JEAN RIEN Y LOS DOS FABRIZIO (PARTE CUARTA O «PALABRAS PARA JULIO» DE ANDRÉS ASIDO). Por Rafael Rodríguez González

 

 

Andrés Asido tenía varios sobrinos. El menor de ellos, Julio, era hijo de su hermana pequeña, Constanza, maestra de escuela, y del afamado constructor de guitarras Dionisio Clavijero Puente. Vivían en Madrid. Al pequeño Julio, que se encontraba postrado en cama aquejado de la enfermedad que se lo llevó antes de cumplir los nueve años, su tío le dirigió varias cartas. La que sigue es una de las que cuya copia (Asido las hacía, como ya he dicho) pudo conservar mi abuela.

 

XIV.XI.MCMXXIV

 

Querido Julio:

 

            Hace mucho, mucho tiempo, cuando yo era un chiquillo como tú lo eres ahora, las semanas no tenían siete días, ni los años doce meses. Los días sí tenían veinticuatro horas, como ahora, pero en realidad lo que se tenía en cuenta eran las mañanas, las tardes y las noches. Las horas se contaban más que nada para el tren, y la mayoría de las veces sólo servían para medir el retraso con que llegaba. Eso del tren, pensarás, también ocurre hoy, como le habrás oído a decir a tu padre, y llevarás razón no sólo al pensarlo, sino también si lo dices. La verdad nunca es mala, ni es mala decirla. Lo que pasa es que hay que decirla en el momento apropiado y de la manera en que hay que decirla. Esto ya lo irás comprendiendo. Pero recuérdalo desde ahora.

            Entonces, como sigue sucediendo en estos tiempos, había gente que dormía de noche, pero otra gente lo hacía por las mañanas y otra por las tardes. Así que las personas se dividían en tres grupos a la hora de dormir, aunque no es así como debe decirse, porque cada una de las partes nunca dormía al mismo tiempo que las otras dos, y a cada una de estas dos partes le ocurría lo mismo que a las otras, así que no había una hora de dormir, sino varias, porque fuese por la mañana, por la tarde o por la noche, la mayoría de la gente dormía más de una hora.

            Ojalá (qué palabra tan bonita ¿verdad, Julio?) que cuando seas un poco mayor te des cuenta de que la vida no debe medirse, ni vivirse, en horas, sino en mañanas, tardes y noches. Y además y sobre todo, en obras, en amores y en buenas razones. Cuando seas mayor, te he dicho, pero debes recordarlo desde ahora. No cada hora, que es muy monótono, sino cada mañana, cada tarde, cada noche.

            En aquel tiempo, como ya habrás podido imaginar cuando te he hablado de las horas, ya existía el tren en Alcalá. Te parecerá mentira, pero entonces la gente no se subía al tren hasta que no  llevaba recorrido un buen trecho, porque algunos farsantes habían hecho creer a los usuarios que si los vagones estaban llenos la máquina no podía arrancar, debido al peso. Esa costumbre de no subir al tren hasta estar en marcha perduró sólo dos o tres años más, porque cuando el tren comenzó a usarse para trasladar el pan y los animales para el reparto en Sevilla, la mayoría de los usuarios tuvo que reconocer que habían estado haciendo el tonto. Resultó que las bestias, mulos y mulas principalmente, lo eran menos que las personas, porque aunque les pegaran se negaban a correr detrás del tren mientras iba cogiendo velocidad.

            Cuando yo era chiquillo un niño se cayó al pozo de la casa de al lado de donde yo vivía. Como es natural, lo sacaron muerto. Cuando uno es chiquillo, como tú lo eres ahora, no se piensa en la muerte, pero todos los seres humanos, y los niños también lo sois, deben tener siempre presente que la muerte vendrá algún día a recogernos, y que a la muerte no le importan las mañanas, ni las tardes, ni las noches, y mucho menos las horas. Por eso, porque la vida es breve, y eso no falla, aunque los niños no podáis daros cuenta de ello, lo mejor es vivir teniendo en cuenta que esta vida es lo único que tenemos y que en ella nos sentiremos mejor si no hacemos daño a los demás, si no nos aprovechamos de los débiles ni los maltratamos sino que los ayudamos y hacemos lo posible para que dejen de ser débiles. Si yo pudiera, tomaría juramento a todos vosotros los niños para que cuando pasen unos años os comportéis de esa manera. Pero, además, deberéis saber distinguir entre el débil de verdad y el que se lo hace.

            En mis tiempos de chiquillo había un muchachote al que apodaban «El Ñuguito». Era mudo, pero oía perfectamente. Siempre, fuera mañana, tarde o noche, salvo cuando dormía, iba restallando un pequeño látigo. Incluso cuando comía seguía haciendo sonar el látigo, porque comía por la calle, anda que te anda. Los más pequeños se asustaban de aquel grandullón de gorra encasquetada, aunque Ñuguito siempre iba sonriendo y jamás se acercaba a nadie si no era para mostrar con cuánta habilidad manejaba su inofensiva tralla. Ya te digo que los más pequeños le huían al Ñuguito, pero algunos ya más mayores le lanzaban insultos y hasta algunas veces le tiraban piedras, como ahora algunos mozuelos hacen con las bombillas de nuestras calles cuando llega la noche.

            Pero mira lo que pasó una tarde. Cuatro chavales le pegaron al Ñuguito hasta el punto de dejarle llorando y echando sangre por la nariz y con una brecha en la cabeza. El padre de dos de los pillastres, cuando se enteró del asunto, cogió por separado a cada uno de ellos y les dio una tunda tan fuerte que a su lado la recibida por el Ñuguito parecía una caricia amistosa. Sus traseros quedaron como planchas que van a ponerse sobre la ropa. Además, los dejó dos días sin comer, encerrados en habitaciones distintas.

            El padre de los otros dos, porque eran dos parejas de hermanos los golfantes que habían pegado al Ñuguito, no hizo eso. Se rió con la ocurrencia de sus hijos. A lo más que llegó fue a mirar  de reojo, muy serio, a los dos charranes, durante los días en que el suceso fue comentado en el pueblo, como diciendo a los dos granujas: «No me dejéis mal delante de la gente; haced lo que queráis, pero que no os vean, so vainas».

            Ni uno ni otro padre de comportó de forma correcta. Pero mucho más cerca de la justicia, muchísimo, estuvo el que zurró a sus hijos que el que le rió las gracias. De todos modos, uno de los hijos del padre injusto se llevó una sonora bofetada una mañana que la madre del Ñuguito pasó por la puerta de la casa de los bellacos. Las vecinas sonrieron, en señal de aprobación, y hubo alguna que dijo: «Tenía que haber sido en otra cara».

            Pero bueno, Julio, estábamos con lo del niño que se cayó a un pozo y que sacaron muerto.  A los pocos días de haber sido enterrado en su cajita blanca, que fue costeada por sus vecinos, entre ellos tu abuelo, José Asido Cabrero, otro niño cayó a otro pozo, pero en este caso pudieron sacarlo con vida, como es natural. Como es natural, te digo, porque lo sacaron los mismos que lo habían tirado. Ya te darás cuenta de que en la vida hay mucha gente a la que le es más fácil, y le apetece más, hacer cosas malas que hacerlas buenas. Tú recuerda siempre que a esa gente hay que vencerla  dando ejemplo, haciendo cosas buenas, pero también castigándola siempre que se pueda, porque si no nos comen por sopas.

            A raíz de esos hechos, el del niño muerto y el del niño vivo, comenzaron a llegar rumores a las tabernas, a las panaderías, a los casinos, a las tiendas, a las cuadrillas que volvían de trabajar en el campo: «Se ha caído un niño en pozo de la calle Marea», «Una niña se ha caído a un pozo de la calle Pescuezo», «Antonio el Cojonato se ha tirao a un pozo», «Anoche se tiró el guarda del Matadero», y así durante varias mañanas, tardes y noches, como si todo el mundo se estuviera cayendo o tirando a los pozos. Hasta que el alcalde, don Domingo Díaz Ramos, se hartó de tanto bulo y mandó redactar un bando que fue leído en las plazas de Alcalá, en el que se advertía  a quienes propalaran hechos inciertos de que se les impondrían fuertes multas e incluso arresto. Desde ese mismo día, 27 de Septiembre de 1883, dejaron de caerse niños a los pozos, y viejos de arrojarse a ellos. De haberse seguido así, Julio, no hubiera habido pozos para todos. ¿Te imaginas los pozos rebosando de gente y la que quedara sin poder caerse ni tirarse?.

            Querido Julio: como todavía tendrás que estar reposando algún tiempo más, ya te haré llegar  otras palabras escritas para ver si por lo menos te sirven de entretenimiento. Sigue los consejos de tus padres, que no hacen otra cosa que preocuparse de ti más que de nada en el mundo.

            Tú no pierdas la paciencia, porque eso no sirve para nada. Tú fíjate en mí: soy cojo, pero ando. Si hubiera cedido a la impaciencia y hubiera esperado para andar a no estar cojo no me hubiera movido en mi vida. Tú pronto comprenderás que no hay que caer en la resignación, pero que la impaciencia puede hacerte caer en aquella. Tampoco hay que darse a las prisas, que si no es lo mismo que la impaciencia puede hacernos llegar al mismo destino: a la nada, o a ir para atrás. Lo mejor es ver claro, saber lo que se quiere y avanzar lo que se pueda. Sin prisas, pero firme y decididamente, sin renunciar. Recuérdalo siempre.

            Te abraza, con la alegría que mereces,

 

                                                                                tu tío Andrés

 

Dibujo de un niño
 por Tia Peltz
1923-1999
 

2 comments.

  1. […]                                                                                 (PARTE CUARTA, O «PALABRAS PARA JULIO» DE ANDRÉS ASIDO) […]

  2. […] que la que aquí le demos. Aclararé, antes de continuar, que Antoñito Quienes no era el apodado Ñuguito, aquel que se pasaba todo el día en la calle restallando un pequeño látigo, y al que también me […]

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