EL «MITO HABSBÚRGICO» EN LA LITERATURA AUSTRÍACA O CÓMO ESTRELLAR UNA TARTA SACHER EN LA CARA. De la serie «NOTICIAS DE UN IMPERIO» (Núm. 17). Por Pablo Romero Gabella

Pte. Erzsebet, Budapest 2003

El Puente de Erzsebet, sobre el Danubio

[Foto LGV Budapest 2003]

El año 2022 comenzó con una de esas polémicas efímeras que incendian las redes sociales. Dicha quimera se refería al Concierto de Año Nuevo vienés. Partidarios y contrarios a dicho acontecimiento se enzarzaron en una disputa tan absurda como divertida que hacía, de nuevo, traernos Noticias de un Imperio. Unos lo consideran un pastiche cursi, burgués, decadente, reaccionario y tan rancio como las películas de Sissi. En la otra trinchera cibernética se lo defiende como un referente de la cultura (occidental) y de las buenas maneras tradicionales de un día de resaca. En el centro del conflicto estaba un mito: el mito del imperio austro-húngaro, el mito de la vieja Europa o el «mito habsbúrgico» en palabras de Claudio Magris.

   Magris es un profesor universitario y escritor italiano nacido en Trieste en 1939. Hoy este intelectual, firme defensor del europeísmo, es conocido por un magnífico libro titulado El Danubio (1986). Un libro de viajes que se trasviste de ensayo histórico, filosófico, literario e incluso gastronómico. Prometemos traerlo por aquí. El espacio geográfico del libro era la ya tan manida «Mittleuropa», que, en gran parte, perteneció al Imperio.

   Veintitrés años antes de escribir esta obra publicó su tesis doctoral El mito habsbúrgico en la literatura austríaca (editado en español en México en 1998). Sin embargo el joven Magris no era tan lírico como lo sería en su madurez. En su tesis se atacaba sin piedad alguna a la literatura austríaca postimperial. Su delito era mantener el fantasma del imperio habsbúrgico, tan falso como el Concierto de Año Nuevo.

   Pero ¿en qué consiste este mito? Según Magris,  este mito es muy poderoso porque supone una reacción a la modernidad progresista. Los escritores y artistas reinventaron una realidad histórica retrógrada en otra «ficticia e ilusoria», en «un mundo ordenado de fábula; todo al servicio de la evasión para olvidar el apocalipsis de 1918». Habían inventado, sin saberlo, su propio Metaverso que es lo último en evasión pandémica.

   En este «Wonderland» no hay ni reinas bidimensionales neuróticas y empoderadas, ni conejos con sombreros, ni gusanos fumadores; lo que hay es la representación de «una patria ideal, inmóvil y envejecida pero que había concentrado virtudes, ya increíbles, digno decoro y corrección, pedante respeto y cómoda tranquilidad, fugaz y desconsoladora alegría de vivir.»  El argumentario, en suma, de los «haters» del «Das Neujahrskonzert».

   ¿Cuál fue su origen? Al parecer sus raíces arraigan en la derrota austríaca ante Napoleón que, en 1806, abolió el milenario Sacro Imperio Romano Germánico, ese eterno otoño de la Edad Media que los escritores postimperiales intentaron mantener vivo en la UCI de la novela.

   Para Magris el mito contiene tres elementos: la idea de un imperio supranacional, el burocratismo y el hedonismo. Como apunte, ¿no se parece demasiado a lo que muchos dicen que representa la Unión Europea?

   En lo referente a lo supranacional, el mito se centra en una figura histórica presente en casi todas estas obras: el viejo emperador Francisco José I (1830-1916). Para Magris «una figura fuera de la vida, profética y torpe». Un «arma contra la historia», una historia  que, entendida como progreso,  iba de la mano del nacionalismo (polaco, checo, húngaro, serbio, rumano, croata…). Magris identifica nacionalismo con modernidad frente a un vetusto imperio, «cárcel de las naciones», que representa el inmovilismo aristocrático y clerical. No obstante, la realidad no es en blanco y negro, en el imperio también se había desarrollado una cultural liberal, moderna y burguesa representada por figuras como Mahler, Krauss o Freud.

   En lo que respecta al burocratismo, para Magris el burócrata es la personificación del inmovilismo, del «vuelva usted mañana» de Larra; la esencia de un régimen esclerótico que no hacía otra cosa  más que ver pasar el tiempo rellenando pólizas y poniendo sellos. En suma, la «Kakania» que Robert Musil (1880-1942), escritor, soldado y por un tiempo funcionario, nos dejó en su afamada obra El hombre sin atributos. Pero el burocratismo también nos lleva por la senda del absurdo contemporáneo que tan bien reflejó otro escritor nacido en el imperio. Nos referimos al checo Franz Kafka (1883-1924) en sus obras postmortem El proceso y El castillo.

   En cuanto al hedonismo expresaba esa alegría de vivir, tan austriaca, marcada por la despreocupación y el «carpe diem».  Y para ello nada mejor que la música; de ahí el gusto de los imperiales por los valses y polkas. Una idea que el grupo Fangoria en 2022 lo expresa en su canción «Momentismo absoluto». Así, Alaska nos canta que «la tendencia es improvisar» y sentencia: «impermanencia, mi nueva religión». Y es que esta letra, tan de tiempos de la pandemia actual, es perfectamente aplicable a ese momentismo austríaco cuando dice que «al futuro lo he dejado atrás» y que »lo que será, será». Y siguiendo con Fangoria,  en  su Dramas y comedias Alaska vuelve a la carga con «no quiero más dramas en mi vida, solo comedias entretenidas». Podríamos decir que esta canción y la opereta vienesa juegan en la misma liga.

El puente de la Libertad (Budapest,03)

Puente de la Libertad, o de las cadenas, sobre el Danubio

[Foto: LGV Budapest 2003]

   El hedonismo o momentismo austracista , en cuyos sótanos tenía consulta Freud, era parte de lo que se ha llamado impresionismo. Pero no nos referimos al movimiento pictórico iniciado por Monet, sino a la corriente artística y literaria marcada por el decadentismo y la sensualidad, que tan bien representan las obras de Artur Schnitzler. Y frente a todo lo anterior, el otro polo de la civilización austríaca: la fidelidad, la continuidad, el aferrarse al pasado como antídoto de lo efímero (no es de extrañar que Freud tuviera cola en su consulta vienesa).

   Por ahí corre una cita, adjudicada a Gustav Mahler, que afirma que «la tradición no es la veneración de las cenizas sino el mantenimiento de la llama». En ese aferrarse a la tradición, y si es imperial mejor, tenemos a uno de los principales autores austriacos de entreguerras, Hugo von Hofmansthal. Un escritor profundamente desgraciado en su vida, pero al que debemos la esencia de este imaginario tan detestado por algunos. Para Magris en este autor se exalta «la musicalidad, la espontánea moralidad, el particularismo regional, la armoniosa síntesis germano-eslava, sencillez y frescura popular». Todo ello se condensa en el libreto que escribió para la ópera El caballero De la Rosa (1911) de Richard Strauss. En ella se recrea la época dieciochesca de la emperatriz María Teresa y es un canto a la fidelidad triunfante ante el dilema de Octavio, el protagonista, entre la aristocrática, sensual y decadente Mariscala y la pura y fiel Sofía. En esta ópera, monumento del patrimonio inmaterial vienés, se «transfigura la caducidad en un placer risueño, la decadencia en elegante dicha de vivir».

   En el mito habsbúrgico no hay dialéctica como ocurre con sus vecinos alemanes (¿y para qué les sirvió?) sino transfiguración en base al poder redentor de la palabra, de la literatura. Es el triunfo el artificio barroco, de la sensualidad y de un decadentismo finisecular.

   Claudio Magris es inmisericorde con la nómina de escritores que analiza en su libro, comenzando por, el tan hoy apreciado, Stefan Zweig que compartió con Hofmansthal la tarea de libretista de las óperas de Strauss, ese bávaro de nacimiento pero austríaco de corazón que llegaría a componer un himno para la joven Austria republicana aunque también otro para las Olimpiadas nazis de 1936 (recuerden: no hay dialéctica, sino transfiguración).

   Por terminar, tomemos el ejemplo del primer autor que trajimos a estas Noticias de un imperio: Alexander Lernet-Holenia y su obra El Estandarte. Magris lo conceptúa como «escritor de pluma fácil y desenvuelta» y a su obra como una «novela histórica sentimental» superficial «no carente de vida, de sugestión y de un íntimo sentido de trágica fatalidad». Un comentario que hoy  es perfectamente asumible para muchas obras de la exuberante producción de género histórico.

   Sin embargo, y en esto queremos insistir y estamos en perfecta comunión con Magris, El Estandarte pone en evidencia «el miedo, profundo que la disolución del imperio dejó en los hombres de entonces» (¿y de ahora?).

   Concluyamos con la cita de una obra actual de un viejo autor  (que no autor viejo) que considera a Zweig su maestro. Nos referimos a Mauricio Wisenthal que en su El derecho a disentir nos dice:

   «Siempre fui proclive a enamorarme de sombras, y nunca me arrepentí de haberlas amado, pues aún les soy fiel y me son fieles».

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