MIGUEL. Por Rafael Rodríguez González

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Con cincuenta y cuatro años de edad y poco más de treinta de servicio, Miguel acaba de jubilarse (aunque le digan prejubilarse). Una buena retribución le acompañará, o deberá, debiera o debería, hasta el fin de su existencia. Esto último se manifiesta a todas luces de lo más lejano: ninguna enfermedad, excelente silueta, poderío en las piernas, que es facultad de lo más esencial… Si acaso, el abuso del tabaco, pero como es alto de cuello… ¿Y ahora? Pues nada, a dedicarse a sus aficiones principales: la música, la literatura, la pintura. La primera y la tercera de forma ejecutante, porque Miguel, además de saber de música (creo que también sabe música), toca la guitarra, y, según me aseguran algunos conocidos, nada sospechosos de embaucadores, al menos en esto, es un óptimo pintor. En cuanto a la literatura, no tengo referencias sobre que Miguel escriba más allá de correos electrónicos y balances económicos, pero sí me consta que se lee lo que no hay en los escritos: ¡hasta ha leído alguna cosa mía! (Me embarga la emoción y no puedo seguir escribiendo; continuaré mañana).

…………Pasado el trance de la turbación impedidora, voy a procurar contarles lo que soñé no hace mucho. Relacionado con Miguel, claro, si no, a qué todo esto. A ustedes les parecerá increíble, pero yo sé que es cierto, quiero decir el sueño, vamos, que lo he tenido, que lo he soñado tal y como a continuación les refiero. Tan verdad como que esa noche me tuve que levantar para aplicarme una crema contra la epicondilitis. Y, no mucho después, a dar unos pasos para combatir el espasmo de los gemelos de la pierna izquierda, o de la derecha, qué más da, si son gemelas. Más tarde, a orinar. Luego, a beber. Al cabo de poco me despertaron los síntomas de una hipoglucemia, no severa, afortunadamente. Mientras me comía dos o tres onzas de chocolate (en esto no se puede decir que sea peor el remedio que la enfermedad), hube de acudir a la llamada de mi madre, que quería saber la hora. Pues aun así y todo, el tiempo dio de sí para tener un sueño, ese sueño.

Suena el teléfono en la sucursal bancaria:

—Miguel, ¿es usted?

—¿Quién es?

—José Luis, el de… ¿es usted Miguel?

—Sí, sí.

—Le llamo, ya lo sabrá usted…

—Sí, hombre. Vente por aquí más o menos a las doce; no, mejor a la una. Pero aquí no, nos vemos en el bar, sí, el de la callejuela, y ya luego nos vamos para la oficina.

—Es que a esa hora tengo que recoger a la niña, pero bueno, sí, vale, tardaré dos o tres minutos, la dejaré con mi prima, la de la tienda.

—No te preocupes, yo te espero. Trae todos los papeles, no se te olvide ninguno. Hasta luego.

…………(Llegado a este punto me desperté, y por eso lo recuerdo todo perfectamente. Dí dos vueltas en la cama y de nuevo quedé dormido).

«¡Vete de aquí, canalla, que no te vea otra vez, asqueroso, que te rajo la cabeza, so mierda, que eres una mierda, que te vayas, me cago en tus muertos, cabrón!». El tendero decía esas cosas temblando de indignación, y el asqueroso-mierda retrocedía sin perder de vista la mano que se le aproximaba blandiendo un cuchillo enorme. Pero la gente —¡qué inoportuna es a veces la gente!— enseguida empezó a inmiscuirse: «Ya está, chiquillo, ya está, déjalo que se vaya»; «Mira que después va a ser peor para ti»; «Cálmate, Fernando, que te va a dar algo»; «Venga ya, hombre, si no merece la pena». El carnicero resopló, bajó los brazos y por fin quedó inmóvil, quizás aliviado (¿quizás?) por la presión apaciguadora, y el carterista se fue por la callejuela más próxima, seguido por los insultos de todos los presentes  —ahora muy decididos—, en su mayoría clientas de la carnicería. Pero Miguel, que había observado parte de la escena desde la puerta del bar en que había de  encontrarse con José Luis, en menos que se parpadea logró agarrar al descuidero, arrojarlo al suelo, ponerlo boca abajo y sentarse a horcajadas sobre él. Inmediatamente, el público, que se había desplazado hasta la embocadura de la callejuela para ver cómo iba la cosa, le gritó a Miguel que no, chiquillo, que no seas loco, que lo dejes irse, si no ha llegado a robarle a la mujer, que ese tío es un hijo de puta —expresión totalmente gratuita, como casi siempre—, pero que para qué nos vamos a meter en líos, si al final va a ser lo mismo. Un cliente del bar se lamentaba, llevándose las manos a la cabeza: «¡Hay que ver, hay que ver, hay que ver!», sin saberse si lo hacía contra la actitud de Miguel o contra la inseguridad ciudadana que existe desde que existen las ciudades. Miguel se irguió y tras él el caco, que recibió un fuerte empujón de nuestro héroe. Éste, cuya figura no se había descompuesto lo más mínimo, dijo a los indignados-miedosos-inconsecuentes estas profundas palabras, en tono y modo semejantes a los de Moisés ante los suyos: «¿Lo veis? Después pasa lo que pasa». En ese momento vi y oí a Nobeo Minucio, consejero del rey Poliginio y de su primogénito y sucesor, Colicasto. Nobeo Minucio se dejó caer con esta enigmática frase: «Tan lejano está el sueño de la realidad como la realidad de los sueños».

…………(Otra vez me desperté, y por eso puedo, como ya he dicho antes, recordar al detalle esta segunda fase de mi visión onírica. Algunos de los lectores conocerán por sí mismos la mecánica de los sueños, cosa que nunca se ocupó de explicar Sigmund Freud, tan ensopado en las supuestas significaciones).

No había hecho Miguel más que salir de la callejuela —en el otro extremo el manilargo seguía comprobando si había cesado totalmente el hostigamiento hacia su inviolable persona—, cuando apareció el hombre con quien Miguel había quedado citado, que se precipitó hacia él, seguramente para interesarse por lo ocurrido, siendo en ese momento atropellado, con resultado de muerte, por un vehículo que transitaba a  toda velocidad y que salió a escape tras un instante empleado en recuperar el control, perdido momentáneamente a causa de la funesta interposición del cuerpo ahora destrozado.

…………(Para mí, el sueño no ha podido ser más decepcionante: jamás podré saber qué es lo que iban a tratar José Luis y Miguel, ni qué hubiera ocurrido si en lugar de a la una  hubiesen quedado más o menos a las doce, o si en vez de en el bar lo hubieran hecho en la oficina bancaria, y por qué Miguel prefería el encuentro en el bar, y precisamente en ese, cuando hay otros más espaciosos y cercanos; tampoco si a la niña que dejó José Luis con su prima en la tienda —si es que llegó a dejarla, que esa es otra— fue a  recogerla su madre o quien fuese, aunque a mí me da la impresión de que la chiquilla vivía sola con su padre. Es imposible cuantificar cuántas incógnitas pueden derivarse de estos hechos o de sus posibles variaciones. Entre ellas, qué fue lo que impulsó a Miguel a ir contra el ratero. ¿Tal vez  alguna acción sufrida por el propio Miguel a manos de aquel indeseable? Porque Miguel tiene muchas virtudes, pero no la del arrojo así como así. Yo, desde luego, no voy a estrujarme el cerebro intentando desentrañarlas. Pero qué lástima que no se pueda soñar de nuevo ese sueño, fueran los resultados los que fuesen, es decir, con independencia de los deseos de uno —que no intervienen en los sueños, al menos directa y palpablemente, sobre todo palpablemente—. Ahora bien, he de hacerles un ruego: la locución de Nobeo Minucio, aquel consejero de los reyes Poliginio y Colicasto, no es un juego de palabras, y tampoco, estoy seguro, lo otro que aparenta, así que, por favor, aplíquense un poco para ayudarme a desembrollar la oración. Por favor. Va en ello mi salud mental. Porque, en el improbable caso de que el consejero regio se me aparezca otra vez, ¿va a dar la casualidad de que sea para descifrarme la frase? Lo demás puedo digerirlo, e incluso olvidarlo, pero eso no. Ayúdenme. Le tengo espanto a este tipo de incógnitas).

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