—En un lugar de La Mancha que ya no pertenece a La Mancha, es decir: en Madrid, conocí el extremo dolor, Jesús, lo conocí. Pero eso quedó en el pasado, que es la región de la muerte. En cuanto volví a Andalucía volví a recobrar el extraño y familiar sabor de la vida.
Así me hablaba en Aguilar de la Frontera el poeta Vicente Núñez poco antes de su muerte, y bien puedo decir que su personalidad sibilina, unida a un casi inconcebible sentido de la hospitalidad, dejaron en mí una huella imborrable que me va a acompañar siempre, por eso me veo ahora en la necesidad de trasmitir el complejo mensaje que me legó en varias horas de intensa conversación con él.
Nada más llegar a Aguilar de la Frontera, encontré al poeta en su taberna habitual: un establecimiento frecuentado por los hombres del pueblo, en una esquina de la Plaza Mayor. Los que hayan estado allí reconocerán que es una de las plazas más originales y extrañas de Andalucía. Se trata de una edificación octogonal y alucinantemente blanca, que se abre al visitante como un mandala, y que desconcierta mucho a la mirada, en parte porque, tratándose de plazas, la mirada está mucho más habituada a los cuatro lados que a los ocho. Ocho lados resultan una exageración que tiende a desorientar. Vicente Núñez lo explicó mejor en un poema, donde viene a decir que esos ocho lados “ya sólo apuntan a un exceso, a una febril idea métrica. Ya sólo tienen una insólita meta radical: equivocarse.” Equivocarse o equivocarnos, haciendo que de pronto nos sintamos en un lugar que de tan sorprendente parece un no lugar.
Y bien, bajo los arcos de esa plaza, en la taberna que ya menté, hallé sentado a Vicente Núñez. Su aspecto era el de un personaje alejandrino y kavafiano, trasportado a la campiña cordobesa, caracterizada por la amable sucesión de las colinas de color ámbar gris, llenas de vides y olivos. Vicente iba bien peinado, llevaba una chaqueta oscura y varios anillos de oro blanco en una mano, y fumaba innumerables cigarrillos negros, de factura española. Su voz, honda y quebrada, retrataba a un fumador empedernido y a un notable bebedor, pero también a alguien que sabía hablar al mismo tiempo (y entrelazando dos registros enemigos) desde la lucidez de la experiencia y desde el calor de un corazón tragicómico, dotado de un sentido del humor muy irónico, que le permitía usar la lengua como un látigo finísimo, y nunca como una tralla. Nobleza obliga.
Una de las primeras sentencias que formuló Vicente en aquella taberna ubicada en el interior de un octógono fue bien simple:
—La fama es infamia.
Supe que había algo parecido a un autorretrato invertido en esa formulación. Conocía pocos poetas tan poco famosos como Vicente. Cualquier miserable perpetrador de cuatro versos tristes era más conocido que él. En cualquier lugar, en cualquier provincia dejada o no de la mano de Dios, cierto, pero también en Madrid y Barcelona, podías encontrar a cientos de personas y personajes exhibiendo sus libros de versos o sus novelas, componiendo, todos juntos, un himno aburridísimo a la falta de sustancia,que viene a ser casi el único argumento de nuestra época, donde ya siempre la fama es indicio de infamia. Por razones que él me explicó con precisión y a la vez con vaguedad, Vicente se retiró a su pueblo y renunció a cualquier forma de relación con la fama, y en parte también con la infamia, tras un período en Madrid en el que su entrega al amor le produjo una honda corrosión. Daba la impresión de que se había sentido sin suelo y sin aliento.
Desde entonces habían sido raras las ocasiones en que había dejado su pueblo, circunstancia bien rara en una persona como Vicente, de sexualidad filogriega. Luego me comentó que a él no le gustaban los efebos de la época clásica. No, a él le gustaban los muchachos de tipo minoico. Resultaba sorprendente su afirmación. Vicente no me hablaba del Hermes de Praxíteles o del Discóbolo de Mirón, me hablaba de los kuros de la escultura arcaica, que podían conducirnos a Creta, cierto, pero también a Micenas. Y qué duda cabe que quien haya visitado el Museo Nacional de Atenas habrá observado que los Apolos de la época arcaica resultan más misteriosos, y probablemente también más bellos, que los del clasicismo, de un idealismo tan calibrado.
Durante un buen rato, Vicente estuvo explayándose en lo que él entendía por “dimensión minoica”. Esa alegría de vivir, ese esplendor gozoso de los cuerpos que todavía nos trasmite la pintura cretense era lo que de verdad le conmovía.
Algunos meses antes, Vicente había padecido una trombosis, y caminaba con cierta dificultad, circunstancia que le humillaba bastante, aunque lo llevaba con toda la dignidad que le quedaba en el cuerpo, y le quedaba mucha. Le quedaba tanta que hasta podía derrocharla, y con una generosidad que sólo puedo considerar inaudita (a Vicente le gustaba mucho ese adjetivo) fumó y bebió todo lo que quiso.
Recuerdo que nos dirigíamos desde la taberna al restaurante cuando Vicente comentó:
—Si me cortaran las piernas me quedaría más ligero de piernas.
Apreciación irrefutable. El poeta, que no secundó nuestras risas, me susurró al oído:
—Y lo más grave es que me las han cortado.
—¿Quiénes?
—Los cortos que cortan las piernas de los largos. Los cortos que cortan y cortan. He levantado mi tienda de amor entre animales —añadió, y se echó a reír a carcajadas.
En el restaurante seguimos bebiendo. ¡Y qué vino! Un fino glorioso que nos fue elevando hacia sinceridades cada vez más densas y más elementales. Entonces Vicente murmuró:
—Es una maldición haber creído tanto en las palabras. Se puede caer en la tentación de la verdad, pero nunca en la de las palabras. Las palabras deben ser azotadas.
No otra cosa venía haciendo Vicente desde hace años con sus “sofismas”, algunos ya muy famosos entre sus amigos. Como en toda conversación larga y sostenida, hubo un momento en que nos callamos, buscando el reposo de la mente y los sentidos. Vicente volvió a llenar las copas de oro líquido y dijo:
—El silencio es corpóreo.
Con lo que me venía a indicar que las palabras no lo eran, o que lo eran menos. Para que lo fueran, había que tensarlas como él las tensaba en sus mejores poemas, “había que ponerlas en juego”, como me vino a decir. Según Vicente, las palabras servían más para ponerlas en juego (retorciendo y trastocando lo que nombraban) que para comunicar. Y es que, según me dijo, la sintaxis era “la forma en movimiento”, pero no el fondo, que sólo podía agitarse (o al que sólo veíamos agitarse) “cuando el lenguaje se convertía en un látigo”.
Yo seguía callado, pensando en lo que acababa de decirme cuando, completando y a la vez contrariando mis pensamientos, Vicente añadió:
—No hay que fiarse de las palabras pero tampoco del silencio.
—¿Por qué?
—Porque es un perro hambriento.
Gloriosa definición que el poeta remató diciendo:
—Un perro hambriento el silencio, y las palabras pirañas. Nada es del todo verbo. Más abajo, nos habla otro silencio: algo que aparece detrás de un tiempo muerto, algo que grita desde el ser cuando callamos.
Me dejó temblando y durante un rato sus palabras resonaron en mi cabeza como dictámenes. Tras el almuerzo, lleno de manjares cordobeses, continuamos hablando y bebiendo, mientras se iba acercando el atardecer. El cielo empezaba a enrojecer cuando nos dirigimos a su casa en el automóvil de un amigo. Mientras íbamos en el coche, Vicente parecía feliz. Se veía que el vino le había sentado bien. En muchos aspectos, estaba haciendo una apuesta, en muchos aspectos, estaba jugando con la muerte. Circunstancia que lo convertía en una encarnación clara de la sentencia “genio y figura hasta la sepultura”.
Finalmente llegamos a su casa, que me pareció un cofre lleno de ecos que me conducían al mundo de Vicente Núñez y al de su poesía. Tras una celosía, se veía un pequeño jardín cautivo, de una frondosidad desconcertante, que le daba una profundidad que no tenía. Luego estaba el cuarto donde trabajaba, y cuya ventana daba a la calle. Una de las paredes la llenaban los anaqueles repletos de libros. En las otras había cuadros. Las imágenes religiosas y de familia se mezclaban con los retratos de Rimbaud y Baudelaire, en un ambiente andaluz, barroco y acogedor, dominado por el cromatismo cálido.
Vicente se sentó junto a la mesa camilla, se quitó la dentadura que le venía doliendo todo el día, se relajó, y encendió un nuevo cigarrillo. Fue uno de los momentos más extraños del día. Nos quedamos solos en su cuarto. Miento. Un perro ladró al fondo del pasillo y desapareció en las sombras. Entonces Vicente me estuvo hablando del vértigo.
Me asombró que no identificara el vértigo ni con el tiempo ni con el espacio, ni con las alturas ni con las profundidades. El vértigo, según él, podía ser un olor, un sabor, una mirada y hasta una palabra bien dicha y bien dirigida al centro del seso y al centro del corazón.
No mucho después me incorporé, le di un fuerte abrazo y salí de su casa. Afuera me esperaba un automóvil que me fue conduciendo hasta Córdoba a través del encarnado y ennegrecido atardecer que, ayudado por la luz de la luna llena, recortaba con nitidez, sobre un horizonte lleno de fiebre, las colinas amablemente grises de la alta campiña.
Nunca más volví a ver al poeta.
Que la tierra le sea leve.
(Córdoba, Revista BORONÍA, septiembre de 2009)