– ¿Quiere esto decir que la huelga de la enseñanza provocada por la eliminación de los puestos de interinos (y sus derechos adquiridos), y el aumento del número de horas lectivas de los profesores de oposición rotando entre diferentes Centros para dar clases en su especialidad ha sido alentada por el Partido Socialista?
– No le quepa a usted la menor duda, y de su candidato. No le quepa a usted la menor duda. El Partido Socialista, Izquierda Unida, los Sindicalistas, los Indignaos, y por supuesto los de la Ceja son los que la alientan.
– ¿No crees, Gabi, que Esperanza tiene razón?
– Por supuesto. Decididamente hacen más falta horas lectivas. En castellano no se dice indignaos se dice indignados.
—Ah, bueno, pero es que yo creía que usted estaba aquí de último. O se es o no se es. Ea, venga, pase usted, que ya le toca.
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—¿Quién es la última?—pregunté al llegar a una cola en que todos eran varones. Me miraron de reojo, sin que ninguno contestara.
—Bueno, entonces soy yo la primera.
—No, no, no, usted es el último.
—¡Ah, que es que no había ninguna persona en la cola!
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Aquella vez que fui el último me alegré mucho: al maestro ya no le quedaban fuerzas para pegar.
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En la cola de un banco, casi desde el primero hasta el último está en las últimas.
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Lo mejor que tiene ser el último es que el empleado te mira con cara de alivio. De lo peor, que el empleado te diga que qué lástima, que ya se ha ido el interventor, y encima que eso no se puede dejar para última hora, ¡tras una de espera!.
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Cuanto más nos alejamos del macaco, más colas tenemos.
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Lo último que te puede pasar en una cola es ser el primero.
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El primero, o la primera, siempre es tío o tía. «Vaya tela la tía esta». «Mira que va a echar tiempo el tío ese». «Yo no sé a qué hora hay que venir aquí, que vengas a la que vengas hay un tío de estos». «Tiene cojones, la tía esa».
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A los siguientes siempre les parece que los de delante han venido para cosas innecesarias. Y que los que vienen detrás son tontos.
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—¡Uy, qué de gente!—dijo la señora.
—¿Y usted no se cuenta?—espeté. Puso una cara…
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Una vez, cuando aquellas colas para cobrar el paro, llegó un amigo mío, y como llegó el último fue el último hasta que llegó otra persona. Pero antes de que esto sucediera, un guasón que le conocía se giró y dijo: «¡Maricón el último!».
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Cuanto más lentamente avanza una cola más y mejor se observa a los «coleros». La pinta de esta, la gordura de aquella, lo desastrado de aquel… También se observan buenas figuras, incluso prometedoras, pero la mayoría de las veces el desengaño es total cuando vuelven la cabeza y les vemos las caras.
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—Buenas, ¿usted es el último?
—Sí.
—Bueno, pues ya vendré mañana. Siempre me pasa lo mismo.
– La berrea es una de esas páginas míticas que se produce en el bosque mediterráneo. Los machos, por estas fechas, atraen a unas y expulsan a otros. A berridos.
Cualquier método es válido para impregnar el ambiente de sus feromonas. En la berrea se juegan, a partes iguales, los papeles de seducción y territorialidad. Como toros bravos se retan, y poco a poco, cada macho va juntando su harem agradecido.
Hoy la mitología nos ocupará, una vez más, el espacio. Y también el tiempo. Veremos quién era el dios Jano. ¿Por qué éste? Sencillamente, porque desde hace no poco he leído y oído, en periódicos y en tertulias radiofónicas, citas frecuentes, al menos relativamente, del mismo. Algo raro, y más en los tiempos que corren. Aunque agradable y esperanzador.
Pues bien, ¿quién era Jano? Una divinidad genuinamente romana, de origen y tradición sólo romanos, según unos mitógrafos, por más que otros lo hayan hecho mortal oriundo de Tesalia, en Grecia. Culto y civilizador, cuéntase que nuestro personaje inventó las naves, precisamente para trasladarse desde aquel país hasta el agreste Lacio, donde se instaló, acogido en Roma por Cameses –rey mítico del que poco, el nombre, o nada sabemos-, y llegó, también él, a reinar. Habitaba en una de las colinas, llamada en su honor Janículo, en una ciudad fundada por él en la misma cima, y fue padre de varios hijos, entre ellos Tíber, el epónimo del río de Roma, el que le da el nombre. Magnánimo y agradecido, hizo con otros lo que aquel mítico rey había hecho con él: dar acogida, cobijo, hospitalidad a desterrados. Entre éstos se cuenta el mismo Saturno, quien, huido o expulsado de la Hélade por su hijo Zeus, halló refugio en Roma y gobernó monárquicamente una ciudad que lleva su nombre, Saturnia, sita también en lo alto de otra colina, el Capitolio.
El curriculum de Jano es brillante. Conocedor del pasado, del presente y del futuro –don de un Saturno agradecido a su generosidad-, culto y civilizador, Jano está en el centro de la Edad de Oro, da leyes a los rudos, agrestes y nómadas aborígenes –los primeros habitantes del Lacio-, les enseña la agricultura y a vivir una vida honesta y justa, y les inventa la moneda para facilitar sus transacciones. Esto al menos parecen decir monedas romanas primitivas cuyos anverso y reverso mostraban, respectivamente, una imagen de Jano y la proa de una nave.
Divinizado a su muerte, se le representa como un joven de doble cara (o cuádruple), que mira hacia delante y hacia atrás, que ve lo que llega y lo que pasa, con una llave en la mano derecha para abrir la puerta –ianua, cuyo inventor es, y de ahí que su mes sea Ianuarius, enero- y un báculo en la izquierda, como señor de las vías. Su templo, obra de Numa, estaba cerrado en tiempo de paz y abierto en guerra, para que el dios saliera a salvar a los romanos, conmemorando que Jano los había salvado de los sabinos.