GENTE INFRECUENTE (II). Por Rafael Rodríguez González, con una pintura de Rafael Luna sin título (acrílico sobre lienzo)

 

 

sintítuloRAFAEL LUNA

 

 

De entre los hasta ahora mil quinientos veintitrés escritos que he dedicado a los tontos de mi pueblo, textos en que se alude tanto a los que saben que lo son como a los que se sentirían ofendidos si se les dijera que lo son (estos constituyen la inmensa mayoría del total), recupero uno que no podrá molestar a nadie, sencillamente porque el sujeto al que se refiere murió allá por la mitad de los años veinte, cuando reinaba Alfonso XIII y mi abuela Reyes era una mujer de treinta y pocos años. Además, Antoñito Quienes no tuvo descendencia ni apenas parientes, con lo que no tiene más trascendencia que la que aquí le demos. Aclararé, antes de continuar, que Antoñito Quienes no era el apodado Ñuguito, aquel que se pasaba todo el día en la calle restallando un pequeño látigo, y al que también me he referido en alguna ocasión. Eran coetáneos, pero el Ñuguito era uno y Antoñito Quienes era otro. Lo recalco porque hay mucha gente que considera que todos los tontos son iguales. Nada más lejos de la realidad.

 

         Especifiquemos, y para hacerlo dividamos la población en tres grupos: los que no son tontos, los que lo son pero no lo saben, y, por último, los que lo son oficialmente, por así decirlo. De las tres especies, la que más variedad nos ofrece es la tercera. Que todos sus individuos tienen un denominador común es completamente obvio, pero también que cada uno de ellos tiene una personalidad única e inconfundible. Esto no sucede en las otras dos congregaciones, cuyos individuos se distinguen muy poco entre sí, adoradores como son de la norma. Además, la frontera entre los que no son tontos y los que lo son pero no lo saben es siempre muy tenue, de modo que no son pocas las ocasiones en que no se sabe si este o aquel individuo pertenece a una u otra fracción. Con los tontos oficiales no hay ese problema. Y, por cierto, es el único conjunto merecedor de respeto, per se.  

 

         Pero avancemos, que no es cosa de enfrascarse en asuntos científicos, al menos en esta ocasión.

 

         Yo no me creía lo que contaba mi abuela, porque si todos los cuentos eran mentiras, lo lógico sería que todo lo que contaban las abuelas fuese mentira. Pero como mi padre, mi madre, mis tías y algunas personas más, todas ellas de confianza, me aseguraban que sí, que aquello era verdad, pues acabé por creerlo. Y hoy estoy más convencido que nunca de que así es, porque lo que uno ha visto a lo largo de la vida deja en pañales lo de Antoñito Quienes. Y lo de bastantes más.

 

         Tampoco es para tanto, como veremos enseguida. Antoñito era de una familia muy conocida, respetada e incluso temida. De buena posición económica y de extremada religiosidad. Quienes no era su apellido, que de todos modos no revelaré, sino el mote (antes todos los tontos oficiales tenían mote). Se debía a que la primera vez que le amenazaron con que le quitarían las latas él preguntó, en tono retador: «¿Quiénes?». (Cuando durante el larguísimo proceso de elaboración de este texto le comenté a un mi amigo lo de los motes de los tontos oficiales, él me dijo que ahora no tienen motes, sino cargos, con lo que me quedó claro que no se había enterado de lo que yo le decía, porque ese mi amigo no distinguía bien entre los oficiales y los no catalogados).

 

         Pues bien, Antoñito Quienes estaba casi todo el día por la calle, igual que el Ñuguito. Pero si éste andaba hora tras hora dale que te pego al látigo, Antoñito llevaba atado con una guita a su cinto un manojo de latas de más o menos volumen que, llegadas a la altura de su rodilla derecha, sonaban a poco que su portador se moviera. Era un sonajero andante, una alarma transeúnte, un aviso itinerante.

 

         «Ea, ya viene ahí el tío de las latas», decía alguna gente cuando le oía acercarse. «Yo no sé por qué la familia no lo tiene arrecogío», piensa en voz alta alguna vecina. «¿Qué quieres, que lo metan en el manicomio?», manifiesta otra comadre, más indulgente.

 

         Como son tantos días, meses y años los que Antoñito Quienes lleva haciendo ruido mientras transita por las calles de Alcalá, casi todos los vecinos han dejado de quejarse, y todo lo más se miran cuando sienten sonar las latas. Los hay que reprenden a sus niños o a alguien que hace, circunstancialmente, mucho ruido: «Anda, que formas más escándalo que Antoñito Quienes».

 

         Antoñito no se mete con nadie, ni tiene explosiones que le hagan violento en ningún sentido. Él sólo da la lata con las latas, pero eso, ya digo, es ya un hecho consuetudinario completamente asumido, tanto como los cagajones de burros y mulos y las hileras de virutillas de las cabras. Pero…

 

         Su padre le tiene dicho a todos los taberneros de Alcalá que mucho cuidado con proporcionarle a Antoñito cualquier clase de bebidas. El padre puede hacer pasar apuros a quien contravenga sus indicaciones. Pero el caso cierto es que de vez en cuando, aunque muy de tarde en tarde, Antoñito Quienes aparece ebrio por las calles más habituales de su tránsito.

 

         La imbecilidad de Antoñito no podía dejar de surtir sus efectos al ligarse con el alcohol. (Y aquí podríamos recomenzar con lo de los que lo son, los que no lo son, los que no lo saben, etcétera). Entraba en cualquier taberna y se metía por enmedio de las reuniones, diciendo a toda voz cosas ininteligibles, se bebía los vasos de los reunidos, prodigaba gestos que podían mover a escándalo… Y así hasta que, advertidos, aparecían su padre y su tío y lo retiraban de la circulación.

 

         No quedaba ahí la cosa porque Antoñito Quienes, como tantos hijos de familia (de los que son, de los que no lo son, de los que no lo saben), sentía atracción por las mujeres, y, alguna que otra vez, todas ellas estando bebido, había asustado a algunas féminas, sin que la cosa nunca pasara a mayores, salvo aquella en que una joven señora casi le rompe el paraguas en la cabeza, o la cabeza a paraguazos.

 

         Antoñito murió joven, y poco hay que destaque en su existencia fuera de su cotidiano paseo con las latas prendidas y sus muy eventuales episodios de embriaguez. Como todo tonto oficial que se precie (pero hay excepciones) nunca trabajó ni desarrolló actividad física alguna, salvo las más indispensables, y tampoco todas. Sí tenía otra costumbre cuyo ejercicio era cumplido con todo rigor: santiguarse cuatro o cinco veces frente a cada establecimiento religioso de la localidad. Por eso iba diariamente hasta el más lejano, la ermita de San Roque.    

 

         Un día le dijeron al padre de Antoñito Quienes quién era el que se divertía suministrando alcohol a su hijo. La paliza que el progenitor propinó al cobarde sinvergüenza y seguro integrante del grupo de los que no lo saben, ha quedado en los anales. Al padre de Antoñito no lo molestaron, gracias a su posición. («Algunas veces, aunque sean pocas, se alegra una de algunos privilegios», decía mi abuela).

 

         Pero aquel mismo día, que era domingo, Antoñito Quienes subió a la torre de la iglesia de Santiago el Mayor. Como siempre, con el permiso del sacristán o del cura. Con sus inseparables latas, por supuesto, pero esta vez bastante ajumado. Al bajar se le desprendieron las latas, se enredó en ellas y fue golpeándose en cada escalón, hasta matarse.

 

         Fue una muerte muy sonada, y no sólo por el ruido que produjeron el cuerpo y las latas, aunque estas contribuyeran bastante a ello, sino sobre todo porque sucedió en misa de once, justo cuando los fieles se acercaban a recibir la sagrada hostia. El que le daba la bebida se fue de Alcalá ese mismo día, baldado y todo.         

 

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CONTINUARÁ… Exposición de Rafael Luna en la Casa de la Provincia (Sevilla, desde el 14 de marzo hasta el 28 de abril de 2013)



 

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