MARCO ATILIO RÉGULO. Por José Manuel Colubi Falcó

 

Régulo
Joseph Mallord William Turner
1775-1851

 

Recuerdo la campaña promovida hace años sobre la nueva educación próxima a implantarse, la educación en los valores, que a más de uno –yo incluido- le produjo cuando menos perplejidad –como si la recibida en nuestros años juveniles hubiera sido una educación en los no valores o en su negación-. ¿Las obras de misericordia, por ejemplo, que aprendimos de memoria e inducidos a su práctica, no lo eran? ¿Los muchos modelos que ofrece la historia, laicos y no laicos, tampoco? ¿La historia, o leyenda, de Régulo, paradigma de virtud cívica y de fidelidad al juramento prestado, incluso al enemigo, no constituyen un legado de valores? Veamos cuál fue la conducta de este insigne –y pobre- romano.

             Marco Atilio Régulo, de la gens Atilia, fue elegido cónsul en 267 a.C. y reelegido en 256, derrotó por tierra y por mar a los cartagineses y, siguiendo órdenes del Senado romano, llevó la guerra a África, donde siguió cosechando victorias. Se dice que el cartaginés Hanón vino a su presencia para tratar de la paz, y como algunos incitaron a Régulo a hacerle lo mismo que los enemigos habían hecho años antes al romano Cornelio –encarcelarlo-, aquél tranquilizó a Hanón diciéndole: «La lealtad romana te libera del miedo que tienes, Hanón.» Habiéndosele prorrogado el mando, pidió al Senado ser relevado porque su campito, falto de cultivo, no permitía subsistir a la familia, mas la corporación obvió el problema dándolo en arriendo. Vencido, al fin, y capturado, fue enviado a Roma para tratar del intercambio de cautivos, previo juramento de regresar a Cartago, si no lo conseguía. Llegado ante el Senado, expuso, cuando se le ordenó, su parecer: no era conveniente el canje de prisioneros, pues los cartagineses eran jóvenes y excelentes caudillos y él, en cambio, un viejo. Y convenció a los senadores, y no convencido por sus familiares y amigos, que trataban de disuadirle de su vuelta a Cartago, fue fiel al juramento y regresó, aun sabiendo que se entregaba a un enemigo sumamente cruel. Los cartagineses lo mataron, no sin torturas: «Cortadas sus pestañas –escribe el abate Lhomond-, durante un tiempo lo tenían en un lugar tenebroso y luego, cuando el sol era más ardiente, lo sacaban de repente y obligaban a mirarlo; finalmente, lo metieron en un arca de madera, en la que sobresalían clavos muy agudos, y así, cuando su cuerpo cansado se inclinaba a una u otra parte era afligido por los férreos aguijones, hasta que murió víctima de las vigilias y del continuo dolor.»

 

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