EL HOMBRE DE LA ACERA (*). Por Urbano Uribe de Urvando (1959-1986)

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Gabriel se alegraba cada mañana de ver a aquel hombre nada más arribar a la calle, siempre en la puerta del bar, más exactamente en la acera, de cara a la puerta de par en par, como observando algo que sucediera dentro, aunque siempre era igual: la tertulia de los mismos cuatro o cinco al comienzo del mostrador, los dos veteranos clientes mañaneros que sentados a una mesa de vez en cuando soltaban alguna risotada y pateaban el suelo a pesar de su provecta edad, el vocinglero vendedor de cupones, la empleada de Correos que al salir remolcaba todas las miradas, los empleados de banca con sus uniformes tan uniformes, algunos trabajadores del turno de noche de alguna fábrica, las limpiadoras de los bloques próximos, el repartidor de Coca-Cola, el de la leche… Todos los días lo mismo, pensaba Gabriel, pero se alegraba de ver a aquel hombre, primero a lo lejos y de saludarlo cuando llegaba a su altura y charlar con él en la acera, claro, después de haber tomado el Cola-Cao. Era un hombre quieto que apenas si movía la cabeza para mirar a un lado y a otro, que fumaba sin parecer hacerlo hasta el punto de pasar desapercibido el humo que exhalaba y que durante todo el rato en que permanecía en lo que podría decirse su puesto no movía un pie, relajado pero a la vez atento sin llegar a alerta. Sólo faltaba los días de lluvia porque ni siquiera iba al bar no digamos a la acera y Gabriel ya sabía que no lo vería ni de lejos ni de cerca hasta que el tiempo se recompusiera.

…………No es que Gabriel hablara gran cosa con el hombre de la acera, ni que lo que dijeran uno y otro fuese gran cosa, pero Gabriel se sentía bien departiendo con aquel hombre tan sereno y pausado, tan distinto a tantos como desde momentos después trataría hasta la tarde, hasta la noche incluso, de modo que aquel espacio de diez o quince minutos eran para Gabriel una toma de fuerza, un impulso de calma, una oxigenación mental, un alivio previo, una limpieza de ánimo como la que se hace en las dentaduras pero muchísimo más placentera aunque a las pocas horas se hiciera de nuevo necesaria pero aquel hombre ya no estaría en la acera.

…………Gabriel se decía que el hombre de la acera tendría más o menos sesenta años, o más, o menos porque no tenía arrugas a pesar de ser delgado; los que sean pero por lo menos tiene casi cuarenta más que yo, calculaba Gabriel, concluyente.

…………Una mañana ya no igual a las otras el hombre llegó después que Gabriel, y no permaneció en la acera ni por un momento. Gabriel no pudo preguntarle, ni al otro, ni al otro, que eran sábado y domingo. Iría al banco o a cualquier otra gestión, imaginó Gabriel. Pero el lunes, que amaneció despejado, el hombre no apareció. Ni el martes. El miércoles, después de mucho pensarlo Gabriel le preguntó al más despabilado de los camareros, que según le pareció a Gabriel sonrió maliciosamente y dijo no saber nada. ¿Qué pasaría? Después de dos semanas de estar la acera sin el hombre, y sabiendo que Gabriel había preguntado por el ausente al menos dos veces, uno de los clientes mañaneros se le acercó y le dijo en un aparte: «¿Tú sabes quién es ese?». Gabriel movió la cabeza en negativa. El otro se lo dijo, y a Gabriel lo encontraron al mediodía siguiente muerto en la bañera, desangrado por ambas muñecas, aunque también, seguramente para asegurarse, había intentado abrirse las de los tobillos.

…………La muerte de Gabriel fue la comidilla diaria en aquel bar y en muchos otros lugares y bares (su familia es muy conocida) durante semanas enteras e incluso meses, claro que los comentarios eran todos a ciegas, porque nadie podía, ni siquiera esforzando al máximo la lucubración y la fantasía aproximarse a algo verosímil en cuanto al motivo de aquel suicidio a lo Séneca. La lista de lo que se dijo y oyó en esas semanas y meses necesitaría de montañas de papel. Pero mucho antes había aparecido una carta. Era igual a la que Gabriel había dejado al juez justo al lado de la bañera, sobre el banquito del cuarto de baño del hotel de Sevilla que había elegido para aquello; la había recibido Juan, un íntimo amigo de Gabriel, que nos dio copias a otros para que la verdad se difundiera y cesaran de engordarse las invenciones. A los pocos días murió Juan víctima de un accidente. Los demás nos reunimos y acordamos no dar a conocer la carta, porque por qué la gente tenía que enterarse de un asunto que ni le iba ni le venía, sólo por curiosidad malsana en casi todos los casos, yo diría que en todos, y además de lo contrario estaríamos contrariando a la familia, que no dijo ni ha dicho nada sobre el asunto. Así que no seré yo quien rompa lo acordado. De todos modos, aquella tarde se destruyeron todas las copias, de manera que quien quisiera convertirse en propagador se encontraría con el mentís de todos los demás. Todo esto vaya en recuerdo de Gabriel y de Juan, fallecidos respectivamente los días 11 y 19 de febrero de 1984. Del hombre de la acera mejor olvidarse.

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…………(*) Encontré estas líneas debajo del frigorífico que movió Afonso para limpiar, al igual que los versos de Alberto titulados «Por desgracia», que ya publicasteis. (Mario Cortés)

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