Viene siendo poco menos que habitual la publicación de viñetas en las que aparece un hombre de ruda apariencia y estaca en mano llevando a rastras a una mujer. Se quiere así simbolizar el dominio brutal que supuestamente ejercían los hombres sobre las mujeres en tiempos primitivos. A veces, esas imágenes acompañan algún texto que trata de la violencia que practican determinados elementos sobre personas del sexo femenino. Y en no pocos se refieren los autores al «salvajismo», a la «barbarie», al «primitivismo» de quienes actúan de tan execrable manera.
Es del todo errónea tal comparación. El maltrato sobre la mujer, en cualquiera de sus formas, era absolutamente desconocido en los tiempos en que la Humanidad vivía en el salvajismo y después en la barbarie.
Como demostró, de forma insuperable, por completa y profunda, el científico norteamericano Lewis H. Morgan (1814-1887) en su obra Ancient Society or Researches in the Lines of Human Progress from Savagery, throung Barbarism to Civilization (Londres, 1877), la mujer gozaba en aquellas sociedades del máximo respeto y de todos los derechos. No como consecuencia de las creencias religiosas, que no eran sino la idealización de lo naturalmente existente, sino del natural dominio del sistema matriarcal, y, por consiguiente, del derecho materno, que existió como único en todos los pueblos salvajes y bárbaros (aún en el siglo XIX había pueblos en tan «bárbaras condiciones», y otros que mantenían reminiscencias muy notables), fuese la «modalidad» familiar la del matrimonio por grupos (en los salvajes) o la sindiásmica (entre los bárbaros).
En ambos estadios, el del salvajismo y el de la barbarie (este último incluyó, en su fase superior, la poliandria y la poligamia, intermedias ambas entre la sindiásmica y la monógama), las mujeres disfrutaban de los mismos derechos que los hombres. Puede parecer increíble, cuando se piensa en la lucha de las sufragistas durante los siglos XIX y XX, que entre los aborígenes «americanos» (antes de 1492 y hasta casi el siglo XX), entre las tribus germanas, en las bátavas y en las suevas, y, en fin, en todas las gens que en el mundo han sido, la mujer participara de pleno derecho en la elección de los jefes de su gens y de la tribu, incluidos los militares («jefes» que eran revocables y que no tenían el poder absoluto e indiscriminado que después les caracterizó). La mujer era el pilar básico e indiscutido de aquellas sociedades, y su elemento autentificador.
El derecho materno fue truncándose con la paulatina acumulación de propiedad por parte de miembros de las gens y de las tribus, al tiempo que ello representaba el comienzo de la destrucción de la propia sociedad gentilicia, y la llegada (la instauración) de la monogamia. La propiedad privada, elemento básico de lo que después se llamó civilización, necesitaba del derecho paterno. Y, con éste, apareció la decadencia de la mujer, su postración, la pérdida de respeto hacia ella, el fin de la consideración máxima de que había gozado.
Desde luego, no le resultará fácil hacerse con ella a quien quisiera conocer la obra de L. H. Morgan. Pero la lectura de El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, de Friedrich Engels, sí es de fácil acceso. En este libro se desarrollan las conclusiones de Morgan, aplicándolas certeramente a la ciencia histórica: el título del libro es bien explícito. Pasados más de ciento veinticinco años desde su aparición, no ha podido ser rebatido en lo más mínimo. Sí que ha recibido, en cambio, aportaciones muy interesantes y valiosas.
El nuevo estadio, la civilización, por lo demás inevitable, traía consigo, inseparables e ineludibles, males desconocidos. Como afirma Engels en la obra citada:
«La tribu, la gens, y sus instituciones, eran sagradas e inviolables, constituían un poder superior dado por la naturaleza, al cual cada individuo quedaba sometido sin reserva en sus sentimientos, ideas y actos. Por más imponentes que nos parezcan los hombres de esa época, apenas si se diferencian unos de otros; estaban aún sujetos (…) al cordón umbilical de la comunidad primitiva. El poderío de esas comunidades primitivas tenía que quebrantarse, y se quebrantó. Pero se deshizo por influencias que desde un principio se nos aparecen como una degradación, como una caída desde la sencilla altura moral de la antigua sociedad de las gens. Los intereses más viles: la baja codicia, la brutal avidez por los goces, la sórdida avaricia, el robo egoísta de la propiedad común, inauguran la nueva sociedad civilizada, la sociedad de clases; los medios más vergonzosos: el robo, la violencia, la perfidia, la traición, minan la antigua sociedad de las gens, sociedad sin clases, y la conducen a la perdición».
Puede que la Humanidad, de lograr constituirse en una verdadera y sola gens mundial, pueda alcanzar algún día, renovándolos, los valores del primitivismo, dotada a su vez de aquella moral sagrada, y, simultáneamente, de los medios materiales suficientes que deberá manejar bajo su propio dominio inteligente. Requisitos imprescindibles, ambos, para una supervivencia digna de tal nombre.
De momento, seguimos arrastrando lo peor de todas las etapas recorridas por la civilización, sin dejar de añadir nuevos elementos de locura que abundan en la misma destructiva dirección.