positivo de la respuesta. Aunque, bueno, todo hay que decirlo: en algunas ocasiones aparecía tan desastrada y con tan malas fragancias que yo le prohibía la entrada. Entonces, si la cogorza aún mandaba, se plantaba en medio de la calle, se alzaba las ropas como lo haría la cabaretera beoda de una película del Oeste y gritaba: «¡Satanás!», para enseguida lanzar una larga carcajada que terminaba ahogada por la tos. En tales casos nunca faltaba el buen parroquiano que se prestaba a llevarle el café para que, temblequeando, se lo bebiera en la calle, mientras yo seguía trabajando y oyendo las risas y los improperios que me dedicaba Isabel. Sus dicterios eran para mí como palabras de amor.

…………Durante una de las escasas temporadas (¡tan cortas!) en que dejó de deambular por las calles empujada por aquel carrito que portaba sus pertenencias, Isabel estuvo limpiando en el bar y en la casa de Joaquín Oliver y Águila Álvarez, frente al Ayuntamiento. Los propios dueños tenían que reconvenirle: «¡Para, chiquilla, que vas a gastar las losas!», «¡No le des más a eso, que le vas a quitar el color!». El día en que se despidió de aquel empleo (y ya no tuvo ningún otro), llegó al bar del Morenito, a poca distancia del de Oliver. Allí trasegábamos tres o cuatro amigos. Invitamos a Isabel sin ningún remordimiento, sabedores de que si no era por aquí sería por allá. Seguramente fui yo, el más joven, el que la subió a una recia mesa para que bailara, lo que hizo a la manera de su Jerez natal, aunque con unas singularísimas formas. Luego nos contó que, apenas iniciada la pubertad, había coincidido en la misma «casa» con la que luego llegaría a ser una afamadísima artista, paisana suya. Lo que pasa es que la otra era de una gran belleza y salió pronto de allí, mientras que Isabel, tan poquita cosa, más bien feílla, hubo de seguir ejerciendo la aciaga ocupación de soportar cuerpos sin espíritu (o como astillas, que podría haber dicho Rachel Corrie). Eso contó.

…………La Lirio fue maltratada por más de un municipal, vejada por estúpidos superlativos, socorrida por pocos y pocas, hasta que mi padre la llevó, tras largos esfuerzos de convencimiento, a una residencia que no tuvo inconveniente en admitirla, no recuerdo en qué pueblo sevillano. Volvió a Alcalá a los pocos meses y reanudó su anterior forma de vida. Pero sus fuerzas ya no eran las mismas y mi padre la llevó a otra residencia, donde permaneció hasta su muerte, años después, dedicada a lavar y fregar, a fregar y lavar. Parecía poseída por Lucris, aquella diosa de la limpieza que nos describe Tito Lutacio Relenticus en su «Tratado sobre los males del Mundo». ¡La Lirio! ¡Ay, mi Lirio! ¡Cuántas veces te veo y no te oigo! Distante y dolorosa como si hubieras muerto.

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Lana Turner
1921-1995

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…………«Tú eres maricón». Eso me dijo, casi musitando, pero enérgicamente, un mediodía de verano, en su propia casa, una linda muchacha, vamos a llamarla María, primogénita de los dueños de un establecimiento que yo frecuentaba. El establecimiento era un bar, vamos a dejarnos de perífrasis. Yo, con apenas diecinueve, ella, con apenas dieciocho, pero ella con un instinto y un alcance equiparables a los exhibidos por Lana Turner en la mayoría de sus películas. Yo le gustaba mucho: lo anormal hubiese sido lo contrario, dadas mis características físicas en aquel tiempo. Me resultaba muy agradable, me inquietaba, e incluso me sorbía el seso a ratos, pero pasar de las miradas y las bromas (a veces zahirientes por mi parte, por increíble que resulte a quienes me conocen), para mí era como si alguien que sufre de vértigo hubiese de transitar por la baranda de un puente. Y precisamente yo, que no cobijo entre mis muchos defectos el del fingimiento, al contrario de tantos que forman dispersa legión. Porque no es que, algunas veces, al tenerla cerca, no se produjera en mí la reacción vascular que pueden imaginar. Algunos amigos se percataban del estado de confusión y temor en que me encontraba. Uno de ellos me dijo: «¡Ay, los inexpertos!». Algo había de eso, pero no era eso.

…………Cuando una mujer quiere lograr a un hombre no ceja hasta que está absolutamente convencida de que es imposible (¡qué les voy a contar yo a ustedes, sean varones o hembras, si seguramente estarán cansados de tantas experiencias!). Tanto insistía que hasta fui a verla a un pueblo de la costa, donde estaba con su madre (que veía bien el posible). Volvíme a la mañana siguiente, después de haber dormido en una posada, solo, por supuesto (si no, no habría dormido).

…………María, a la que a veces veo por la calle, y por la que no han pasado los años, o ella por los años (¡qué tersa, qué fresca en el mejor sentido de la palabra!), me dijo aquel día lo que otras habrán pensado y además comentado con alguien. Pero sólo María me lo ha dicho, en la cara, con todas las letras. Y enfadada, porque le dolía de verdad (¡la verdad!) que lo nuestro no fuera posible. Mi alma no se contenta con haberla perdido.

…………No hay mucho más que contar, a menos que entrásemos en el terreno del cotilleo. Proposiciones directas e indirectas las ha habido presencialmente y por teléfono: de concejalas, de esposas de amigos, de empleadas de establecimientos, de clientas del bar cuando yo lo tenía y también después… (No todas las mujeres, ni mucho menos, tienen tan buena pesquis como por lo general se le atribuye al sexo femenino). En todo caso, ninguno de esos ofrecimientos pasó a mayores: soy un hombre decente y puro, fiel a mi condición innata (rían, rían). Sólo han sido anécdotas incipientes. Algunas, de carácter cómico, o amable. De otras es desagradable el recuerdo. Fragancia de melocotones, bellotas de alcornoque. Flores y pedradas. ¿Culpas? De la vida, esa absurda casualidad.

…………Sólo la sombra trémula se retuerce en mis manos.

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One comment.

  1. […] Por aquellos días se encontraba muy enfermo Pablo Neruda, el poeta más total que haya conocido mi menesterosa sesera. Ya se apuntó entonces, y se ha […]

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