LA LEYENDA DE LA CALLE MAREA. Por Rafael Rodríguez González (Para Antonio Herrera, con sus dolores)

calleMarea 2012 LGV
Calle Marea
Alcalá
2012
(Foto: LGV)

Cristóbal Lugo Castro, un paisano fallecido hace más de treinta años, y que cuando me contó lo que sigue tenía, según él, más edad que el Palacio de Gandul —en realidad unos setenta—, aseguraba que su narración era tan cierta como que los ríos van a la mar porque una vez en ella dejan de sufrir estrecheces, o tanto como que padecer de reúma no tiene relación alguna con la humedad soportada, ya que nunca se ha hallado esa dolencia en animales marinos o fluviales. Realmente tenía razón en esto del reúma, como se demostró científicamente pocos años después. Y lo de los ríos es sencillamente impepinable.

            Por entonces ya sabía yo que el autor de historias siempre hace protestas de veracidad, y que Cristóbal, arquetipo del homo probus, jamás incumpliría esa ley, no por no inscripta menos consumada por todos los fabuladores. Como es natural en personas con tantos años encima, Cristóbal no hizo el relato de un golpe, sino que de cuando en cuando agregaba algún detalle y matizaba otros, con lo que su historia se enriquecía de vez en vez, además de mejor afianzarse en la memoria del joven escuchador.

            Cristóbal siempre trabajó en herrerías de Sevilla, donde, según decían, hubo un tiempo en que los patronos se lo disputaban. Habitó casi toda su vida en una casa de vecinos de la calle Salvadores, pared con pared a la del Tani, aquel simpático vendedor de sifones que repartía con su célebre motocarro. La potencia de esos sifones siempre sufrió el menoscabo del vulgo, aunque casi siempre en broma y siempre injustificadamente. Todavía andan por ahí algunos vejestorios que, al referirse a algo o a alguien sin vigor (qué mejor ejemplo que ellos mismos) dicen: «Tiene menos fuerza que los sifones del Tani». De eso nada. Yo testifico en sentido opuesto. Recuerdo perfectamente que una mañana, a las seis, recién abierto el bar en que yo trabajaba (en el 46 de la calle de La Mina), seis o siete conocidos, todos muy jóvenes, comenzaron a formar, como paso previo a su entrada, un poquito de escándalo en la acera. Habían estado toda la noche de parranda y ahora venían a divertirse a mi costa, por supuesto que sin ninguna mala intención añadida. Así que yo, haciendo gala de mi exorbitante simpatía (por la que soy renombrado del uno al otro confín del Universo), decidí contribuir al jolgorio: eché mano de un sifón, y, a una distancia de seis metros, tal que camión cisterna de la policía, los puse a todos empapados (que Santa Marta y San Teodoto me auspicien in aeternum, no por el hecho, sino por la similitud referida). Unos, tronchados de risa, entraron a celebrar la ocurrencia. Otros, los tontitos, se fueron, incapaces de digerir la sifonada. Y no hubo más, aparte de la constatación irrefragable de la fuerza de los sifones del Tani. Del Tani y de su hermana, que era la que los llenaba. 

 Campo de Concentración de Albatera

            Cristóbal había participado en la Guerra de España, donde sirvió en el Ejército Nacional. Pero, cuidado, mucho ojo, porque Cristóbal, que de lerdo tenía tanto como de monja de clausura, remachaba cada vez que podía que el Ejército Nacional fue el leal, el fiel a la República, y no el otro, plagado por tierra, mar y aire de moros, italianos y alemanes. A partir de abril de 1939 estuvo varios meses en el campo de concentración de Albatera (Alicante), donde, para suerte suya, coincidió con otro alcalareño: «el Pretolo», padre de uno que ha sido impresor a lo largo de cincuenta años. Al Pretolo lo salvó de ir a las cárceles de entonces, tal vez incluso de quedar bajo tierra albaterense, la agobiada y diaria insistencia de su joven esposa, ya madre de una niña, ante dos falangistas de Alcalá (de los de 1933), que, agobiados ellos mismos por el tesón de aquella muchacha, gestionaron su vuelta. Cristóbal vino en el mismo lote; de tacón, como si dijéramos.

            Pues bien, Cristóbal, que a diario visitaba el bar, fue poniendo en pie los elementos de lo que yo califico como leyenda y él llamaba historia fidedigna. Aprovechábamos los prolongados ratos en que el número de clientes era casi tan reducido como las probabilidades de que te toque la lotería, para que el herrero, como le conocía todo el mundo, fuera engarzando las partes de su relato. «¿Pero no era Carmela la que vivía enfrente de la tienda?», le decía yo. «¿Y quién ha dicho lo contrario? Lo que digo es que Ramón, un hermano de Carmela, tuvo mucho que ver con el asunto; incluso parece que sin su concurso no habrían ocurrido los hechos», respondía Cristóbal, que hablaba como un abogado. Y así tantas veces: protagonistas que bailaban acrobáticamente dentro del relato, hechos que se bifurcaban, circunstancias que de un día a otro se transmutaban en sí mismas y en las contrarias, escenarios que se subvertían… ¡Luenga y sinuosa leyenda la de Cristóbal!

            He dicho más arriba que Cristóbal no era ninguna monja de clausura. Ni monje del mismo jaez. Ocho hijos se le conocían y él reconocía: dos de una mujer, dos de otra (ambas solteras), y cuatro de la más cargada, que era la suya legítima. Del hecho de que ninguna de las tres mujeres lo despellejara ni en público ni en privado se deduce que nunca dejó desatendido a ninguno de los vástagos. Pero también, con casi total seguridad, que ninguna de las féminas objeto de sus atenciones podía reprocharle la falta de éstas. En fin, ellas y él sabrían. Eran otros tiempos. Ya no hay hombres ni mujeres así, ¿no creen? ¿O sí?

            «Menudo bicho», decía refiriéndose a él Ruperto, otro asiduo del bar. Ruperto tenía menos vida laboral que la Dama de Elche, y quizás por eso no quería bien a Cristóbal, mal ejemplo en cuanto a aplicación en el trabajo. Ese Ruperto, el único que he conocido personalmente (al músico Ruperto Chapí sólo lo conozco de oídas) también tenía sus historias. No de la extensión y profundidad de las de Cristóbal: las del perpetuo holgazán eran de lo más chabacano. Un solo ejemplo: contaba que uno que vivía en su misma casa de vecinos, tan harto de una de esas moscas sietemesinas del mes de octubre que hacen desear a cualquiera convertirse en aparato de Flix, salió a la calle acompañado por la impenitente, que se posaba una y otra vez sobre su cabeza. El sufridor optó por soportarla hasta llegar a un muro que sabía hecho de tapial. El aquejado de moscaditis terribilis esperó a que la alada se detuviera en su frente: fue entonces cuando el vecino de Ruperto asestó un monumental testarazo al paredón. La mosca, desprevenida —eso trae el acomodamiento y la confianza presupuesta—, quedó aplastada. José María, que así se llamaba el del cabezazo, salió indemne: no tuvo más que sacudirse el abundante caliche del muro y los restos casi inapreciables de la mosca, que quedó inservible hasta para ponerla, cual mariposa, en las páginas de un libro infantil.

            Yo conocía a José María, albañil ya jubilado, natural de Montellano. Hasta para mí, el más inocente y crédulo del mundo, estaba claro que Ruperto mentía: la verdad es que si el montellanero hubiera hecho tal cosa el muro habría ido al suelo: su cabeza era como la de un hipopótamo, y el resto del cuerpo hacía honor a la molondra.

            Un mediodía se produjo un enfrentamiento entre este José María y Cristóbal. El encaro surgió cuando José María, que conservaba como oro en paño su carnet de Falange de los años de la guerra y posteriores, reprochó a Cristóbal un chiste sobre Franco (que ya llevaba corpore sepulto casi un lustro). Menos mal que no pasaron de las palabras, porque Cristóbal, aun siendo un tipo bragado y membrudo, no hubiera podido resistir ni un manotazo de aquel mastodonte humano, al que yo, pese a todo, siempre aprecié y por eso ayudé en determinadas circunstancias. Que no llegaran a las manos se debió, en gran parte, a las palabras que les dirigió Francisco Alvarez Gandulfo, aquel practicante cuya personalidad, al igual que su pericia para mancharse en cuanto se llevaba algo a la boca, permanece indeleble en la memoria de cuantos tuvimos la fortuna de tratarle.

            He de contar el chiste, por más que lo conozcan muchas personas de cierta edad; pido perdón si hiero la sensibilidad de alguien, más si posee la magnitud física de José María: «Llegó Franco con su minúsculo séquito a un pueblecito donde se inauguraba un pantano. El alcalde, viejo, medio sordo y no muy despabilado, se dirigía así al Jefe del Estado: “Don Claudio, por aquí; don Claudio, por allí”. Hasta que el gobernador civil, airado, lo llevó a un rincón: “¿Pero usted por qué le dice don Claudio a Su Excelencia el Generalísimo?”. “Hombre”, le respondió el alcalde medio chocho, “es que yo no tengo tanta confianza como ustedes para decirle claudillo”».

            Una tarde, cuando Cristóbal pormenorizaba una de las tres fuentes de la leyenda, apareció su mujer (la oficial, Teresa), que le dijo desde la puerta: «Niño, que los civiles están buscando a Lorenzo». Cristóbal salió inmediatamente y la pareja (no la de los civiles, sino el matrimonio) se perdió por la calle Monroy, seguramente para no tener que subir los escalones de la de Mario Méndez Bejarano. El tal Lorenzo, que era anormal, tanto como grandote y fuerte, y que andaba por el campo a diario, era hijo de Cristóbal. Anormal, digo, pero seguramente por eso capaz de hacer cosas sorprendentes. De por qué lo buscaba ese día la Guardia Civil no llegué a enterarme, pero sí sé que en otra ocasión fue porque en una finca cercana al pueblo, en compañía de otro por el estilo, había matado a un ternero con un martillo y un destornillador. Lorenzo era la cruz de Cristóbal. Y no digamos de Teresa. No hacía mucho que, sin pensárselo dos veces (ni una, digo yo), se había sacado una muela con unos alicates. Esa vez no lo buscaron los guardias, sino que hubo que llevarlo urgentemente al hospital.

            Bueno, resulta que me he quedado sin espacio para seguir, dado que el editor de esta gaceta [ESCAPARATE], con el pretexto de la crisis, me lo recorta una barbaridad. Así que en la próxima oportunidad les contaré la leyenda de la calle Marea, original de Cristóbal Lugo Castro, la cual está tan intacta en mi memoria como lo estuvo de por vida la fuerza de trabajo de Ruperto, el embustero.

 

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