(Foto: Manuel Verpi [Alcalá 2014])
Todos, cuando éramos niños, teníamos nuestro héroe o nos hubiera gustado ser alguno de nuestros ídolos. También nos sentábamos, la pandilla de amigos en corro, en alguna acera o a la puerta de una casa y empezábamos aquello de:
—«…a mí me gustaría ser médico.»
—«…y a mí aviador.»
—«¡y a mí, cartero!»
¡Cuánta variedad de querer ser y luego hemos tenido que ser otra cosa! Yo, personalmente, hubiera deseado llegar a maquinista de tren. Viajar de noche, atravesar los campos silbando, montado en mi máquina, recibir el aire frío de La Mancha en el rostro y, al amanecer —a la vuelta—, llenar mi corazón con la alegría del Valle del Guadalquivir.
El mono azul, la negra gorrilla de ferroviario, el vapor blanquísimo, como un pañuelo desplegado en la noche metálica, me han llegado a emocionar como nadie pueda imaginarse.
¿Qué vería yo en este mundo del tren?
Hoy día he llegado a ser algo muy distinto de mi deseo infantil. A pesar de todo, aún me cambiaría por uno de esos viajeros incansables —los maquinistas— que, para mí, son más importantes que cualquier otra cosa en el mundo.
Si yo volviera a nacer haría lo posible por cumplir mi ilusión, porque, en realidad, me he quedado sin ser lo que yo quería.